viernes, 25 de octubre de 2013

EL ANTIGUO EDIFICIO DE LAS TRES LUCES.


Seguro que alguna vez te has fijado en esas siluetas arquitectónicas que plantean el interés de la pregunta. Están ahí, en medio de la vorágine urbana o en la mayor placidez acústica de las zonas rurales. Generalmente suelen ostentar o mostrar su misterio (ése que pone a funcionar nuestra imaginación) por las áreas más antiguas y llenas de historia de la vieja ciudad. Pueblan sus calles, plazas o avenidas….. lugares para el paseo, la sociabilidad y la vida. Son vetustos edificios que parecen, durante las horas del día y de la noche, completamente deshabitados. Apenas hay unas macetas, que sufren la indolencia del descuido o el olvido, con alguna ventana o persiana abierta, elementos que nos permiten suponer que allí late aún la privacidad personal. Pero es durante esas horas en que la tarde cede su protagonismo al manto nocturna, cuando observamos a estos bloques, mancillados por el paso del calendario donde, entre “mil” ventanas, sólo en unas pocas de las mismas anida la iluminación de la habitabilidad. Y si nos mostramos atentos a la percepción, esas escasas luces encendidas, tras los cierros, balcones o terrazas, permanecen “latiendo” un día tras otro, resistiendo impasibles, frente a la soledad o el vacío de los demás pisos que conforman los bloques.

Vivir en un edificio de doce o más plantas, en la que todas las demás viviendas están cerradas y deshabitadas debe sucitar un sentido de aislamiento o de incomunicación, verdaderamente fantasmagórico. Posiblemente, durante las horas del día. Pero con una mayor intensidad cuando aparece la noche. Una vez más, traigo a la memoria la trama argumental de la película El Resplandor (The Shining, 1980). Tres personas y, posiblemente, otros muchos fantasmas, reales o imaginarios, cohabitando en aquel gran hotel, cerrado y aislado, en la temporada invernal de nieves y silencios. El maestro Kubrick (1928-1999) retrató, con la hábil perfección del artista, la llegada de una cruel locura desestabilizadora para mentes en soledad.

Me llamaba poderosamente la atención esos lánguidos puntos de luz, que señalaban la aislada permanencia de tres únicas familias, habitando un gran y emblemático bloque, en pleno centro de la ciudad antigua. Un día tras otro, elevaba la vista para fijarme en esas señales de permanencia, frente a decenas de pisos cerrados y vacíos para la convivencia. ¿Quiénes serían esas tres familias, o personas individuales, que se habían negado a renunciar o a abandonar sus raíces de la habitabilidad? Fue mi redactor jefe, en la sección “cosas de la ciudad” quien un día me sugirió la realización de un reportaje sobre esos “valientes guerrilleros” que se resistían al abandono del bloque. Una vez pertrechado con el aval organizativo de mi superior en el periódico, encaminé mis pasos al susodicho edificio, a fin de construir un reportaje lo más humano y esclarecedor de lo que mi profesionalidad fuese capaz.

La primera impresión que obtuve, al entrar en el gran hall que nuclea la entrada, fue profundamente desoladora. La magnificencia de otras épocas de esplendor (oficinas y comercios, en la planta inferior y entresuelo) había quedado aletargada y anticuada por el abandono. El amplio mostrador del antiguo conserje, se hallaba profundamente deteriorado y olvidado al polvo de la suciedad. Previamente tuve que llamar a una de las tres viviendas  para que, desde la misma y tras mi identificación como periodista, tuviesen a bien franquearme la puerta de entrada que, por seguridad, permanece cerrada para la protección de esas tres únicas familias. En una de las mismas, planta 10ª, me atendió un señor muy mayor en edad y experiencia. Desplazándose con una cierta inseguridad, me invitó a pasar al salón de su casa, decorado con el esmero de la permanencia en la segunda mitad del siglo pasado. Antiguo militar del ejército de tierra, alcanzó su retiro hace ya más de tres décadas. Vive en la casa que fue propiedad de sus padres, desde los años de infancia. Hijo único, sus familiares más o menos directos (entre ellos su añorada mujer) viajaron al más allá o pueblan otros destinos, lejos de esta ciudad. Aunque se resiste con tenacidad, comprende que, más pronto o tarde, tendrá que vincularse, para el final de sus días, a una residencia para la tercera edad.

