jueves, 21 de noviembre de 2024

EQUIVOCOS ENCADENADOS

En determinadas ocasiones somos protagonistas de leves o más importantes errores, los cuales pueden generarnos sonrisas, enfados o esa oportuna anécdota que, posteriormente, compartimos en nuestro entorno familiar, laboral, vecinal o de la gratificante amistad.

ANICETO Labarca, músico clarinetista jubilado de la Banda Municipal, asistía a un sepelio, de otro compañero de la agrupación musical, quien había logrado alcanzar las 94 primaveras, en una clara muestra de estupenda longevidad. Cuando después de los saludos sentimentales, ofrecidos a los compungidos familiares del finado, bajaba las amplias escalinatas del templo ceremonial, observó que un hombre con cierto “sobrepeso” en su cuerpo, de apariencia sexagenaria (como también era su caso) se le acercaba, marcando en su rostro una afectiva sonrisa. El desconocido le extendió su mano para estrecharla, aunque de inmediato cambió la modalidad del saludo por un entrañable abrazo y varias palmaditas en la espalda. Aniceto correspondió amablemente a tan efusiva muestra de afecto, aunque su rostro no podía disimular la extrañeza que le producía aquel hombre que le abrazaba. En lo más íntimo de su memoria, no tenía la menor idea de quien era este señor, vistiendo más bien modestamente, que tenía delante suya. Venía tocado con un ridículo o trasnochado sombrero bombín de color negro, al igual que su traje. 

“No has cambiado, a pesar de los años ¿No te acuerdas de mí? Soy ACACIO Maresca. Fuimos compañeros en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús de calle Martínez, hace unos cincuenta años. Allí cursamos el bachillerato elemental. Desde entonces no hemos tenido la suerte de reencontrarnos, oportunidad que hoy, a pesar de por estos luctuosos motivos, la recibo con una profunda y desbordante alegría. Y eso que vivimos en la misma ciudad donde nacimos. No puedo reprimir el gozo que me embarga, pues me traes recuerdos imborrables de nuestra infancia. Te llamabas …”.

El antiguo clarinetista sonreía una y otra vez, más que confuso sumido en la selva difusa y enmarañada de los recursos. “Bueno, yo soy Aniceto Labarca…” “¡Claro hombre, ahora recuerdo perfectamente tu nombre!” Manteniendo la sonrisa consideró, en esos segundos claves para la decisión, que aun desconociendo en absoluto a la cariñosa persona que tenía por delante (su nombre y apellidos nada le decían), compañero de un colegio en el que él no había estado, era tal el entusiasmo de su interlocutor que no se sintió con fuerzas para aclarar la cómica situación. En realidad se sentía muy solo en la vida, en esos inciertos años de la jubilación, situación que se intensificaba dado que había permanecido soltero, residiendo en casa de su única hermana, que tampoco había podido llevar el matrimonio a su vida. Hacía años que ninguno de estos familiares directos vivía, por lo que no era desacertada la idea de “seguir” el entusiasmo de ese “desconocido” amigo del bombín, que decía haber sido su compañero y que había encontrado en tan “inevitable” espacio comunal. Pensó que sería interesante y divertido “seguirle la corriente”, escenificando una lógica confusión mental en función del paso de los años.

“Te confieso, amigo Acacio, que mi memoria no es buena, y los “nublados” me aturden con la edad. Pero me alegra que tu conserves la nitidez de los recuerdos y que me disculpes de mis errores de localización. Sería hermoso y reconfortante que supiéramos generar una amistad, incluso olvidándonos del pasado. Tener un amigo es hoy día como poseer un muy apreciado tesoro”.

Acacio reaccionó de inmediato. “Si no tienes algo más importante que hacer, podríamos almorzar juntos, para seguir “alimentando” la llama de nuestra recuperada amistad. Conozco un buen lugar en el barrio de Teatinos, a donde nos podemos desplazar (yo no he traído coche) utilizando dos trayectos de autobús, aprovechando el trasbordo. Allí nos atenderán como tu y yo merecemos”.

Aniceto hacía tiempo que tampoco conducía. Por lo que este ofrecimiento de Acacio, tan noble y sencillo, no podía rechazarlo. Así que enlazando la línea 23 con la 8 llegaron al nuevo y popular barrio universitario de Teatinos. El “amigo del alma” como el “desconocido” se autoproclamaba, seguía mostrándose efusivo, cariñoso, fraternal y solícito para aportarle ese calor humano que él tanto necesitaba. Ya en este moderno barrio  del oeste malacitano, caminaron por un par de calles hacia un restaurante que en su exterior y tanto más en el interior tenía un ambiente y decoración absolutamente bohemia: EL CANDELABRO. Observó con asombro que todo el mobiliario era “reutilizado” y diferente uno de otro, tanto en el color como en la forma. Eran sillas y mesas probablemente compradas en el rastro o recogidas en las zonas de los contenedores de residuos, siendo repintadas o reparadas. El personal de servicio mostraba inequívocamente el prototipo hippy o contracultural en sus peinados, abalorios y piercings, vestimenta y forma de actuar en el trato con los clientes, generalmente gente joven, sin grandes conocimientos o destrezas profesionales para atender a la clientela.

Eligieron una mesa esquinera, a fin de protegerse de una gélida corriente de aire, procedente de un ventanal que tenía un cristal roto. La puerta de entrada estaba más tiempo abierta que cerrada, con lo que se incrementaba ese viento incómodo para la placidez. “¿Qué te parece si empezamos pidiendo un surtido de tapas? El pescado y la carne a la plancha que sirven suele estar aquí muy bien preparado. Y no te preocupes de los precios, que soy yo el que invita”. Siempre la iniciativa la llevaba Acacio, pues Aniceto continuaba un poco cortado, ya que era consciente de que estaba interpretando un papel que no le correspondía, pues de pequeño no había estado en el centro educativo a que aludía su compañero de mesa. Sin embargo, lo daba por bueno, para combatir esa soledad que tanto lo atenazaba.

Cuando estaban saboreando los entrantes, Aniceto sintió que tenía que ir al “excusado” pues no podía contener las ganas de orinar, cosas de la edad. Se “excusó” (valga la redundancia) con su amigo y entró en un pequeño cubículo, que había en la parte trasera del local, bajando un tramo de escalera. Para su sorpresa las paredes estaban decoradas con fotos de mujeres desnudas, en coherencia con el ambiente desenfadado del negocio restaurador. Le dio al pulsador de la luz y éste no funcionaba, aunque algo se veía a través de la luz que entraba por un pequeño ventanuco, situado en la parte alta del muro, oquedad que servía también para oxigenar la atmósfera del “tan necesario lugar” para el desahogo. Había cerrado, lógicamente, la puerta tras su entrada, para mantener la conveniente privacidad en su acción. Pero cuando fue a salir comprobó, para su sorpresa, que la puerta había perdido el mango interior, de forma que una vez cerrada no podía volver a abrirla. Ahora comprendía el por qué había un bastón de senderista en la apertura, que impedía cerrar la puerta y que él había quitado para todo lo contrario. El problema es que no podía abandonar tan incómodo lugar, porque no era posible abrir la puerta desde adentro para salir de ese cubículo en penumbra y con tan ingratos aromas para el olfato. Cayó en la cuenta de que no tenía el teléfono de Acacio, pues entre las presentaciones y el desconcierto no habían reparado en intercambiar los respectivos números. Entonces no se le ocurrió otra solución que la de golpear la puerta, que era de recia y gruesa madera y que tampoco hacía juego con otras que el local disponía.  Tras varias percusiones, con los nudillos de las manos, viendo que nadie venía, decidió utilizar una gran brocha de pintor, que era utilizada para asear el inodoro de los restos que en su interior permanecían, Pero las cerdas, después de la última limpieza, no habían sido bien pasadas por el agua. Al comenzar a golpear el grueso portón con nuevas percusiones, provocó que de las cerdas de la brocha salieran expulsados al aire restos que habían quedado a ellas pegadas, tras algún “urgente servicio”. Las partículas orgánicas sobrevolaban el ya viciado espacio, cayendo sobre el cuerpo de Aniceto no copos de nieve, precisamente. Al fin, un camarero gordinflón, con alopecia completa y perilla entrecana en la barbilla, abrió la puerta, expresando una frase “cariñosa” y sin poder contener la risa “De mayores ¿hermano? Se lo habrá pasado muy bien ahí dentro, tocando los timbales”.

