Desde
hace ya un par de meses, realizo el viaje de media distancia entre dos
importantes ciudades, llenas de historia, ubicadas en la meseta o planicie castellana.
Conduzco una de las locomotoras del tren Avant que cubre este trayecto (147 kilómetros)
cuatro veces a la semana, con dos viajes por sentido al día entre ambas
localidades. Salgo en el amanecer de esta ciudad en la que ahora, tras muchos
años de ausencia, he vuelto a residir, volviendo a la misma cuando el reloj
marca las 20:15 para el anochecer. Y así, un día tras otro, acomodado en esas
dos vías, cuyos senderos se hallan libres de cualquier atadura para el tráfico
ferroviario. Toscos y seguros raíles que nos llevan, con puntualidad y
seguridad, al destino propuesto. Me corresponde hacer la primera salida, por la
mañana, y la última llegada, ya en la tarde. Tanto en la partida, como a la
vuelta, esta estación no suele estar muy poblada de público. Tal vez los lunes,
como también los viernes (para la vuelta), el número de viajeros suele ser algo
más elevado que en el resto de los días. Destaco este dato para justificar mi
capacidad de observación, tanto con respecto a las personas que viajan, como para
aquéllas que permanecen en los andenes de la remozada estación.
Cuando
termino mi trabajo en cabina, dejo todo bien dispuesto en la misma para la
mañana siguiente, en la que me tocará conducir los dos vagones de nuevo, camino
de la provincia hermana. Creo que fue el segundo o
tercer día, de mi nuevo destino en la línea, cuando me fijé por vez primera en
su figura. Sin saber exactamente el qué, algo me “hablaba” en ella. Frágil
de cuerpo, mediana estatura, con un rostro angelical de ojos celestes que dejaba
caer su cabello, castaño oscuro, en una cuidada melena. Debía tener unos
veintipocos años y vestía de forma deportiva. Me llamó
especialmente la atención aquella mirada sobre unos vagones, ya con las puertas
cerradas, semblante que expresaba una profunda decepción o tristeza. Lo
que ya me intrigó es que prácticamente la misma escena volvió a repetirse a la
tarde siguiente. Y casi todas las demás tardes de esa y la siguiente semana.
Caminando hacia el pequeño apartamento que tengo alquilado pensaba, con intriga
y curiosidad, en esa chica. Cada tarde, sentada en uno de los bancos del andén,
parecía estar esperando a ese pasajero que nunca bajaba los dos escalones del
vagón, cuando el reloj digital de la estación avanzaba camino ya de las ocho y
media. He de reconocer que, cuando mi tren se acercaba al punto de su destino,
pensaba en esa imagen que, con seguridad, iba de nuevo a encontrarme. Allí
estaría, sentada en el banco situado junto al puesto de prensa y chucherías, a
esa hora ya con las persianas bajadas.
La
repetición de la escena me hacía sospechar en un cierto desequilibrio por parte
de la joven, aunque su imagen física, junto a la cuidada forma como vestía y se
comportaba, no daba ese perfil claro de enfermedad. Pero
la decepción de su rostro, que no se preocupaba en disimular, enganchaba a
cualquier interesado observador de las actitudes humanas. Por fin, aquella
noche, mientras me preparaba algo de cena en la pequeña cocinita que tengo en
el piso, tomé una decisión para el día siguiente. Me preocupaba la respuesta
que podría recibir de una persona con la que nunca había intercambiado palabra
alguna. Pero es que aquella situación, repetida tarde tras tarde, me estaba
provocando esa natural obsesión por hallar respuestas que sosegaran mi interés
y curiosidad. Tenía que hablar con esta, manifiestamente desconsolada, mujer.
Era
un sábado de abril, cuando me decidí a poner en práctica lo que había decidido
la noche anterior. Tras salir de la cabina de mandos, con mi bolsa colgada al
hombro, me acerqué despacio hacia el lugar de la chica que allí estaba esperando,
como cada una de las noches.
“Perdón,
señorita, disculpe mi pregunta o atrevimiento. Creo que ya se habrá dado cuenta
de que soy el conductor de este tren. Cuando bajo del mismo, tras la
finalización de mi trabajo, la veo aquí sentada, un día tras otro. Me da la
impresión de que se siente preocupada o tal vez decepcionada. La verdad es que
no lo sé. Puede parecerle un tanto impertinente mi gesto pero, la repetición de
la escena, me motiva a preguntarle si le ocurre algo. ¿Necesita algún tipo de
ayuda?”
La
cara de sorpresa de la joven era todo un poema. En un principio movió
negativamente su cabeza, mostrando un cierto nerviosismo ante mi pregunta. Cuando
se fijó en mi chaqueta de trabajo, con las siglas de la compañía ferroviaria,
pareció sentirse más tranquila y entendió que hubiera centrado en ella la
extrañeza de una escena tantas veces repetida.
“Sí, claro ….. es Vd. el maquinista del tren. Debo dar una
imagen un poco rara, un poco loca, aquí todas las tardes sentada, Se imaginará
mil cosas de una chica que parece no tener otra cosa mejor que hacer. La verdad
es que ……” Bajó el centro focal de su mirada hacia las deportivas azules
que calzaba y, de manera espontánea e imprevista me preguntó si le quería
escuchar unos minutos. Me senté junto a ella, en esa banqueta de madera que
mira a las vías, y me dispuse para atender aquello que necesitara decirme.