Me explicaba don Rosendo que también a él, como a los demás propietarios, se les hizo una oferta económica, a fin de que abandonaran sus respectivas viviendas. Al margen de que la suma ofrecida había sido en principio harto modesta, en él habían prevalecido razones de índole sentimental para negarse a aceptar, una y otra vez, las presiones de un importante grupo constructor o inmobiliario. Otros convecinos, por muy diferentes motivos, fueron paulatinamente aceptando las cantidades que se les venían ofreciendo, muy variadas según los casos y los momentos de la negociación.

“Mis padres, personas humildes originarias del ámbito rural, hicieron un gran sacrificio, allá por el comienzo de los años cuarenta, para acceder a este emblemático edificio, en pleno centro de la ciudad. Eran otros tiempos, pero he de confesarte (disculpa el tuteo, pero te veo muy joven y cordial) que yo nací en esta casa. Había madres que daban a luz en los hospitales, pero otras lo hacían en su propio domicilio, con la comadrona y los servicios médicos que cada uno podía disponer. Cuando me casé, este piso (ahora te lo mostraré en todas sus dependencias) era lo suficientemente espacioso para acoger a mis padres y también a nosotros dos. Tampoco eso es ahora usual ¿verdad? Hace ya muchos años mis padres se fueron a ese reino del que dicen existe por allá arriba. Para mi mujer y yo mismo (no hemos tenido hijos) los metros cuadrados disponibles eran entonces más que sobrados. Las vistas al puerto y a esa parte tan nuclear de la ciudad, su centralidad, su accesibilidad….. Por nada del mundo pienso desprenderme de él. Y aquí seguimos. Mis vecinos y yo somos como tres guerrilleros de la resistencia sentimental. Un gran campamento o cuartel, en el que sólo permanecen tres soldados. Pero de los que saben luchar y defender sus derechos, a pesar de nuestra elevada edad. No, no nos moverán, como dice la canción”.

La lucidez y placidez de su sonrisa era verdaderamente es conmovedora.

No pude contactar con D. Timoteo y su señora, una pareja anciana que en esos días estaba visitando a sus nietos en Segovia, según me informó doña Petra. Esta mujer, que ejerció el noble y abnegado oficio del magisterio durante cuarenta y siete años, es soltera. Ella y su hermana, ya fallecida, compraron el piso, ubicado en la quinta planta, allá en los añorados sesenta de la pasada centuria. Jubilada, hace ya casi dos décadas, es la tercera “resistente” a las presiones del grupo inmobiliario que aspira a reconvertir el edificio en un macro hotel, para la más importante arteria urbana de la ciudad.

“Soy ya muy mayor. Tengo un par de sobrinas que me aconsejan dejar esta lucha y acceda a la venta. Siempre me he negado y me negaré a ello, mientras esté con fuerzas para la vida. Éste ha sido mi hogar y aquí abandonaré la existencia, cuando Dios así lo decida. Pues claro que muchas noches, los tres vecinos que aún quedamos, pasamos miedo de vernos aquí solos, en medio de tantos pisos vacíos y cada vez más deteriorados por la falta del imprescindible cuidado. De los dos viejos ascensores sólo uno funciona, aunque pasa muchos días estropeado. Cierta noche, cuando venía de comprar unas medicinas, me encontré con dos hippies melenudos en la escalera de entrada. Estaban bebiendo y tomando sabe Dios qué. Posiblemente, no cerré bien la puerta al salir. Tuve un susto de muerte, del que tardé en recuperarme varios días. ¡Menudo sobresalto, madrecita Virgen Santa! Pero lo que me da más miedo son los ruidos por la madrugada. Siento como si el bloque comenzara a crujir y escucho, a horas que no te cuento, unas pisadas, en el sexto que me impiden conciliar el sueño. El miedo no es infundado, pues, como bien conoces, arriba de mi piso no vive nadie. Habría que subir hasta la planta 10, donde está la casa de don Rosendo. Cuando me despierto por esas pisadas, como si arrastraran los pies, todo el cuerpo me tiembla. ¡Cuánto miedo es el que paso! Me pongo a rezar el rosario, hasta que el cansancio me vence. Pero ahí siguen las pisadas. Yo no creía en los fantasmas, pero ahora no sé que decirte, hijo mío”.

