viernes, 26 de enero de 2024

EL RUISEÑOR DEL AMANECER

 

Todos los comportamientos humanos tienen, lógicamente, un origen o motivación, más o menos nítido o complejo, con el natural añadido del carácter, la educación y la forma de ser de quien los protagoniza. Para la masa social circundante, esos comportamientos, en muchas ocasiones, no son fáciles de interpretar, comprender y aceptar. Pero una vez que se conocen las raíces del hecho presenciado, leído o escuchado, esas mismas personas, que antes lo criticaban o rechazaban, se vuelven más comprensivas, complacientes y tolerantes. En este cotidiano contexto, de acciones más o menos insólitas, se inserta nuestra sencilla y hermosa historia de esta semana.

La acción se desarrolla en un popular espacio urbano de Málaga, denominado barrio de Huelin, durante la década de los 60, en el siglo precedente. Esta zona de la ciudad, muy próxima a las aguas templadas y azuladas del Mediterráneo, se encontraba muy densamente poblada por personas de humilde condición, con una modesta economía, que residían en grandes y elevados bloques de viviendas, a modo de “panales” de fraternales latidos vitales. Entre esas familias, con amplia descendencia genética, se encontraba un “personaje” que, por varios determinantes personales, se hizo popularmente famoso entre sus convecinos. Se llamaba ELADIO Picardo, casado con JIMENA Nevada, de cuyo matrimonio vino al mundo una niña, a la que pusieron por nombre DIANA.

Desde muy joven, tras la vuelta del servicio militar en 1962, con 22 años entró a formar parte de la plantilla municipal de los equipos de limpieza y conservación, para calles y jardines públicos. Ese mismo año, contrajo matrimonio su querida Jimena. En su trabajo y vida social, era muy conocido y apreciado en el gran barrio donde residía y en donde básicamente efectuaba su trabajo de limpieza y jardinería. Provisto siempre de su carrito de madera, gran escoba cuya barredora estaba formada con largas ramas de brezo, además de ese recogedor metálico, recorría unas y otras calles, según los días de la semana. Los vecinos, con franca familiaridad, lo saludaban, mezclando alguna que otra broma.

¡Eladio, que hace dos días que no te veo! ¡A ver si te acuerdas de mi calle! Muchas gracias por regarme las macetas, cuando pasas con la manguera. Eladio, te invito a un chato de vino o a una cervecita fresca. Eladio, ¡dale bien con la rasqueta y la manguera, que la gente es muy puerca o descuidada y hay que ver cómo han dejado las aceras!

Era sin duda una persona muy querida y apreciada por su llaneza, laboriosidad y, algo muy importante en los seres humanos, se le veía siempre feliz o satisfecho, con aquello que le correspondía hacer en su trabajo, como barrendero y jardinero, siempre con responsabilidad y eficacia.

Un día Diana, que ha había crecido en edad y madurez, se hizo novia de un canario que había venido de vacaciones a Málaga. Este chico era panadero de oficio. Con él se fue a las islas afortunadas, tras celebrar unos alegres y sencillos esponsales a la que asistieron muchos convecinos del barrio. Ahora vive con su marido y su niña, Yeray, en el Puerto de la Cruz, de la isla de Tenerife.

Con 35 años de trabajo y 57 de edad, Eladio alcanzó la jubilación anticipada, debido a un problema articular en las rodillas, ya que sufría un proceso degenerativo en ambas piernas. Era el año 1997. Ya jubilado, se sentía aún joven y con fuerzas, por lo que siempre estaba dispuesto a prestar ayuda a quien lo necesitara. Como la Sra. Encarna, ya muy mayor, que agradecía la ayuda que prestaba para cuidar sus muchas macetas. Al tío Jacinto, que tenía una tienda de verduras y frutas, le vigilaba los expositores con frutas colocados en la acera, cuando la tienda estaba llena de clientela. También echaba una mano al párroco don Daniel, el padre de todos, con muchos kilos en su obesa humanidad y no tanta movilidad. Eladio limpiaba y cuidaba de que todas las hornacinas de santos estuviesen bien limpias, llenando estos santos espacios de muchas flores, que él previamente había recogido del campo, dado su buen conocimiento en la materia.

Eran muchas las tardes, en que solía compartir el tiempo jugando algunas partidas de dominó con el vecino que se terciara. Con esos cafés, bien cargados sobre la mesa, y esas fichas de dominó que “percutían” con sus gratos sonidos, sustentando la amistad y la camaradería, relación que potenciaban su ánimo en esta época de descanso laboral. Eladio tenía una cualidad, que la mayoría de la vecindad desconocía: era su admirable arte para entonar y cantar canciones populares. Esa práctica la había continuamente mejorado, porque a Jimena le encantaba que su marido le cantara esas estrofas que habían hecho populares artistas famosos: desde Antonio Molina, Rafael Farina, Marifé de Triana o Lola Flores, hasta julio Iglesias y el propio Raphael. Sólo los vecinos de puerta o de planta escuchaban los canticos de Eladio “el barrendero” y hacían algún comentario jocoso sin más.

Un día de lluvia otoñal, con todo el suelo lleno de hojarasca, Eladio tuvo un resbalón, que dio con su cuerpo en el suelo. Diversas contusiones menores y un tobillo “aparatosamente” vendado, con el consejo del médico de que permaneciera en su domicilio unos días, hasta que fuera recuperando la fuerza en la articulación del tobillo, tras la bajada de la inflamación. Los nervios del barrendero se desataron en su estado de ánimo, pues eso de no salir un ratito a la calle, para intercambiar alguno chascarrillo con la vecindad no iba con él. Sin embargo, pronto pudo comprobar el aprecio popular hacia su persona. El propio concejal del distrito, el cura párroco don Daniel, Emilio el tendero/carnicero y otros muchos vecinos fueron a verle a su casa. Algunos le llevaban algún detalle, como tortas de aceite, bizcochos, chocolates, muestra de que conocían su goloso carácter. Pero lo que más agradecía era la presencia de sus amigos de siempre con las partidas de dominó, en el bar de Lisardo, que acudían con frecuencia a su casa, con la cajita de las fichas, para iniciar esas divertidas “competiciones” con el seis doble o los cuatro patitos.

Esta historia “toma cuerpo” cuando el bueno de Eladio se quedó “solo”. Jimena, dos años mayor que él, emprendió un “infinito” viaje en una noche, “la más larga de todas” al reino de las estrellas y los astros de cielo. Su máquina cardiaca se averió sin posible reparación. Cosas del corazón, a pesar de que ella y su marido lo tenían bien grandes, para el cariño y la amistad hacia todos los demás. Esa soledad sobrevenida resultaba, con patente tristeza, muy difícil de sobrellevar, a pesar del generoso calor humano que de inmediato Eladio recibió de la vecindad. Su hija Diana insistía en que se fuera con ella y su familia a Tenerife. Pero Eladio se sentía muy encariñado en “bahía malacitana”. En modo alguno quería abandonar su casa de siempre, su barrio y la amistad de sus gentes. Muchos de los vecinos le recomendaban, viendo la fuerza de su naturaleza y carácter, que no renunciara a rehacer su vida. Sólo tenía 61 años, una edad muy favorable para seguir caminando por la vida, pero con una “dulce” compañera, a fin de disfrutar de los minutos y los días.

Unos y otros le fueron presentando algunas señoras de su generación, pero el antiguo operario de la limpieza aprovechaba el mejor momento para “escabullirse” de esas buenas intenciones, con las que él no “comulgaba”. A su buen amigo Remigio, también jubilado (había trabajado toda su vida como cobrador de El Ocaso) le confesaba, con la intimidad propia del caso: “Y qué hago con este “bacalao” arrugado, lleno de pinturas, perfumes y abalorios, que me han querido “encasquetar” esta tarde. Remi, no sabía cómo escaparme de esa encerrona. Y se llamaba Clotilde. Menudo regalito, menos mal que al fin pude escapar. Aunque con honda tristeza, yo me siento feliz recordando a mi Jimena. Ella sí que era guapa. Toda una señora. Desde luego no sabía que en nuestro barrio abundaban tantos alcahuetes y alcahuetas, para “enchiquerarme” en estos años postreros de mi existencia”.