Durante el suculento y caro ágape, Acacio desarrolló todas sus artes de convicción, pues trataba de convencer al amigo de la infancia de que se apuntase a una asociación excursionista para personas jubiladas. Tenía por nombre LA AVENTURERA y según el amigo charlatán estaba subvencionada por el Ayuntamiento. “Soy el secretario de esta organización recreativa, así que te puedo informar con verosimilitud. Cada fin de semana salimos para visitar un pueblo de la provincia, con un coste meramente simbólico. Ponemos un autobús de 50-70 plazas y cada asociado sólo tiene que pagar 4 euros. Con la subvención del municipio, como asociación de jubilados, el almuerzo que hacemos en la localidad visitada sólo nos cuesta otros 6 euros. En ocasiones contratamos un guía, siempre a cargo de los fondos que tenemos en la caja de contabilidad. El único esfuerzo para los nuevos asociados es un único pago de 60 euros como inscripción. Y la cuota mensual es meramente simbólica: 2 euros.  Piensa lo que te costaría salir cada domingo de excursión, visitando pueblos con encanto y con un guía que te explique datos de la historia y costumbres de la localidad, con un almuerzo de tres platos, por sólo seis euros. Es una verdadera oportunidad que te ofrezco porque eres amigo de la infancia. Hay personas en lista de espera que quieren asociarse pero, como yo soy el secretario, te incluyo de inmediato a poco que te animes.

Fue tan insistente y persuasivo la ilusión que desarrollaba Acacio, que Aniceto entendió muy interesante la propuesta que su amigo le ofrecía. De inmediato, el sagaz interlocutor extrajo de una carpeta que llevaba bajo el brazo una ficha de solicitud de inscripción, con el membrete correspondiente de LA AVENTURERA. “no tienes que preocuparte de más papeleo.  Me pones tus datos (el ayuntamiento quiere tener un control de los asociados, ya que nos entrega una buena subvención anual) y quedamos para otro día a fin de entregarte el carnet. Para ello me tienes que facilitar una foto pequeña, como las del DNI”. Aniceto estaba cada vez más animado. Me dejas los 60 euros y dos más por la cuota del mes que viene, que será noviembre. Y te firmo el correspondiente recibo.

Don Aniceto Labarca ha abonado la cuota de inscripción y el mes de noviembre, en la sociedad excursionista La Aventurera. Total, 62 euros. Fdo. Acacio Maresca. El impreso de inscripción y el pago del mes iban con sus correspondientes membretes, realizados a imprenta.

Al agradecido clarinetista se sentía feliz por haber recuperado a ese “amigo” de la infancia, al que había seguido el juego. Consideraba que Acasio estaba convencido realmente que habían estado juntos en tiempos de la infancia, por lo que no era oportuno negar ese convencimiento, toda vez que a él le beneficiaba tener a este buen amigo en tiempos de soledad. Cierto era que había percibido demasiado interés en su interlocutor para que se apuntara a la sociedad recreativa, pero los incentivos y beneficios de viajar por los pueblos de la provincia los fines de semana bien merecían esos euros que había tenido que invertir. El coste no resultaba gravoso, sino bastante económico, considerando que cada mes sólo tendría que pagar un par de euros “por estar asociado”.

“Tengo que aclararte, Aniceto, que La Aventurera no tiene sede fija. Tampoco es necesaria, porque con Internet se puede bien llevar. Te lo dice su secretario. Cuando celebramos alguna asamblea, pedimos al municipio que nos ceda algún local durante unas horas. No hay problema para conseguir esta cesión temporal. Ahora alcanzamos la suma de más de 200 asociados.  Tienes que estar atento a la página en Internet, cuando desees hacer una excursión de las que proponemos. En varias ocasiones hemos tenido que alquilar un par de autobuses, dada la demanda por hacer estos interesantes paseos. Antes de despedirnos de este feliz día, te paso mis datos y la página correspondiente en la que debes entrar con frecuencia. Después de la comilona que nos estamos dando, vamos a elegir unos buenos postres”.

Acacio era una persona, un tanto barrigón, que nunca parecía estar satisfecho con lo que engullía. Aniceto pensaba que al pobre amigo le iba a costar un ojo de la cara pagar todo lo que habían pedido. “No insistas, que un día es un día. Pago yo y no se hable más. No se recupera a un amigo de la infancia, así como así. Yo me he dedicado a la compra/venta de pisos, colaborando con una inmobiliaria. Y he hecho buenos negocios por la “milla de oro”, con las comisiones subsiguientes que me he sabido ganar. Y no te preocupes por la memoria. Lo importante es que el destino ha querido que ahora estemos juntos y a partir de ahora vamos a ser inseparables”.

El reloj ya marcaba las cuatro de la tarde, en ese largo y suculento almuerzo de amistad. Inesperadamente, Aniceto vio como el rostro de Acacio enrojecía. ¿Qué te ocurre? ¿Te sientes mal? ¿Puedo ayudarte, buen amigo?

Acacio bajó sus ojos y con el rostro un tanto avergonzado confesó a su interlocutor qué le pasaba. “Desde hace años, buen amigo, sufro una reacción estomacal que se presenta aleatoriamente o cuando mi ingesta es abundante. Es como una gastritis gaseosa, que me provoca una cadena de flatulencias, verdaderamente incómodas y desagradables, por la vergüenza que paso cuando estoy fuera de casa. Los médicos de digestivo ya no saben qué prescribirme. Puede tener un origen genético o emocional. Me disculparás unos minutos. Voy a los lavabos a “desahogar” esta crisis gaseosa que me hace quedar en evidencia ante las demás personas, con el aroma propio que te puedes imaginar”.

Aniceto, ya más relajado, siguió saboreando su café moka, que estaba ciertamente delicioso. Al paso de los minutos comenzó a preocuparse, porque Acacio no volvía de los lavabos, que estaban ubicados en la planta sótano y en donde él había sufrido una cómica experiencia. Como la situación no cambiaba, llamó a uno de los camareros, explicándole que hacía como unos 15 minutos que su compañero no volvía de los lavabos a donde se había desplazado por una indisposición.”

El camarero le dijo que lo acompañara al excusado para ver si su amigo necesitaba ayuda. Bajaron la corta escalera y llegaron al cubículo que Aniceto bien conocía. Golpearon en la puerta del WC. Al no encontrar respuesta decidieron franquearla. Una vez abierta, allí dentro no había nadie. Hicieron lo mismo con el WC femenino, golpeando con firmeza, por si había habido algún equívoco, pero se encontraron una señora que salía un tanto enfadada “desde luego que no puede una tener tranquilidad ni para “obrar” con sosiego”.

¿Qué estaba ocurriendo? Aniceto, profundamente confuso y preocupado, volvió a su mesa esquinera para acabar de tomarse el café, haciéndolo de un largo sorbo. Se preguntaba una y otra vez ¿dónde estará mi amigo?  Al poco rato volvió el mismo camarero, pero esta vez venía acompañado por un señor sin uniforme con una mímica facial de “pocos amigos”. Se identificó como el dueño del local restaurador. Su nombre era URBANO Campanario. Traía en su mano diestra una pequeña bandeja de madera, muy grasosa por el uso y falta de limpieza, sobre la cual descansaba una nota: obviamente era la cuenta del opíparo almuerzo.  

“Buenas tardes. El camarero me ha explicado la situación. Efectivamente, Vd. ha estado acompañado de una persona que en este momento parece que no está. Pero la cuenta de la mesa 7 tiene que ser pagada y esa obligación le corresponde a Vd.” “Pero Sr. Campanario, mi amigo se comprometió a invitarme. Tuvo que ir al excusado por unos gases malolientes que le afectaban el vientre. Yo no sé dónde puede estar” “Pues nosotros tampoco. La cuenta o ´dolorosa ‘suma 112 euros, IVA incluido. Entiéndalo. Hay que pagar lo que se consume y en esta mesa se ha comido mucho y bien”. La actitud del propietario Urbano Campanario era cada vez más serie e imperativa. “Si Vd. persiste en su negativa, pues deberá explicárselo a la policía para aclarar este enojoso asunto”.

