Son numerosos esos momentos del día en los que, al repasar los artículos, sueltos y entrevistas de prensa, junto a los informativos de televisión, me he de acordar de una ejemplar persona que tanto supo alegrarnos con su exquisita comicidad. Era valenciano, concretamente de Burjassot, donde había nacido en el año previo de la otra gran crisis del sistema capitalista como la que, actualmente, soportamos y tratamos con denuedo por superar. Entre agosto de 1928 y mayo de 2010, fueron 81 largos y fecundos años de una vida entregada a ese humor torneado con inteligencia para la sonrisa. Participó en unas 160 películas y más de doscientas obras de teatro. Comentaba, ya visiblemente enfermo, en una reciente entrevista, antes de iniciar esa definitiva gira por los cielos de almas angelicales y buenas que, en alguna ocasión, llegó a rodar hasta tres películas a la vez. Se veía obligado, tras el agotamiento subsiguiente, a preguntar, somnoliento tras el descanso nocturno, en qué estaban las cámaras ocupadas durante ese momento. ¿Qué papel le correspondía interpretar ese día. Su hermano Mariano, prolífico director de pantallas para el humor, le sacaba rápidamente de duda. Y puedo asegurar que allá arriba, en las noches iluminadas por las estrellas y el brillo romántico de tantos ojos que reflejan el amor y la amistad, continúa haciendo sonreír y pensar a todos aquellos que saben apreciar la nobleza en las gestos y la sencillez cordial en la actitud. ANTONIO OZORES Puchol, ¿por qué me he acordado de tu buen saber e interpretar, al desarrollar la temática de este artículo?
Entre tus magníficos y personales gags para el humor, de aquellos que aprecian el pensar con la sonrisa, repetías una escenificación en la que una persona, posiblemente dedicado al oficio de la política, hablaba, hablaba y hablaba, sin entendérsele absolutamente nada de su vocalización y contenido. Finalizaba su críptico discurso con el lento recitado de una frase, corta e imperativa, en la que se ensalzaba al país: algo así como ¡Viva España! Por supuesto, todo bien adobado con una pose firme en el liderazgo y la convicción, jugando plásticamente con el movimiento de cabeza, brazos y manos, manteniendo la mirada focalizada entre lo divino y lo humano. Esa simpática representación me trae a la presencia de lo cotidiano, cuando tantos dirigentes de lo público y lo privado “hablan y hablan” con esas largas frases y plásticos gestos, ante el micrófono de los media informativos o en las páginas diestras de los periódicos del día. Cuando terminas de leerles, o de escucharles, la sensación que te queda es como la de aquellos dulces empalagosos que, tras su consumo, lo más probable es que se te indigesten, habiendo llenado todo un estómago para la nada. Pues eso es lo que te han transmitido. Nada, más nada. Y si dicen algo, la incredulidad en la que te sumes es de aquellas calificadas de patológicas y profundas. En lo psicológico y en lo testimonial. ¡Cómo se puede hablar tanto… diciendo tan poco! Es de gran utilidad en estos casos, tanto para el lector o el oyente, hacer un análisis de los ojos en aquel que se expresa para la comunicación. Te das perfectamente cuenta de cómo actúa, lo que realmente piensa y lo feliz que se siente ante lo bien que lo hace, según su cualificada autoestima. Pues no he de dudar que él cree, con fe evangélica, en la eficacia del convencimiento que provoca. Es como un delirio catártico que le sublima en la plenitud ante la más que patente vaciedad.