Una nublada mañana de octubre, los vecinos de la plazoleta del Ancla escucharon como, a eso de las 8 en punto, tan temprano, alguien cantaba desde el balcón de su vivienda. No le dieron importancia al hecho, pues tras finalizar la canción de Julio Iglesias, ya no vino una segunda. Pero hubo algunos que se asomaron a sus ventanas y terracitas, pudiendo identificar sin dificultad al autor de los canticos matinales. “¡Pero si es el Eladio! ¡Te lo aseguro, era el Eladio, que cantaba a viva voz desde su terraza! Este pobre hombre está perdiendo la cabeza” “Es que se sentirá muy solo y yo sé que desde siempre le ha gustado cantar. En realidad, no lo hace nada mal. Tiene arte el antiguo barrendero”. Y así una retahíla de comentarios, en los que se mezclaban las bromas con la fraternal comprensión afectiva hacia las dificultades anímicas de una persona que ha de afrontar la acre soledad vivencial.

Lo extraordinario de caso es que al día siguiente y a esa misma hora del amanecer, Eladio ya estaba entonando otra canción, ya fuera de Raphael, Camilo VI o Marifé. Unos y otros convecinos movían la cabeza, con la esperanza cierta de que tras esa pieza que el vecino cantaba, guardaría silencio u no seguiría haciendo más el ridículo. Y así cada día, cuando el cielo abandonaba su manto oscuro por otro terno cada vez más celeste, que anunciaba la hora oportuna para comenzar a construir las aventuras de una nueva jornada. 

Cierto es que hubo algún vecino, más impetuoso y desabrido, que se asomó a la ventana y a vivo grito: ¡Artista, a ver si te callas de una puñetera vez y me dejas dormir, que me acabo de acostar y no me dejas coger el suelo, tras pasarme toda la noche trabajando (era Rodolfo, el enfadado vigilante de seguridad que trabajaba haciendo los horarios nocturnos que a sus compañeros no les apetecían)!

Entre el asombro, las risas, la piedad, los comentarios jocosos, las indirectas posteriores, los ¡ole, Ole!, todo ese batiburrillo de respuestas iba generando y provocando, al paso de los días, que la gente se fuera acostumbrando al “ruiseñor” del barrio, que entonaba su melódica canción, siempre a esa hora mágica de las 8 en el amanecer.

Geminiano, el “ventero” del “quitapenas” LA BOTA, un día en que Eladio pasaba por la puerta del establecimiento, tuvo el “acierto” de preguntarle acerca del motivo por el que cantaba desde el balcón de su casa, como si fuera un trovador en el amanecer. Con un vasito de moscatel en su mano, le explicó con toda claridad (y algo emocionado) el origen de este extraño comportamiento que a diario protagonizaba.

Amigo Gemi, te aseguro que es muy dura la soledad que estoy sufriendo sin mi querida y añorada Jimena. ¡La echo tanto de menos! Ahora sólo la puedo tener en mis recuerdos. La explicación de las canciones es bien sencilla. A mi mujer le gustaba que yo le cantara algo cada día. Por este motivo, cuando me levanto cada mañana de la cama, siempre como un reloj, abro el balcón de mi terraza y mirando al cielo, en donde ella estará, no lo dudo, le dedico alguna de las canciones que a ella le gustaba escuchar. Le canto para que la goce escuchándola, dondequiera que ella esté. Por supuesto que procuro no elevar en demasía el volumen de voz, a fin de no molestar a los vecinos, pero si no potencio la voz puede que ella no me pueda escuchar.  

¿Y por qué lo hago a las 8, en punto, cuando apenas está amaneciendo? Esa era más o menos la hora en la que yo cantaba en la ducha, y ella disfrutaba escuchándome. Cuando lleguen a sus oídos estas canciones matinales, se podrá contenta, pues comprobará que me estoy acordando de ella, un día tras otro. Echándola mucho de menos, amigo Gemi. No te lo puedes imaginar”. 

Esta explicación, amorosamente convincente, llegó al oído de muchos convecinos, que fueron cambiando sus primeras opiniones acerca de ese cantor de la mañana, que a muchos despertaba de sus profundos sueños. Eladio era como un despertador para la vecindad. ¡Niño, que ya son las ocho y vas a llegar tarde al Cole! Que ya estoy escuchando “al Eladio” cantándole a su Jimena”.   Incluso el cura párroco, el Padre Daniel, se acercó un día bien temprano para escuchar a su peculiar feligrés. Se sintió tan deleitado, que subió a su casa y le propuso que se integrara en el coro parroquial, que dirigía Sor Lucía, una hermana de las Adoratrices de Málaga.

Pero ese día, pleno de misterio e incertidumbre, al paso unos meses, tenía que llegar. Una mañana, los vecinos de la plaza del Ancla, no escucharon a las 8 de la mañana el cariñoso cántico del amigo Eladio. No sólo fue ese día. Tampoco en los siguientes. El responsable y antiguo operario de la limpieza municipal, fiel y amante esposo de Jimena Nevada, había “decidido” cantarle a su amada y a los ángeles directamente, en los oníricos o imaginados espacios celestiales. Precisamente allí, donde ella pudiera estar esperándole. Este barrio malacitano, muy cercano a las serenas y azules aguas mediterráneas, echa hoy de menos la presencia de un querido vecino, que atesoraba calidad humana, sencillez vital, laboriosidad asumida y ese “amor” que a todos nos agradaría ver reencarnado, algún día, en las personas con las que convivimos. También, por supuesto, recuerdan sus populares canciones, entonadas y cantadas con la mirada puesta en ese ignoto espacio angelical, que todos ansiamos para nuestro consuelo. –

 

 

EL RUISEÑOR

DEL AMANECER

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 26 enero 2024

                                                                                Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

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viernes, 19 de enero de 2024

SUCEDIÓ EN UNA EMPRESA DE PAQUETERÍA

Algunas de las decisiones que vamos adoptando, a lo largo de las horas y los días, por nimias o fáciles que parezcan, pueden provocar, para nuestra sorpresa y asombro, consecuencias de incalculable o imprevisible gravedad. Resultados de tan enorme trascendencia que, cuando llegan sus efectos, no cesamos de preguntarnos el por qué hemos optado por un camino y no por otro diferente. En estos casos podemos “arrepentimos” de esa opción elegida e intentamos rectificar o reparar el error. Pero también, en ocasiones, esas rectificaciones no son fáciles ni gratuitas. Su coste puede ser bastante lesivo, por la imprevisión o falta de estudio acerca de los efectos que conllevaría actuar así y no de otra forma. Y es que el ser humano, por su especial naturaleza, de manera constante e insólita nos asombra y hace que nos preguntemos ¿hasta dónde somos capaces de llegar en nuestros actos?

SILVESTRE Varana es un joven malagueño que, desde la etapa vital de la adolescencia, ha destacado de manera muy cualificada en el ámbito de la difícil o fácil (según para quién) práctica informática, su gran “afición”. Al finalizar sus estudios de la ESO, en el malacitano y tradicional IES Ntra. Sra. de la Victoria, declinó continuar los estudios de bachillerato, por lo que trasladó su matrícula a otro centro público, muy cercano a donde había estudiado la etapa de la Secundaria obligatoria, en el barrio de Martiricos, junto al cauce del rio Guadalmedina. El centro al que acudió, IES Rosaleda (antigua escuela de formación profesional Francisco Franco) estaba puntualmente especializado en los estudios de la formación profesional, tanto en sus niveles de grado medio como superior.  

