¿Cuáles son los motivos más importantes que nos impulsan a
ir al cine, o a visionar películas en la pantalla hogareña de nuestro ordenador
o televisor? Las respuestas a este puntual interrogante son fáciles y
variadas de encontrar. Entre la diversidad de las mismas, podemos aludir a
nuestro interés por conocer otras historias y relatos; a ese deseo por asumir o
hacer empatía sobre experiencias y vivencias que protagonizan los actores; a
ese goce indescriptible que nos produce el arte de la imagen en movimiento; a una
praxis educativa que nos ayuda a reflexionar, opinar y decidir sobre situaciones que aparecen en
la gran pantalla de todas las vidas; a
esa apasionada escapada imaginaria que nos permite abandonar, durante noventa o
más minutos, una incómoda realidad en la que estamos necesariamente insertos,
etc. Todas esas y más razones se pueden fusionar en la más obvia y concluyente
de todas las respuestas: vamos al cine porque…..
realmente nos gusta.
Pero
entre todas las funciones, con las que el “séptimo arte” nos enriquece, hay una
que ocupa un lugar destacado en la apreciación jerárquica de los espectadores. Buscamos
en el cine, de manera prioritaria, la distracción.
Asistir a un espectáculo que nos proporcione una dosis de aburrimiento, tras
haber pagado el precio en taquilla (cada vez más elevado, con la desafortunada,
absurda y vergonzante subida gubernamental del IVA, en esta parcela de la
cultura) no resulta una decisión inteligente ni justificada. Carecería de todo
tipo de lógica, por supuesto. Sin embargo, esa apetecida e irrenunciable distracción,
es frecuente que te sea ofrecida con dos ropajes muy contrastados: la alegría (comedia) y, también, la tristeza (drama). Como en la vida real, en el cine
hay temáticas y tratamientos que motivan la alegría y las sonrisas. De igual
modo, el discurrir cotidiano también conlleva la tristeza y el sentimiento de las
lágrimas. Pero, tanto en la realidad como en la ficción, la comedia y el drama
están, deben aparecer, entremezclados, compensados y equilibrados.
Y
aquí llegamos al núcleo central de nuestra opinión o valoración crítica acerca
de la película BLANCANIEVES (septiembre, 2012).
En la mayor parte de sus 90 minutos de metraje, esas dos realidades de la vida se
hallan manifiesta e intencionalmente descompensadas. Y ello provoca que, al
final del visionado, le quede al espectador el regusto amargo de haber
presenciado una continua sucesión de desgracias e
injusticias que, aun siendo verosímiles, amargan ese irrenunciable objetivo
(distracción y disfrute) que ha pretendido encontrar, cuando decidió comprar la
entrada correspondiente. Por mucha brillantez artística que, sin dudarlo,
atesora la cinta. Estamos hablando de una película que acaba
de ganar diez premios Goya, 2013 (mejor película, actriz principal Maribel Verdú, actriz
revelación Macarena García, guión original Pablo Berger, dirección fotográfica
Kiko de la Rica, Música original Alfonso Vilallonga, Canción original No te
puedo encontrar, dirección artística, Diseño de vestuario, Maquillaje y
peluquería) de entre los dieciocho a los que había sido nominada. Ha
sido la gran triunfadora, este año, de los premios Goya de la Academia del Cine
en España.
Nos hallamos
ante una película muda (donde interviene, de manera notable, el muy expresivo lenguaje
musical), rodada en un blanco y negro, con excelente escala de grises, teniendo
una cuidada dosificación en los rótulos o textos explicativos y ambientada en
la España de los años 20 del pasado siglo, concretamente, en la ciudad de
Sevilla. Ha sido dirigida por Pablo Berger
(Bilbao, 1963) siguiendo un formato parecido a la exitosa y premiada The
Artist, aunque el proyecto español, parece ser, fue diseñado o propuesto antes
de rodarse la brillante cinta francesa.
TRAMA ARGUMENTAL DE BLANCANIEVES.
Un
afamado torero, Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho.
Madrid 1961) está casado con la popular cantante folklórica, Carmen de Triana (Inma Cuesta. Valencia 1980). Ambos están esperando el
nacimiento de su primer hijo. Antonio es gravemente corneado en la Colosal
sevillana, quedando lisiado, de piernas y manos para el resto de sus días, en
una silla de ruedas. Carmen fallece durante el parto, dejando una niña,
Carmencita, que va a tener una infancia (Sofía Oria)
y juventud (Macarena García. Madrid, 1988) muy
desgraciada. Su propio padre la rechaza, quedando al cuidado de la abuela
materna (Ángela Molina. Madrid, 1955). Una
enfermera que trabaja en el hospital hispalense, Encarna (Maribel Verdú. Madrid, 1970) urde un plan para
controlar el dinero de Antonio, casándose con el torero que, a duras penas ha
logrado salvar su vida. Es una mujer cruel y malvada que recluye a su esposo en
una habitación de la finca que éste posee, maltratándole en diversas y crudas escenas
que el director nos ofrece. Al morir la abuela de Carmencita, la niña es interesadamente recogida por
Encarna, sufriendo el desprecio y la humillación constante por parte de su
madrastra.
