Seguro
que alguna vez te has fijado en esas siluetas arquitectónicas que plantean el
interés de la pregunta. Están ahí, en medio de la vorágine urbana o en la mayor
placidez acústica de las zonas rurales. Generalmente suelen ostentar o mostrar
su misterio (ése que pone a funcionar nuestra imaginación) por las áreas más
antiguas y llenas de historia de la vieja ciudad. Pueblan sus calles, plazas o
avenidas….. lugares para el paseo, la sociabilidad y la vida. Son vetustos edificios que parecen, durante las horas del
día y de la noche, completamente deshabitados. Apenas hay unas macetas,
que sufren la indolencia del descuido o el olvido, con alguna ventana o
persiana abierta, elementos que nos permiten suponer que allí late aún la
privacidad personal. Pero es durante esas horas en que la tarde cede su
protagonismo al manto nocturna, cuando observamos a estos bloques, mancillados
por el paso del calendario donde, entre “mil”
ventanas, sólo en unas pocas de las mismas anida la iluminación de la
habitabilidad. Y si nos mostramos atentos a la percepción, esas escasas luces
encendidas, tras los cierros, balcones o terrazas, permanecen “latiendo” un día
tras otro, resistiendo impasibles, frente a la soledad o el vacío de los demás
pisos que conforman los bloques.
Vivir
en un edificio de doce o más plantas, en la que todas las demás viviendas están
cerradas y deshabitadas debe sucitar un sentido de aislamiento o de
incomunicación, verdaderamente fantasmagórico. Posiblemente, durante las horas
del día. Pero con una mayor intensidad cuando aparece la noche. Una vez más,
traigo a la memoria la trama argumental de la película El
Resplandor (The Shining, 1980). Tres personas y, posiblemente, otros
muchos fantasmas, reales o imaginarios, cohabitando en aquel gran hotel,
cerrado y aislado, en la temporada invernal de nieves y silencios. El maestro
Kubrick (1928-1999) retrató, con la hábil perfección del artista, la llegada de
una cruel locura desestabilizadora para mentes en soledad.
Me
llamaba poderosamente la atención esos lánguidos puntos de luz, que señalaban
la aislada permanencia de tres únicas familias, habitando un gran y emblemático
bloque, en pleno centro de la ciudad antigua. Un día tras otro, elevaba la
vista para fijarme en esas señales de permanencia, frente a decenas de pisos
cerrados y vacíos para la convivencia. ¿Quiénes serían
esas tres familias, o personas individuales, que se habían negado a renunciar o
a abandonar sus raíces de la habitabilidad? Fue mi redactor jefe, en la
sección “cosas de la ciudad” quien un día me sugirió la realización de un
reportaje sobre esos “valientes guerrilleros” que se resistían al abandono del
bloque. Una vez pertrechado con el aval organizativo de mi superior en el
periódico, encaminé mis pasos al susodicho edificio, a fin de construir un
reportaje lo más humano y esclarecedor de lo que mi profesionalidad fuese
capaz.
La
primera impresión que obtuve, al entrar en el gran hall que nuclea la entrada,
fue profundamente desoladora. La magnificencia de
otras épocas de esplendor (oficinas y comercios, en la planta inferior y
entresuelo) había quedado aletargada y anticuada por
el abandono. El amplio mostrador del antiguo conserje, se hallaba
profundamente deteriorado y olvidado al polvo de la suciedad. Previamente tuve
que llamar a una de las tres viviendas
para que, desde la misma y tras mi identificación como periodista,
tuviesen a bien franquearme la puerta de entrada que, por seguridad, permanece
cerrada para la protección de esas tres únicas familias. En una de las mismas, planta
10ª, me atendió un señor muy mayor en edad y experiencia. Desplazándose con una
cierta inseguridad, me invitó a pasar al salón de su casa, decorado con el
esmero de la permanencia en la segunda mitad del siglo pasado. Antiguo militar
del ejército de tierra, alcanzó su retiro hace ya más de tres décadas. Vive en
la casa que fue propiedad de sus padres, desde los años de infancia. Hijo único,
sus familiares más o menos directos (entre ellos su añorada mujer) viajaron al
más allá o pueblan otros destinos, lejos de esta ciudad. Aunque se resiste con
tenacidad, comprende que, más pronto o tarde, tendrá que vincularse, para el
final de sus días, a una residencia para la tercera edad.