Con 17 años se matriculó en un módulo profesional de grado medio, Informática avanzada, a cuya finalización cursó otro ciclo de grado superior, especializado en programación cibernética. Silves, como era conocido y llamado entre los familiares y amigos, fortalecía de esta forma sus conocimientos prácticos, con esa base teórica o escolarmente reglada, tan necesaria para dominar el entorno on line en nuestras vidas. Sus padres, una familia modesta en sus medios económicos, aun así, le fueron comprando con admirables sacrificios equipos informáticos actualizados, para que su hijo se mantuviera al día con esta ciencia y destreza que tanto le gustaba y le vitalizaba, desde que apenas tenía los diez años. Remigio, su padre, se ganaba la vida trabajando como fontanero, mientras que su madre, Engracia, se ocupaba de las labores de la casa, domicilio que tenían ubicado precisamente muy cercano a los centros de estudio donde su hijo estaba matriculado. Residían en el antiguo barrio del Molinillo.

Con 22 años se puso a buscar trabajo “en lo que saliera”, pues era consciente de que necesitaba “ganar pasta” para sus gastos de ocio y ropa. Así que fue probando y ejerciendo en muy diversas actividades. Comercial de seguros, reponedor en distintos establecimientos comerciales, operador en una multinacional telefónica para la atención al cliente, algo también en la albañilería … Pero eran contratos nada estables, de meses e incluso semanas, sin el menor viso de estabilidad. Y, sobre todo, no estaba trabajando en lo que verdaderamente le gustaba y para lo que se había formado: el ámbito del mundo informático, en la destreza operativa y la compleja programación. Buscaba esa empresa, grande o pequeña, que necesitara un buen técnico informático, en su desarrollo y mantenimiento logístico.

Quiso la suerte, el azar o tal vez la oportunidad que, en una página web de empleo, viera una oferta de empleo, cuyas características colmaban plenamente sus aspiraciones laborales. Se trataba de una filial provincial de paquetería urgente (parece que tenía vínculos internacionales) para cubrir un puesto de controlador y programador informático que, en el caso de Málaga, llevaría el funcionamiento de las seis sedes provinciales: Málaga capital, Vélez, Marbella, Fuengirola. Antequera y Ronda. A ese apetecible puesto laboral se presentaron hasta nueve solicitudes que, de manera paulatina, fueron “decreciendo, tras el estudio de los méritos aportados y el recorrido experiencial. También tuvo que someterse a unas pruebas prácticas, en las que Silves superó a todos los presentados, tal era su habilidad y destreza en la navegación por el ciberespacio. Al final quedaron dos candidatos, pero la empresa valoró la capacidad práctica y los fundamentos teóricos del más joven, Silvestre Varana.

La obtención de este puesto, con 26 años, hizo dar “saltos de alegría” al esforzado candidato, que veía recompensado al fin todo su esfuerzo, dedicación y actualización, en sus ilusiones para trabajar en aquello para lo que, sin duda alguna, era un superdotado. La empresa, SENDIG FAST tenía mucho que mejorar en su estructura organizativa y expansión logística. A ese fin se entregó Silves, en cuerpo y alma, durante el día y las noches. Fueron muchas las horas nocturnas que decidió pasar en las dependencias centrales de la empresa, trabajando y programando, como un gran joven director de logística, acompañándole en esas horas de las estrellas un modesto bocadillo y varias latas de Coca Cola, bebida a la que era muy aficionado. Horas y horas, dedicadas para que, al día siguiente, los problemas de errores y de necesaria eficacia en los envíos quedaran completamente subsanados y asegurados.

El sueldo que recibía no era especialmente elevado, para la responsabilidad que asumía en mantener a flote y al mejor nivel la organización informática en la estructura de reparto y la difusión provincial. Sin embargo, Silver se encontraba muy feliz de trabajar en lo que verdaderamente le agradaba y destacaba, en un contexto de elevada responsabilidad. Ese proceso de clasificar bien un producto y de que llegara a su destino en el menor tiempo posible, exigía una intensa dinámica organizativa, para la cual los medios digitales eran de una eficaz e insustituible ayuda. Los padres de Silves también se sentían felices de que su hijo estuviera obteniendo un buen rendimiento a todo el esfuerzo y sacrificios que la familia había realizado en orden a la mejor formación del único hijo que tenían.

Pero después de que todo pareciera funcionar bien y de que la dedicación de Silves facilitara el “saneamiento” y la rapidez operativa necesaria a fin de mantener el liderazgo de Sending Now en el mercado del reparto, los avatares o caprichos del destino fueron resquebrajando y rompiendo una situación muy “saneada” que a todos beneficiaba. Pero ¿qué ocurrió?

Todo obedecía a que un hijo del director de la empresa en Málaga, AMALIO (así se llamaba el joven) había finalizado la carrera o grado de Telecomunicaciones, por lo que su padre quería buscarle un buen puesto en el organigrama de la empresa que dirigía. Así que un 20 de diciembre, 2023, Silver Varana fue convocado por el director de la empresa, FLORENTINO Cerralla, para comunicarle una muy dura e “injusta” noticia:

“Te he convocado, Silvestre, para plantearte una incómoda realidad. Te hemos ido renovando tu contrato por semestres completos. Así llevas dos años con nosotros, pero desde la dirección central consideran que el importante puesto que ocupas lo va a desempeñar otra persona. Te aseguro que no tenemos nada contra la labor que has desarrollado. Muy responsable y eficaz. Se trata, entonces, de reorganizaciones técnicas, que “vienen de arriba”., Por tanto, desde este 1 de enero, tu contrato no va a ser renovado. No dudes que seguiremos contando contigo en el futuro, para nuevos proyectos. De todas formas, si te ves muy apurado en lo económico, con arreglo a tus méritos contraídos podría hacerte un hueco en el staff de reparto. Sé que tienes carnet de conducir, incluso para ponerte al volante de una furgoneta”.

Fue un duro mazazo para la nobleza y dignidad de Silves. Pero ¿qué había pasado realmente, para que después de todos los esfuerzos y sacrificios aportados, se le pagara con tan falsa y desleal moneda? El frustrado jefe informático no tuvo la menor dificultad para averiguar el verdadero origen de la decisión adoptada por el director general Florentino Cerralla. La causa no era otra que tenía que “colocar” a su propio hijo, quien, a pesar de su titulación, como graduado en Telecomunicaciones, carecía en absoluto de la experiencia necesaria para la dificultad del puesto que se le entregaba por ser el “hijo de papá”. Todo era una jugada “muy fea” y henchida de injusticia, en la opinión del “defenestrado” miembro de la empresa de mensajería. El plena Navidad, Silves no estaba dispuesto a aceptar, sin más, semejante humillación de pasar a simple repartidor de paquetería, después de haberse dejado la salud para elevar la logística informática, en el campo de la mensajería malacitana. Declinó con elegancia la oferta degradada en el puesto y la retribución mensual. Pero durante esa misma noche y las siguientes que pasó en la empresa estuvo sopesando el mejor modo de despedirse de un jefe totalmente desleal y sumido en los egoístas condicionamientos familiares.

El martes 2 de enero La empresa Sending Fast reanudó su actividad, ya sin la presencia de Silvestre Varana en el departamento de control informático. A lo largo de la mañana y, de manera especial durante la tarde, fueron llegando a la centralita telefónica numerosas y “enfadadas” llamadas, a través de las cuales diferentes clientes mostraban su sorpresa, enfado y disconformidad con el contenido del paquete que habían recibido. Algunos incluso amenazaban con denunciar a la empresa de reparto, si no les era cambiado de inmediato el paquete que les habían entregado por el artículo que ellos habían encargado. Y es que los ejemplos de estos graves errores en las entregas fueron tan numerosos e incluso tan insólitos, que la empresa se vio desbordaba en su funcionamiento, ese “trágico” e incomprensible martes de enero. Los repartidores argumentaban, con razón, que ellos entregaban aquello que se les había entregado desde el almacén de reparto. Las etiquetas que llevaban puestas los distintos paquetes, emitida desde el departamento informático, no ofrecía dudas en cuando al destino del envío.  ¿Había “enloquecido” la base de datos de la empresa de paquetería urgente? Algunas de las entregas resultaban verdaderamente insólitas, en relación con el contenido de aquello que recibían los destinatarios. Veamos algunas de estas “singulares” entregas.