El atribulado ex clarinetista se sentía cada vez peor. Incluso tuvo que tomar asiento porque le estaban temblando las piernas. Deseando que aquella absurda situación finalizase, extrajo de su cartera una tarjeta bancaria y la puso en la bandeja, sobre la minuta a pagar y cerró los ojos, porque la habitación “le estaba dando vueltas”. Su mareo era evidente. Otro camarero trajo la máquina digital de pago y de inmediato más de 100 euros “volaron” de su cartilla de ahorros. Una vez finalizado el pago, Urbano Campanario le dijo en voz baja (otros comensales ya estaban al tanto de la situación) “Ahora le ruego que abandone el local y no siga con estos juegos “infantiles” que le pueden traer malas consecuencias. Ese que dice “su amigo” le ha tomado bien el pelo.

Avergonzado, abrumado, decepcionado abandonó El Candelabro, sintiéndose vilmente engañado. Nada más llegar a su casa, telefoneó al número impreso en la copia de su inscripción. Sociedad Recreativa LA AVENTURERA. De inmediato una voz “enlatada” respondió con presto automatismo “El número al que llama no existe”. Entonces tecleó en su ordenador la dirección electrónica que aparecía debajo del número de teléfono fallido. Apareció una página de mujeres desnudas. Era una de tantas páginas eróticas que pululan por las redes informáticas. Ese amigo “desconocido” de la infancia, en su engaño, le había sacado 172 euros, habiendo gozado además de un suculento, abundante y caro almuerzo. Había sido “cómicamente” engañado, aunque en su conciencia también permanecía la vergüenza de haber seguido un juego peligroso y erróneo. Nunca había estado en ese colegio que con tanta firmeza citaba el truculento Acacio. Pero, como en tantas ocasiones sucede, la soledad nos hace cometer acciones y comportamientos puerilmente equivocados.

Nunca más volvió a encontrarse con el tal Acacio o como realmente se llamase. Cuando Aniceto camina por la calle y observa que alguien se le acerca, suele acelerar su paso, a fin de evitar una tan amarga experiencia como la que se inició en el sepelio oficiado de San Gabriel.

Habría sido muy cruel para su débil carácter haber conocido que, en la tarde en que sucedieron los hechos, Urbano Campanario, el dueño del Candelabro recibió una llamada en su móvil. “Hola, Urbano. Con el incauto de hoy ya van siete en el mes. Los 20 euros que me das por cliente me los vas a tener que aumentar, pues el trabajo de interpretación que realizo creo que merece una más elevada compensación”. “Sí, Mariano, pero tú te “zampas” y disfrutas de una comida de lujo y además te quedas con la cuota de inscripción en la sociedad excursionista y el pago del primer mes. Recuerda los años cuando pasabas hambre y “mendigabas” un papel de figurante en el teatro, el cine o en las televisiones locales. Hermano mío, no lo olvides”.

 

 

EQUÍVOCOS

ENCADENADOS

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 22 noviembre 2024

                                                                                                                                                                                                                               

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jueves, 14 de noviembre de 2024

EL LETARGO DE LA ESPAÑA VACÍA

Es una evidencia para la reflexión. El avance del tiempo va cambiando el comportamiento de las personas. Los hábitos de naturaleza lúdica, cultural, deportiva, relacional, formativa, comercial, alimenticia, etc. van evolucionando según las épocas, las modas, los adelantes de la ciencia y la misma forma de concebir la existencia. En estas concreciones de los comportamientos cambiantes, hay que hacer alusión también a todos aquellos relacionados con las creencias y actitudes religiosas.

A estas alturas del primer cuarto del siglo XXI, las prácticas religiosas, según la percepción general y los estudios de los que se hace eco la prensa, han disminuido, si los comparamos con épocas pretérista o simplemente con décadas vinculadas a nuestra memoria (recordamos los años del Nacional Catolicismo en España). La asistencia a los oficios religiosos, al margen de bautizos, comuniones, matrimonios y sepelios se ha reducido en el porcentaje popular. La misa diaria, las filas ante los confesionarios, la misa dominical, las novenas y los triduos, etc. ya no cuentan entre los hábitos religiosos de grandes masas ciudadanas. Y no sólo es importante y significativo este cambio de comportamiento, sino que también han disminuido drásticamente el número de vocaciones para el ejercicio sacerdotal, con respecto al siglo precedente o épocas anteriores. Esta carencia vocacional ha determinado que un sacerdote tenga que repartir sus esfuerzos o funciones pastorales por varias iglesias no templos, en ocasiones de diferentes localidades, generalmente de baja población. Faltan seminaristas, sacerdotes y religiosos. Son muchos los conventos que han de cerrar por falta de opciones para profesar. Y, paralelamente, disminuyen los fieles practicantes en el día a día. En este delicado contexto de la fe vocacional y práctica religiosa, se inserta nuestro relato de esta semana.

Nuestra historia se localiza en un pueblecito castellano de la denominada “España vacía”, ubicado en la mitad norte peninsular. Este núcleo de población tiene por nombre CASTELLAR DE LOS INFANTES. Este municipio tuvo un gran predicamento económico, militar y social, en los años de la España Moderna, siglos XV, XVI, XVII y XVIII. En esos años “gloriosos” la potencialidad de su población alcanzó cifras de varios miles de habitantes, que se dedicaban mayoritariamente a los trabajos agrarios, ganaderos y también al servicio de grandes familias nobiliarias. También era importante el ejercicio de la milicia.

En la actualidad, este pueblo alcanza apenas los 400 habitantes, con tendencia decreciente anualidad tras anualidad. Durante un par de décadas ha regido el monumental templo/catedral que sus habitantes poseen un venerable sacerdote, el párroco don CAMILO, quien a punto de cumplir las siete décadas y media de su vida y padecer diversos problemas de salud, tomó la decisión de “colgar” la sotana, vestimenta clerical que siempre ha llevado, para retirarse o jubilarse de su función pastoral. Su intención es hacerse capellán de un convento de monjas clarisas y entrar en una residencia para sacerdotes mayores, ubicado en la capital provincial, en donde pueda ser atendido de las necesidades derivadas de su ancianidad.

La actividad parroquial no sólo era atendida por el venerable sacerdote, sino que también era muy importante la colaboración de un adulto sacristán, llamado HIPÓLITO, padre de familia con cuatro hijos, que le había dado su mujer FLORA. Se ayudaba, para sacar su familia adelante, de trabajos temporales en la agricultura, además de desempeñar desde los 26 años el cargo de sacristán de la Iglesia Catedral de san Sebastián.

Al llegar la hora de la jubilación del sacerdote titular, éste indicó a su ayudante que lo recomendaría al nuevo párroco que el Sr. Obispo tuviera a bien enviar. La compensación económica que Hipólito recibía por su trabajo en el templo era bien modesta, aunque el fiel servidor de la iglesia la consideraba fundamental, para unirla a lo que ganaba por sus temporales trabajos agrarios. En este momento, con 52 años, tenía a cuatro hijos en esas edades de la adolescencia avanzada a los que había que alimentar, vestir y darles la necesaria formación reglada.

Una mañana de otoño, don Camilo recibió una carta oficial del Obispado de la diócesis palentina, en la que le comunicaba la aceptación de su renuncia, por causas de la avanzada edad y deteriorada salud que padecía. La misiva del Sr. Obispo añadía que, dada la escasa población de la localidad, unido a que otras poblaciones cercanas también tenían una población en progresivo descenso, Castellar iba a integrarse en el ámbito de la rotación itinerante que realizaba un sacerdote joven, don ROMUALDO. La diócesis le había ayudado económicamente para la compra de un 2 CV Citröen, que antes había pasado por varios conductores. De esta manera, este joven sacerdote viajaba por esos pueblos cercanos, dedicando cada día a desarrollar la función básica pastoral que el obispado podía ofrecer a esas tierras cada vez más despobladas.  Eran cuatro municipios, más Castellar. Todos ellos en Palencia.

