Sábado de marzo, a pocos días del inicio oficial de la primavera meteorológica. EUGENIO LANZAS guardaba cola, desde las 18 horas, para la primera representación de un sorprendente espectáculo teatral. En esta obra titulada MAÑANA ES HOY, escrita por el dramaturgo Carlos Apiello, todos los “actores” que iban a pisar las tablas del escenario eran figuras destacadas de la clase política, pertenecientes (lo cual era un logro verdaderamente insólito) a diferentes agrupaciones partidistas del espectro ideológico español. Esta representación dramática, que estaba programada durante ocho sábados sucesivos en el madrileño teatro Lope de Vega, tenía como fin la recaudación de unos fondos que iban a ser destinados (junto a otras aportaciones) para la fundación de un patronato social, cuyo primer objetivo sería la construcción de un gran centro residencial para políticos jubilados, que superaran los 70 años y que se encontraran en situación extrema en su disponibilidad económica y de salud. La entrada única, en la que no habría localidades numeradas, tenía un costo de 80 euros.
La circunstancia de no haber asientos reservados, al comprar la localidad, obligaba a que los espectadores tuvieran que desplazarse al teatro con una prudente antelación, con respecto a la hora en que se iban a abrir las puertas del “coliseo” teatral, si se pretendía obtener un buen sitio, desde el que poder disfrutar con la interpretación de estos peculiares actores. Eugenio había podido comprar una entrada para ese primer sábado, de los ocho en que la obra iba a estar puesta en cartel. A este fin, se desplazó al este magnífico teatro, situado en el número 57 de la céntrica y siempre populosa Gran Vía de Madrid, con más de una hora de adelanto con respecto al horario anunciado (7 de la tarde) para la apertura de las puertas del magno centro cultural. Según se podía ver en la taquilla, las localidades (el teatro tenía un aforo de 1453 butacas) para este primer espectáculo estaban agotadas desde hacía semanas.
“Qué mayor “placer” poder ver, actuando en el escenario, a muy conocidas figuras del partidismo político hispano, en “buena armonía interpretativa, durante ocho sábados de primavera, con una admirable finalidad: la de ayudar a muchos servidores públicos que en la vejez se encontraran en una situación de precariedad, no sólo física y anímica, sino sobre todo económica.”
Así pensaba este cualificado espectador llamado Eugenio Lanzas. Se había puesto en cola una hora y media antes de iniciarse la representación. Pero ¿quién era este ciudadano que, como otros muchos, acudía con especial interés a este gran espectáculo del arte de Talía?
Eugenio Lanzas, 53 años, es un afamado escritor de novelas, algunas de las cuales han sido “best sellers” en los escaparates de las librerías. Es también un “agresivo” y perspicaz articulista, que publica sus trabajos en un prestigioso periódico de centro izquierda, en su línea editorial, con difusión nacional e incluso internacional. Se encuentra separado de su mujer Nuria, desvinculación matrimonial que se produjo hace unos tres lustros. Nunca ha pensado en volver a pasar por la vicaría o el registro civil, aunque suele ufanarse de mantener relaciones afectivas con distintas parejas, cuidando como regla fundamental que esas uniones temporales no superen el período límite de tres semanas, ya que es un ferviente amante de la variedad relacional. Con Nuria tuvo un hijo, Gregor, que acaba de cumplir los 22, y que también, desde hace años, no quiere saber nada acerca de ese padre famoso que, con su madre, le trajo a la vida. Estudia en la facultad de bellas artes y colabora con una galería de pintura, gracias a la influencia y amistad de su padre, aunque el joven no tiene conocimiento de este hecho. El prolífico escritor reside en un antiguo pero señorial piso del Paseo de la Castellana, 8ª planta, con estupendas vistas a la ciudad y no lejos del gran estadio de fútbol del R. Madrid.
