viernes, 11 de noviembre de 2022

LA MEJOR TERAPIA, EN TIEMPOS DE JUBILACIÓN.

A la entrada del gaditano pueblo blanco de Olvera se encuentra un restaurante denominado Las Perdices, en el que durante muchas de las horas de la semana bulle una reconfortante actividad, aportada por la numerosa clientela que acude al popular establecimiento. Los propietarios de este bien conocido centro restaurador son PASCUAL Ternero y su mujer FELISA Regalado, quienes se ven ayudados, en la intensa labor que diariamente realizan, por sus hijos Braulio y Luiso. Felisa es quien dirige la cocina, ayudada por su única y joven sobrina, Eutimia. Además, tienen contratado a un camarero o mesero muy servicial y de mediana edad, llamado Félix, aunque en los fines de semana y en celebraciones especiales, como bodas, bautizos, cumpleaños y onomásticas señaladas, contratan a más personal auxiliar.

El negocio se mantiene muy bien económicamente, pues muchos vecinos y trabajadores del lugar ocupan diariamente las mesas para tomar los desayunos, a lo que se une el grato tapeo del medio día y también el café o los refrescos de por las tardes. Las comidas son siempre de elaboración tradicionalmente caseras, muy apetecibles y variadas. Suelen aprovechar el espacio ajardinado que está junto al restaurante para colocar mesas al aire libre, en los días de templanza atmosférica. Por las noches sólo sirven cenas en los meses primaverales y del verano, aunque también los fines de semana, cuando hay mayor clientela, el establecimiento permanece abierto hasta el inicio de la madrugada.

La actividad empresarial que asume Pascual es muy intensa. Se ocupa de “casi de todo”, estando pendiente de cualquier detalle del servicio. Ello se refleja en la obesidad de su cuerpo que, con tanta actividad, rezuma ese sudor que no le abandona hasta la hora de la ducha cuando vuelve a su domicilio. Apenas amanece, el siempre activo propietario se desplaza al mercado para comprar o encargar los productos necesarios. Ya en el restaurante, atiende la contabilidad y los pagos bancarios. Organiza la cocina. Gestiona las reformas en las instalaciones. Se ocupa también de servir las mesas. Atiende los cobros. Todo ello repercute en esa “agradable” (para él) situación del estrés, que no le abandona, prácticamente, durante todo el día. Con esa multiplicada actividad se siente confortado, contento, útil y responsable, pues con ello piensa y percibe que el negocio funciona bastante bien. Físicamente, Pascual es un hombre grande, muy elevado de estatura, obeso, cabello negro bien recortado y contundente fortaleza corporal para cualquier necesidad.

Tanto su mujer, Felisa, como sus hijos, Braulio y Luiso, no dejan de aconsejarle que no se implique tanto en el trabajo diario, pues ellos saben perfectamente lo que tienen que hacer, para el buen funcionamiento del local. Pero el bueno de Pascual considera que su presencia absoluta en el negocio es más que aconsejable, necesaria e imprescindible. Teme que, si él no está al frente de todos los detalles, la calidad y el prestigio acreditado del negocio puede decaer, con las repercusiones negativas, dada la fuerte competencia en este tipo de servicios restauradores, para su propia familia y el personal fijo o contratado eventual, que tiene Las Perdices.

Pero Pascual, cada año que pasa, está más obeso, contextura corporal que también van adquiriendo sus dos hijos. Ya ha cumplido los 64 y las analíticas a las que se somete van reflejando numerosos problemas de “fontanería”, como a él le gusta decir. Está profundamente implicado con el negocio desde hace más cuatro décadas, veinte años ayudando a su padre, don Emiliano, el fundador y propietario del restaurante y el resto de la vida laboral con una dirección personal exhaustiva, que le ha permitido también realizar hasta dos reformas en el local, para ampliar el espacio dedicado a los comensales y el servicio de cocina. Tiene una clientela consolidada, tanto vecinal, como aquella que representan los grupos turísticos, agencias de viajes a las que pone un precio muy interesante para que contraten con su establecimiento (generalmente almuerzos). A estos viajeros no les faltan tres platos por menú: una ensalada a compartir, el guiso tradicional casero y un tercer servicio de carne o pescado. Obviamente, Felisa se multiplica en la cocina, preparando comidas variadas y bien apetitosas, aplicando rapidez y eficacia, con el estímulo constante de su marido, que “ordena” de continuo (con su potente voz) para que todo salga bien.