La realidad, como manifestaba el prelado en su carta, era una escasa asistencia a la iglesia de los pocos fieles que poblaban la localidad. Aun así, Hipólito se preocupaba de ejercer lo mejor posible las funciones de un responsable sacristán. Abría la iglesia por la tarde, a partir de las seis. Se esforzaba en ir barriendo el suelo del templo por zonas. También ordenaba y limpiaba la vestimenta eclesial del cura párroco. Tocaba las campanas para la misa de las siete de la tarde. Reparaba algunos desperfectos, especialmente aquellos relacionados con la electricidad, afición y destreza que mantenía desde la infancia. Ayudaba al celebrante don Camilo cuando éste oficiaba las misas y algunos matrimonios de tarde en tarde, que pronto buscaban acomodo en la capital provincial. Había pocos nacimientos, pero al igual que las defunciones, Hipólito colaboraba en lo necesario para su atención religiosa. Con esfuerzo, ilusión y constancia, al paso de los años había ido aprendiendo a tocar el órgano musical ubicado junto al coro, enfrente del presbiterio. Esta habilidad para la música sacra la centró en dos o tres piezas al comienzo de su trabajo, pero con los años fue sumando numerosas piezas al repertorio, que se sabía prácticamente de memoria, para el deleite de los pocos fieles asistentes a las ceremonias. Eran mayoritariamente “beatas” muy mayores, que acudían a la misa de tarde y a la del domingo, que se oficiaba a las 12 de la mañana.

Don Camilo y el nuevo sacerdote itinerante, don Romualdo, decidieron llamar a Hipólito para explicarle los cambios que iban a tener lugar en la parroquia a partir de la llegada del nuevo párroco. El templo permanecería cerrada durante los cinco primeros días de la semana, abriéndose sólo durante la tarde del sábado y en la mañana del domingo, días en los que don Romualdo pasaría con su Citröen por Castellar, para desarrollar su pastoral rotatoria: confesar, oficiar misa y realizar algún bautizo o matrimonio si los hubiere. Hipólito también abriría la iglesia el resto de los días y por la mañana, de 11 a 13 horas, siempre que hubiese grupos de turistas que deseasen visitar el interior del magno templo catedral, joya del arte gótico y renacentista. Cobraría por permitir la visita 2 euros por persona, fondo que el sacristán recibiría por su dedicación a las tareas de limpieza y cuidado del santo edificio y la ayuda al nuevo sacerdote en el fin de semana.  Con estas condiciones. Hipólito debía seguir trabajando en las tierras de ATANASIO, cuidando también a sus ovejas, ya que mantener a la familia con lo que sacaba de las entradas al templo por los turistas no tenía para vivir. Su mujer Flora también echaba algunas horas en casas de las señoras mayores del pueblo, atendiendo a sus necesidades, a fin de sumar algunos euros al escaso dinero que ganaba su marido. En muchas ocasiones, esta mujer recibía pagos en especie de las señoras mayores a las que atendía, como huevos, manteca, harina, pan, o productos similares.

Así pasaron un par de semanas, cuando una tarde de sábado, el padre Romualdo llegó con su vetusto vehículo a Castellar. El sacristán lo estaba esperando en la puerta del templo parroquial. Quería hablarle con claridad, tras varias noches dándole vueltas a la precariedad económica de su vida.

“Mire Vd. don Romualdo. He servido a la iglesia durante unos veinte años. Ahora, con estos cambios, creo que mi función ya no es tan necesaria. Cada vez hay menos gente en el pueblo. El domingo pasado asistían a misa seis vecinos. Todas eran personas muy mayores. Durante esta semana no ha venido turista alguno que deseara le abriera la iglesia para visitar su interior. El pueblo está “adormecido, con estos casi 400 habitantes. Incluso muchos de ellos trabajan en localidades cercanas, o se desplazan a la capital para tratar de establecerse allí, con algún trabajo de albañilería, alguna portería o de mozos en los comercios. Y después de pensarlo mucho, es lo que mi familia y yo vamos a hacer. Nos vamos a trasladar a Santander. Un primo de mi mujer Flora se fue hace un par de años y está bien establecido. Tiene un “chiringuito” o merendero de playa, que funciona muy bien como restaurante. Me ha propuesto trabajo. De camarero. Flora se ocupará de la cocina y la limpieza. Los niños tendrán sus institutos e incluso si alguno sirve, buscaremos ayuda para que estudie en la universidad. Este primo, SABINO, me va a permitir que nos instalemos en un antiguo almacén trastero, en donde vamos a hacer unas obras (tiene bastante espacio) para poner un aseo y una cocina. Me cobrará una pequeña paga de 150 euros a descontar de mi sueldo mensual, por el alquiler y las obras. Padre, creo que Vd. me comprenderá. Este pueblo cada día tiene menos vida”.

El joven sacerdote comprendió, con toda humanidad, la realidad de este nuevo y modesto emigrante, fiel servidor de la iglesia durante ese par de décadas, quien también iba a emprender el duro camino de cambiar su residencia. Así que, a partir de ese día, el sacerdote itinerante sería el que abriría la iglesia los sábados por la tarde y los domingos por la mañana. Habló también con el alcalde don BENIGNO, que tenía una modesta panadería. El único edil del municipio tendría también las llaves del templo, para el caso de que algún grupo de viajeros desease visitar el interior del grandioso monumento, con sus importantes imágenes y reliquias de santos. Los fondos municipales estaban también muy “anémicos, por lo que Benigno sólo pudo comprometerse en que, para los fines de semana, uno de sus hijos, de 9 años, podría actuar de monaguillo, a fin de ayudar, principalmente, en la misa dominical.

Y esta historia, que podría trasladarse a otros muchos pequeños municipios de la recia y noble región castellana, añadiendo también otras comunidades regionales alejadas de la proximidad costera peninsular, refleja y pone de manifiesto que las instituciones o administraciones nacionales deberían arbitrar, con urgencia, medios para que la población rural permaneciera vinculada a las raíces agropecuarias de nuestra nación. Todo ello poniendo en práctica diversas líneas de acción. Por ejemplo, mejorando las infraestructuras para el desplazamiento, instalando servicios públicos sanitarios, educativos, comerciales y lúdico culturales, para que la juventud y sus familiares no tuviesen que desplazarse, de manera continua y preocupante, a la capital provincial o a la capitalidad regional. Esta emigración interna, hacia las zonas costeras, en donde la mayoría campesina cree que va a encontrar un mejor acomodo vivencial para sus humildes existencias, está provocando graves vacíos demográficos en extensas zonas del interior peninsular.  

Es evidente que el rico patrimonio artístico, de muchos pueblos y localidades de la gran meseta y de otras regiones españolas, sólo puede salvarse de la destrucción y el deterioro realizando un hábil e inteligente marketing turístico, que promueva estancias rurales en los pueblos semivacíos que posean esa interesante monumentalidad arquitectónica, escultórica y pictórica. Son las diferentes concejalías de cultura las que deben agudizar su mente y esfuerzos, para atraer esas visitas y circuitos explicativos, para las personas a quienes agrada viajar y conocer in situ las raíces de nuestra interesante y contrastada Historia.

En relación con el mantenimiento de esta gran riqueza monumental eclesiástica, y la propia atención pastoral de la institución católica, con el grave problema de la carencia vocacional sacerdotal, exigiría también una profunda reforma de sus estatutos, en función de la sociedad que nos ha correspondido protagonizar. La cuestión del celibato, para los miembros de la clerecía, es un asunto que debiera ser reconsiderado por la jerarquía del Vaticano. Pues, probablemente, incentivaría muchas vocaciones. Si la gran masa popular se aleja de las prácticas religiosas (salvo momentos emblemáticos de la vida, como los bautizos, matrimonios y defunciones), a pesar de que nuestra constitución no establece un estado confesional, por algo será. Tiene que haber causas para ese comportamiento cada vez más laicista. El tipo de vida de nuestra sociedad, la ultra modernidad, Internet, el modelo de vida que la privacidad que cada uno elige, la información en la prensa de algunos comportamientos de sacerdotes y clérigos, etc. todo ello debiera ser estudiado, en profundidad y con generosidad por la jerarquía eclesiástica católica.