Llegó a una cola que ya superaba las cien personas, cuando el reloj marcaba las 18 horas. Con inevitable calma y paciencia, se dispuso a esperar a que abrieran las puertas, lo que no ocurriría hasta casi una hora después. Durante esa larga espera, tuvo que ir soportando, como hacían los demás, una serie de vivencias que suelen suceder en estas alargadas filas de espectadores, que se forman ante las taquillas y puertas de cines, teatros y lugares de importantes espectáculos públicos. Había personas que con gran incivismo se querían “colar”, no guardando el turno correspondiente a su lugar de llegada. Lo hacían “pegándose” con muchas sonrisas a ciertos amigos, familiares o simples conocidos. Otros se “hacían el extranjero”, como aparentando que no entendían nada y colocándose donde mejor les parecía, sin respetar tampoco el orden de llegada. Algunos de los que esperaban y que ya conocían bastante del argumento de la representación, no les importaba comentarlo en voz alta, haciendo un incómodo tipo de “spoiler”. Como suele suceder en todas las colas, se fueron acercando a la prolongada fila, con agotadora frecuencia, muchos “pedigüeños” que solicitaban monedas o ayuda para comer. También había que aguantar a los insistentes vendedores ocasionales, que intentaban vender pañuelos de papel, bolígrafos, paquetes de almendras u otras chucherías. Eugenio no se explicaba por qué no se habían numerado las localidades, con lo cual no hubiera sido necesario soportar esta larga espera de pie, a fin de conseguir un buen asiento en el teatro. Así iba transcurriendo la tarde, con la tensión y emoción propia del inédito espectáculo que se iba a poder contemplar. Eugenio tal vez se animaría a escribir un artículo sobre la representación que iba a presenciar, aunque él no era un especialista cualificado en la crítica teatral.
Llevaba unos veinte minutos esperando en su puesto de fila, cuando sonó la música del móvil que llevaba en el bolsillo izquierdo de la gabardina. Al otro lado de la línea hablaba una persona que se identificó como guardia de seguridad en el Hospital Central de la Villa, añadiendo de inmediato su nombre: Roberto Bencina.
“Buenas tardes, Sr. Lanzas. He marcado este número de teléfono, que me ha facilitado un ingresado por accidente de tráfico, llamado Epifanio Redial. Este paciente, que se encuentra aún algo conmocionado por el golpe que ha recibido, ha acertado a darme su nombre y número de móvil, a fin de que me pusiera en contacto con Vd. para transmitirle su deseo de que se traslade, a la mayor premura o urgencia posible, al hospital. Me indica que necesita su ayuda. Dentro de la conmoción que sufre, el accidentado ha podido añadir que es íntimo amigo suyo”.
El asombrado escritor no sabía de qué le estaban hablando y, por supuesto, el nombre de Epifanio Redial no le sonaba de nada, por más memoria que hacía. En su mente se cruzaron de inmediato una serie de factores a considerar. No entendía que su nombre y número de teléfono estuviera en manos de ese supuesto accidentado. Eran ya casi las 18:30, a una hora del comienzo de la obra teatral. Había pagado una entrada de 80 euros, para disfrutar con la interpretación de figuras muy conocidas a distintos partidos políticos, integrados en la Cámara de diputados. Por otra parte, estaba la ayuda humanitaria y cívica que le estaba pidiendo alguien conmocionado por un accidente, persona a quien no conocía. Si acudía al hospital, perdía su puesto en la fila de espera y seguro que no contemplaría esa obra que tanto le interesaba. La situación la veía un tanto kafkiana y proclive a la desconfianza. A pesar de todo, se sintió obligado a responder con inmediatez y cordialidad a su interlocutor.
“Agente Bencina. Le reitero que no sé quién es la persona a quien Vd. alude. Teniendo en cuenta su insistencia, cuando finalice el asunto en el que me encuentro obligado, acudiré sin más dilación al centro hospitalario. Allí quiero aclarar este confuso embrollo. Y ahora me va a disculpar, pero he de poner punto final a la comunicación. Buenas tardes”.
Tras cortar la llamada, el móvil de Eugenio volvió a sonar en un par de ocasiones, desde el número oculto del remitente. Pero ya en ese momento el escritor observó movimiento en las puertas del teatro, como si la apertura fuese inmediata. Así que no atendió las llamadas. Le parecía muy extraño todo aquello y le molestaba que su número y nombre estuviera en manos de un también desconocido agente de seguridad. Pero no iba a permitir de que le “amargaran” la tarde, ni que le impidieran presencial y disfrutar del tanm esperado espectáculo. La cola comenzó a moverse y la tensión emocional se incrementaba en todas esas personas que aguardaban en las puertas del coliseo teatral, Gran Vía 57, sede del Lope de Vega. Las aceras estaban colapsadas de un público expectante. Alguien comentaba que la cola llegaba hasta la Plaza del Callao.