Hice un buen reportaje fotográfico por las zonas comunes del bloque,  mostrando el precario estado en el que se encontraban. Deprimente espectáculo, de abandono y suciedad. Las fotos desde la balconada de don Rosendo quedaron muy bien, dada la altura visual desde donde pude tomarlas. Tras despedirme, muy afectivamente de estos dos octogenarios vecinos, ofreciéndome para la ayuda que necesitasen, traté de localizar al grupo constructor que está detrás de esta suculenta parcela. Me dieron cita para una entrevista que iba a tener lugar dos días más tarde, en las oficinas centrales de la empresa, ubicada en la zona costera occidental. Hasta allí me encaminé dispuesto a conocer la otra parte de la historia.

Puntualmente fui atendido por Mr. Rumsfeld, un alto ejecutivo de mediana edad, perteneciente al departamento de marketing, en este conocido grupo o consorcio constructor. Su empresa es, en la actualidad, la propietaria de todos los pisos del bloque, salvo los de aquellos tres propietarios que tozudamente se han negado a vender sus pertenencias. Me explicó este agradable economista (intensamente aficionado a la tauromaquia) que han llegado a ofrecerles suculentas condiciones para la compra, verdaderamente apetecibles, a fin de compensar el sacrificio (que ellos valoran) por tener que abandonar un hogar que los ha acogido durante tantas décadas. En algún caso han ofertado acogedores apartamentos de lujo en la costa, con jardines y piscina, bien orientadas al mar, sin tener que pagar un solo euro por las mismas, además de una suculenta cantidad por el cambio de sus pisos. Incluso el grupo inmobiliario les firmaría, en contrato, la garantía de afrontar parte de los costos comunitarios, en esas agradables urbanizaciones de lujo, mientras vivan (no así para sus sucesores). Pero ni aún así han logrado convencer a estas personas que, por supuesto, están protegidas por las normativas legales vigentes. Y el problema, para este grupo económico, es que han invertido muchísimo dinero en la compra de las demás viviendas, locales y negocios y poco pueden hacer sino esperar. Posiblemente los herederos de estas octogenarias personas tengan otro criterio, llegado el caso, para la decisión de vender o no.

Faltando a la modestia, he de manifestar que me salió un buen reportaje. Lo titulé, para la edición del suplemento dominical, “Romanticismo y nostalgia frente a la modernidad. Razones de una hermosa resistencia”. Damián, mi redactor jefe, elogió el trabajo, aunque por su carácter, pleno de exigencia, no es muy dado a estos reconocimientos. Cuando abandonaba su despacho, me dijo unas palabras enigmáticas, a las que aún vengo dando vueltas. “Eres un buen investigador. Pero aún tienes mucho que aprender. En todas las historias hay flecos que, por tu juventud e inexperiencia, se te pueden escapar. Te has centrado en los nombres y en la calidad humana de las personas. Pero has descuidado los apellidos. ¿No te has parado a pensar el porqué he sido yo quien te he sugerido este reportaje, con tanto interés? Ya está publicado. Investiga ahora los apellidos que nos vinculan”. Miré a Damián y le regalé una sonrisa. Este viejo zorro de la linotipia me había dado una nueva lección.-


José L. Casado Toro (viernes, 25 octubre, 2013)
Profesor


viernes, 18 de octubre de 2013

AQUELLA ILUSTRATIVA CRÓNICA, SOBRE ALGO QUE NUNCA EXISTIÓ.