Un convento de monjas carmelitas, que habían encargado una colección de CDs de música gregoriana, interpretada o cantada por los monjes benedictinos de Silos, recibió en su lugar un par conjuntos de “atrevida” ropa interior, de intenso color rojo, con encajes blancos, paquete que contenía también unos complementos de juegos eróticos para la noche.

La clínica odontológica CREMES, que esperaban recibir diverso material farmacéutico, comprobaron que en su lugar el voluminoso envío contenía una caja de 20 tabletas de turrón de Alicante, de la prestigiosa marca la Jijoneica.

La gran Mezquita musulmana de Málaga, que habían comprado una colección de ejemplares de El Corán, recibió, para su sorpresa, una gran caja de cartón, que contenía tres grasientos jamones ibéricos, de sabrosa pata negra. 

La canastilla de bebé que había encargado la Sra. Elvira, Marquesa de Dorronsoro, para una nieta embarazada, a punto de dar a luz, se había “convertido” de manera inexplicable en tres gruesos volúmenes, con las obras completas de los políticos marxistas soviéticos Trotsky, Lenin y Stalin.

En el centro “contracultural” de la Casa Invisible, el envío recibido contenía, para sorpresa de sus receptores, de una colección de CDs con grabaciones de los mojes silenses, y sus cantos gregorianos. La colección de juegos eróticos que habían encargado, para regalar a Irina, la jefa grupal durante esa anualidad tendría que esperar, previa reclamación a la empresa mensajera.

La cara de sorpresa del equipo dirigente que regía la clínica dietética Claro de Luna fue para “enmarcarla” en un ilustrativo mural. Cuando abrieron el paquete, se encontraron con una gran caja de tortas mantecadas, con torreznos de cerdo, elaboradas por una prestigiosa marca antequerana.

Causó insólita sensación, en un establecimiento de Pompas fúnebres, denominado La Esperanza, la llegada de una canastilla con ropa de dos colores, azul celeste y rosa, para recién nacidos, cuando esperaban unos crucifijos plateados, para encastrarlos en el frontal de las cajas que facilitaban a los usuarios del servicio, para ese incierto y postrero viaje a la inmensidad.

A Doña Úrsula Clavijo, una señora nonagenaria, sus hijos, nietos y biznietos le habían enviado, con motivo de su santo, un acogedora y valiosa chaqueta de pieles. Pero la buena señora se encontró, al abrir con toda ilusión el bien empaquetado envío, con un traje precioso traje blanco de seda, para una niña que fuera a realizar su primera comunión.   

En la concesionaria oficial de los automóviles Peugeot, que esperaban un envío urgente de 10 filtros de aire y otros tantos de aceite, para el departamento de talleres, recibieron en su lugar dos pares de patines de competición para ejercitar sobre el hielo.  Y así, un largo, divertido y controvertido etc.

Florentino Cerralla difícilmente daba crédito a lo que estaba pasando, con tal “desaguisado” en el reparto de mensajería. Eran gravísimos los errores integrales derivados desde el servicio central informático. Se sentía desesperado y superado por los acontecimientos. No pudo por menos que acordarse del empleado recientemente despedido Silvestre Varana. No se vio con la fuerza moral necesaria para denunciarlo (era más que evidente que la acción del anterior jefe informático estaba detrás de todo este gravísimo desbarajuste). Además, todo este proceso de cambios, en las direcciones de entrega había sido realizado y programado con la habilidad y pericia técnica necesaria para que todo pareciese como si el sistema operativo se “hubiese caído” y alterado de esa forma tan insólitamente absurda. Había que recuperar, con la mayor urgencia posible el sistema, para que la filial malacitana del grupo nacional de mensajería recupera la salud de gestión que había perdido de forma tan cómica y ridícula.

Pero el nuevo director del servicio informático, Amalio Cerralla, hijo de Florentino, por más esfuerzo que aplicó al intento, no pudo recomponer el error multi general que estaba, desde luego, diestra y magistralmente programado. Después de cinco días, sin poder solucionar de manera satisfactoria el grave conflicto empresarial, ya que no se encontraba la “pócima” necesaria para controlar y eliminar el “virus” distorsionador, movió al director general, tras mucho pensárselo y sufriendo los graves retrasos en los servicios de entrega, que ya sumaban varios días, con las reclamaciones y denuncias correspondientes y con los apremios de la central en Barcelona, a dar un fuerte golpe de timón a la anómala situación. Se tomó un relajante cardiaco y delante de su propio hijo, también descontrolado en sus nervios, marcó un número de teléfono

El propietario de ese número era Silvestre Varana, quien recibió esa criptica llamada del jefe de Sending  Fast en Málaga, rogándole que, por favor, pasara de inmediato por la empresa y arreglara o recompusiera el grave desaguisado. No hubo reproche alguno entre el jefe y el anterior operario. Tácitamente olvidaban el pasado, siempre con la premisa de que Silvestre recuperaba su anterior puesto, en el organigrama empresarial.

Ese fin de semana, trabajando una media de 16 horas diarias, Silves pudo recomponer finalmente el sistema. El lunes todo estaba arreglado. En la actualidad ocupa puesto fijo en la jefatura informática de la empresa. Tiene bajo su mando a Amalio Cerralla. Curiosamente, la amistad entre los dos jóvenes es franca, leal y colaboradora. A paso de los meses, ni Florentino ni Silvestre han hecho alusión alguna al “desastre informático” provocado por un comportamiento verdaderamente desafortunado en la jefatura empresarial. Las decisiones y reacciones humanas fueron, para asombro de los implicados en esta curiosa historia, verdaderamente inesperadas y sorprendentes. –

 

SUCEDIÓ EN

UNA EMPRESA DE PAQUETERÍA

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 19 enero 2024

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viernes, 12 de enero de 2024

EL VETERANO DEPENDIENTE DE LAS TELAS AL CORTE.

No todas las personas se encuentran realmente preparadas para afrontar, con racional y sentimental éxito, esa crucial y postrera etapa en nuestras vidas, como es la jubilación. Desde luego no es fácil efectuar ese trascendental paso desde la vida laboral, en la que el organigrama vital está condicionado o determinado por el trabajo diario que profesionalmente realizamos, a esa otra etapa “jubilosa”, en la que nos vemos obligados a ser protagonistas y autores del diseño personal que imprimimos a la evolución de cada uno de los días. Ese paso o cambio supone para muchos un verdadero esfuerzo, inasumible, “titánico” o al menos muy complicado, de tal forma que algunos difícilmente pueden soportarlo, teniendo que recurrir a la ayuda médica y farmacológica, a fin de mantener un mínimo de acción vital, que haga posible soportar ese nuevo recorrido caracterizado por ser muy diferente al desarrollado durante décadas.

Sería aconsejable y muy conveniente para la salud social que, desde el organigrama empresarial, o desde la propia administración política, se adecuaran o arbitraran los medios necesarios para preparar, instruir y acomodar a los futuros ciudadanos jubilados. Esta “inmersión” para la “nueva vida” habría de programarse durante el último año profesional de los trabajadores, para ese gran cambio que supone levantarse cada mañana, sin la obligación perentoria de acudir a la empresa o puesto de trabajo, con las obligaciones horarias normatizadas según cada tipo de actividad. En este contexto se inserta nuestra interesante historia, por lo “humana”, de esta semana.

Ciudad de Málaga, en la década de los años 60 de la anterior centuria. Una bella y alegre ciudad mediterránea, generosamente soleada, que se iba abriendo al turismo, nacional e internacional y en la que todavía partían trenes, autobuses y barcos, camino de la emigración, buscando esas posibilidades laborales que aquí, desde luego, no abundaban. HERMINIO Fonseca Balañá había estado desarrollando toda su vida laboral, trabajando como dependiente en una tienda de tejidos, establecimiento denominado, con la coherencia de su función, TELAS AL CORTE MATÍAS, ubicado en la muy transitada y comercial calle Compañía, en pleno centro histórico. Era persona de una notable humanidad corporal, con alopecia media desde su juventud y que usaba lentes, aunque no siempre se las ponía delante de sus grandes e incisivos ojos.