La representación de la obra fue todo un éxito, a tenor del aplauso prolongado por parte de los más de 1400 asistentes al espectáculo. El objetivo de esta función, que se repetiría durante siete sábados más, merecía todos los plácemes posibles, pues se trataba de ayudar a la clase política desfavorecida con el paso de los años. Eugenio, tras disfrutar con la obra, decidió dedicar uno de sus valorados artículos por los lectores a este magno acontecimiento, siempre desde un punto de vista social. Entendía que los analistas especializados en teatro ya analizarían el contenido y la interpretación técnica de los “actores”.
Abandonó el teatro sobre las 21:45. La Gran Vía madrileña estaba alegremente “colapsada” de personas, que iban y veían en ese sábado de marzo, con ambiente térmico primaveral a esa hora de la noche. Aunque no había cenado, no dudó un momento en llamar a un servicio de taxi, a fin de que lo trasladase de manera urgente al Hospital central de la villa. Esa inesperada llamada del agente de seguridad era lo único que había enturbiado una magnifica tarde. Condicionado por esa extraña llamada, tenía decidido aplicar la coherencia cívica necesaria. Tomó el taxi y en pocos minutos, a pesar de la densidad del tráfico pero, con la habilidad manifiesta del conductor, llegaron con presteza al Gran Hospital Central madrileño.
Se encaminó directamente a la sección de urgencias, en donde pidió hablar con el miembro de la seguridad Roberto Bencina. Fue atendido por un agente de la seguridad privada del hospital, quien al escuchar el nombre que le indicaba Eugenio respondió cortésmente que no conocía a ese compañero y que él mismo había estado prestando servicio desde las 15 horas de manera ininterrumpida. Ante la insistencia del escritor, el agente comunicó con la centralita de su empresa, en la que indicaron con firmeza que ese nombre y apellido no estaba incluido en el listado de plantilla.
Profundamente desconcertado ante la extraña situación, se dirigió a la ventanilla de recepción para pedirle a la empleada si podía informarle acerca de un ingresado con el nombre de Epifanio Redial. La búsqueda en los listados también resultó infructuosa. Se disculpó con las personas que le habían atendido, comentando “Tal vez he sido víctima de una pesada y desagradable broma. Ya me enteraré acerca de quién ha tenido tan desafortunada idea”. El problema es que no podía comunicar con el teléfono desde el que le había llamado el agente de seguridad Roberto Bencina pues, como ya se ha indicado, lo había hecho desde un “número oculto”.
Las manecillas del reloj marcaban las 22:15. Entonces el ahora abrumado escritor pensó en tomar algo para la cena, lo que hizo en un mesón restaurante cercano a su domicilio. Ensalada, media lubina a la plancha con guarnición y un trozo de tarta de moka. Copa de tinto Rioja y un descafeinado con leche. 35 €. Al ir a pagar, tanto la Visa como la MasterCard no respondían en el datáfono que le ofrecía el servicial camarero. Por fortuna, abonó en efectivo gracias a ese par de billetes que siempre llevaba en su cartera para cualquier contingencia. “Cobre 40, por favor”.
Serían las 23 horas cuando salía del ascensor, ya en su domicilio. Se sentía bien despierto, a pesar de haber tomado el descafeinado. Últimamente el estrés del trabajo le había provocado algo de insomnio. Introdujo la llave en la cerradura de su puerta, pero no lograba abrir la puerta blindada. Repitió la operación hasta en tres ocasiones, pero al fin se dio cuenta de que la llave no entrada hasta el final de la cerradura. No se explicaba qué estaba ocurriendo. A pesar de la hora, dada la amistad que tenía con su vecina de planta, doña Engracia, una señora mayor, soltera y funcionaria jubilada del Registro Civil, llamó en el timbre de la señora, buscando alguna ayuda ante los hechos que esa tarde-noche estaba soportando. Se disculpó por la hora. Pero antes de que pudiera hablar, la cordial vecina comenzó a explicarle lo que había ocurrido.