Eran las seis de la tarde y el sol apenas ya calentaba. El otoño se había presentado con toda su crudeza térmica, en esta antigua y bella localidad castellana. Acostumbrado a vivir desde pequeño en otras latitudes más meridionales de la Península, se me hacía difícil soportar un septiembre que, cada día más, iba reduciendo su insolación y regalándonos, al tiempo, esos pocos grados de temperatura. Frío intenso, especialmente en las primeras horas de la mañana y, también, desde que comenzaba ese rápido atardecer que anunciaba las próximas horas del sueño. Pero me debía dar por satisfecho, pues ahora tenía un puesto de trabajo seguro y creativo. Contribuir a la formación de estos seres tan pequeños en edad,  pero  tan fuertes en alegría e inocencia, compensaba la distancia que me separaba de aquellas raíces que me iban a identificar para toda la vida.

Las tardes y noches, nubladas y gélidas, en estas tierras repletas de Historia, me resultaban un tanto aburridas y cansinas. Vivía con una familia modesta, sin hijos, que me había cedido un trocito de su casa para ayudarse en su precaria economía. La pensión de jubilación de Tomás, toda una vida trabajando las tierras ajenas, apenas les daba para cubrir los gastos más cotidianos. Eran muy buena gente, con la austeridad de carácter propia de los habitantes de esta submeseta norte. Hacía con ellos el almuerzo, a eso de las tres de la tarde. Virginia, una excelente cocinera y mejor mujer, se esmeraba en los suculentos cocidos que preparaba o en otros platos calientes que me aconsejaba consumir. “Después de una mañana de trabajo, este tipo de comida es necesario”.

La buena mujer se levantaba temprano, a fin de tener bien dispuesto en la mesa un completo desayuno, con sus rebanadas tostadas de pan, el sabor del  aceite, algún trozo de bizcocho y un cálido tazón de leche, con los sobrecitos del descafeinado. El matrimonio solía irse muy pronto a la cama, por lo que me dejaban en la cocina fiambres, frutas y una cacerola con caldo de puchero, del que yo me calentaba una tacita en un pequeño microondas que tenían junto a la alacena. Tras dejar todo bien ordenado en la cocina, corregía los ejercicios y las libretas del día, terminando mi rutinaria jornada con un buen rato para navegar por Internet. Aunque mis patronos no sabían nada de informática, accedieron a contratar una línea ADSL, tras explicarles la necesidad que yo tenía en esta vía de comunicación. Y así un día tras otro. Los fines de semana los dedicaba, básicamente, a practicar el senderismo, a fin de conocer y disfrutar los parajes naturales que adornaban toda la provincia. Por supuesto que Virginia se encargaba de organizarme una mochila bien completa de bocadillos y frutas. Admirablemente, me trataban como a un hijo, ese que el destino o la vida no les quiso conceder.

Esta curiosa anécdota que me dispongo a narrar sucedió un jueves de octubre. A final de dicho mes se celebraban elecciones generales a Cortes. Y aunque este pueblecito castellano, de apenas 1.300 habitantes, era por naturaleza bastante tranquilo, la propaganda electoral surgió desde la maquinaria partidista, con la timidez de algunos carteles, especialmente por la placita de la Iglesia, donde también se hallaba ubicado el Ayuntamiento y el café bar más importante de este pequeño núcleo de población, en medio de una naturaleza poblada de encinas. Se anunciaba, para ese día de la semana, un mitin político protagonizado por uno de los grandes partidos nacionales que concurrían a los comicios. Nos iba a visitar uno de los cabezas de lista de dicha agrupación política en la provincia. Aunque el cielo se mostraba un tanto desapacible (entoldado y con signos previsibles de lluvia) decidí cambiar la monotonía de mis tardes, asistiendo a la anunciada concentración electoral.

Un buen rato antes de la celebración política (6 de la tarde) ya me encontraba paseando por entre las galerías porticadas que encuadran a toda la placita. He comentado que la meteorología no acompañaba a participar en ese acto democrático para la comunicación de los proyectos y las ideas. Tal es así que, quince minutos antes de la iniciación del acto, sólo había dos hombres, en plena ancianidad, sentados en las numerosas sillas que se habían habilitado al efecto. Eran bien conocidos por mí, al haber compartido algún café de merienda con ambas personas. Era el tío Jonás y el señó Rogelio, antiguos trabajadores de la zona minera y vinculados a la actividad sindical, durante la época de su actividad laboral. Hoy, con más de ocho décadas acumuladas en sus curvas espaldas, permanecían silenciosos con los ojos entreabiertos en una de las esquinas de la sillería.  Y sobre el modesto tablao, que servía de escenario, un par de micrófonos más los grandes altavoces que “gritaban” consignas políticas reivindicativas. Nadie más.

