Nos hace reflexionar en positivo, la visión de personas que parecen estar permanentemente alegres y con un espíritu optimista, mientras que otras, por el contrario, entendemos que están casi siempre ancladas en la tristeza y en el pesimismo más desalentador. Este “natural” contraste lo achacamos a varios factores: la propia naturaleza de cada uno, la formación que ha recibido y también las circunstancias concretas que pueden estar afectándole, durante un plazo de tiempo indeterminado. Obviamente, envidiamos sanamente a las primeras y compadecemos a esas otras que no parecen hallar el hálito necesario de felicidad, en su pequeño o gran mundo. En este contexto temático, se inserta nuestra bella historia de este viernes.
El objetivo cromático de la narrativa se focaliza hacia un voluminoso edificio, dedicado socialmente para Ambulatorio del Servicio Andaluz de Salud. Está ubicado en una densa y popular barriada, de sociología media/baja en la capital malagueña. En este gran centro sanitario prestan servicio un número importante de facultativos médicos y también personal sanitario, como enfermeros y auxiliares diversos. Es comprensible que, entre tanto profesional de la salud, existan diferentes caracteres, actitudes y niveles vocacionales. Es bien conocido de que cuando la dirección administrativa de este centro de salud atiende a los nuevos pacientes o a otros que desean el cambio de doctor y enfermero, destaquen determinados profesionales, que son ·demandados” por los ciudadanos a fin de ser incluidos en su cartera de pacientes de atención primaria. Otros galenos, por el contrario, tienen sus agendas mucho más aligeradas de personas, porque algunos de los enfermos tratan de “eludirlos”, ya que han “sufrido” o padecido en sus realidades una peculiar o “incómoda” forma de ser.
Una de estas parejas favorecidas por el aprecio popular la forman la doctora de atención primaria ROSA Mendieta, que tiene vinculada a sus pacientes a la enfermera MALVA Vallemar. El destino ha querido, con esta aleatoria “alianza”, que ambas profesionales de la salud pública colaboren eficaz y plausiblemente en opinión de los enfermos que tienen asignados. El buen talante y receptividad que una y otra muestran ante los pacientes ha repercutido de manera favorable para que a diario sus consultas y salas de espera, se hallen repletas de enfermos que aguardan el turno que les corresponda en la cola. Algunos de sus compañeros de oficio, comentan acerca de quién ha influido más en la buena acogida de los numerosos enfermos o pacientes vinculados, por su admirable responsabilidad y amabilidad. Quien bien las conoce, señala a la enfermera Malva como principal núcleo dinamizador de esta aceptación.
La vida de esta joven de 34 años no ha sido fácil, de ninguna de las maneras. Conocer algunos de los datos que jalonan su trayectoria vital puede ser estimulante para espíritus “apocados” o negativos. MALVA fue una de tantas hijas no deseadas que a diario se generan en el mundo. Fue gestada por SEPHORA Torrent, en una relación ocasional y acordada económicamente con un marino de la armada americana, cuyo buque de guerra recalaba en el puerto malagueño a comienzos de los años 60. Ese contacto carnal, bien pagado de dólares USA, duró aproximadamente 45 m. El fornido marino salió del encuentro, con esta malagueña de origen catalán, bien satisfecho por el gozoso servicio que le había prestado esta profesional de la “salud sexual”. Como la agenda laboral de Sèphora era bien densa, no aplicó en esta ocasión las medidas oportunas para la necesaria prevención. Semanas después, tomó conciencia de su indeseado embarazo. No eran tiempos para poner fin a embarazos no deseados, por lo que al cabo de los meses nació una niña, en la maternidad de un hospital público malagueño. Influida por unas flores que le llevaron unas solidarias compañeras de trabajo, en el burdel de la señora Esmeralda, indicó que la cría debía llamarse Malva, al igual que el color del ramillete que con gran emoción había recibido.
Pero Séphora no estaba por la labor de ser madre. La intervención de los servicios sociales, reclamados por la maternidad, gestionaron de inmediato la entrega de la recién nacida a un centro de acogida de menores, regidos por unas religiosas y personal auxiliar cualificado. Malva pasó allí unos años, por motivos administrativos un tanto difusos para la pronta adopción. Al fin, cuando estaba a punto de cumplir sus primeros tres años, fue adoptada por un honrado, en principio, matrimonio de comerciantes, ilusionados ante la posibilidad de tener una hija, ya que ellos, genéticamente, estaban incapacitados y la tecnología de esos años no estaba aún lo suficientemente avanzada.