Mientras tanto se escucha el “clamor” de esa España vacía, en la que vemos calles sin apenas viandantes en horas propias del día, calles y plazas en las que no hay niños jugando, sino muy escasas personas mayores, que “dormitan” o transitan despacio bajo los soportales que descubren viviendas cerradas, comercios cerrados y ese silencio que nos hace preguntarnos ¿dónde está la gente de este pueblo, cuando vamos a visitar esa gran colegiata, ese magno templo catedral, esa ermita románica, gótica o  renacentista que permanece cerrado y tiene que ser abierto ante la petición justificada de la agencia de viajes. El guía turístico nos explica en ocasiones la realidad de un gran convento, que fue de clausura y en el que ya no hay monjas, o ese bello claustro monacal, en el que apenas hay monjes que paseen, mediten y recen sus oraciones.

Hoy día, la familia Calatrava-Almansa, Hipólito y Flora, residen con la sencillez de la modestia en ese almacén reconvertido en vivienda, no lejos de la playa santanderina. Recuerdan con añoranza y nostalgia sus entrañables raíces familiares en la vieja Castilla. Como tantos otros, tuvieron que desarraigarse, teniendo que abandonar su tierra natal y vivencial, a fin de buscarse una nueva vida, “huyendo” de esa España vacía, que vive aletargada en sus carencias y nubladas perspectivas de futuro. Los gobernantes de las diferentes administraciones tendrían mucho que pensar, decir y hacer, en esta crisis sociológica y económica que se agudiza por años.  -

 

 

EL LETARGO DE

LA ESPAÑA VACÍA

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 15 noviembre 2024

                                                                                                                                                                                    

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jueves, 7 de noviembre de 2024

UN VETERANO JUGLAR CALLEJERO

Podemos ver y disfrutar, con cierta frecuencia, a “viejos” o muy veteranos roqueros, ataviados con su guitarras y espectaculares trajes de conciertos, actuando en cafeterías, restaurantes y bares de copas de las zonas turísticas playeras. Consiguen motivar el recuerdo y la nostalgia de un público que consume sus bebidas y alimentos, con sus antiguas canciones o versionando la de artistas de gran fama en el ámbito musical. Algunos todavía mantienen la fuerza de sus voces, pero otros dan protagonismo prioritario a sus luminosas y estridentes guitarras eléctricas, pues más que cantar lo que verdaderamente hacen es recitar, con voz a veces ronca, otras veces templada, pausada y melodiosa, bellas e inolvidables canciones. En este musical contexto se inserta la historia de esta semana.

NARCISO Briales había desarrollado toda su vida laboral, trabajando como escribiente, en una prestigiosa notaría instalada en la céntrica y popular calle Larios de la capital malagueña. Durante su infancia y juventud no fue un alumno aventajado en las aulas escolares. Había nacido en 1959 y como a tantos chavales les ocurre lo que realmente le gustaba era el juego en las calles, ese espacio lúdico para el divertimento infantil. También, los tebeos, las películas y las “chuches” eran objetivos gratos para el disfrute.

Su padre, don ARTURO, era ordenanza de juzgados. Este “recto” padre de familia, durante su juventud intentó y fracasó en el terreno de la actividad musical, realizando fallidas actuaciones como cantante de piezas musicales del cante popular. Por ello se esforzó en que su único hijo asistiera a las clases del Conservatorio Superior de Música en el Ejido, estudiando solfeo. Como doña MARCELINA estaba también de acuerdo, Narso (como familiarmente se le llamaba) aceptó con obediencia el deseo de sus progenitores. El chico eligió el aprendizaje de guitarra. Esas destrezas que se aprenden en la infancia casi nunca llegan a olvidarse.

Al finalizar sus estudios de Enseñanza Primaria, con 14 años, cambió la opción del BUP (bachillerato Unificado Polivalente) por la Formación Profesional de grado medio, matriculándose en un centro de F.P. para realizar el módulo de secretariado, aconsejado por don Arturo. La lógica de su padre era que podía “abrirle” algún “hueco” en el mundo administrativo de la justicia. No ser equivocaba el fiel ordenanza, ya que cuando Narciso finalizó ese módulo con 18 años, pudo entrar como auxiliar administrativo en la NOTARÍA NOBLEJAS, propiedad de don FELICIANO. Allí, primero con la mítica máquina de escribir Olivetti, después con la eléctrica, de la misma marca y a poco, con los primeros ordenadores “prehistóricos” PC, fue transcurriendo su rutinaria vida profesional: papeleo, fe de vidas, hipotecas, compra-ventas inmobiliarias, poderes notariales, últimas voluntades,  herencias, testamentos, etc.

Con 35 en el almanaque vital, contrajo matrimonio con SATURNA Cantalapiedra, enlace conyugal del que nació su preciosa hija YOLANDA, que en la actualidad ejerce como enfermera, en el Hospital Clínico Universitario Ntra. Sra. de la Victoria, en el barrio de Teatinos malacitano.

Narso, un obediente y eficaz auxiliar administrativo, tuvo siempre “clavada la espina,” en sus momentos para la reflexión personal, de no haber desarrollado y triunfado en el mundo de la música, dentro de la especialidad de guitarra, para cuyo afán había dedicado varios cursos en el conservatorio. Pero el destino y su carácter de persona responsable para con su familia lo había dirigido a pasar las mejores horas de su vida a estar delante de la máquina de escribir. Y posteriormente ante las posibilidades de un ordenador, en los años finales del siglo, cuando el sistema informático se fue imponiendo en el campo administrativo y en toda la estructura de la sociedad. 

Cuando entró en la complicada década vital de los 40, ya con el cambio de siglo, se veía como un ciudadano muy formal y cumplidor de su trabajo, aunque penosamente aburrido y viviendo entre legajos, carpetas, siempre sometido a la terminología jurídica en su capacidad expresiva. Sufría en su vida la falta de encanto, romanticismo, imaginación, aventura, novedad y, por supuesto, ilusión. Así que trataba de compensar esta gris existencia “engañándose” como bien podía, buscando compensaciones en el cine, algún ejercicio senderista, las comidas y en esa peña social, denominada “Las Castañuelas” a la que cada día iban menos pues, al igual que  Saturna, se quejaba de esos bailes ridículos que en el vetusto local se desarrollaban y de esas horas “aletargadas” pasadas ante el parchís, el dominó, las cartas del siete y medio o las partidas de bingo, en las que nunca logró cantarlo, sólo alguna línea y de manera muy espaciada.

Como tantas personas, a lo largo de su existencia, sufría críticos momentos reflexivos, a causa de no haber bien empleado y disfrutado en tiempo de su vida. Añoraba los años de su infancia, esa juventud perdida y verse inmerso, como un “tornillo” más, en la vorágine de la maquinaria productiva, haciendo un día sí y el siguiente también prácticamente lo mismo. Soportando con desesperanzada paciencia la rutina habitual. Con el agravante de que veía cada vez más lejana la juventud perdida, cuando los años se iban acumulando, con la premura del tiempo, en su recorrido vital. Se veía cada vez “más mayor” y más aburrido. Saturna empleaba el amplio tiempo libre que disponía practicando el yoga, las clases de pilates y experimentando con las cremas rejuvenecedoras. Esta mujer nunca había trabajado fuera del hogar.

Algunos fines de semana, Narciso solía coger su antigua guitarra, regalada por su padre don Arturo cuando su hijo aprobó el primer curso de solfeo, instrumento de una buena calidad, dedicándose a tocar diversas piezas, siempre cuando no estuviera su mujer en casa. El mayor elogio que podía recibir de su “cariñosa” cónyuge era esa manida frase de “ya está el cantautor dándole a las cuerdas. Veremos el cambio de tiempo que tendremos para mañana. Seguro que llueve y truena”. Ese era el mayor elogio que recibía, todo un “amor a raudales” en el reconocimiento de la afición de un pobre hombre al que le gustaba tocar música con su guitarra.

Así transcurría la gris vida de Nerciso, cuando le llegó la hora crítica en su cronología existencial: ¡cumplía los sesenta! Sucedieron varios hechos, que acabaron uniéndose para facilitar el “golpe de timón” a su leguleya y rutinaria vida laboral.

