viernes, 19 de mayo de 2023

FRIDA, EN SU REALIDAD DE LA NOCHE.

A lo largo del día, podemos relacionarnos con muchas personas. Son aquéllas que habitan en nuestro bloque de viviendas o forman parte del amplio vecindario que conforma el barrio o zona en donde residimos. También hay que sumar el grupo de compañeros, que forman parte de nuestro ámbito laboral. No olvidemos tampoco a nuestros familiares y a los profesionales de los comercios u organismos que solemos visitar. Y así un largo etc. En general, tenemos una imagen formada y un conocimiento, básico o más detallado, de la mayoría de estas personas con las que convivimos en el día a día. Dicho de otro modo, identificamos a cada uno de nuestros familiares, amigos, vecinos, profesionales y compañeros con una serie de rasgos, datos que los individualizan y ubican perfectamente en un determinado lugar o espacio de nuestra preferencia y receptividad. Sus caracteres externos se hallan “dibujados” y perfectamente organizados en nuestro conocimiento. Pero la prudencia y experiencia nos aconseja considerar que toda persona tiene caracteres o planos “desconocidos” para nosotros, pues éstos forman parte, lógicamente, de su legítima e irrenunciable privacidad. En ocasiones solemos manifestar, con “infantil” arrogancia, “conozco muy bien a ese vecino, compañero o amigo. Lo tengo muy bien identificado, ya que lo conozco y trato desde hace muchos años”. ¿Pero, hasta dónde llega ese conocimiento que nos ufanamos en presumir? En este contexto se inserta nuestra historia de esta semana.

En la facultad de Derecho cumple horario laboral, desde hace más de tres lustros, un bedel de plantilla, llamado GREGORIO LISADRA. Este auxiliar por oposición (P.A.S. personal de administración y servicios) antes de vincularse con la institución académica, había estado largos años contratado como eventual en la red de bibliotecas públicas municipales. Con decisión y esfuerzo, mejoró en estabilidad cuando pudo hacer el cambio hacia el campus universitario de Teatinos. Gregorio está casado con HERMINIA, siempre asumiendo y entregada a sus labores de casa. El único hijo que tuvieron en su unión matrimonial, CARMELO, para alegría de sus progenitores está bien “colocado”. Casado y con dos niñas, ejerce como número de la Guardia Civil, estando destinado en la actualidad en el cuartel de la benemérita de la localidad cordobesa de Montilla.

En el barrio de la Victoria, donde este ejemplar y recto matrimonio tiene su piso, la imagen de este trabajador de la universidad, junto a su señora, se ha identificado y señalado desde “siempre” como un vecino de acendrada formalidad, rectitud y religiosidad. Sus compañeros de trabajo en la facultad, tanto los PAS como los PDI (personal docente investigador: catedráticos, profesores titulares, contratados, becarios, ayudantes) tienen a Gregorio en gran estima, positiva consideración que se une a un cierto respeto o “temor” en base a su seriedad de carácter. Su forma de ser es bastante seria y austera, siendo a veces escasamente comunicativo, pero, por fortuna, siempre aplica una extremada rectitud y responsabilidad en el cumplimiento de sus no complicadas obligaciones. Se le reconoce y valora su corrección y generosidad en la ayuda que siempre suele prestar en la necesidad. Esos compañeros comprenden y aceptan su mentalidad intensamente conservadora y religiosa, pues conocen la colaboración que presta en los oficios litúrgicos de su parroquia. Se “sospecha” que es persona de comunión diaria, un mucho “beato”, al igual que su mujer doña Herminia. Aplicando una cierta burlona comicidad, siempre en los parámetros cariñosos de la amistad, hace tiempo que le pusieron un “mote” que se va manteniendo en ese secreto que todos conocen. Le llaman “el sacristán”, apelativo que él simula desconocer y que lo acepta con resignación fraternal, entendiéndolo como la espontánea salida de sus compañeros más jóvenes, siempre abiertos a los chascarrillos y a la risa fácil.