El propietario del modesto negocio de productos ultramarinos para la alimentación, CASA BARTOLO, ubicado en la obrera barriada de la carretera de Cádiz, don BARTOLOMÉ Vallemar era, en principio, una excelente persona y buen padre. Sin embargo, sufría una debilidad “preocupante”, cuál era el juego de cartas “al dinero”. Poco a poco, casi sin darse cuenta, fue descapitalizando su pequeño negocio hasta que, por importantes deudas impagadas, en ambientes mafiosos, fue denunciado. Perdió el negocio e incluso su libertad personal, teniendo que afrontar años de prisión. Todo ello ante el desconsuelo de su mujer ANGUSTIAS, que se tuvo que poner a limpiar por casas, a fin de conseguir el necesario sustento con el que poder mantener el cuidado de su hija adoptiva. Madre e hija tuvieron que irse a vivir a casa de la abuela materna, para poder seguir subsistiendo
Esta poco agradable situación fue afrontada con inusual entereza, para una niña que, poco a poco iba creciendo y demostraba ser admirablemente aplicada en sus obligaciones de estudio y de ayuda en casa. Entre tantos infortunios y carencias, Malva demostraba tener un corazón “muy grande” y un positivo sentido de la vida que, por circunstancias del azar y la voluntad de otros, estaba siendo tan escasamente amable con su persona. Para su formación acudía a un entrañable colegio público y ya en la preadolescencia a un instituto. Su madre escuchaba los deseos de su hija con agrado, ya que ésta manifestaba que le gustaría “ser de mayor” una muy buena enfermera, a fin de cuidad a todos aquellos que tenían que sufrir el dolor de la enfermedad. Su matrícula en un centro público de formación profesional fue una decisión en sumo acertada y que la hizo sentirse muy feliz. Estaba recorriendo el camino que había trazado en sus pensamientos, proyectos y sanas ilusiones.
Realizó un módulo profesional de auxiliar de enfermería en grado medio que, a su finalización, completó con otro de grado superior, ya con la titulación de enfermera. De hecho, Malva tuvo que cuidar a su madre, que ya había sufrido la viudez. Su marido Bartolomé no fue capaz de superar su estancia penal en el centro penitenciario de Albolote, en Granada, en donde falleció por una gripe harto agresiva. Angustias, sumida en una profunda depresión no sobrevivió mucho tiempo a su difunto esposo, pues ella también abandonó esta vida de infortunios por varias dolencias, pero sobre todo “de pena”.
Malva fue superando con entereza todas estas graves y complejas dificultades, encontrando pronto acomodo laboral en clínicas privadas, tarea que fue cimentando esa formación que la iba capacitando para trabajar en lo que le gustaba y deseaba. Estuvo también unos años integrada en el Hospital Civil provincial, dependiente de la Diputación malagueña. A la edad de 24, realizó con éxito unas oposiciones para ingresar como enfermera titular en el S.A.S, Servicio Andaluz de Salud. Seguía habitando el pequeño piso de su abuela, también fallecida. Esta vivienda, no lejana al piso de sus padres adoptivos, tenía para ella una significación especial, pues allí había transcurrido gran parte de su infancia y adolescencia. La había recibido en herencia, por ser la única heredera de esta modesta familia. Una vez reformada, se sentía a gusto teniendo unas raíces afectivas y residenciales que le hacían disfrutar, pues desde el balcón del 6º piso de su vivienda podía contemplar las aguas serenas y azules del mar y ese gran parque acuático, también denominado “del lago”, en la barriada de Huelin, con su gran farola y grandes jardines, en donde jugaban niños de todas las edades, rodeados de sus mayores y amigos. Ahora se sentía, posiblemente por primera vez en su vida, con esa felicidad de que el proyecto de vida que se había trazado comenzaba al fin a realizarse.
Ella que había sufrido tanto en su vida, supo, con lúcida inteligencia, obtener fruto de tanto infortunio, aplicando a cada dificultad, problema o desaliento, esa sonrisa que tanto nos enaltece, esa dulzura que tanto sabe aliviar los nublados del alma y esa comprensión y tolerancia que genera el alivio y la fuerza, en los tiempos “tormentosos” que el azar y la suerte nos proporciona para nuestra madurez y entereza.
En su vocacional trabajo, los enfermos la apreciaban y querían, valorando la generosidad y eficacia de su difícil trabajo. Sus compañeros la admiraban y la doctora vinculada, doña Rosa Mendieta la consideraba el gran valor de ese gran ambulatorio, condicionado por la densidad poblacional y por la difícil estructura socioeconómico del barrio en el que se ubicaba. El amor también llegó a su vida. La amistad, compresión, necesidad y fuerza afectiva entre dos mujeres era manifiesta. La elegida y afortunada para la convivencia fue MARTA Utaluya, de origen cántabro, doctora uróloga del Hospital Clínico Universitario. Persona en apariencia de recio carácter, pero que en el fondo generaba una fuerza vital que enriquecía los valores personales y profesionales de la muy apreciada enfermera, con la que había compartido experiencias médicas y también de honda y cariñosa intimidad.
Cuando se le pregunta a Malva acerca del “secreto” de ese su buen talante y visión positiva de su vida, la joven enfermera suele responder con una “angelical” sonrisa y unas sencillas palabras: “la vida ya me ha enseñado, sobradamente, la aridez y el desafortunado desamor entre los humanos. Por eso yo trato de compensar esas carencias, aportando generosidad, armonía, alegría y un poco de amor, que tanta falta nos hace. Así me siento mejor, haciendo el bien y ayudando al bienestar de los demás. Me siento mucho más realizada con la luminosa sonrisa, que con la opaca tristeza”. A pesar de toda esta buena predisposición y acción efectiva, ella es consciente de la dificultad para mantener esa línea de conducta, día tras día, noche tras noche. Pero, por fortuna, Malva ofrece la realidad de una persona de naturaleza ejemplar, que los golpes de la vida le han ido conformando y blindando para afrontar todos esos nuevos embates que el destino, a todos, nos tiene preparados. Marta, su pareja convivencial y afectiva, a diario le ayuda, le anima y le proporciona esas fuerzas necesarias, para cuando nos faltan o escasean las nuestras propias.