Este afable y servicial dependiente era bien conocido por la numerosas y diaria clientela, en su mayoría femenina, que destacaba en este empleado su proverbial simpatía y camaradería, además de ese poder de convicción sobre las señoras que deseaban comprar un corte de tela, para llevarlo a la modista, con el fin de hacerse un abrigo, falda, camisa o todo un traje para salir. Tal era esa humana y fluida relación, que Herminio conocía a la mayoría de las clientas que acudían a la tienda, dirigiéndose a ellas por su propio nombre de “pila bautismal”. En esas amables y divertidas conversaciones, se mezclaba todo tipo de temas, generalmente costumbristas, como las comidas, los toros, la familia, el tiempo atmosférico, el coste de la vida, las modas, la calidad de los tejidos, los remedios caseros, las celebraciones sociales (nacimientos, cumpleaños, bodas, e incluso sepelios).

La hiperactividad de Herminio, siempre enfundado en su larga bata de franela beige, con dos grandes bolsillos, en los que guardaba las tijeras y el jaboncillo para marcar, era manifiesta y admirable. Siempre tenía a mano el metro de madera, que le permitía medir (añadiendo unos centímetros de más, por cortesía de la casa) las peticiones de las mujeres, generalmente muy parlanchinas también. Cuando no tenía a nadie para atender, se ocupaba de enrollar las piezas de tejidos, colocándolos en el estante adecuado, Incluso era frecuente verle con la escoba y el recogedor, barriendo la tienda, pues opinaba que el suelo y las mesas de venta tenían que estar bien limpias, por aquello del decoro.

Este veterano dependiente no se había casado. Durante muchos años convivió con su madre, doña AMPARO, viuda de guerra, que cuidaba a su “niño” con el esmero de una madre cuyo único y gran tesoro en la vida era ese buen hijo que traía cada mes el sueldo a casa, para vivir y subsistir de forma modesta, aunque honrada. La privacidad vital de Herminio era sosegada y bastante “gris”, especialmente durante los fines de semana cuando no tenía que estar en la tienda. Durante el día y medio de descanso, perdía ese incentivo normativo de la venta diaria de telas, tarea en la que se sentía útil, valorado y con ese algo por hacer, tan necesario para la vida. La distracción casera, tanto para él. como para su madre, era la radio, con su cálida y amistosa compañía. Sus gastos eran más bien austeros. Adquiría, de vez en cuando, el diario deportivo Marca. También tomaba algún cafetito, en el breve descanso de la media tarde, en la cafetería LUNA, a “dos pasos” de la tienda. La lectura le cansaba y aburría, pues desde joven había tenido algunos problemas de visión.

Realmente lo que más le motivaba era dar esos largos paseos hasta el morro de levante o hacia la zona industrial de la Térmica, en la zona playera de la Misericordia. En esas agradables y sosegadas caminatas contaba con la cálida compañía de un “amigo de siempre”, ESTEBAN Cimarro, dos años más joven que él, quien trabajaba como carpintero en los talleres de la Renfe, ubicados en el camino de los Prados. Éste fiel compañero, su único amigo, estaba divorciado o tal vez separado, desde que su mujer lo dejó por un “mejor partido” que encontró e intimó en una peña recreativa. La amistad con el obrero ferroviario fue más intensa, desde el momento en que doña Amparo, en un infausto día, partió hacia ese todo infinito, sin dirección específica y sin billete de vuelta. El apoyo fraternal y afectivo de su buen amigo le ayudó, en mucho, para sobrellevar tan sensible e insustituible pérdida.

Y llegó el día, común para todos los mortales, de la JUBILACIÓN. Herminio Fonseca sumaba esos 65 años, de los que más de cuarenta los había dedicado a la actividad comercial del sector textil, en el establecimiento de Telas al Corte. Fue una tarde de viernes en enero, un tanto “dramática” para este buen hombre, quien a las 20:30 finalizaba su vida laboral. Don Matías, se personó en su tienda, con una botella de vino dulce moscatel de Málaga, a fin de compartir unas copas con el ejemplar dependiente que tan responsablemente había servido, tanto a él como a su padre, de igual nombre. A ese brindis de despedida se unió, lógicamente, Damián, el otro dependiente del negocio, unos quince años más joven que Herminio. El emocionado trabajador, con los ojos “vidriosos”, al final acabó hecho un “mar de lágrimas, llorando compungidamente como un niño pequeño. El emocionado dependiente había pasado ese mediodía, por la Confitería Aparicio, sita en calle Comedias, muy cercano a su domicilio, en calle Andrés Pérez, a fin de comprar un paquetito de dulces, como detalle por su parte para la despedida. Después de los brindis, un largo abrazo tembloroso y el adiós. Por supuesto respeto a la persona, pero nada de discursos o gratificación económica. Don Matías ya tenía en cartera la contratación a prueba de un sobrino, escasamente brillante en los estudios, para sustituir al proverbial Herminio. La vida seguía y el negocio era “lo verdaderamente importante” para el empresario. Para colmo cuando el nuevo jubilado salió a la calle, había comenzado a chispear. No importaban esas cuatro gotas. El profundo cambio, en su humilde existencia, había comenzado.

Cuando pasó el fin de semana y amaneció un nuevo lunes, este trabajador jubilado ya no tenía horario imperativo para madrugar. Sin embargo, su reloj mental le despertó como en todas las mañanas, a las 7 en punto (y sin poner el despertador). Ahora sería él y sólo él quien tendría que planificar su jornada. ¿Qué hacer? ¿Qué no hacer?

Su amigo Esteban aún permanecía en activo. Por este motivo, esos gratos amistosos paseos que Herminio daba con el carpintero de la Renfe sólo podría darlos los fines de semana, siempre que el estado del tiempo fuera bueno. Para el resto de las horas y los días., tenía que aprender a organizar y administrar bien las extensas horas sin obligaciones. ¡Como iba a echar de menos el alegre “jolgorio clientelar” de las señoras preguntando, pidiendo, protestando, comentando y por supuesto criticando!

Tomó de inmediato la muy acertada decisión de pasear en soledad “acompañada” por esa ciudad que le había visto nacer y que por “benditas” razones laborales no había podido “patear” con más frecuencia. Ahora sí que podía. Por tanto, comenzó a recorrer calles, plazas, jardines, barrios, rincones con encanto y misterio, monumentos, algún museo, el parque, el muelle, la estación de ferrocarriles… etc. Para el alimento diario, ya tenía la destreza de abastecerse en la tienda de ese buen tendero, Manolo, cercana a su domicilio, que tenía para vender casi todo lo que él necesitaba. Pero algunos días de la semana hacía el almuerzo en el bar Quintana, en la esquina de la plaza de los Mártires y Andrés Pérez, también a dos pasos de su piso de alquiler, un 3º B, sin ascensor. Acudía a este concurrido bar, para consumir ese plato caliente, necesario para el cuerpo, ya fuese un guiso de patatas con carne, un cocido, un “en blanco” de pescado o ese potaje de legumbres que tanto reconforta.

Pero, tras unas semanas de jubilación, esos paseos solitarios se iban haciendo cada vez más cansinos, un tato reiterativos y aburridos. Probó en acudir a los templos, aunque no era precisamente un católico practicante. Sin embargo, la paz que encontraba en las iglesias le hacía bien, aunque encontrarlas frías y vacías, sólo con algunas “beatas” en oración, tampoco es que fuera una experiencia muy placentera. Cierto día, cansado ya de tan monótona rutina, tuvo una lúcida decisión. Se fue directamente a la sacristía de la iglesia de los Santos Mártires, Ciriaco y Paula, en donde había sido bautizado y confirmado, recibiendo también la primera comunión, pidiendo hablar con don Rafael, el cura párroco. El veterano sacerdote lo atendió con afecto y natural cordialidad. Escuchó pacientemente el planteamiento de este casi desconocido feligrés.

