viernes, 1 de marzo de 2013

BLANCANIEVES, O EL DISCURSO DE UNA DECEPCIÓN.


¿Cuáles son los motivos más importantes que nos impulsan a ir al cine, o a visionar películas en la pantalla hogareña de nuestro ordenador o televisor? Las respuestas a este puntual interrogante son fáciles y variadas de encontrar. Entre la diversidad de las mismas, podemos aludir a nuestro interés por conocer otras historias y relatos; a ese deseo por asumir o hacer empatía sobre experiencias y vivencias que protagonizan los actores; a ese goce indescriptible que nos produce el arte de la imagen en movimiento; a una praxis educativa que nos ayuda a reflexionar, opinar  y decidir sobre situaciones que aparecen en la gran  pantalla de todas las vidas; a esa apasionada escapada imaginaria que nos permite abandonar, durante noventa o más minutos, una incómoda realidad en la que estamos necesariamente insertos, etc. Todas esas y más razones se pueden fusionar en la más obvia y concluyente de todas las respuestas: vamos al cine porque….. realmente nos gusta.

Pero entre todas las funciones, con las que el “séptimo arte” nos enriquece, hay una que ocupa un lugar destacado en la apreciación jerárquica de los espectadores. Buscamos en el cine, de manera prioritaria, la distracción. Asistir a un espectáculo que nos proporcione una dosis de aburrimiento, tras haber pagado el precio en taquilla (cada vez más elevado, con la desafortunada, absurda y vergonzante subida gubernamental del IVA, en esta parcela de la cultura) no resulta una decisión inteligente ni justificada. Carecería de todo tipo de lógica, por supuesto. Sin embargo, esa apetecida e irrenunciable distracción, es frecuente que te sea ofrecida con dos ropajes muy contrastados: la alegría (comedia) y, también, la tristeza (drama). Como en la vida real, en el cine hay temáticas y tratamientos que motivan la alegría y las sonrisas. De igual modo, el discurrir cotidiano también conlleva la tristeza y el sentimiento de las lágrimas. Pero, tanto en la realidad como en la ficción, la comedia y el drama están, deben aparecer, entremezclados, compensados y equilibrados.

Y aquí llegamos al núcleo central de nuestra opinión o valoración crítica acerca de la película BLANCANIEVES (septiembre, 2012). En la mayor parte de sus 90 minutos de metraje, esas dos realidades de la vida se hallan manifiesta e intencionalmente descompensadas. Y ello provoca que, al final del visionado, le quede al espectador el regusto amargo de haber presenciado una continua sucesión de desgracias e injusticias que, aun siendo verosímiles, amargan ese irrenunciable objetivo (distracción y disfrute) que ha pretendido encontrar, cuando decidió comprar la entrada correspondiente. Por mucha brillantez artística que, sin dudarlo, atesora la cinta. Estamos hablando de una película que acaba de ganar diez premios Goya, 2013 (mejor película, actriz principal Maribel Verdú, actriz revelación Macarena García, guión original Pablo Berger, dirección fotográfica Kiko de la Rica, Música original Alfonso Vilallonga, Canción original No te puedo encontrar, dirección artística, Diseño de vestuario, Maquillaje y peluquería) de entre los dieciocho a los que había sido nominada. Ha sido la gran triunfadora, este año, de los premios Goya de la Academia del Cine en España.

Nos hallamos ante una película muda (donde interviene, de manera notable, el muy expresivo lenguaje musical), rodada en un blanco y negro, con excelente escala de grises, teniendo una cuidada dosificación en los rótulos o textos explicativos y ambientada en la España de los años 20 del pasado siglo, concretamente, en la ciudad de Sevilla. Ha sido dirigida por Pablo Berger (Bilbao, 1963) siguiendo un formato parecido a la exitosa y premiada The Artist, aunque el proyecto español, parece ser, fue diseñado o propuesto antes de rodarse la brillante cinta francesa. 

TRAMA ARGUMENTAL DE BLANCANIEVES.

Un afamado torero, Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho. Madrid 1961) está casado con la popular cantante folklórica, Carmen de Triana (Inma Cuesta. Valencia 1980). Ambos están esperando el nacimiento de su primer hijo. Antonio es gravemente corneado en la Colosal sevillana, quedando lisiado, de piernas y manos para el resto de sus días, en una silla de ruedas. Carmen fallece durante el parto, dejando una niña, Carmencita, que va a tener una infancia (Sofía Oria) y juventud (Macarena García. Madrid, 1988) muy desgraciada. Su propio padre la rechaza, quedando al cuidado de la abuela materna (Ángela Molina. Madrid, 1955). Una enfermera que trabaja en el hospital hispalense, Encarna (Maribel Verdú. Madrid, 1970) urde un plan para controlar el dinero de Antonio, casándose con el torero que, a duras penas ha logrado salvar su vida. Es una mujer cruel y malvada que recluye a su esposo en una habitación de la finca que éste posee, maltratándole en diversas y crudas escenas que el director nos ofrece. Al morir la abuela de Carmencita,  la niña es interesadamente recogida por Encarna, sufriendo el desprecio y la humillación constante por parte de su madrastra.