El “alma mater” de Las Perdices ahora ya no fuma, pero durante años abusó del tabaco, quemando su salud con casi una cajetilla diaria. El abandono de esa adicción le provocó una reacción orgánica que le hace estar picoteando en casi todo momento, un “hambre nerviosa” que va acumulando gramos de calorías y grasas en su fornido cuerpo. Aunque Felisa le regaña casi de continuo, a hurtadillas va cogiendo de aquí y de allá, pues el comer le calma un tanto de esa ansiedad y estrés que soporta y que antes con el tabaco controlaba. Un pequeño desvanecimiento en una mañana, cuando preparaba una comunión con muchos invitados, levantó las alarmas, pues ese problema le hizo casi caer al suelo, si no es por la ayuda del eficaz Félix, el camarero que estaba a pocos centímetros de su jefe. Por la tarde se sentía muy cansado y con mal cuerpo y durante la noche de ese sábado apenas pudo dormir. Así que el lunes, por la presión lógica de Felisa, el matrimonio acudió a su médico de muchos años D. Heliodoro, amigo de la familia y habitual comensal en las Perdices, que de inmediato le prescribió unas analíticas, a fin de comprobar la situación de salud de su obeso y estresado paciente. Los resultados de las pruebas fueron concluyentes para la preocupación.

“Amigo Pascual, somos casi coetáneos y te llevo tratando desde hace muchos años. Por eso te voy a hablar con meridiana claridad. Tu cuerpo, lo dicen los resultados, te está “exigiendo” que frenes en el ritmo diario de vida que llevas. Dentro de unos meses cumples 65 y has estado gran parte de esa vida trabajando a tope. Tu organismo no puede seguir soportando esa exagerada actividad a que lo sometes, desde la mañana a la noche. El mejor consejo que te puedo dar es que ha llegado el momento justo de pedir la jubilación, que te tienes bien ganada. No me negarás que el negocio del restaurante marcha muy bien. Tus dos hijos van a llevarlo perfectamente. En realidad, ya lo hacen, cuando los dejas … Admiro a Felisa, que es “la reina” de la cocina y sabrá “tirar” de las orejas, a Braulio y a Lucio, si se relajan en su trabajo. Tienes a Félix, el camarero, un hombre cabal y excelente profesional. Así que, buen amigo, te ha llegado el momento del descanso. Deja las preocupaciones a un lado y dedícate a pasear, ejercicio que te hará bien para rebajar los muchos kilos que te sobran, también a leer cada día el periódico y a jugar partiditas de dominó con algún amigo, que no dudo los tendrás, pues en el pueblo todo el mundo te conoce. Y regálale a Felisa algún “viajito” que esta buena mujer también debe disfrutar de la vida.

Por supuesto que habrás de seguir el régimen estricto que te voy a poner en las comidas. Pesas 118 kg. De los cuales has de perder no menos de veinticinco. Por supuesto, nada de tabaco. Lo mejor es caminar. Me vas a prometer que cada día vas a subir al Castillo. Al principio te costará hacerlo.  Pero te lo tomas con calma y paso a paso, escalón a escalón, te quiero arriba de las almenas, con esas estupendas vistas del pueblo y la campiña, de lunes a viernes. Sin faltar un solo día. Ya sabes, Pascual, te hablo como médico, pero más como amigo. Que nos conocemos desde hace muchos años”.

Felisa prometió al afectuoso doctor que su marido iba a poner en práctica todos sus consejos, pues ella se iba a implicar con energía en el asunto. La salud de Pascual era lo más importante para ella, después de tantos años de feliz matrimonio. Ya en casa Luiso, pero sobre todo Braulio, el hijo mayor, que estaba bien implicado en las tareas del restaurante, también presionaron a su padre para que diera un paso al frente en el tema de la jubilación. Incluso Félix, el servicial camarero al que todos consideraban como si fuera de la familia, le aconsejaba a su jefe y amigo que su salud en peligro estaba por encima de todo y que él también se iba a preocupar de que todo fuera bien, pues consideraba Las Perdices como su segunda casa. Pascual fue entrando en razones, por lo que dos días más tarde acudió a la gestoría de Hernando, ubicada en la plaza del Ayuntamiento, para que organizara “los papeles” para obtener la jubilación por edad y por años cotizados. Dos semanas y media después, el propietario del afamado restaurante tenía en sus manos los documentos de la seguridad social como ciudadano jubilado.