Faltaban unos pocos minutos para que sonaran las seis campanadas, en la torre de la Iglesia, estilo de transición románico tardío, cuando llegó un destartalado y mediano autobús, adecentado con llamativa propaganda electoral en toda su periferia. Se bajaron cuatro hombres y dos mujeres, sin duda pertenecientes al aparato provincial del partido. El protagonista del “meeting” fumaba un cigarrillo tras otro, tratando de encontrar su sonrisa ante un auditorio tan desangelado y vacío de asistentes. Pasaron otros quince minutos y por allí no aparecieron ni militantes o simpatizantes interesados en escuchar el rosario de promesas, críticas y demás voluntades que se proponían anunciar los “teloneros” y el “actor” principal de la celebración. Continuaba la música estridente por los gigantones bafles, el cielo cada vez más encapotado y ese diálogo nervioso, mezclados de sonrisas, ante la muy incómoda situación que estaban atravesando. Ya a las 6:25, un chico joven de los del grupo, envuelto en una gruesa pelliza, con rostro marcado por la dureza de la montaña, bajó del escenario y dirigiéndose a Jonás y Rogelio, les entregó sendos llaveritos, con el logotipo del partido y un cuadernillo con el programa electoral. Atravesó el otro lateral de la sillería y a mí, viéndome más joven que los dos amigos del café, me dio expresamente las gracias por la asistencia.  Me preguntó, con cortesía, a qué me dedicaba. Le comenté acerca de mi profesión de maestro. Vivamente interesado, se dirigió hacia el bus electoral y me trajo un par de cajas, con bolígrafos marcados con el anagrama partidista, a fin de que los repartiera entre mis alumnos. Tuvo el detalle de facilitarme una gran carpeta dosier para guardar documentos, además del llavero y el programa electoral. A las 6:35, todos los componentes de la troupe se montaron en el bus y desaparecieron por la calle de la Era a los pocos segundos. Había comenzado a caer una fina lluvia que pronto hizo su transformación en una tormenta de gran aparato eléctrico, con aguaceros a “mantas”.  

A la mañana siguiente sentía mi organismo un tanto resfriado. Tomé un tazón bien caliente de leche con el descafeinado, más una mantecada como desayuno. El Frenadol me iba a propiciar algo de sueño, pero aún así entendí que era un buen remedio para cortar el incipiente constipado. Me acerqué a mi colegio, ubicado en zona que da al río, y vi a la chiquillería que disfrutaba jugando alrededor del puestecillo de caramelos, bocadillos y prensa. Compré el Correo, el diario más importante de la provincia, a fin de entretenerme con su lectura después de comer. A lo largo de la mañana me encontré algo mejor. El efervescente me había producido un pequeño letargo que compensé, durante el recreo, con otro café, esta vez intenso en cafeína, que me sirvió Pablo, en el ventorrillo ubicado junto al patio escolar. Ya en casa, tomamos un excelente almuerzo de fabada, comentándoles a Tomás y Virginia los avatares que viví en la plaza durante la tarde anterior. La buena mujer me decía, con palabras imperativas pero cariñosas ¡Cómo se te ocurre ir a escuchar a esos desalmaos que sólo echan mentiras por la boca! Yo me reía al escuchar su espontánea nobleza y mentalidad, enjuiciando a los que trabajan en el oficio de la política.