Y no sólo son los políticos. Muchos otros personajes de la vida pública utilizan esa banal parafernalia de palabras, desvitalizadas y gastadas por el uso, de cara a la galería social. Deportistas, cantautores, actores y actrices de cine y teatro, vendedores varios, banqueros, presidentes de asociaciones, profesos del micro, el blog o la grabadora etc, etc. Hay una empresa que llama a mi domicilio, prácticamente todos los días. Cambiando los interlocutores, éstos se identifican, ante mi pregunta, por su vinculación con una siglas de telefonía móvil. Trato de evitarles la molestia de manifestarme ese guión que tan bien aprendido atesoran indicándoles, a las primeras de cambio, mi firme intención de no cambiar de operadora, por ahora. Algunos (los menos) lo entienden de una forma inteligente, pero otros comienzan a recitar esas preguntas bien aprendidas de ¿cuánto paga Vd, mensualmente, por los servicios de telefonía? ¿qué velocidad de Internet es la que le sirve su actual operadora? ¿cuánto…… cuanto….? Hasta que llegan su maravillosas ofertas que, tras recitarlas (a pesar de que le has dicho que no te interesa modificar tu vinculación telefónica) siempre acaban con esa directa y puntual pregunta. ¿Hacemos el contrato? Algo parecido ocurre cuando te diriges a una entidad bancaria a fin de resolver una gestión con tu cuenta o cartilla de ahorros. De una forma u otra, la persona que está tras la mesa de atención al cliente, y de una forma exagerada si es el director o vice de la sucursal financiera, siempre acaba, tras una verborrea de palabras de las que ya conoces su contenido y forma, proponiéndote el plan de pensiones o los “maravillosos” fondos de inversión. Has intentado, inútilmente, explicarle tu nula predisposición para entrar en esa dinámica de la ingeniería financiera. Pero tu interlocutor, normalmente con corbata (aunque sea un tórrido agosto) o con traje cuidado de chaqueta y peinado vespertino de peluquería, pasa de ti y tiene que soltar toda esa retahíla que te produce un profundo hastío y dolor de cabeza. Lo más penoso del caso es cuando entra en la dinámica de las preguntas personales, ante cuya impertinencia tienes que hacer verdaderos equilibrios de habilidades sociales para no espetarle un exabrupto indicándole que está entrando en un terreno inadecuado y profundamente molesto. Unos y otros personajes, de entre los hasta aquí elegidos en el comentario, los ves como programados, con un cierto molde de automatismo en sus expresiones y respuestas, adivinando en sus difusas miradas (cuando los tienes delante) o en el tono de su voz (cuando se comunican por el medio telefónico) una opacidad de contenido en el que la lluvia de palabras solo trasluce una aridez y sequía para la fructífera humedad de los sentidos.
Y como algunos de los lectores de estos escritos deben estar haciéndose esa pregunta hacia tu persona, vamos a ello. El lenguaje del Profesor ante sus alumnos. ¿Entienden, en general, los alumnos el contenido y la forma en la explicación de sus profesores? La respuesta es sumamente fácil. Observas el rostro y la mímica de los escolares y ya puedes tomar conciencia de si se están enterando y del nivel de motivación que has generado en sus personas. Personalmente he de reconocer que, en no pocas ocasiones, tuve que detener el proceso de mi explicación, esbozar una sonrisa y decirles con la mayor naturalidad y franqueza: “Me temo que no me estáis siguiendo, el lenguaje que estoy utilizando no os llega, obviamente el nivel de motivación está bajo mínimos y por tanto… es mejor parar. Damos marcha atrás y tratamos de ir por otro camino. No pretendo aburrir ni provocar vuestra desesperación. Comencemos de nuevo, porque este camino no nos sirve”. El recurso al ejemplo y a una cierta teatralidad solía dar un buen resultado, en esos momentos en los que terminología y fundamentos semánticos no ayudaban. Y es también más que evidente que los recursos expresivos que te van de maravilla con el grupo C no encuentran apoyos para la receptividad en el grupo A. Cada grupo es un mundo, un mundo