La notaría en la que siempre había trabajado iba a sufrir un proceso de honda transformación. Don Feliciano Noblejas, su activo propietario, cumplía 75 y tenía tomada la decisión la decisión de acceder a la jubilación, pasando la multitud de expedientes archivados a un nuevo notario que abonó una buena cantidad por las instalaciones, cartera de clientes y ubicación en la calle Larios, plena centralidad malagueña. Este nuevo notario, ROBERTO Centella deseaba rejuvenecer al personal y dado que Narciso cumplía los 61, con casi cuatro décadas de servicio a su antecesor, le ofreció el incentivo de una jubilación anticipada. Si aceptaba, la notaría se haría cargo de los pagos a la seguridad social hasta que el escribiente cumpliera los 65, además de compensarle económicamente con una interesante indemnización, que cubría con generosidad la asignación mensual que el empleado recibía.

Nerciso no se lo pensó y aceptó de inmediato la jugosa oferta. Era la providente oportunidad que desde hacía tiempo buscaba a fin de llevar a cabo algunas experiencias postergadas y a las que había tenido que renunciar ante su labor diaria como escribiente notarial. Pero Saturna puso el grito en el cielo

“Y ahora me pones en el suplicio de aguantarte, teniéndote todo el día en casa. Tendré que doblar mis sesiones en el gimnasio y salir más con mis amigas. Un hombre en casa todo el día, moviendo y tocándolo todo, es un estorbo que yo no puedo soportar”. Como ya estaba habituado el responsable y paciente escribiente, era una “amorosa” frase a la que ya estaba habituado a recibir de una esposa “cariñosa”.

La primera y gran medida que Narso adoptó en este trascendental cambio en su caminar vital fue dedicar amplio tiempo a practicar con su querida guitarra, regalo inolvidable de su padre, aquel frustrado cantante. Como trataba de tener los menos conflictos posibles con su cónyuge, tomó también la valiente decisión de “echarse a la calle, para disfrutar con sus toques de cuerda y de paso poder gozar de ese protagonismo que todo “bicho viviente” anhela tener en su existencia.

Preparó un repertorio de piezas clásicas, mezcladas con otra de música popular española. Dado que casi siempre había usado, dada la naturaleza de su trabajo, el severo traje gris, con una camisa haciendo juego, llevando anudada la correspondiente corbata de tonos oscuros, ahora iba a cambiar drásticamente su atuendo, con una camiseta de manga corta, bastante coloreada, para los meses calurosos, pantalones vaqueros cortos o bermudas azules, eligiendo para el calzado cómodas zapatillas deportivas, de la marca Quechua o sandalias de la misma marca. Este vestuario que pronto adquirió, con prendas duplicadas, por aquello de la suciedad y el sudor, lo guardó con rapidez en su armario, pues él y Saturna había tenido armarios diferentes para colocar su ropa. Trataba de evitar que su mujer tuviese conocimiento de las andanzas que trataba de protagonizar en esta nueva etapa existencial.

Y así, por las tardes, cuando tenía plena certeza de que su cónyuge estaba en sus sesiones gimnastas, que le ocupaban varias horas, cogía su gorrilla deportiva para que le cubriera amplia zona de su cabeza, dada la amplitud de la alopecia que padecía y que no favorecía su look. Con su guitarra bajo el brazo, elegía puntos emblemáticos de la ciudad, a fin de compartir su arte con aquellos viandantes que se mostraran dispuestos a escucharle. Para tocar las cuerdas de su guitarra optaba especialmente por zonas ajardinadas y populares en el tránsito, como mejor marco para lucir su arte: El gran Parque de Málaga, el parque Huelin, con su gran lago artificial, el parque Norte, los jardines de la Alegría, en la barriada de Ciudad Jardín. También visitaba, como marco escénico callejero, la muy transitada calle Alcazabilla, con su importante núcleo monumental como gran marco de fondo, añadiendo la sin par, tradicional y romántica Plaza de la Merced, por su bello trazado y presencia de riqueza vegetal en su coqueto arbolado.

Hay que aclarar que el veterano Narciso Briales no cantaba, sino que sólo tocaba piezas muy conocidas de la canción clásica española: Falla, Granados, Joaquín Rodrigo, Isaac Albéniz, etc. esforzándose en hacerlo con proverbial maestría. Le emocionaba verse rodeado de un público variopinto, en edad y condición social, que aplaudía al final de cada pieza interpretada con generoso entusiasmo. No se le pasó por la cabeza la desafortunada idea de poner un platillo, gorra o similar a sus pies, pues él no tocaba para recibir emolumento o dinero alguno. Lo hacía por puro placer, para ponerle un poco de color a su rutinaria vida anterior en el ámbito profesional. Sin embargo, resultaba inevitable la reacción de algunos espectadores u oyentes, que mientras “el maestro” tañía con su guitarra esas bellas notas musicales, sacaban de sus bolsillos algunas monedas y las dejaban caer delante del veterano artista. Esta “vergonzosa” situación (para él) trató de evitarla colocando sobre el suelo un pequeño cartel de cartón que decía:

MUSICA GRATIS. NO ECHEN MONEDAS. GRACIAS.

FREE MUSIC. PLEASE, DON’T THROW COINS. THANK.

Pero a pesar del claro texto, en bilingüe, siempre había alguna señora, caminante o paseante, español o extranjero, que hacía caso omiso de la recomendación, arrojando algunos céntimos de euro o más cantidad de efectivo, según su voluntad y capacidad económica.

Cuando finalizaba su actuación, con las ocho o diez piezas interpretadas, optaba por cambiar de escenario, desplazándose a otro lugar con su “hermanada” guitarra. Un poco avergonzado por el tema de las propinas donadas por la caridad popular, recogía del suelo las monedas y las guardaba en una bolsita de plástico. Iba juntando varias bolsas que las entregaba, de forma anónima, en alguno de los centros de acogida malacitanos, especialmente a las Hermanitas de los pobres, en la zona de la Estación Vialia. La verdad era que su destreza con las cuerdas de la guitarra era importante y muy agradable a los paseantes, quienes se sentían “obligados” a entregar ese óbolo caritativo, a veces con comentarios especialmente ilustrativos.

“¡Pobre hombre! tan mayor y viéndose obligado a tocar en la vía pública. Seguro que no tiene ni para apenas comer

Cierto día tenía que ocurrir. Esa tarde de octubre, se había formado un denso corrillo de espectadores a su alrededor, en el Paseo Marítimo de la Malagueta, zona de la Residencia Militar. Y quiso el destino o la casualidad que por allí pasase una persona que bien conocía al “maestro de la guitarra”. Se trataba del Sr. notario jubilado, D. Feliciano Noblejas, su antiguo jefe. El bello sonido de los toques de guitarra hizo que éste se acercara, acompañado de su señora doña Mariblanca. De inmediato reconoció al “maestro” que estaba centrado en las cuerdas de su instrumental. El impacto que sufrió el antiguo notario y su señora fue contundente e inexplicable. No podían creer lo que tenían delante de sus asombrados ojos. Por supuesto que Mariblanca conocía bien, después de tantos años, al formal escribiente del despacho de su marido. Estuvieron a punto de darles un “patatús” en expresión popular malagueña. El veterano matrimonio aceleró sus pasos, esforzándose con puntual disimulo para que el “artista” no los viera. “Este hombre ha debido perder la cabeza. Nunca pudo llegar a pensar que una persona tan recta, educada y seria, pudiera ir por las calles tocando la guitarra, rodeado de monedillas en el suelo, como un hippy trasnochado, dada su edad”. “Pero Feliciano ¿tan mal le debe ir la jubilación a este hombre, que no tiene ni para comer?” Por fortuna, el juglar callejero no había visto a su jefe. Mucha vergüenza habría pasado, mostrándole su insólito comportamiento.

Otro día, dos miembros de la Policía Nacional se acercaron al grupo formado alrededor de narciso mientras tocaba a pocos metros de la Catedral renacentista y barroca de Málaga. El guitarrista se ayudaba de una sillita “tijera” de pescador, para estar sentado mientras hacía sonar las cuerdas de su instrumental. Una mujer policía se le acercó. 