En esta constante sucesión de trágicas realidades, prácticamente la única nota simpática en la narración es ofrecida por un esbelto gallo, llamado “Pepe” por la niña, que también recibe la maldad intrínseca de esta engreída y ambiciosa mujer, que está manteniendo una relación ilícita con el que es su chófer, Genaro (Pere Ponce, 1964). El humillado y desgraciado Antonio Villalta, cuya única alegría es el cariño de Carmencita, muere en una caída mortal por la escalera. Unas manos asesinas han empujado su silla de ruedas. Nadie ha de dudar a quien pertenecen esas crueles y finas manos. Una de las escenas más tétricas de la película es la sesión fotográfica (costumbre usual en la España de esos años) que se le realiza al muerto (vestido de torero) rodeado de sus familiares y amigos.

Encarna encarga a su amante que haga desaparecer a una Carmencita, ahora ya adolescente. En ese mandato, Genaro trata de abusar de Carmencita y, al no lograr su propósito, cree haberla ahogado en el río. Sin embargo, la joven es salvada por una troupe de enanitos toreros (no son siete estos enanitos, sino seis), acogiéndola en sus carretas y bohemia forma de vida, desarrollando en ella la afición por la práctica de la tauromaquia. Fijándose en sus cualidades para el toreo, es apoderada por D Carlos (José Mª Pou. Mollet del Vallés, Barcelona. 1944) que la hace firmar un contrato leonino, aprovechándose del analfabetismo que padece la bella joven. Uno de los enanos, envidioso, cambia el novillo por un toro de lidia que Carmen va a torear en la Colosal de Sevilla, sufriendo la chica una mortal cogida por parte del astado. Ahora su interesado y ambicioso representante la exhibe en las barracas de feria, yacente en su féretro, cobrando 10 céntimos a todos aquellos que quieran besar a la muy prometedora y desgraciada torera.

VALORACIÓN GLOBAL DE ESTE PECULIAR TRABAJO CINEMATOGRÁFICO.

Son muchos los espectadores que, al visionar el film, van a compararlo con la gran triunfadora de los premios Oscar 2012 de la Academia de Hollywood, The artist, película francesa dirigida por Michel Hazanavicius. Ambas películas poseen un formato similar. Tratan de hacer un homenaje a los inicios del cine mudo, época en que los gestos y la mímica de los actores, junto a la música y la intercalación de textos explicativos, ayudaban a entender ese expresivo lenguaje sin palabras que los actores llevaban a cabo.

Pero mientras que en la cinta francesa triunfan, finalmente, la esperanza y la vida, en esta peculiar versión española del cuento de los Hermanos Grimm, Blancanieves, destaca y permanece la muerte, desde el comienzo hasta el final de la narración. Es el camino del sufrimiento en vida hasta el trágico final en la muerte: Carmen de Triana, Antonio Villalta, Carmencita o “Blancanieves” e incluso, en mi opinión, el único “personaje” simpático de toda la película, el gallo “Pepe”, mascota afectivo en la soledad de la niña. Acaba en la cazuela, cumpliendo una maldad más de la madrastra Encarna, ante el dolor de su ahijada. No, no resulta agradable “consumir” tanta sucesión de desgracias y maldades, por aquellos que asistimos al cine buscando, prioritariamente, la distracción ante un entorno social no especialmente estimulante, en los difíciles momentos actuales que nos ha correspondido vivir. Por cierto, la maldad de la madrastra y de su amante Genaro se ven condicionados por la sobreactuación, eso sí, muy propios en el cine mudo. A pesar de la imagen de persona cruel y perversa, que se quiere dar a la actriz protagonista, no resulta creíble, en absoluto, ver a Maribel Verdú en ese desagradable papel. A pesar del Goya concedido y de su indudable esfuerzo por interpretar la mala o “Cruela”  de la historia.

Hay demasiada tragedia en toda la narración. Tanta exageración en el drama provoca, a veces, el efecto contrario, probablemente no deseado, de la comicidad y el ridículo. Y para exageración, esa visión de la vida española centrada en los viejos y más añejos estereotipos de la omnipresente tauromaquia,  el folklore del cante y la tragedia inevitable, como destino inseparable para la vida de muchas personas.

Si la Academia del Cine español le ha concedido diez premios Goya, nadie ha de dudar de que esta película no posea importantes valores cinematográficos. La fotografía, los decorados, el vestuario, el maquillaje… son elementos insertos en la narración que sustentan cualitativamente el esfuerzo de sus realizadores. Pero un espectador, que busca la distracción y válidos referentes para la ilusión en la vida, difícilmente va a hallar, en esa hora y media de metraje, la compensación suficiente para su opción de asistir al visionado de este relato. A muchos les va a defraudar, por su exageración y recreación en el pesimismo trágico de la existencia. Afortunadamente, resulta poco creíble. Aun aceptando que su realización ha supuesto un gran esfuerzo, globalmente, esta película decepciona.-


José L. Casado Toro (viernes, 1 marzo, 2013)
Profesor

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