diferente al que te tendrás que adaptar. Y ahí van algunas aportaciones, fruto simplista de mi experiencia. Naturalidad y familiaridad. A determinados profes les cuesta más que otros, pero es un requisito muy positivo para acercarte al auditorio. Sinónimos, con generosidad. En el proceso de explicar, puedes ir enriqueciendo el léxico de aquellos más jóvenes que te escuchan. Cuando me topaba con alguna palabrita o frase interesante, la repetía las veces que fuese necesario, eso sí, cambiando los términos por sinónimos fáciles de entender y cómodos para asimilar. Si eres de Córdoba, Málaga, Tordesillas o Lugo, tienes que hablar como te enseñaron tus padres, maestros y profesores. El habla local. Nada de disimular o expresarte en castellano de Valladolid…. cuando eres andaluz. Esa pantomima de aculturación lingüística te va a restar credibilidad y, probablemente, terminarás haciendo el ridículo. Y si quieres que te escuchen, abre también tus oídos para conocer y respetar lo que otros piensan. Es una mínima regla de equidad y consideración, a fin de ganarte el respeto de los demás. No debe importarte tampoco, cuando lleguen esos momentos para el declive, decirles, con la mejor de tus sonrisas, “bueno, mejor que olvidéis todo esto. Vamos a comenzar de nuevo, porque no estoy dispuesto a venderos tonterías sin sentido”. A mi no me gustaría que lo hicieran conmigo. Por lo tanto he de ser coherente y humilde. Y cuando les digas, procura decirles algo. Para la palabrería fútil y sin sentido, ya están los profesionales y trileros del lenguaje. Se les conoce a lo lejos. Hay que blindarse ante su cinismo e hipocresía conceptual. La capacidad intuitiva del ejemplo (a ser posible próximo y asequible) resulta saludable para una saludable didáctica. No aceleres, tampoco duermas, la virtud necesaria de un ritmo acomodado al contexto y a la necesidad. Recita la canción con el ritmo y el “tempo” justo.
En plena redacción de este trocito de comunicación, me llega un pdf enviado por un buen amigo Profesor, aún en ejercicio. Contiene una no extensa entrevista realizada a un Catedrático de Sociología, R.F. promotor en nuestro país de las comunidades de aprendizaje. Defiende su planteamiento afirmando que el fracaso de la enseñanza en España se debe a una serie de ocurrencias, expresión que llega a repetir hasta en cinco ocasiones. En ninguna de esas cinco alusiones llega a concretizar a qué ocurrencias se refiere. Se carga de un plumazo el aprendizaje tradicional y también el de naturaleza significativa, abogando ahora por un aprendizaje “dialógico”. He dicho o leído bien; dialógico. Habla de potenciar unas interacciones, entre alumnos, profesores, antiguos alumnos, familias y resto de la sociedad. Hay que promover la formación científica de las familias, tanto las preparadas como las analfabetas, manifiesta. Loable pretensión, pero es que hace ya tiempo que se descubrió la pólvora. He estado un buen rato observando el rostro o imagen (en fotografía) de ese profesional de la sociología. Destaco su autosuficiente mirada, que desciende en picado desde una atalaya sacral, por encima de las gafas y una media sonrisa más que inquietante. En mi opinión, ya esta fotografía revela o irradia una falta de credibilidad, por no utilizar un término más fuerte. Opinión que corroboras tras la lectura de su “encíclica” educativa. Otro dios, fugado desde el Olimpo helénico. Sr. sociólogo, mañana, a las 8:15, entre Vd. en un aula de tercero o primero de Secundaria. Dé clase hasta las 14:45. Y así, un mes tras otro. A buen seguro que, con lo del aprendizaje dialógico y las interacciones multivalentes, esas pruebas de diagnóstico, que tanto valora, alcanzarán unos resultados más que apreciables para el éxito. Dicho ésto con toda la ironía que su “filípica” me ha proporcionado. Muy enriquecedora su aportación acerca del estrangulamiento de la mujer de Althusser. Otro ejemplo más de esas palabras lastradas de yermos, áridos e incrédulos contenidos.-
José L. Casado Toro (viernes, 28 enero 2011).
Profesor.
http://www.jlcasadot.blogspot.com/