“Abuelo, no se puede pedir limosna en la vía pública. Además, los sonidos de su guitarra pueden molestar a los ciudadanos viandantes”.  Narciso miró a la joven miembro de la policía, quien por su edad podía ser su hija o mejor su nieta. Con los ojos entristecidos, le respondió: “Señora agente, no estoy pidiendo limosna, como puede leer en el cartel que tengo delante de mi persona. Mi única intención es alegrar un poco a la gente que pasea por las calles, desarrollando mi antigua afición a la música. Sólo toco mi guitarra. No hago mal a nadie”. “Es que, Sr. está prohibido, según las ordenanzas municipales. Tendría Vd. que solicitar un permiso para realizar este proceder. Sea razonable. Recoja sus Bártulos y márchese a su casa. Si le vuelvo a ver en otra ocasión, me veré obligada a requisarle el instrumental y a pedirle la identificación para proceder a denunciarle”.

En la actualidad, NARCISO se desplaza a tocar a los colegios, centros de acogida, asilos y a las residencias de la tercera edad. También ha ido a tocar a varios hospitales, para alegrar un poco la vida de los enfermos que allí son tratados. Su esfuerzo e ilusión son absolutamente gratuitos. De esta forma, se siente algo más feliz y útil, en esa etapa final de su existencia. Mantiene el recuerdo cariñoso a la memoria de su padre, don Arturo, que supo motivar en su hijo esta hermosa destreza musical. Así se siente más realizado, respecto a su rutinario y aburrido comportamiento durante su vida laboral.

En cuanto a SATURNA, llegó a sus oídos lo que su marido “hacía por las calles”. Después de una ingrata y tempestuosa broca entre los dos veteranos esposos, decidieron hacer vida separada, aunque por motivos económicos sieguen compartiendo la misma vivienda, debidamente “parcelada”, sin dirigirse la palabra. Ante sus amigas, esta ingrata mujer, con una falta de caridad y comprensión incalificable, comenta con sus “retorcidas y criticonas amigas: “Mi ex ha perdido completamente la cabeza. Es un fantoche que se comporta sin el menor pudor. Con ayuda de unos albañiles hemos dividido el piso en dos pequeños apartamentos. Sólo con verle tengo que tomarme el tranquilizante que me han recetado en el ambulatorio”.

La enseñanza de esta curiosa historia es muy sencilla y profunda al tiempo: “No dejes para más tarde, lo que puedas gozar o realizar ahora. Vive el momento, así serás más feliz en esta complicada y tantas veces irracional aventura”. -     

 

UN VETERANO

JUGLAR CALLEJERO

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 08 noviembre 2024

                                                                                                                                                                                                                               

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viernes, 1 de noviembre de 2024

CARTAS AL VIENTO

 

Determinados comportamientos y respuestas de la ciudadanía suelen provocar nuestro asombro, divertimento o pesar, según los casos. Esas actitudes, que podemos calificar de insólitas, curiosas o simplemente raras generan, lógicamente, nuestro interés por conocer y entender algunos de sus fundamentos o el por qué han motivado su puesta en acción y desarrollo. Son acciones que conocemos generalmente a través de los medios de comunicación, pero también tienen lugar muy cerca de nuestro privativo o pequeño mundo, protagonizadas por la vecindad, por nuestros compañeros de trabajo, por los amigos e incluso por miembros de nuestra propia genealogía familiar. El relato que a continuación se narra se inserta en este planteamiento introductorio.

¿Quién es el protagonista de esta curiosa historia? En la pila bautismal y el Registro Civil recibió el nombre de LEO Almansa Revilla. ¿Leopoldo, Leandro, Leovigildo, León, Leonardo, Leocadio …? Sus padres, unos humildes tenderos, que poseían una tienda de “ultramarinos” y productos para casi todo, vivían y tenían su comercio ubicado en la zona del antiguo centro antiguo de la capital malagueña, pensaron en San Leandro. Alguien les comentó que este santo del cielo era muy milagrero y querían lo mejor para su único descendiente que la vida, finalmente, les iba a proporcionar.

Regular estudiante, Leo casó con una vecina del barrio, llamada ALFONSA y ambos llevaron el negocio de la tiendecita CASA MANOLO durante décadas, pues sus padres tuvieron la descendencia siendo ya mayores y necesitaban descansar, después de una vida sacrificada para el trabajo. El destino no quiso ser generoso con esta familia. Los padres de Leandro, Manuel y Rafaela se “marcharon” pronto al cielo, seguramente porque en su humilde existencia no habían cometido falta alguna, ya que eran la bondad personificada. Tampoco su hijo podía imaginar que Alfonsa se “hartara” “literalmente” de él, en un aciago día, por tener un marido “plano, aburrido y sin gracia con el que había convivido los mejores años de su existencia. En el momento en que Leo había cumplido los 65, decidió traspasar la tienda, obteniendo un capital que repartió con Alfonsa, quien con esa dote decidió irse a vivir con una prima hermana, que estaba bien “colocada” en Barcelona, trabajando en la casa de unos “señores bien”.

El resultado de todo este trasiego familiar es que Leandro se quedó sumido en la más profunda soledad, sin hijos, sin esposa, sin hermanos y sin padres. La acre soledad que castigaba a esta buena persona la asumía con gran dificultad y nunca se arrepintió más de haber traspasado su tienda, actividad que lo distraía y bien llenaba su vida. Es uno de esos errores que se cometen sin saber exactamente el por qué. Esa desacertada decisión había vaciado, con las circunstancias colaterales, sus horas del día.

El solitario ex tendero residía en un vetusto piso de reducidas dimensiones ubicado en la estrecha y en, aquellos años sesenta, comercial calle de Andrés Pérez, a pocos pasos de la iglesia de los Santos Mártires, Ciriaco y Paula. Trataba de organizar su vida, tras el abandono de “su Alfonsa” con esas pequeñas cosas que ayudan a digerir el trauma de la soledad. Tenía dinero para ir al cine (Avenida, Málaga Cinema, Principal, Andalucía, aunque también visitaba el Capitol y el Duque, aunque en estas salas las chinches molestaban lo suyo. No era lector y en esos años 60 todavía no estaba convencido de que la llegada de la televisión fuera la solución a su aburrimiento. Al final decidió comprarse un aparato de televisión, en el comercio de Enrico Radio, pero la única cadena que emitía tampoco podía tapar esa soledad física y anímica que soportaba.   

Una noche, viendo una película de náufrago, se le ocurrió la idea de las cartas, enviadas no en una botella como el protagonista de la película, pero si en el buzón de correos, con destino “desconocido”.   No conocía, obviamente, a quién se las remitía, pero tenía fe en que algún día obtendría respuesta. El plan consistía en que cada siete días enviaría una carta a un nombre que se inventaba y a una dirección postal que sólo estaba en su imaginación. Hasta ese punto llega la soledad en la ansiedad personal. Cada viernes compraba papel y sobre, en el estanco de la señora REMEDIOS, redactando por las noches hermosas misivas, en las que se presentaba como ese amigo con el que muchos desearíamos disfrutar, comentando como le había ido la semana: la película que había visto, los paseos que había realizado, algunas anécdotas curiosas o simpáticas que había presenciado, siempre comentándolas con generosa humanidad. También narraba algún enfado vecinal, el siempre recurso del estado del tiempo meteorológico, alguna comida disfrutada o elaborada en el “laboratorio de la cocina, no faltando aquella noticia sobresaliente de actualidad, escuchada en la radio o en el telediario. A veces comentaba esa visita médica realizada, con los achaques propios de la edad.

Cuando llegaba el lunes, pasaba por el estanco de la Sra. Remedios, a fin de franquear la carta de la semana con el sello engomado, timbre de correos con la imagen del general Franco, ya entrado en años. El estanco de tabacos y franqueos estaba ubicado muy cerca de su domicilio, en la Plaza de los Santos Mártires, con el beneficio de que la estanquera disponía, en el muro lateral de la puerta del local, de un pequeño buzón de Correos en donde cómodamente podía echar las cartas, con ese horario de recogida de lunes a viernes, sobre las 17 horas. Doña Remedios, viuda de guerra, gustaba mucho de los chascarrillos para aliviar el aburrimiento de muchas horas tras el mostrador, desde el que atendía a la habitual y fiel clientela. Por supuesto que la buena señora echaba su ratito con don Leandro. Con gracejo andaluz, cuando lo veía llegar cada lunes para “echar” la carta (o los viernes para comprar papel y sobre) con “pícaro retintín le decía: 

“¡Ay, vecino, ya venimos por el papel y sobre, para enviarlo a esa dichosa afortunada! Porque Vd. sin duda, es una persona buena, respetable y cualquier mujer se sentiría honrada con recibir sus siempre sensatas palabras”.