Me eché sobre la cama y tomé el periódico, a fin de conciliar algo de sueño para descansar de una ajetreada mañana. En las páginas dedicada a la provincia, observé que venía una pequeña crónica de los actos electorales, con respecto a los diferentes partidos. Me detuve en un apartado que se refería a la presencia de ese importante grupo político en mi localidad. Cuál sería mi sorpresa cuando leí la siguiente y breve crónica del acto electoral:

“Ayer jueves, la caravana electoral llegó hasta Villanueva del Río. Desde mucho antes de la hora fijada para el inicio del acto, la plaza principal estaba abarrotada de personas, pertenecientes a todas las edades y condición. Con puntualidad británica, el mitin comenzó a las seis de la tarde, llevándose a cabo dos discursos por parte del líder local y el candidato a diputado en las Cortes Generales. Tras una media hora de vibrantes discursos, muchos de los asistentes plantearon preguntas y sugerencias a los líderes políticos, que éstos respondieron y anotaron para su atrayente programa electoral. Hubo una fiesta posterior, en la que actuó un grupo de rock, integrados por chicos del pueblo. A pesar de que el día estaba encapotado, podría decirse que allí estaba casi todas las personas del pueblo, participando y disfrutando”.

Tuve que frotarme los ojos, para tratar de creerme lo que tenía delante de mi vista. Sin duda la crónica había sido ya elaborada por un periodista que no se molestó en estar presente en el acto que centraba la redacción de su trabajo. La enviaría a la redacción de su periódico y nadie se molestó en comprobar, dadas las prisas para el cierre de la edición, acerca de la veracidad de lo que allí estaba escrito. Antes de conciliar el sueño, reparador para una buena siesta, estuve pensando en Jonás y Rogelio. En el chico barbudo de la pelliza marrón. Y en ese periodista al que las prisas u otros incentivos le había hecho escribir una crónica de algo que, realmente, nunca sucedió. Esta vez yo podría dar fe de tamaña falacia pero ¿y en otras oportunidades, de mayor trascendencia o gravedad?

Me desperté a eso de las seis de la tarde. La destemplanza corporal me aconsejó ponerme el termómetro. Tenía unas décimas de fiebre. Esa tarde me quedé en casa, jugando con Tomás diversas partidas de dominó. Virginia no descansaba, esforzándose en cuidar de mi salud. Tras los cristales de las ventanas, sonaba el caer monocorde de la lluvia, orquestada en  la profundidad sentimental del Otoño.–


José L. Casado Toro (viernes, 18 octubre, 2013)
Profesor

viernes, 11 de octubre de 2013

AFECTOS PARA LO ÍNTIMO, EN LAS NOCHES CON VIDA.


Puede ser cosa de la magia. O tal vez de ese misterio imaginativo, siempre presto a aparecer en los lugares y momentos más insospechados. Lo cierto es que, durante las horas del día, ambos adoptaban ese buen quehacer laboral entre compañeros, pero no llegaban a más. Eran dos disciplinados trabajadores, entre los otros muchos que prestan sus servicios en “las mil y una empresas” que pueblan este macrocentro, para lo comercial. Sí, ya sé que es un número exagerado pero, entre luces, colores y ofertas, a veces es inevitable hablar en superlativo, dibujando esa gran oferta de tiendas y bazares que, a tantos, nos agrada visitar. Decía que, desde la mañana, cuando se elevan persianas y las puertas permiten la entrada a todo cual, ellos dos cumplían ordenadamente sus roles para el trabajo y apenas se les permitía intercambiar esas palabras de intensidad cariñosa, al margen de la necesaria cordialidad. Lo importante a esas horas tempraneras es el público, más o menos compulsivo para las compras, a los que hay que atender en sus necesidades o caprichos, que de todo hay en los comportamientos mercantiles, durante el horario para vender, preguntar o cambiar. Allí las ofertas, otra vez rebajadas, mueven voluntades, para que la mercancía no se aletargue y duerma aburrida en los estantes y expositores. Tentaciones atrayentes en lo lúdico, para la fantasía de cada cual. Así un día tras otro menos los domingos, que son jornadas establecidas para sosegar nuestra tranquilidad.

Pero, en las horas nocturnas, todo cambia para ellos dos. Cuando se cierra la jornada laboral, ella y él aprovechan todos los minutos posibles, a modo de segundos ansiosos, a fin de calmar su necesidad de diálogo, de acercamiento y, también, de esa atracción para la sexualidad. Y sus miradas, dibujadas de una extremada corrección ante los clientes, adquieren la intensidad de dos seres que profundizan y avanzan en su tierna y limpia amistad. Ingrid y Rubén, son los nombres que otros eligieron y que ellos asumen con gusto y respeto, pues así ha de ser la norma y costumbre, desde todos aquellos tiempos lejanos que llaman antigüedad.