Me
explicaba don Rosendo que también a él, como a
los demás propietarios, se les hizo una oferta económica, a fin de que
abandonaran sus respectivas viviendas. Al margen de que la suma ofrecida había
sido en principio harto modesta, en él habían prevalecido razones de índole
sentimental para negarse a aceptar, una y otra vez, las presiones de un
importante grupo constructor o inmobiliario. Otros convecinos, por muy
diferentes motivos, fueron paulatinamente aceptando las cantidades que se les
venían ofreciendo, muy variadas según los casos y los momentos de la negociación.
“Mis padres,
personas humildes originarias del ámbito rural, hicieron un gran sacrificio,
allá por el comienzo de los años cuarenta, para acceder a este emblemático
edificio, en pleno centro de la ciudad. Eran otros tiempos, pero he de
confesarte (disculpa el tuteo, pero te veo muy joven y cordial) que yo nací en
esta casa. Había madres que daban a luz en los hospitales, pero otras lo hacían
en su propio domicilio, con la comadrona y los servicios médicos que cada uno
podía disponer. Cuando me casé, este piso (ahora te lo mostraré en todas sus
dependencias) era lo suficientemente espacioso para acoger a mis padres y
también a nosotros dos. Tampoco eso es ahora usual ¿verdad? Hace ya muchos años
mis padres se fueron a ese reino del que dicen existe por allá arriba. Para mi
mujer y yo mismo (no hemos tenido hijos) los metros cuadrados disponibles eran
entonces más que sobrados. Las vistas al puerto y a esa parte tan nuclear de la
ciudad, su centralidad, su accesibilidad….. Por nada del mundo pienso desprenderme
de él. Y aquí seguimos. Mis vecinos y yo somos como tres guerrilleros de la
resistencia sentimental. Un gran campamento o cuartel, en el que sólo
permanecen tres soldados. Pero de los que saben luchar y defender sus derechos,
a pesar de nuestra elevada edad. No, no nos moverán, como dice la canción”.
La lucidez
y placidez de su sonrisa era verdaderamente es conmovedora.
No
pude contactar con D. Timoteo y su señora, una pareja anciana que en esos días
estaba visitando a sus nietos en Segovia, según me informó doña Petra. Esta mujer, que ejerció el noble y
abnegado oficio del magisterio durante cuarenta y siete años, es soltera. Ella
y su hermana, ya fallecida, compraron el piso, ubicado en la quinta planta, allá
en los añorados sesenta de la pasada centuria. Jubilada, hace ya casi dos décadas,
es la tercera “resistente” a las presiones del grupo inmobiliario que aspira a
reconvertir el edificio en un macro hotel, para la más importante arteria
urbana de la ciudad.
“Soy ya muy
mayor. Tengo un par de sobrinas que me aconsejan dejar esta lucha y acceda a la
venta. Siempre me he negado y me negaré a ello, mientras esté con fuerzas para
la vida. Éste ha sido mi hogar y aquí abandonaré la existencia, cuando Dios así
lo decida. Pues claro que muchas noches, los tres vecinos que aún quedamos, pasamos
miedo de vernos aquí solos, en medio de tantos pisos vacíos y cada vez más
deteriorados por la falta del imprescindible cuidado. De los dos viejos
ascensores sólo uno funciona, aunque pasa muchos días estropeado. Cierta noche,
cuando venía de comprar unas medicinas, me encontré con dos hippies melenudos en
la escalera de entrada. Estaban bebiendo y tomando sabe Dios qué. Posiblemente,
no cerré bien la puerta al salir. Tuve un susto de muerte, del que tardé en
recuperarme varios días. ¡Menudo sobresalto, madrecita Virgen Santa! Pero lo
que me da más miedo son los ruidos por la madrugada. Siento como si el bloque
comenzara a crujir y escucho, a horas que no te cuento, unas pisadas, en el
sexto que me impiden conciliar el sueño. El miedo no es infundado, pues, como
bien conoces, arriba de mi piso no vive nadie. Habría que subir hasta la planta
10, donde está la casa de don Rosendo. Cuando me despierto por esas pisadas,
como si arrastraran los pies, todo el cuerpo me tiembla. ¡Cuánto miedo es el
que paso! Me pongo a rezar el rosario, hasta que el cansancio me vence. Pero
ahí siguen las pisadas. Yo no creía en los fantasmas, pero ahora no sé que
decirte, hijo mío”.