En ocasiones, sus compañeros de facultad le han invitado para que asista con su mujer a diversas celebraciones, ya sean cumpleaños, bautizos o alguna fiesta de facultad. Pero él siempre declina estos ofrecimientos, agradeciendo con amabilidad esos gestos de confraternización “Perdona o entiéndeme. Mi carácter no va con esos “saraos” o fiestas. Soy así, ya me conoces, una persona muy tranquila”. Obviamente, los profesores y catedráticos de la facultad también conocen esta forma de ser del cumplidor auxiliar, valorando y aplaudiendo su rectitud y servicio en el cumplimiento de sus deberes, siempre bajo esa “máscara” de persona seria, taciturna y celoso de su privacidad que aplica desde que entra a trabajar en el establecimiento universitario. En definitiva, es un personaje “intachable” desde el punto de vista laboral, aunque en lo privado habría que calificarle como raro, “misterioso”, atípico. Una de esas personas extrañas que hay que aceptarlas tal y como son, sin entrar en más polémicas ni fáciles chascarrillos.

Un fin de semana de mayo, concretamente para la tarde/noche del sábado, D. SERVANDO del Morral, catedrático de derecho procesal, junto a su mujer Brígida Aliaga, habían concertado salir a cenar con D. FIRMINIO Real, catedrático de derecho canónico (antiguo jesuita secularizado) y su señora Pitita Venecia, profesores universitarios que mantienen una fuerte amistad. Ambos compañeros de la docencia son de la misma generación y están prestos a llegar a su sexta década vital. La relación entre sus respectivas cónyuges es también muy estrecha. Entre Brígida y Pitita desde hace tiempo hay una gran y fraternal connivencia. Suelen salir juntas de compras, también a merendar, momentos en los que las dos mujeres dialogan con franca y grata amistad. En realidad, eran ellas las que casi siempre propician esas agradables salidas a cenar y en las que sus palabras fluyen de continuo, ante la miradas comprensivas e insufribles de sus respectivos maridos.

Para la cena de ese sábado primaveral, Servando (sabía que en esta ocasión le tocaba invitar a él) había reservado mesa en un restaurante bien recomendado en Internet, selecto establecimiento denominado El FOGÓN DE FLAVIO, en donde garantizaban unas carnes a la plancha, exquisitamente adobadas con las hierbas silvestres recogidas en la naturaleza próxima de la zona alta marbellí. El coste del menú individual alcanzaba casi los tres dígitos, pero la calidad de su aromático y suculento contenido era incontestable. El ágape restaurador transcurrió como ya era habitual, en un ambiente de franca y muy grata camaradería. Deliciosa carne, buenas ensaladas y “apasionados” postres para unos estómagos golosos, como eran los de ambos caballeros, según reflejaban los muchos centímetros de sus generosos diámetros ventrales. Por supuesto, el riego de los densos y morados caldos riojanos había hidratado los cuerpos y exaltado oníricamente los ánimos de los cuatro veteranos comensales.

La cena había finalizado sobre las 22:45. La noche estaba artísticamente dibujada con las preciosas pinceladas térmicas de un cielo sembrado de brillantes y juguetonas estrellas. A pesar de sus “maduras” cronologías, las dos parejas se sentían con fuerzas suficientes para proseguir esa “rejuvenecedora” escapada del “finde”. Habían viajado a la cosmopolita localidad de la milla de oro en el Audi de Servando, el galante anfitrión de la noche. Así que antes de levantarse de la mesa, éste propuso elegir algún sitio afortunado o “picarón”, tipo tablao, sala de fiesta, para tomar esa copa embriagadora, avalada por algún espectáculo para sustentar la “infantil” distracción. “Es bueno cargar bien las pilas orgánicas, para afrontar mejor la dureza y rutina de la semana. Le voy a preguntar al maître y propietario Flavio, si nos recomienda algún sitio divertido, pero con clase, para acabar bien esta noche, que siempre deseamos sea inolvidable”.

Efectivamente, el solícito propietario del selecto restaurante no defraudó los deseos de los integrantes de la mesa catorce, complaciendo los requerimientos del profesor universitario de 59 años.