Leo respondía con una sonrisa. “Señora Remedios, Vd. siempre tan amable, me halaga con sus bellas palabras”. Como la escena se repetía cada semana, leo se sintió obligado a comentar a su vecina el motivo de todas esas cartas, que escribía y enviaba.

“Se lo voy a explicar, porque Vd. me inspira mucha confianza. Mi vida en soledad no es fácil de sobrellevar. No sólo echo en falta a mis añorados padres e incluso a mi ex, quien decidió apartarse de mi porque decía que se sentía infeliz y sin motivación viviendo junto a mí. No sabe cuánto echo de menos a mi tiendecita, tanto nos ha dado para vivir y entretener el tiempo de las horas del día. Se me ocurrió, tras ver una película de un náufrago que pedía ayuda con una hoja dentro de una botella, que también yo podía hacer lo mismo. Mi carta va en un sobre, debidamente franqueado y no en una botella. Le escribo a una persona y dirección imaginaria. Es mi amigo o amiga, aunque no los conozco. Como las cartas van con remite, me son devueltas con el sello de tampón que dice DESCONOCIDO. Así me entretengo y me ayuda a sobrellevar mejor la soledad. Comprendo que mi comportamiento se puede entender como una chiquillada, pero me ayuda y no hago mal a nadie”.

Su también veterana interlocutora, intensamente emocionada, entró en la trastienda en donde tenía su propia vivienda y le preparó, con rápida destreza una humeante taza de café, que Leandro tomó con placer y agradecimiento.

Y la vida seguía, para este ahora solitario y antiguo tendero en la popular tienda de Manolo. La costumbre de los envíos epistolares continuaba con el mismo ritmo y cadencia semana tras semana. Viernes y lunes, Leandro aparecía por la puerta del estanco para comprar los materiales de su ilusión, que después enviaría por los libres caminos del viento y los deseos. Durante el fin de semana escribía esa entrañable y amistosa carta, mediante la cual dialogaba con ese amigo o amiga ignoto o imaginario, narrando esas pequeñeces y grandezas que nos hermanan y hacen digerible la vida. Entre esos lúcidos párrafos, florecían esos educados interrogantes acerca de cómo le había resultado la semana a ese “asombrado” receptor, sumido en el misterio de los comportamientos humanos para la necesidad. Buscaba un nombre atractivo para el contenido de lo que había escrito, con su voluntariedad creativa pidiendo, con humildad y sencillez, eso tan complicado para muchos como es la amistad. Nombre y apellidos, a los que había que sumar el nombre de una calle con muchas puertas y números, para facilitar la receptividad. El lunes franqueaba la misiva, con el aval de la imagen de un caudillo cada vez más envejecido, por las leyes del tiempo natural. La sonrisa cómplice de doña Remedios, cuando observaba el gesto de su vecino introduciendo el sobre en el buzón receptor de correspondencia, aportaba confianza, esperanza y seguridad de que aquella carta ¡esta vez iba a llegar!

Normalmente era al lunes siguiente, cuando don PRUDENCIO, un paciente y bondadoso emisario de la cartería, introducía la misiva devuelta en el buzón de Leandro, en calle Andrés Pérez, con el sello descorazonador y estampado de DESCONOCIDO. El veterano cartero hacía honor u homenaje a su nombre y aunque captaba que tantas cartas devueltas, cada semana, no era una situación lógica o racional, evitaba hacer comentario alguno cuando en ocasiones entregaba la carta devuelta al propio remitente en persona.

Verdaderamente, este comportamiento del antiguo tendero era un caso propicio para ser tratado por un titulado especialista en psicología o incluso psiquiatría, para reconducir la salud mental. Sin embargo, Leo (como muchos, desde siempre, lo habían llamado) se sentía feliz con este juego, tal vez infantil o producto de una especial necesidad. Con él ejercitaba su imaginación, fomentaba la ilusión y sosegaba, con humana resignación, el vacío en que sumía su acre soledad, en la sociedad hispana y malacitana de los años sesenta.

 

Y lo que sucedió un día, que Leandro Almansa nunca olvidará, fue producto del azar, la suerte o la sutileza milagrosa de un destino críptico y “juguetón” para las potencialidades humanas. El impacto emocional que este pobre hombre recibió nunca lo pudo imaginar.

Su misiva, esta vez a una tal AURORI Felices, en la ovetense calle de las Tenderinas, ¡venía con respuesta! Se identificaba como una señora, también jubilada, con unos tres años menos que Leandro. Se había producido el milagro de la respuesta. Y no solo sucedió una vez, sino que fueron hasta siete las cartas, siete semanas, en las se cruzaron mensajes de amistad, comprensión y cariño. La felicidad de este malagueño era inenarrable. Incluso doña Remedios, al verlo tan vitalizado, repetía, una y otra vez, “este hombre parece otro. Te veo, vecino y amigo, totalmente transformado. Tu rostro rebosa felicidad. Da gusto verte con esa grata expresividad. Ya me dará algunos datos de esa afortunada que tanto te está aportando”. Efectivamente, su travieso comportamiento había generado una gran amiga, en la otra costa del norte peninsular español. Se hablaban de sus cosas, de sus ilusiones, anhelos y percepciones íntimas en dos vidas, que recorrían el incierto y complejo camino de la ancianidad.

Pero la respuesta a la carta número ocho ya no llegó. Leandro insistía con sus misivas, siempre a esa dirección afortunada en el Principado de Asturias. Pero todas las cartas que escribió, a partir de ese infausto correo número ocho vinieron devueltas. Este no fue el último golpe anímico que recibió. Paralelamente a la interrupción de los correos, coincidió con que la estanquera Remedios dejó de abrir su negocio de tabacos y franqueos. Unas vecinas le confirmaron que el alma de esta señora había viajado a los reinos celestiales. Su pesar ante tanto infortunio era bien profundo. Buen sobresalto se llevó el tendero jubilado cuando una mañana comprobó que el estanco había abierto sus puertas de nuevo. Muy nervioso entró en el local, pero detrás del mostrador había un hombre de mediana edad. Tras preguntarle, el nuevo propietario del negocio resultó ser el sobrino de su fallecida amiga y vecina.  

Un tanto desesperado ante la nueva situación tan desafortunada que vivía, fue a una agencia de viajes para que le prepararan un largo desplazamiento a la capital del Principado asturiano. En una semana pudo emprender el largo viaje, en un vagón de tercera. Nada más descansar en el hotel de destino, tomó un autobúa para que lo trasladara a la calle de las Tenderinas, al número correspondiente en el que entendía vivía su gran amiga y “amor” Aurori. Cuando el taxista lo dejó delante del número 64, comprobó que se trataba de un bloque de vecinos, con una arquitectura de 9 plantas. Por fortuna, dicho bloque contaba con los servicios de un portero. Preguntó en qué piso vivía Aurori Felices. El conserje, un hombre con muchos años trabajando en dicho bloque le aseguró que allí no vivía nadie con ese nombre. Preguntó en los bloques de pisos vecinos y en ningún buzón de correspondencia aparecía escrito dicho nombre. Después de un par de días indagando y preguntando, tomó la decisión de volver a tomar el tren, para volver a su ciudad natal.

En ese amargo viaje de vuelta, se preguntaba repetidas veces qué había pasado, para “perder la realidad” de esa persona que durante un par de meses tanto había influido en su vida. Ya en Málaga, aquella noche mientras descansaba se despertó sobresaltado en varias ocasiones. Pensaba, una y otra vez, en Remedios y en Aurori. Desde los espacios celestiales, el alma de la veterana estanquera sonreía. Y se decía “al menos pude hacer feliz, durante unas semanas y con la colaboración generosa del bueno de Prudencio, a este buen vecino y amigo, quien soportaba una soledad tan amarga y cruel, en esa etapa de la vida tan difícil y complicada como es la ancianidad”. -

 

 

CARTAS AL VIENTO

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 01 noviembre 2024

                                                                                                                                                                                                  

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