“Perdona Eugenio, pero es que no te había escuchado de llegar. No tienes, en absoluto, por qué disculparte por la hora, estaba leyendo en la salita pequeña, sentada en mi butaca ante la mesa camilla. Te explico: cuando esta tarde se fueron los dos cerrajeros de una empresa llamada La Paz (según observé en sus uniformes) me entregaron este llavero con las tres nuevas llaves y me encargaron que te dijera que el bombín y la nueva cerradura ya estaba colocada. Menos mal que has llamado en mi puerta, pues en caso contrario no habrías podido entrar en tu casa. Eran unos operarios muy serios y estuvieron un buen tiempo trabajando, porque desde mi casa se escuchaban los golpes. En un momento concreto les ofrecí si querían una taza de café, pero me indicaron que tenían que acudir a otro trabajo urgente y que tenían mucha prisa. De todas formas “te tengo que tirar de las orejas”. Otra vez que tengas una reparación, me avisas con antelación, para que yo esté al cuidado de que los operarios hagan bien su trabajo. Ya sabes lo meticulosa que soy para con estos arreglos”.
Eugenio “flipaba” con la información que le transmitía su amable vecina. Estaba viviendo una situación insólita. Él no había llamado a cerrajería alguna, para que le cambiaran la cerradura de la puerta. No podía entender lo que le estaba ocurriendo. Abrió al fin la puerta con las nuevas llaves y junto a doña Engracia entró en su domicilio. En apariencia, todo estaba normal. Pero cuando llegó a su habitación de trabajo, el ánimo se le vino a los pies. Todo estaba revuelto. Las cajoneras permanecían abiertas con un desalentador desorden, las carpetas tiradas por los suelos y, lo que era aún más preocupante, faltaba el ordenador portátil que utilizaba para su trabajo. De inmediato fue a buscar una pequeña libreta en donde tenía anotadas las claves de tarjetas bancarias y páginas webs importantes para su trabajo. Tampoco estaba en su lugar. Se la habrían llevado. Rápidamente llamó a la central de tarjetas, para anularlas. Pero ya era tarde, habían utilizado sus claves para hacer algunas compras por Internet. Los delincuentes no habían perdido el tiempo ni los placeres alimenticios. Mientras trabajaban en la puerta, otros “compañeros” habían pasado por la cocina, en donde se habían organizado una suculenta merienda, a tenor de cómo habían dejado el interior del frigorífico. Doña Engracia, viendo la situación y con hábil diligencia, preparó una taza de tila a fin de tranquilizar al muy abrumado vecino de planta.
Fue la propia vecina quien, con certera racionalidad, le aconsejó que llamase al 091, consejo que de inmediato Eugenio siguió. En pocos minutos dos miembros de la policía nacional se personaron en el domicilio del escritor, tomando notas de la información que Eugenio les iba facilitando. Estaban repasando las habitaciones de la vivienda, cuando llegaron otros dos números de la policía científica, para tomar fotos y las posibles huellas dactilares que hubiesen dejado los delincuentes mientras perpetraban el delito. Desde luego que eran profesionales muy hábiles. Sólo habían dejado alguna huella junto al fregadero, ya que alguno de ellos se habría quitado los guantes durante pocos segundos. Una vez efectuadas las primeras comprobaciones, Eugenio se trasladó a la comisaría del distrito para presentar la correspondiente denuncia. Todo ello alrededor de la 1 de la madrugada.
Eugenio fue atendido por el subinspector Leandro Pita, que tenía sobre la mesa de su despacho hasta tres tazas ya consumidas de café. Ojos taciturnos por el cansancio acumulado y teniendo por delante la dura expectativa de toda una noche de guardia.
“Gusto en conocerle, personalmente, Sr. Lanzas. He leído algo de lo que escribe en el periódico e incluso llevo por la mitad su última novela, la que ya ha sido reeditada. Me la recomendó mi hija, que está haciendo un máster sobre literatura actual. Vamos al asunto. Es evidente que la llamada telefónica que recibió esta tarde y la operación de entrar en su piso, removerlo todo y llevarse algunas carpetas y el propio ordenador están relacionados. Nosotros vamos a emprender el correspondiente trabajo de investigación. Pero Vd. debe ayudarnos en este complicado proceso. Haga un esfuerzo y repase todo aquello que pudiera “interesar” a los ladrones y que debe estar grabado en el disco duro de su ordenador. Son especialistas y pueden puentear, con más facilidad de lo que pensamos, las claves del portátil. Debe haber algo muy especial en su contenido que les interesa sobremanera. Me dice que posee otro disco duro de seguridad, conectado en red desde la mesa que tiene en la redacción del periódico, en donde suele trabajar muchos de los artículos. Esa copia automática que se realiza, cada 48 horas nos puede dar interesantes claves o la explicación ultima de la motivación de esta acción delictiva”.