“No te preocupes, amigo Herminio, que para casi todo hay soluciones posibles. Esa soledad que tanto te abruma y que se ha incrementado cuando has dejado tu vida laboral, ya que vives solo, la vamos a tratar, como hacen los buenos doctores. Tenemos en la parroquia un grupo de “buena gente”, que se reúne en las tardes de los lunes y algunos jueves, para hablar de sus cosas. Hacen oración, pero no tendrías por qué sentirte obligado. Cuando terminan las reuniones, salen a dar alguna vuelta, incluso toman alguna cosa e incluso van a cenar aquéllos que así lo desean, siempre en fraternal hermandad. También hacen sus excursiones, de vez en cuando. En ese activo y generoso grupo (desarrollan actividades benéficas, en favor de los más necesitados) hay muchas personas como tú, a los que el destino os ha conducido a vivir en soledad. Vente este próximo jueves y yo mismo te los presento. Son como unos veintitantos… así que tienes en donde elegir aquellos que más te agrade su compañía. En realidad, la amistad es general entre todos ellos. Personas cariñosas, activas y generosas. Y, desde luego, aquí siempre me tienes.”

El trato que recibió del Padre Rafael fue desde luego estimulante para el ánimo de este antiguo dependiente de telas. El cura párroco, a pesar de esa fama que tenía de persona enérgica y algo “severa”, supo estar a la altura de este feligrés condicionado por una acre soledad. Y, efectivamente, ese jueves, Herminio hizo su entrada en la reunión del grupo “Ruega por nosotros”. Ese día acudieron al salón parroquial hasta 26 amigos, entre los que predominaban las mujeres sobre los hombres. El nuevo amigo fue acogido con toda cordialidad. El ambiente del grupo reflejaba un conjunto de gente sencilla, alegre y generosa. Lógicamente unos y otros le preguntaban acerca de su vida profesional que, con mucho detalle, Herminio fue comentando. Explicó algunas de las vivencias y anécdotas de las que fue protagonista, tras el mostrador de los rollos de telas para vender al corte. Los nuevos amigos le iban diciendo sus nombres, que él difícilmente podía retener, en una tarde repleta de emociones y nervios.  

Herminio captó de inmediato que dentro del grupo había una señora mayor (se le presentó como ASUNTA Parral) que parecía estar especialmente interesada por entablar conversación “particular” con él.  A esta espontánea y nueva amiga no le importó comentarle su edad: 60, aunque probablemente se había “quitado” algunos años de su partida de nacimiento. Gozaba de una notable estatura, por oposición a Herminio, que era más bien bajo. Su abundante cabello era negro (probablemente teñido), ojos marrones, cuya fijeza “se clavaban” en el interlocutor con el que dialogaba. En cuanto al carácter y expresiones, parecía un tanto impulsiva “por naturaleza”. Las curvas de su cuerpo mostraban esos kilos de más que difícilmente logran eliminarse, a no ser que se apliquen rígidos y disciplinarios sacrificios. Le expresó que había estado trabajando en algunas “casas bien”, como señorita de compañía. Permanecía soltera, aunque algunos de los presentes conocían determinadas aventuras amorosas que la buena señora había tenido a lo largo de su vida y que ella misma no se recataba en comentar con todo lujo de detalles. Algo que desde un principio impresionó al abrumado Herminio era el intenso olor a elegante y embriagador perfume, que emanaba de esta mujer que parecía estar muy interesada por la persona del nuevo miembro del grupo parroquial. Como la mujer no paraba de hablar, pudo también conocer que además de ese oficio de compañía, que había desempeñado durante largos años, también había trabajado como dependienta en una mercería de calle santa Lucía, curiosamente muy cercana al domicilio de Herminio. “Me ha quedado una pensión muy modesta, ya que me tuve que jubilar antes de tiempo por algunos problemas de arritmia”.

Realmente el nivel de gasto que la señora desarrollaba (ropa, perfumes, joyas) era demasiado elevado para afrontarlo con sus modestos ingresos. A causa de ello aplicaba, con manifiesta habilidad, el mecanismo de “pegarse” al primer incauto que se le cruzaba, para irle extrayendo ese capital (en dinero o en especie) que necesitaba para sus ambiciosos y aparentes gastos. Así que, a lo largo de las semanas, Herminio fue cayendo, con la mayor “inocencia” y necesidad personal, en las redes aviesas de Asunta.

Aplicando lisonjas, sonrisas, bromas, chascarrillos, estudiadas teatralizaciones, la hábil señora fue consiguiendo su objetivo: los dos amigos parroquiales iban conformando un peculiar noviazgo, en la tercera edad, experiencia totalmente nueva para Herminio, que padecía un “desconocimiento” que le iba a “costar” bastante caro. Pero solo como estaba, sin ese horario diario de la tienda que lo había mantenido durante décadas, afrontando una vejez en donde los problemas se agudizan y magnifican, esta nueva situación en su vida era como un rayo de luz en el frío océano de las tinieblas. En Asunta encontraba ese ángel guardián que tanto necesitaba, para esa postrera etapa de su vida. Por supuesto, no de manera gratuita, sino con esa “obligación” de respuesta explícita en los regalos, en ocasiones de elevado coste, a fin de mantener contenta a esa “divinal” compañera, con la que salía cada tarde, ya fuera al cine, a la cafetería, al centro comercial, a las tiendas de joyas, a los establecimientos de buena ropa y a los restaurantes. Siempre era ¡cómo no! el antiguo dependiente quien echaba mano a su cartera, para mantener contenta a la muy astuta y zalamera amiga.

La distracción y armoniosa compañía de su “novia” alegraban al incauto jubilado que incluso dejó de salir con su buen amigo Esteban, enfadado cuando éste le advirtió de las especiales u hábiles artes de esa compañera que se había echado, sin sopesar bien las consecuencias del embrollo en que se estaba metiendo. Paulatinamente el nivel de su cartera y de la cartilla de ahorros iba alarmantemente decreciendo. La práctica del sexo era nueva para un sesentón como él. A estas alturas se sentía feliz de usar esta potencialidad corporal y mental. Incluso la señora Asunta llegó a insinuarle la posibilidad de ¡un embarazo! Para ser madre primeriza a los 62 años. El pusilánime Herminio la escuchaba como quien recibe la divina palabra de Dios. Sin duda era su “madre” sentimental, toda vez que la madre genética se le había marchado al reino celestial. El padre Rafael, persona madura, pero gozando de clarividente inteligencia, también detectó las formas y esas “manipulaciones” en las que estaba atrapado, pero aparentemente “feliz”, el incauto Herminio Fonseca. El sacerdote tenía previsto intervenir, aunque esperaba el momento y la forma más apropiada para hacerlo.

Llegó un crítico día, cuando al hacer un reintegro en la Caja de Ahorros de Ronda, el cajero le indicó que su cuenta estaba en “números rojos”. Miró en el “fondo de su cartera” y en la misma sólo quedaban 30 pesetas. Aquello era la ruina. Se sentía con esa desesperación que provocaba la íntima necesidad afectiva y la realidad del engaño o el descontrol. Observándose delante del espejo, al fin se veía penosamente envejecido, arruinado y manipulado. Profundamente abrumado fue aquella tarde a casa de su amigo Esteban, al que había dejado abandonado durante meses. El carpintero lo recibió con respeto, cariño y paciencia.

“Amigo, debes de cortar de inmediato con esa señora que penosamente te ha estado utilizando. Es una triste historia, que se repite por doquier. Así te sentirás más liberado y más persona. Irás paulatinamente saliendo (yo te puedo ayudar) de esa ruina económica en la que te hayas inmerso. Me ofrezco a acompañarte en el momento que desees hablar claramente con esa persona que, en mi opinión, es evidente, está siendo desleal contigo”.

En realidad, no hizo falta tal intervención. Don Rafael, el cura párroco, tomó cartas en el asunto y mantuvo una larga y contundente (así era su carácter) con Asunta Parral. Esta mujer dejó de ir por Ruega por Nosotros y al tiempo abandonó la vida del pobre Herminio. La ayuda de Esteban, en estas críticas circunstancias, fue puntualmente generosa y eficaz. Pero Herminio Fonseca difícilmente pudo salir adelante de esta ilusionante y cruda experiencia.