Hay un aspecto en la naturaleza de Malva que, aun en el silencio de intimidad, le hace despertarse muchas noches de mal ensueño. Piensa, como es natural, en su madre genética. ¿Quién pudo ser? ¿Cómo sería, físicamente, esa mujer que le dio la vida? ¿Por qué tuvo ese cruel e incomprensible gesto de darla en adopción? ¿Qué le impidió no hacer algo, sólo algo, en la sucesión de los años, por saber algo de la niña que había gestado y a la que puso un nombre? Tras muchas averiguaciones que con sumo esfuerzo realizó, sólo pudo conocer que la persona que cedió a la niña recién nacida se llamaba Séphora. Lo que ella nunca pudo saber es que dicho nombre era un apodo o nombre supuesto, utilizado por esa mujer “de mundo” que era su madre.
PASARON MESES Y AÑOS. Un día llegó a los servicios de urgencia del Hospital Clínico universitario una llamada de Protección Civil indicando que se había producido un derrumbe en un vetusto edificio de la Barriada de las Flores, zona de Ciudad Jardín, en la arteria que comunica con la autovía de las Pedrizas para la salida de Málaga por carretera hacia el norte. Los bomberos comunicaban que había varias personas heridas por lo que reclamaban la llegada urgente de servicios sanitarios y ambulancias a fin de atender y trasladar a los heridos.
Coincidió que esa tarde, Malva estaba de guardia para las urgencias que se pudieran presentar. Todo un equipo de médicos y sanitarios se desplazó con dos ambulancias del 061 al lugar de siniestro, a donde llegaron en pocos minutos. Los profesionales sanitarios, en colaboración con los bomberos, actuaron con su probada diligencia, evacuando a los heridos al hospital universitario a la mayor presteza. En un momento concreto, una de las vecinas del inmueble afectado gritó “¡Tienen que buscar a la señá Sephora, que vive una habitación realquilada del 5º C. ¡La pobre anciana es inválida y no habrá podido “escaparse” con los primeros ruidos y crujidos, antes del gran estruendo, cuando gran parte de las paredes y suelos se han hundido!”. Los bomberos, con extremo cuidado y una máquina robot, fueron “desbrozando los grandes cascotes y en pocos minutos extrajeron de una oquedad, entre dos paños de paredes que formaban un hueco triangular, a una anciana malherida, quien, tras unas primeras curas, realizadas precisamente por Malva, fue trasladada al centro sanitario, directamente al quirófano. La enfermera que la había atendido no cesaba de darles vueltas en su mente a ese nombre tan poco usual en tierras españolas y andaluzas. ¿Había querido el destino que hubiera estado curando a su propia madre genética, aquella que la cedió en adopción cuando apenas tenía un par de días de vida?
Efectivamente el destino había querido ser fiel a una deuda que había mantenido con Malva durante sus actuales 47 años de vida. Fueron cuatro los meses, en los que primorosamente cuidó la vida de una anciana de 78 años, muy limitada en su memoria y con graves secuelas físicas del potente derrumbamiento, tuvo tiempo de consultar toda la documentación correspondiente a esa persona, que podría ser, efectivamente, su madre genética. Marta, su compañera y amante, también le ayudó en esta línea investigadora, ya que tenía un hermano abogado, que las orientó de manera adecuada para conocer, en lo posible, todo lo que concerniese a la paciente Séphora Torrent. En la actualidad, esta anciana sólo cobraba una “pensión de pobre” Un matrimonio de jubilados, muy religiosos, le había realquilado una habitación que le sobrara, desde hacía más de una década, por una cifra básicamente testimonial. Incluso compartían con ella ese plato de comida que en el almuerzo y la cena la alimentaba. Los servicios sociales del Ayuntamiento costearon los gastos del sepelio. Con la documentación apropiada del registro civil no cabía duda de que Séphora (en realidad se llamaba María) era la madre genética de Malva. De hecho, una prueba de ADN confirmó la identidad parental entre madre e hija.
Cada mes, Malva, en ocasiones acompañada por su pareja Marta, acuden al cementerio y repasan y sustituyen unas flores, en las que siempre hay especies malvas, en unos de los nichos del camposanto. Esas flores, llenas de color, aroma y amor, adornan el recuerdo de una hija generosa, que pudo cuidar a su madre en la cama de un hospital durante unos meses, sin que la anciana paciente llegara o pudiera reconocer a ese “ángel” profesional que tanto mimo le deparaba. -
MALVA NO ES SÓLO UN
ROMÁNTICO COLOR
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 07 junio 2024
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