Durante los próximos días Eugenio estuvo analizando posibles motivaciones para desentrañar esta telaraña de acciones centradas sobre su persona. Él era el escritor “best seller” de la editorial líder a la que estaba adscrito. En el mundo de las publicaciones tenía un escritor rival, Néstor Varada, vinculado, como no podía ser de otra forma, con otra importante editorial. Pero es que además había un “fleco” que no podía ni debía descartar o infravalorar. Estaba escribiendo el guion de una serie de tres capítulos para un rodaje que iba a estar centrado en la azarosa vida de un afamado político, figura señera de un importante grupo político de ámbito nacional. Este personaje también aparecía mucho en las revistas del corazón, por sus “correrías amorosas” con destacadas actrices y otros personajes femeninos de la élite social. Hablando con el gerente de su editorial, llegaron a la conclusión de que alguien de la productora se podía haber “ido de la lengua” acerca de este proyecto en curso o fase de guion. Tal vez, por los tentáculos de una mafia inconcreta se quería conocer con anticipación el contenido de lo que estaba escribiendo el afamado articulista y escritor de novelas sobre el ínclito, polémico y controvertido personaje de la política nacional. También deducía que la llamada a su móvil, cuando guardaba cola ante el Lope de Vega, pretendía tenerle alejado o controlado fuera de su domicilio, para que los ladrones pudieran hacer más cómodamente su delictivo trabajo. Por fortuna, Eugenio tenía una copia del contenido de lo que ya había escrito para ese interesante guion de la serie televisiva
Una nueva e inquietante sorpresa vino a añadirse a este embrollado asunto. Una tarde, de vuelta a su domicilio (en el que, lógicamente, había mandado cambiar de nuevo los bombines de su cerradura) se encontró delante de su puerta una caja de cartón, muy bien embalada. Ya dentro de su domicilio y temiendo algún peligro inconcreto dentro de la misma, llamó al número del subinspector Pita, quien envió de inmediato a unos artificieros para que recogieran el paquete, con medios técnicos adecuados y lo trasladaran a la sección de explosivos. Una vez que se analizó por un escáner especial su contenido, la apertura del paquete confirmó lo que la pantalla había mostrado: era el portátil MAC robado al escritor. No contenía explosivo alguno. El disco duro, vinculado a la placa lógica había sido conveniente y totalmente borrado, aplicando medios de alta sofisticación informática. Era también obvio de que se le intentaba convencer, enviándole estos avisos, para que dejara en paz al famoso y mediático personaje de la política y de las revistas del corazón.
Eugenio siguió, con temeridad y valentía, su “peligrosa” labor narrativa en esa historia que iba a levantar ampollas, cuando fuese rodada y, por supuesto, emitida por una poderosa empresa de difusión televisiva. Cuando ello sucedió, el éxito de la audiencia fue de “alto calibre”. El impacto social mediático había sido verdaderamente demoledor. La información y documentación que el escritor había utilizado estaba muy contrastada en su verosimilitud. El grupo político al que pertenecía el famoso personaje central de la serie procedió a dar de baja a este “militante” nada más emitirse en primer capítulo de la serie.
“Tienes que ir con extremado cuidado, amigo Lanzas. En estos turbios terrenos pantanosos, el golpe puede surgirte de la forma y manera más insospechada. Debo sugerirte, para tu seguridad y tranquilidad, que te dediques preferentemente a la novela de ficción. No te metas en asuntos cenagosos. Te pueden dar muchos disgustos e incluso verte en el riesgo de no tener esa rama necesaria para agarrarte cuando te estés hundiendo en el lodazal que hábilmente organizan determinados y poderosos grupos de presión. Pero no dudes, por un instante, que nosotros aquí estaremos para ayudarte siempre que nos necesites. Ten cuidado, buen amigo, que te he cogido un gran aprecio”.
Eugenio le devolvió al perspicaz funcionario de la seguridad otra sonrisa plena de agradecimiento y afecto.
“Valoro en mucho tu sabio consejo, amigo Leandro. Pero ya me conoces. Aunque otros tengan la fuerza poderosa e irracional de la agresión violenta, yo seguiré mi camino, pues tengo a mi favor otra fuerza, no menos relevante: la que me ofrece mi teclado, aplicando la conciencia, el esfuerzo y la imaginación”. -
INTRIGA EN
UNA GRAN TARDE TEATRAL
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 03 marzo 2023
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