“Por supuesto, sé lo que necesitan para completar con sana alegría esta espléndida noche que se han regalado, con una meteorología sin igual. A mis distinguidos comensales les sugeriría una bien recomendaba sala de fiestas, de reconocido prestigio en la zona, denominada EL AULLIDO DEL LOBO. Está relativamente cerca de aquí. Les aseguro que localizarla es fácil, no tiene pérdida. Suben a su flamante vehículo y se acercan a Puerto Banús. Antes de entrar en la zona portuaria, giran hacia la derecha y se encuentran una carreterita algo terriza que les conducirá (con la ayuda de un gran poste anunciador, con la figura de un lobo mirando al cielo con rostro burlón) a ese bien iluminado y dibujado local de vivos colores, para el divertimento y la ilusión. En resumen, se encuentran a no más de un par de km de ese atrayente espacio, en el que no tendrán dificultad para aparcar el coche. En una sala de fiestas que recibe un público muy consolidado para disfrutar de manera desinhibida a lo largo de la madrugada (cierran a partir de las seis, en el amanecer). Allí encontrarán todo tipo de espectáculos: Karaokes, monólogos, gags, mimos atrevidos, baile flamenco (en su origen fue un famoso tablao, titulado la Cueva del lobo). Y lo más atrayente, es lo que ofrecen a la hora bruja, entre las dos y las tres. (Los ojos pillines de teatrero Flavio brillaban en ese instante como unas baratijas modestas de imitación joyera). Me refiero a la sesión de striptease, que a todos emociona, escenificación por supuesto de buen gusto. A esa hora siempre se reparte chocolate caliente, bien mezclado con un licor exclusivo, para hacer juego con otras calenturas corporales. No se van a arrepentir, si deciden darse una vuelta por allí. Se los aseguro”. 

Pitita y Brígida se miraron e intercambiaron unas nerviosas sonrisas. Estaban verdaderamente azoradas, pero con ese retintín atrayente y miedoso de experimentar algo nuevo en sus normalizadas y aburridas existencias. Firminio opuso algún reparo en acudir a semejante “antro”, como no dudaba sería ese alarido o aullido lobezno. Pero al fin fue convencido por su amigo, el catedrático de procesal “total Firmio, una noche, es una noche”.

Como calculaba Flavio, en no más de veinte minutos estaban las dos parejas delante de un cutre local, iluminado con cálidas luces sensuales y pintado con colores “molestamente” chillones, muy llamativo, pero de precario y decadente gusto. En la puerta, vistiendo un llamativo y ajado uniforme, que parecía sacado de una tienda de disfraces baratos, el orondo conserje, tocado de una alta gorra adornada de pequeños aditamentos de cristal y latón, vestimenta que parecía proceder de los oficiales nazis de la 2ª Guerra Mundial. En lo alto de un no muy elevado palistroque, el aupado lobo con ese su aullido que miraba con fiera audacia al cielo. La imagen que el local sugería era la de un burdel de baja estofa, un lugar de citas y prostitución o todo lo más un somnoliento y triste “puticlub” de carretera.

Penetraron al interior del no muy espacioso establecimiento y con presteza la camarera Lili los condujo a una mesa cercana al escenario. El local estaba casi repleto de asistentes y con la atmósfera densamente viciada por el aroma sudoroso a grasienta humanidad. En ese momento, estaba desarrollándose una sesión de “premios” karaoke. En el tablado, sucio y descolorido por las pisadas y el taconeo del escenario, un señor mayor, calvo pero con una poblada barba, tocado con sombrero vaquero que le quedaba pequeño, pantalones ceñidos y botos muy bien lustrados, aparentando ser un fornido vaquero del viejo oeste, trataba de cantar, con manifiesto desafino y garganta alcoholizada y carrasposa, una antigua canción del género country en la América profunda.

Pidieron cuatro copas de Baileys con hielo, que fueron servidas con prontitud. Otra camarera, muy ligeramente vestida, entregó a las dos señoras sendos claveles rosas, que agradecieron con la sonrisa del bienestar. Tras el karaoke, continuó una actuación flamenca, con guitarra, baile y sonoro zapateado. Cuando el amplio contenido de las copas había desaparecido, debido al climax emocional que los cuatro clientes protagonizaban, Lili, con proverbial presteza, les recomendó el cocktail especialidad “de la casa”. Como no podía ser de otra manera, ese brebaje tenía por nombre el Aullido del lobo. Sobre una base de licor de naranja, parece ser le habían añadido una buena “dosis” o “lingotazo” de algo que podría ser vodka, esencia de mejorana y unas alegres bolitas congeladas de agua de rosas. El sabor picante que además tenía era de procedencia indescifrable. Los estómagos, no habituados, de los cuatro selectos clientes (el local se había ya prácticamente llenado) comenzaron a dar avisos de severas averías, que exigieron urgentes desplazamientos a los “sexualmente” decorados lavabos

La noche seguía y a eso de las dos y pico de la madrugada, después de escuchar un divertido monólogo de Mateo “el Cabrero” decidieron que ya era suficiente, había que poner fin a la velada. Pero Lili, siempre atenta y solícita, les rogó que esperasen, pues estaba a punto de comenzar la gran atracción, largamente esperada, de todas las noches. FRIDA´S SENSUALLI, el valorado y relamido striptease.