No poseen la misma antigüedad en la empresa. Rubén presta sus servicios en esta cadena de ropa prêt-à-porter (una expresión que en francés hace alusión a un tipo de prendas, producidos en serie y sometida a los dictámenes de la moda, “lista para llevar”) desde unos meses antes que ella. Este género de ropa ofrece distintas calidades y precios, aunque predominan las ofertas a buen coste, especialmente demandadas por el sector más juvenil de la mujer). Es delgado de cuerpo aunque luce una poderosa musculatura, tensada por la práctica deportiva, especialmente conseguida en abundantes horas de gimnasio. Procedía de otra franquicia de una conocida marca para vestir dirigida, básicamente, al dinámico sector de la gente joven. Llegó, junto a otros compañeros de trabajo, cuando esta firma se instaló en uno de los grandes locales que pueblan el macro espacio comercial. Físicamente, es de los más atractivos miembros de la plantilla, aunque  sabe dosificar la intensidad estética de su físico con varoniles actitudes y gestos que “enloquecen”, por la fuerza propia de los años, a toda esa legiones de jovencitas que visitan, día a día, estos nuevos templos para el culto devoto a la imagen física. A sus veintipocos años ha aprendido a soportar, con sumisa paciencia, la realidad, cada vez más frecuente, de su alopecia. Imagen que él trata de disimular (como otros tantos jóvenes de su edad) con un corte de pelo prácticamente al cero que, incluso, aumenta su atractivo y potencia el look de su persona.

Aunque Ingrid es, más o menos, de su misma generación, posee una atractiva y equilibrada forma de ser que la hace parecer algo mayor. Su rostro simula estar esculpido como el de una deidad clásica, con rasgos finos y angulosos que atraen desde el primer instante. Cubre su cabeza con una extensa y lisa melena de color rubio intenso, ganando en belleza por ese extenso flequillo que apenas deja entrever unos ojos preciosos, bien teñidos con el verde esmeralda de la aventura en el mar. Es aconsejada, por sus jefes y amigos, sobre la necesidad de potenciar el uso de prendas deportivas, a lo que ella accede con gusto ya que es consciente que este tipo de ropa facilita el don siempre atractivo de esa juvenil cronología en la devoción para las compras. Su timidez acrisolada no está exenta de la mímica siempre amable para con todas las personas que, durante las horas del día, no dejan de observar, imaginar y….. comprar, a fin de llenar ese ropero,  tantas veces renovado, del laico culto a la imagen. 

¿Qué tal Ingrid? Ahora ya podemos hablar con un poco de sosiego. Estos días, en el final de las rebajas, suelen ser la mar de estresantes. Viene mucha gente para ver si pueden llevarse algo a casa, con esos precios irresistibles de saldo. Te miran y remiran, quedan pensativos y al fin deciden coger alguna de las faldas, blusas, chaquetas o zapatos, que estamos ofreciendo, desde los bien surtidos expositores y escaparates. Después, la misma cantinela de las tallas y los colores. Pero es que este negocio así funciona. Y no podemos quejarnos. Vivimos del culto devocionario al cuerpo, ya que el ropaje hace que lo vulgar se transforme en ese ideal que la naturaleza no ha querido regalarnos. Por cierto, me ha llegado la onda de que, para este otoño, hay otra renovación en la estructura de la tienda. Piensan aprovechar un fin de semana, con el lunes festivo de octubre, para darle otro aire al local. Son las servidumbres del marketing y de esa primera vista que tanto nos conmueve e impulsa para las compras. Se me olvidaba decirte que con esa cazadora, símil piel, estás muy atractiva ¡Verdaderamente, tienes un cuerpazo de ensueño!”.

Sonrisas de la chica, que se siente adulada y cortejada por el atlético joven.