Era un día otoñal cuando llegó, para todos los miembros del grupo y para el propio Esteban, una infausta noticia. Los vecinos habían detectado que el vecino Herminio no salía de su domicilio. La Policía Armada junto a la policía Municipal entraron en el domicilio de la calle Andrés Pérez. Herminio, que ya alcanzaba los 67, se había acostado una noche y ya no se despertó. Carecía de familiares directos. Aun así, sus compañeros del grupo parroquial le hicieron un digno y cariñoso funeral en la iglesia de los santos Mártires, Ciriaco y Paula

Cada semana, Esteban acude a “su última morada” para llevar unas flores a su buen amigo de siempre. Cuando llega al santo lugar, entre las flores marchitas siempre encuentra una rosa fresca de color rojo. Preguntando a uno de los cuidadores del lugar, averiguó que esa flor roja la coloca una señora mayor, muy bien arreglada en su vestimenta y que tal vez por sus remordimientos de conciencia se ve impulsada a realizar este bello gesto. -      

 

 

EL VETERANO DEPENDIENTE

DE TELAS AL CORTE

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 12 ENERO 202

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es          Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/ 



 

viernes, 5 de enero de 2024

AQUEL GRAN CINE DE LA MEDIA PANTALLA.

Viajamos, en el mágico y apasionante tren de los recuerdos, a los años 50-60 del siglo precedente. La mayor parte de la infancia, de manera especial en aquellos meses más templados de la anualidad, jugaba y se distraía fundamentalmente en la calle. Juegos inolvidables como “el pilla, pilla”, “policías y ladrones”, “el piso”, “las canicas”, “la pelota o el fútbol”, “el salto de la cuerda”, “el escondite”, “el tú la llevas”, “la patineta o la bici”, “las tablas con ruedas de cojinetes”, “la rueda de la patata” etc. tenían como principal escenario las aceras, las plazas o las calles menos transitadas por los coches y las motos de la época.

En cada domicilio era usual de que hubiera una radio (las familias que podían adquirirla) aparato radiofónico que era escuchado, en determinadas horas del día o la noche, por el papá, la mamá o la abuela, con ese sentimental capítulo de la novela (podía ser Ama Rosa…), el “parte” de las 10 de la noche o el Carrusel deportivo emitido los domingos por la tarde. La televisión tardaría en llegar a la mayoría de los hogares españoles. En Málaga hubo que esperar a 1961 o 1962, para que esos “deslumbrantes” aparatos en blanco y negro se difundieran para la distracción y la información de amplias capas de la población. Sólo en los domicilios más pudientes y en algunos bares y cafeterías se instalaba ese aparatoso, por su volumen, aparato de televisión, que emitía con sólo una cadena. La única que existía en nuestro país, Televisión Española.

En estos años de dura posguerra, con múltiples carencias, la principal distracción por la que mayores y niños suspiraban era el cine. Pero no todos se podían permitir la asistencia a las salas de exhibición cinematográfica, pues para hacerlo había que pagar la correspondiente entrada en la taquilla. Fueran tres, cinco o más pesetas, de la época. Además, había localidades y municipios en los que no se habían establecido cinematógrafos, que pudieran ofrecer las películas de la cartelera nacional y mundial. Sin embargo, había municipios en donde hubiese o no cines, durante el verano, por influencia del calor, se “montaban “terrazas” para proyectar cine, instalaciones que tenían una amplia aceptación popular. El precio de las entradas, con películas de profundo “reestreno”, era siempre más asequible, que el coste de una entrada para un cine con instalación cubierta. En este lúdico contexto, se inserta nuestra historia de esta semana.

La narración “viaja” a una modesta y bella localidad costera de la provincia malagueña, ubicada en la Axarquía, en la zona oriental provincial. Carecía de municipio propio, pues era la barriada marítima de un importante municipio agrario, situado a unos cinco kilómetros de distancia. En Torre del Mar, la economía se sustentaba fundamentalmente, durante aquellos lejanos años, en la práctica agraria (destacaba el cultivo de la caña de azúcar y la uva moscatel) y en la actividad pesquera, con esas barcas o traíñas que salían al mar en las horas nocturnas, provistas de grandes farolas, alimentadas por las correspondientes baterías. Luces que atraían a los bancos de peces, aunque también la ayuda luminosa de las noches claras de luna era importante, para el artesanal oficio de la pesca. Muchas familias de humilde condición aprovechaban, también, el buen clima veraniego de la zona para alquilar parte de sus domicilios a ese turismo, básicamente nacional (el de masas e internacional aún no había llegado a nuestra península. Habría que esperar a esa década mítica para desarrollismo económico, de mediados de los 60) cuyos visitantes dejaban algún dinero. Capital siempre muy necesitado para la reducida economía de estas humildes familias, durante los meses cálidos de julio y agosto.

Esta localidad de nuestra historia carecía de sala de cine durante el invierno. Pero cuando llegaba la ansiada primavera, y de manera especial durante la estación veraniega, se habilitaba, en un gran solar, en otro tiempo dedicado al cultivo de la caña de azúcar, un bien esperado cine de verano. Era el CINE IMPERIAL. El suelo de esta instalación era absolutamente terrizo y sobre el mismo se situaban esas decenas de filas de asientos, sillas un tanto incómodas, pero que posibilitaban disfrutar de esas películas que eran cambiadas a diario. Los lunes no había proyección, para el descanso del personal. El amplio recinto rectangular se cerraba con elevados muros, a fin de evitar que el gran “pantallón” se viera desde la calle. Pero la altura de esos muros no impedía que desde los edificios cercanos se podía divisar parte o casi toda la pantalla, durante la sesión de proyección.  En realidad, no eran bloques que superasen las seis plantas en altura, pues esta localidad marítima no estaba densificada en exceso durante estos años de posguerra y siguientes. Pero aquellos bloques que tenían aterrazada la cubierta o desde las plantas más elevadas podía divisarse parte de esa pantalla, visión que tanto ilusionaba, especialmente a los niños.

Obviamente, según la distancia de los balcones y ventanas a los altavoces del cine, el sonido llegaba con menor o mayor claridad. La concejalía municipal de la zona limitaba o controlaba que el sonido fuera muy elevado a esas horas de la noche, cuando tenía lugar la proyección de la película, ya que precisamente esos vecinos cercanos al cine tenían que descansar para trabajar durante el siguiente día.

Había un bloque ¡de cinco plantas! denominado Los Jazmines, en cuyo piso 5º B residía la familia Alpaca – Cerdán, integrada por LEANDRO, de oficio panadero y ASUNTA, que se ocupaba de las tareas del hogar. El matrimonio tenía dos hijos, MARUCHI, 10 años y SALVI de 8, niños aplicados, traviesos e imaginativos que, durante los meses veraniegos, disfrutaban con esa “maravillosa” posibilidad de ver el cine gratis. Lo hacían desde la terracita de su casa, que daba al oeste. Por supuesto de que tenían que aplicar una serie de habilidades, con las que superar las dificultades que encontraban en este tan apasionante, divertido y cultural empeño.  

Desde esa terracita del 5ºB se divisaba poco más de media pantalla del cine Imperial, aproximadamente un 60 %. Pero ello no era obstáculo para que la poderosa imaginación infantil compensara y reconstruyera esa parte de la imagen proyectada, cuya visión no era posible. En cuanto al sonido, éste llegaba con una difusa y complicada claridad. Sin embargo los dos hermanos se distraían y “entendían “ aquello que no bien escuchaban. Así que cuando no había “castigo” de por medio, por mal comportamiento, Leandro y Asunta permitían que sus hijos “asistieran” a esa única sesión que comenzaba pocos minutos después de las 22 horas, desde la terraza de su domicilio.  Asunta preparaba la cena para toda la familia, pero los niños preferían ese gran trozo de telera de Viena como suculento bocadillo, en cuyo interior iban unas cuantas rodajas de mortadela Mina. Ese menú de noche se acompañaba de un vaso de leche, pues los críos estaban en época de crecer. De postre la fruta de temporada. Ahora en verano, una tajada de melón o sandía fresquita, pues había estado guardada en la nevera que Leandro había adquirido meses antes con los ahorros de su sueldo y con algunas horas extras de trabajo echadas para la labor.