En
esta constante sucesión de trágicas realidades, prácticamente la única nota
simpática en la narración es ofrecida por un esbelto gallo,
llamado “Pepe” por la niña, que también recibe la maldad intrínseca de esta
engreída y ambiciosa mujer, que está manteniendo una relación ilícita con el
que es su chófer, Genaro (Pere Ponce, 1964). El
humillado y desgraciado Antonio Villalta, cuya única alegría es el cariño de
Carmencita, muere en una caída mortal por la escalera. Unas manos asesinas han
empujado su silla de ruedas. Nadie ha de dudar a quien pertenecen esas crueles
y finas manos. Una de las escenas más tétricas de la película es la sesión
fotográfica (costumbre usual en la España de esos años) que se le realiza al
muerto (vestido de torero) rodeado de sus familiares y amigos.
Encarna
encarga a su amante que haga desaparecer a una Carmencita, ahora ya adolescente.
En ese mandato, Genaro trata de abusar de Carmencita y, al no lograr su
propósito, cree haberla ahogado en el río. Sin embargo, la joven es salvada por
una troupe de enanitos toreros (no son siete estos
enanitos, sino seis), acogiéndola en sus carretas y bohemia forma de vida,
desarrollando en ella la afición por la práctica de la tauromaquia. Fijándose en
sus cualidades para el toreo, es apoderada por D Carlos (José Mª Pou. Mollet del Vallés, Barcelona. 1944) que
la hace firmar un contrato leonino, aprovechándose del analfabetismo que padece
la bella joven. Uno de los enanos, envidioso, cambia el novillo por un toro de
lidia que Carmen va a torear en la Colosal de Sevilla, sufriendo la chica una
mortal cogida por parte del astado. Ahora su interesado y ambicioso
representante la exhibe en las barracas de feria, yacente en su féretro,
cobrando 10 céntimos a todos aquellos que quieran besar a la muy prometedora y
desgraciada torera.
VALORACIÓN GLOBAL DE ESTE PECULIAR
TRABAJO CINEMATOGRÁFICO.
Son
muchos los espectadores que, al visionar el film, van a compararlo con la gran
triunfadora de los premios Oscar 2012 de la Academia de Hollywood, The artist,
película francesa dirigida por Michel Hazanavicius. Ambas películas poseen un
formato similar. Tratan de hacer un homenaje a los inicios del cine mudo, época
en que los gestos y la mímica de los actores, junto a la música y la
intercalación de textos explicativos, ayudaban a entender ese expresivo
lenguaje sin palabras que los actores llevaban a cabo.
Pero
mientras que en la cinta francesa triunfan, finalmente, la esperanza y la vida,
en esta peculiar versión española del cuento de los Hermanos Grimm,
Blancanieves, destaca y permanece la muerte, desde el comienzo hasta el final
de la narración. Es el camino del sufrimiento en vida
hasta el trágico final en la muerte: Carmen de Triana, Antonio Villalta,
Carmencita o “Blancanieves” e incluso, en mi opinión, el único “personaje”
simpático de toda la película, el gallo “Pepe”, mascota afectivo en la soledad
de la niña. Acaba en la cazuela, cumpliendo una maldad más de la madrastra
Encarna, ante el dolor de su ahijada. No, no resulta agradable “consumir” tanta
sucesión de desgracias y maldades, por aquellos que asistimos al cine buscando,
prioritariamente, la distracción ante un entorno social no especialmente
estimulante, en los difíciles momentos actuales que nos ha correspondido vivir.
Por cierto, la maldad de la madrastra y de su amante Genaro se ven condicionados
por la sobreactuación, eso sí, muy propios en
el cine mudo. A pesar de la imagen de persona cruel y perversa, que se quiere
dar a la actriz protagonista, no resulta creíble, en absoluto, ver a Maribel
Verdú en ese desagradable papel. A pesar del Goya concedido y de su indudable
esfuerzo por interpretar la mala o “Cruela”
de la historia.
Hay
demasiada tragedia en toda la narración. Tanta exageración
en el drama provoca, a veces, el efecto contrario, probablemente no
deseado, de la comicidad y el ridículo. Y para exageración, esa visión de la
vida española centrada en los viejos y más añejos estereotipos de la
omnipresente tauromaquia, el folklore
del cante y la tragedia inevitable, como destino inseparable para la vida de
muchas personas.
Si
la Academia del Cine español le ha concedido diez premios Goya, nadie ha de
dudar de que esta película no posea importantes
valores cinematográficos. La fotografía, los decorados, el vestuario, el
maquillaje… son elementos insertos en la narración que sustentan cualitativamente
el esfuerzo de sus realizadores. Pero un espectador, que busca la distracción y
válidos referentes para la ilusión en la vida, difícilmente va a hallar, en esa
hora y media de metraje, la compensación suficiente para su opción de asistir al
visionado de este relato. A muchos les va a defraudar,
por su exageración y recreación en el pesimismo trágico de la existencia.
Afortunadamente, resulta poco creíble. Aun aceptando que su realización ha
supuesto un gran esfuerzo, globalmente, esta película decepciona.-
José L. Casado Toro (viernes, 1 marzo, 2013)
Profesor
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