Mezclaba
frases, de dicción pausada, con aquellas otras que denotaban la fuerza y
rapidez de su juventud. ¿Cómo resumir aquella densa historia que quiso
contarme, durante los más de treinta minutos en que se sintió acomodada para
hablar? Laura es una chica muy modesta. Su vida
ha sido complicadamente desafortunada. No ha conocido a su padre. Vive junto a
su madre, a la que ayuda trabajando, desde la adolescencia, en uno de los
hostales que pueblan el plano de esta ciudad que subsiste, básicamente, en la
economía agraria. La infancia que recibió de su progenitora no fue “técnica” o
educativamente saludable. Incluso sufrió algún que otro mal trato que su noble
corazón ha sabido perdonar. Hace ya algunos meses conoció a un chico ingeniero,
Norman, que se alojaba en el hostal donde ella
trabaja.
Aunque
su familia era de origen germánico, este apuesto joven había nacido en el sur
de la península, donde residía con sus progenitores. La empresa le había
enviado a esta localidad castellana, para que trabajase en la construcción de
la presa, lo que le obligó a cambiar de
domicilio durante un cuatrimestre. Aunque Laura no destaca por su nivel de
preparación intelectual, Norman encontró en ella la nobleza y simplicidad de su
carácter, la amistosa compañía para tantos paseos en las tardes y fines de
semana. Pero, sobre todo, halló en esta joven esa
alegría y espontaneidad que contrasta con el más propio y adusto carácter
castellano. Precisamente una inolvidable tarde, entre campos de vides y
la brisa fresca que mueve y acaricia las hojas, Norman le hizo explícito sus
sentimientos y promesas. La unión de sus cuerpos ahora culminaba en un proyecto
de futuro que se aventuraba pleno de esperanza. Futuro ilusionado para una modesta
chica que luchaba por un cambio en la suerte que había presidido, hasta el
momento, los nublados y ocres de su modesta existencia.
El
mundo empresarial decide que este cualificado ingeniero tenga que acudir a un
nuevo destino laboral. La despedida con Laura estuvo presidida por una
plasticidad romántica que ella nunca quiere olvidar. Ilusiones, proyectos,
promesas que ambos intercambiaban en aquella gélida mañana de enero. Había
nevado y la vieja estación florecía como un guiño simpático entre la blanca
pureza de la naturaleza. “Volveré en este tren, una
noche de esperanza, para que ambos vivamos unidos por siempre en un futuro
gozoso que nos ha de sonreír”. Esas fueron, más o menos, sus literarias
palabras. Pero los vaivenes de la vida hacen tambalear las más firmes promesas
que salen de nuestros labios, entre la convicción, la emoción o el deseo.
A
poco las cartas, en principio diarias, se fueron espaciando. También, el intenso
cariño inicial fue perdiendo la fuerza y el vigor de su templanza. Y de ahí, el
no explicado silencio. Sin embargo ella piensa, un día y otro día, venciendo la
realidad de su decepción, que Norman va a bajar de ese tren de las 20:15, para la
ansiedad de sus deseos, Resulta admirable la constancia de esta chica cuyo
maravilloso bagaje es la fidelidad a un amor que aún permanece.
Pero
la historia, en aquella tarde/noche de primavera, iba a tener un desenlace
inesperado. Laura es una chica que supo valorar mi atención y respeto. Le ofrecí
algunos razonables y “paternales” consejos. Traté de hacerle ver que las
personas cambiamos.
“A veces, sucede
por nuestra propia forma de ser. En otras, las circunstancias y otras amistades
y conocimientos, hacen que modifiquemos nuestros más firmes proyectos y
promesas. Probablemente, ese joven ingeniero habrá encontrado un nuevo acomodo
para su vida y considere este experiencia en Castilla como una fase hermosa y
feliz, pero no consolidada para su proyecto de futuro. Es duro, pero inteligente,
tratar de olvidar. Vendrán otras personas y otras oportunidades que compensarán
el amargor de esa oscura infidelidad. Eres
muy joven y pronto aparecerán otros chicos que te harán ver que la vida no se
termina en una sola persona. No malgastes más tus tardes esperanzadas en este
frio banco de la estación. No merece la pena seguir sufriendo con la decepción
del deseo”.
Laura
me escuchaba con respetuosa atención y confianza. Le pregunté por la relación
que mantenía con su madre. ¿Te pareces a ella? dije. Entre sonrisas, sacó una foto del bolsito que
portaba. “Dicen que soy toda su cara”.
Efectivamente, madre e hija estaban en la misma línea genética. Pero….. el rostro de esta mujer, madre de Laura, no me era en
absoluto desconocido. A pesar de los años que habían pasado por el
calendario de la memoria, esa imagen me llevó, con la inmediatez del recuerdo,
a otra etapa, de mi vida, cuando yo era muy joven, en esta ciudad donde nací. ¡Quién
me lo iba a decir! El mágico destino de cada persona suele depararnos estas
inesperadas y maravillosas sorpresas.-
José L. Casado Toro (viernes, 22 febrero, 2013)
Profesor