Pero “para toda la sesión” los pequeños ya se habían aprovisionado también de algunas suculentas chuches: ellos las llamaban “las provisiones”: avellanas, pipas de girasol, altramuces y esos chupachups de tan grata y larga duración para el dulzor y el placer.

Para las películas “aptas” no había problemas con la autorización de sus padres. pero cuando la película proyectada era de “mayores”, ya la cosa cambiaba, Las del oeste no ofrecían dificultad para que los niños las disfrutaran, al igual que con las policíacas. Pero en las de “amores”, Leando, el buen panadero y mejor padre, tenía preparada una gran cartulina blanca para usar cuando aparecía alguna escena “escabrosa”, elevándola y poniéndola delante de la cara de sus hijos, quienes reían y aprovechaban el momento para abrir un nuevo paquete de pipas o cacahuetes. Los “cortes” de las películas eran muy divertidos, con los silbidos que se escuchaban realizados por los espectadores de la sala. Se aprovechaba ese momento para ir a la nevera a traer la jarra del agua fresca o para “visitar” a los lavabos a refrescar la necesidad.

En muchas ocasiones, alguna escena o detalle interesante “ocurría” en el trozo de pantalla que no se podía ver, desde la posición que ocupaban los inquilinos del 5º B en el balcón de su casa. Entonces Leandro explicaba a sus peques lo que podría estar ocurriendo en esa parte oculta de la pantalla. Pero sus niños, que eran muy imaginativos, siempre tenían una salida graciosa para completar los trozos de fotogramas que no veían.  Otras veces, era el camión de la recogida de los residuos domiciliarios o el propio ambiente callejero, en esas noches templadas del verano, lo que no facilitaba la buena audición de las palabras que pronunciaban los actores. Pero Salvi y Maruchi decían, con el inocente desenfado por la edad, ”con las imágenes que vemos, ya tenemos bastante para distraernos.” Y así iba transcurriendo aquel tórrido verano, de finales de los 50.

Pero un día, el panadero Leandro (siempre volvía de su trabajo con una o dos teleras de Viena bajo el brazo y algún pastel para los niños) llegó a casa muy sonriente, pues traía una sorpresa que, a buen seguro, iba a hacer felices a sus dos hijos, quienes a pesar de su corta edad eran dos grandes aficionados a ver películas. Asunta, al ver tan satisfecho a su marido, dejó el gazpacho que estaba preparando para el almuerzo y se sentó a escuchar la buena nueva.

“No os podéis imaginar a quién me he encontrado esta mañana en la tienda. Se trata de un antiguo amigo, llamado TEODORO. Fuimos juntos a la escuela, pues es prácticamente de mi misma edad. Ya en su juventud, emigró a Cataluña, para buscarse la vida en una región donde había trabajo. Además, tenía en Sabadell a unos primos, que le dejaron un hueco en su casa. Allí ha estado bastantes años, pero ahora ha vuelto a la localidad donde nació y se crio, porque sus padres ya son muy mayores y quiere estar cerca de ellos. Aunque es un “manitas” que le mete mano a casi todo, le han dado trabajo de portero en el Cine Imperial a donde tiene que acudir por las noches. Durante el día hace distintos trabajos, electricidad, albañilería, fontanería, etc. Como nos unía una gran amistad, al ir a comprar unas barras de viena a la panadería, me ha prometido que me va a traer unas invitaciones, para que podamos entrar en el cine gratis. Bueno, sólo tendremos que pagar el coste de los impuestos por invitación. ¡Al fin podremos ver la pantalla completa y escuchar bien la película!”. (Maruchi y Salvi daban saltitos de alegría, al escuchar esa tan gran noticia que le traía su padre).

Y así, a los pocos días, un sábado noche de mediados de julio, los cuatro miembros de la familia Alpaca-Cerdán pudieron entrar, todos muy contentos, en la gran sala terriza del Imperial, para ver una distraída película del oeste: CENTAUROS DEL DESIERTO, dirigida por el maestro John Ford en 1956 e interpretada por el gran John Wayne. Disfrutaron de lo lindo, pudiendo ver ahora la pantalla completa (que les pareció grandiosa en su “enormidad” y por supuesto con un buen sonido, que hacía posible entender perfectamente los diálogos y el ritmo musical de la trama. Estos regalos de invitaciones se repitieron con frecuencia, porque la amistas entre Leandro y Teodoro era intensa. De hecho, siempre que Teo iba a comprar la telera del día, su amigo le envolvía un par de dulces de regalo para sus padres, gesto que el portero de El Imperial mucho agradecía.

En ocasiones, cuando ponían una película apta, para todos los públicos, los dos pequeños grandes aficionados el “séptimo arte” acudían a la puerta del cine (con su bocadillo de mortadela Mina y las chuches correspondientes) y esperaban una señal de Teo (que miraba hacia otro lado) para pasar a la sala, muy deprisa y sonrientes, en una simpática complicidad.  Una mañana de sábado Teo vino a por Javi y con él subió a la cabina de proyección, en donde el maquinista estaba preparando la película que se iba a proyectar esa noche. El asombro en el rostro de Salvi era manifiesto. Contemplaba con los ojos bien abiertos las dos grandes máquinas de proyección, los enormes rollos de celuloide, que le parecían gigantescos. También observó la forma como el proyeccionista empalmaba, con una asombrosa destreza y rapidez, las tiras de fotogramas partidas. También le hicieron una pequeña demostración, para que viera cómo se producía la luz que proyectaba las imágenes en la enorme pantalla. Ese arco voltaico generado por las dos barras de carbones conectadas a tomas eléctricas pareció a Salvi como una inexplicable magia llena de embrujo.  Aquel día este niño, buen observador, volvió a casa con una gran bolsa de plástico, en cuyo interior llevaba como regalo centenares de fotogramas eliminados en los empalmes de las películas. En esos fotogramas aparecían los grandes héroes de las películas, lo que permitía al niño jugar con la ilusión de poder ver a los grandes actores de la pantalla, a través de la bombilla de la lámpara que tenía colocada en su mesita de noche. 

Y PASARON LOS AÑOS, POR ESTAS VIDAS DE CINE.

Salvador Alpaca es actualmente jefe de cabina, en unos grandes multicines de la capital malacitana, en donde controla diariamente hasta 15 videoproyectores. El tradicional y añorado sistema del celuloide, como soporte para las imágenes de las películas, prácticamente ha desaparecido de las salas de cine. Hoy en día las películas se graban digitalmente, en unos grandes discos duros, que gozan de una gran capacidad. La videoproyección digital es universalmente utilizada para el cine, por la pureza de la imagen, el abaratamiento de costes y el perfecto sonido. De manera curiosa, su hermana Maruchi también trabaja en esta cadena de multicines, encargándose en la taquilla de la venta de las localidades, aunque también echa una mano cuando puede en el ambigú o el bar, vendiendo esas chucherías que ella y su hermano consumían desde el balcón de su casa, mirando con pasión una media pantalla.

El cine, con su magia y misterio, siempre ilusionado y permanente, ha sustentado la vida de estas dos personas, que allá por el final de los años 50 y comienzos de los 60 se preparaban, en las noches de verano, para ver, disfrutar y soñar. Lo hacían mirando las asombrosas historias de vaqueros, policías, magos, hadas y princesas, siendo plenamente felices con esa su infantil vocación. Y todo ello, aunque fuese un cine artesanalmente “imaginativo”: aquellos trozos de películas que podían verse, desde la ubicación de un modesto balcón del piso 5 B, en un bloque torreño, Los Jazmines, en donde dos niños de “los cincuenta” construían todo un mundo onírico con toda una gran media pantalla.

 

 

 

AQUEL GRAN CINE

DE LA MEDIA PANTALLA

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 05 enero 2024

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