“Eres muy zalamero, Rubén. Tú tampoco estás nada mal….. Es broma, hombre. Ya me doy cuenta de cómo se te quedan mirando las quinceañeras. Tienes razón en lo que comentas. Estos días, en el final de las rebajas, son también alocados para las visitas a la tienda. Pero de eso se trata. Hay que vender mercancía, sea como sea. Incluso a precio de costo. De pronto llegan los fríos y tener los almacenes atestados, con la mercancía de verano, lleva su coste. Me han comentado que van a enviar unas partidas a Sudamérica. Ellos entran pronto en la Primavera. Pero no hablemos más de camisetas, blusas o sandalias. Te quiero contar una anécdota, a ver qué te parece. Creo que a ti también va a impresionarte, al igual que me ha pasado a mí. Se trata de un hombre, bastante joven, que esta semana ha venido, acompañado de una niña, hasta tres veces a la tienda. Entonces, se me queda mirando en silencio, durante unos minutos. En su rostro hay una mezcla de tristeza y dulzura para la sonrisa. Ayer le oí comentar a su hijita (debe tener unos nueve o diez años) mientras una vez más me observaba, las siguientes palabras: “Beli, es que esta señorita me recuerda mucho a tu madre. Es como si la estuviera viendo en persona. Tu tenías apenas cuatro añitos, cuando ella viajó hasta el Cielo. La echo mucho de menos, mi amor”. Después, dándose cuenta que la cría se había puesto triste, quiso animarla. Ambos eligieron alguna ropita linda para la niña”.

Pero aquella mañana de lunes, cuando de nuevo abrieron la tienda al sonar las diez en punto, todo fue ya muy diferente para el buen Rubén. Habían llegado nuevos compañeros de trabajo, a fin de sustituir a otros que, ahora, ya no estaban. Entre los ausentes, faltaba su gran amor, Ingrid ¿Qué habría podido suceder? En el mundo empresarial son bastante normales estos cambios entre el personal de plantilla. Sin embargo, para él, tener que realizar el trabajo sin la proximidad, física y anímica, de su afecta compañera, era muy duro y complicado de sobrellevar. Y más, sin conocer los motivos para este cambio entre el personal de la tienda. Trató de preguntar, a unos y a otros, si poseían alguna información acerca de estas modificaciones, para la mayoría inesperadas. Pasaban los minutos y el local se fue poblando de todas esas chicas y chicos, devotos de la imagen. También, de compradoras compulsivas y  de esos ritmos de estridente sonido, con sabor a metálico, que estimulan la fuerza de la actividad.  El neón motivador de las luces, regaba de rosa, azul y crema, el lienzo rutinario de cuerpos jóvenes, profesos de la delgadez y de los atrevidos diseños. Pronto se uniformaron las  colas de tarjetas ante las cajas y, por todo el espacio fluía ese desorden bien controlado en los expositores. sugerentes para la calidad de la oferta.

Al fin Chari, una diligente encargada de sección, hizo un breve y coloquial comentario que atendía a esas preguntas que Rubén se planteaba desde el comienzo de la jornada.

 “Los trasiegos de maniquíes, entre las tiendas del Vialia y el Carrefour, me ponen frenética. Y es que intercambian los modelos sin avisar. Llegas una mañana y te encuentras que falta tal o cual figura que te era de lo más familiar”.

Mientras, el buen Rubén, camisa blanca y ajustado pantalón beige, seguía dirigiendo la mirada hacia su derecha, como buscando a esa compañera, ahora ausente, que llenaba de sosiego su pose para la actividad. ¿Cómo iba a soportar la soledad de las noches, cuando lo mejor de su corazón estaba luciendo nuevas prendas, en la distancia de otro gran local?. Y es que estas, aparentemente inmóviles, figuras que actúan en los escaparates y expositores suelen cobrar vida, sonrisas y diálogos, cuando la tienda descansa. Todo ello ocurre en la misteriosa acústica de la noche, a esas horas en que los clientes fijan sus ojos en otros objetivos y destinos que, tal vez, puedan saciar las necesidades, banales o sublimes, de sus complicadas o ilusionadas vivencias.-



José L. Casado Toro (viernes, 11 octubre, 2013)
Profesor