Hice
un buen reportaje fotográfico por las zonas comunes del bloque, mostrando el precario estado en el que se
encontraban. Deprimente espectáculo, de abandono y suciedad. Las fotos desde la
balconada de don Rosendo quedaron muy bien, dada la altura visual desde donde pude
tomarlas. Tras despedirme, muy afectivamente de estos dos octogenarios vecinos,
ofreciéndome para la ayuda que necesitasen, traté de localizar al grupo
constructor que está detrás de esta suculenta parcela. Me dieron cita para una
entrevista que iba a tener lugar dos días más tarde, en las oficinas centrales
de la empresa, ubicada en la zona costera occidental. Hasta
allí me encaminé dispuesto a conocer la otra parte de la historia.
Puntualmente
fui atendido por Mr. Rumsfeld, un alto ejecutivo
de mediana edad, perteneciente al departamento de marketing, en este conocido
grupo o consorcio constructor. Su empresa es, en la actualidad, la propietaria
de todos los pisos del bloque, salvo los de aquellos tres propietarios que
tozudamente se han negado a vender sus pertenencias. Me explicó este agradable economista
(intensamente aficionado a la tauromaquia) que han llegado a ofrecerles
suculentas condiciones para la compra, verdaderamente apetecibles, a fin de
compensar el sacrificio (que ellos valoran) por tener que abandonar un hogar
que los ha acogido durante tantas décadas. En algún caso han ofertado acogedores
apartamentos de lujo en la costa, con jardines y piscina, bien orientadas al
mar, sin tener que pagar un solo euro por las mismas, además de una suculenta
cantidad por el cambio de sus pisos. Incluso el grupo inmobiliario les firmaría,
en contrato, la garantía de afrontar parte de los costos comunitarios, en esas
agradables urbanizaciones de lujo, mientras vivan (no así para sus sucesores).
Pero ni aún así han logrado convencer a estas personas que, por supuesto, están
protegidas por las normativas legales vigentes. Y el problema, para este grupo
económico, es que han invertido muchísimo dinero en la compra de las demás
viviendas, locales y negocios y poco pueden hacer sino esperar. Posiblemente
los herederos de estas octogenarias personas tengan otro criterio, llegado el
caso, para la decisión de vender o no.
Faltando
a la modestia, he de manifestar que me salió un buen reportaje. Lo titulé, para
la edición del suplemento dominical, “Romanticismo y
nostalgia frente a la modernidad. Razones de
una hermosa resistencia”. Damián, mi redactor jefe, elogió el trabajo,
aunque por su carácter, pleno de exigencia, no es muy dado a estos
reconocimientos. Cuando abandonaba su despacho, me dijo unas palabras
enigmáticas, a las que aún vengo dando vueltas. “Eres
un buen investigador. Pero aún tienes mucho que aprender. En todas las
historias hay flecos que, por tu juventud e inexperiencia, se te pueden
escapar. Te has centrado en los nombres y en la calidad humana de las personas.
Pero has descuidado los apellidos. ¿No te has parado a pensar el porqué he sido
yo quien te he sugerido este reportaje, con tanto interés? Ya está publicado.
Investiga ahora los apellidos que nos vinculan”. Miré a Damián y le
regalé una sonrisa. Este viejo zorro de la linotipia me había dado una nueva lección.-
José L. Casado Toro (viernes, 25 octubre, 2013)
Profesor