Sobre las tablas gastadas del escenario aparecía una esperpéntica mujer, así vestida, aunque era obvio que se trataba de un travesti bien relleno de cuerpo. Caminaba despacio, contorneando su grasienta y muy cremada figura, vestida al principio con un llamativo atuendo de intensos y básicos colores, adornado con collares de pesadas y largas cuentas, además de remaches, cristales brillantes y latones que simulaban la casaca castrense de una alta autoridad militar. Se cubría el rostro con una máscara anacarada que brillaba de continuo por los reflejos incidentes de los cañones de luces sobre su “patética” figura. La cara enmascarada dejaba ver una larga melena rubia (probablemente postiza) que volaba al aire con los suaves movimientos rítmicos de la “provocadora” artista. Una sensual música sonaba a través de los potentes bafles colocados en oportunos lugares de una sala con perímetro constructivo intencionalmente acorazonado. Frida, con estudiada lentitud escénica y al ritmo acompasado de los sonidos que se mezclaban con el “bombardeo” de luces de todos los colores, iba despojándose de sus finos o más toscos atuendos. A pesar de las medías rosadas que llevaba, las pantorrillas de la contorsionista striptease revelaban que la tal Frida gozaba de un fornido cuerpo masculino, entre las risas, comentarios obscenos y chirigotas de un “baboso” y excitado respetable, con la sangre ardiente y bastante alcoholizada.

Firminio cerraba los ojos ante el patético espectáculo que presenciaba. Servando hacía como si estuviese sonriendo, mientras a su mujer se la veía entusiasmada con ese color anímico que estaba recibiendo en esa diferente noche de sábado. Y es que el “cuerpazo” de Frida motivaba la comicidad, el choteo, las bromas e incluso el comentario lastimero del insólito esperpento representado en el aullido del lobo. Por fin, a redoble de tambor (tocado por una señora de muchos años, pequeña y piel muy curtida con rostro cansado y presa del sueño) llegó el “ansiado” momento en que la artista desvelara su rostro que ocultaba tras la misteriosa máscara plateada y anacarada. En aquel momento sólo cubría su cuerpo con unas bragas rojas que denotaban los signos volumétricos de la “masculinidad” y una suave y glamourosa camiseta estampada de corazones. Un ooohhhhooo del público retumbó en la sala. La imagen confirmaba la figura obvia de un hombre, de cierta edad. A pesar de las capas de maquillaje que trataban de disimular su recia epidermis, el rostro sonriente del ignoto personaje estuvo a punto de provocar sendos “síncopes” en los dos catedráticos que, a duras penas, trataban de apurar el bombazo del cocktail, marca de la casa. Efectivamente el personaje que representaba el striptease no era otro que ¡Gregorio, el “sacristán”, bedel de seria y comedida austeridad semanal! Estas insólitas coincidencias solo las podría explicar un destino o azar juguetón, caprichoso y travieso … maquiavélico.

Firminio se cubrió el rostro con ambas manos, tras constatar la real personalidad de Frida. No quería ver lo que sus ojos le mostraban. Tras unos segundos, miró a Servando, cuyo rostro se había emblanquecido, a pesar de la explosiva pócima que trataba de beber. Frida saludaba contorneando su mullida anatomía, entre el hazmerreír y el choteo de un público enfebrecido por el alcohol y la sensualidad. De inmediato, Servando abonó a Lili los 150 euros de la mesa y con voz autoritaria dijo sin dudar ¡Vámonos! Mientras tanto, algunos asistentes introducían billetes de propina en el pecho peludo del patético artista travestido. Cuando las dos parejas abandonaban la sala, Frida al fin reconoció a esos dos clientes, ilustres y respetados profesores con los que, desde su puesto auxiliar, trabajaba de lunes a viernes en la académica facultad de leyes.  

Durante ese domingo de mayo, los cinco protagonistas de este peculiar episodio dedicaron importantes minutos al pensamiento y al análisis de su estancia en la sala de fiestas El Aullido del Lobo. Los tres más directos implicados coincidían, en sus íntimas reflexiones, en que lo mejor era no remover más un asunto en sumo “incómodo” y desagradable por todos los ángulos que se considerase. El principal actor protagonista de los hechos, el auxiliar Gregorio Lisadra eludió de inmediato la conveniencia de dar una “difícil” o imposible explicación a los dos cualificados profesores, ante un comportamiento que afectaba legítimamente a su más celosa privacidad. Esa duplicidad de carácter que en su vida exhibía tenía su origen en una genética complicada y cruel que, desde pequeño, hubo de afrontar con más o menos sacrificio y eficacia, ante la dura incomprensión, disimulo o intolerancia familiar y social.  Los dos profesores consideraron, a título individual y después cuando hablaron telefónicamente, que lo “menos lesivo” para la buena atmósfera social y relacional de la facultad era “correr un tupido velo” con respecto al comportamiento “más o menos” privado del auxiliar de administración y servicios. Tanto Brígida como Pitita evitaron preguntar a sus maridos acerca del acelerado abandono de la sala de fiestas, tal vez porque asumían de que la visita al peculiar “antro” no había sido una decisión afortunada, después de una cena tan cordial y suculenta. Sin embargo, a una y otra mujer no se les ocultaba ese detalle de que la marcha de las dos parejas se precipitó en el momento en que la travesti Frida, como ellas la denominaban, se quitó la careta para desvelar los rasgos faciales que la identificaban. ¿Había algún conocimiento o relación entre esa persona y sus respectivos esposos? En todo caso evitaron o no quisieron ahondar más en el turbio asunto. Era más prudente, era mejor olvidar ese aventurero “fin de fiesta” sabatino. En otra ocasión habría que saber elegir mejor.

Y llegó el lunes, con la vuelta a las clases. Los tres “implicados” en verdad recelaban del temido reencuentro. El primero que llegó al centro universitario fue el propio conserje, siempre madrugador. Las puertas del centro se abrieron a las 8 en punto de la mañana. Pero desde las 7:30 Gregorio, el “sacristán” ya estaba en su puesto de trabajo, ordenando unas carpetas con materiales que había que llevar a diversos departamentos y a la propia biblioteca. Unos minutos más tarde de las ocho (las clases comenzaban a las 8:30) llegó el catedrático de derecho procesal quien sin apenas mirar al interior de la casetilla del conserje y a paso marcial (era hijo de un comandante del cuerpo de infantería) se limitó a decir, con voz que sonaba un tanto “imperativa” ¡Buenos días! Frío, glacial saludo que fue correspondido desde el interior del habitáculo con la servicial voz de “¡siempre a sus órdenes, don Servando!”. Unos minutos después fue el catedrático de derecho canónico quien pasó por delante de la caseta de conserjería. El antiguo miembro de la Compañía de Jesús musitó unas palabras en voz baja, mirando con fijeza impertinente al servicial y “enrojecido” bedel, quien levantándose de su silla respondió con una forzada inclinación del torso y cabeza, impulsivo movimiento que estuvo a punto de hacerle caer a las no bien limpiadas losetas del pavimento. Las palabras que, al tiempo, expresó el modesto auxiliar fueron simplemente “don Firminio” como en los saludos del oeste americano. Y la vida continuó sin más.

Este muy curioso episodio, al que se puede calificar de insólito, increíble, inesperado, sorprendente, pone de manifiesto cómo muy cerca de nuestro “pequeño y ridículo mundo”, en el ambiente relacional en que estamos inmersos, puede haber, tiene que haber, duplicidades de caracteres en muchas de esas personas que integran el cuerpo social. Ya no sólo formas de ser ocultas o mejor o peor disimuladas, sino en comportamientos integrados en respuestas sorprendentes para el entono convivencial que difícilmente salen a la luz. Esas respuestas no aparecen con más frecuencia en el espejo natural debido a que el valor de la tolerancia no está bien arraigado en las mentalidades colectivas e individuales. Esa cruel intolerancia hacia lo diferente, que provoca tanto estupor y escándalo en nuestras turbias hipocresías, es una asignatura pendiente que al paso de las décadas sigue sin resolverse. El mundo que los ortodoxos de la “pureza” quieren imponer a los que sienten y piensan en diferente, es la injusta y forzada brutalidad que las sociedades siguen sin resolver
en muchos de sus integrantes. Y nos preguntamos ¿No serán ellos, realmente, los heterodoxos de la libertad y del respeto a los demás?   

 

 

FRIDA,

EN SU REALIDAD DE LA NOCHE

 

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 19 mayo 202

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