Familiares y amigos quisieron organizar una fiesta entrañable, en honor de Pascual Ternero, para la que utilizaron, lógicamente, las dependencias del restaurante. Fue una multitudinaria celebración a la que asistió “medio pueblo” ya que el conocido e hiperactivo restaurador era considerado como una gran persona, que siempre había sabido atender a todos sus convecinos con amabilidad, afecto y un estupendo servicio, hecho que se hacía realidad con los estupendos y suculentos platos y el ambiente agradable  que siempre se respiraba en el atractivo gran local de las Perdices. Por supuesto que no faltó el párroco de la Encarnación, don Benedito, también obeso de cuerpo y de sonrisa venerable y bondadosa, que hizo disfrutar a su apetito eligiendo entre los numerosos platos preparados los más golosos manjares. Las dos grandes tartas de chocolate, nata, merengue, cabello de ángel y dulce de leche, verdaderas obras del arte reportero, preparadas en la tahona de Saturnino el panadero y confitero, fueron saboreada por centenares de olvereños, ya que todo el que acercó ese sábado de diciembre al restaurante para felicitar a su propietario, recibió un buen trozo del sabroso pastel.

Las primeras semanas, en el cambio de vida para Pascual, fueron normales y gratos. Se levantaba de la cama bastante más tarde de lo que estaba habituado. Pero sobre las nueve, del nuevo día, ya estaba aseado, vestido y desayunado. Siguiendo las indicaciones de don Heliodoro, se iba de paseo por las calles del municipio. Incluso esa primera semana, subió hasta tres veces al Castillo, afrontando, con los “resoplidos” y “gruñidos” propios del caso, las empinadas cuestas de las calles que conducían al popular monumento castrense y, ya en el interior de la fortaleza, subiendo también los altos escalones que conducían a las distintas dependencias. Le pesaba mucho el cuerpo, al fornido restaurador, para tamaña aventura física que le dejaba el cuerpo profundamente cansado. Desde luego que a lo largo de la mañana y de la tarde no podía reprimir pasarse “un ratito” por las Perdices, encogiéndosele el alma al ver los apetitosos platos que Felicia y Eutimia preparaban. A veces buscaba “las vueltas” a su hijo Braulio y a su mujer, para coger de aquí y de allá algo con la que saciar su voraz apetito, fomentado por ese ejercicio físico que se veía obligado a desarrollar. El camarero Félix lo veía en sus travesuras, haciendo la “vista gorda” a su antiguo jefe, pues no quería verlo sufrir. Incluso en ocasiones, dejaba en sus manos algún pitufo, con lomo marinado o con queso añejo, dádiva que Pascual consumía con deleite, escondiéndose cómicamente en los servicios del gran local (con los nervios, una vez se introdujo en el femenino, encontrándose con Flora la mujer del sacristán…).

Pero al paso de los días, con esta nueva vivencia, el bueno de Pascual fue entrando en una paulatina y preocupante depresión. Se sentía un ser inútil, tomando conciencia en que no sabía cómo emplear el inmenso tiempo libre del que ahora disponía.  Se aburría “como una ostra” (se decía) sufriendo intensamente porque pensaba que sus antiguos compañeros colaboradores en el negocio, aunque fueran de su misma sangre, hacían, en su opinión, incorrectamente lo que él siempre había realizado con diligencia y la mayor eficacia. Entonces comenzó para él una turbia etapa en la que apenas salía de casa, quedándose sentado en su butaca, delante del televisor apagado, pues tampoco le motivaban la programación emitida. Aunque su mujer le insistía para que volviera a subir al Castillo cada mañana, el restaurador no pasaba de la caseta de los churros, elaborados por el también rechoncho Gonzalo, ya que su pesado cuerpo no le permitía hacer tan “enorme” esfuerzo. Para enfrentarse a su pasiva situación, comenzó a comer a escondidas, con lo que el peso no se reducía, sino que se incrementaba cuando se subía a la balanza medidora. Y lo que era más preocupante, comenzó “a darle” a la botella de aguardiente, enlazando una “palomita” con otra.

Ante la evolución del comportamiento de Pascual, Felisa habló con Herminio, un antiguo amigo de su marido que se conocían desde que eran chavales. A este vecino, que un poco antes que Pascual se había jubilado como electricista municipal, le rogó que viniera a casa y tratara de sacar a su marido a dar un paseo cada mañana o tarde. Le preocupaba la actitud que mostraba su esposo, que se pasaba las horas del día sin apenas abrir la boca. Pero el paciente y generoso Herminio apenas lograba animarlo para ir a dar ese necesario paseo o incluso para sentarse en algún bar y echar el rato. Sus buenos intentos se topaban con la cerrazón del antiguo empresario. Pascual también perdió el sueño por las noches, seguía engordando y se mostraba casi siempre triste y taciturno, hundido anímicamente.

“Como no hagamos algo, papá se nos va a ir (decía Braulio, hablando con su madre). Lo veo cada vez más hundido y desanimado. Me asombra verlo así, ¡Con la fuerza que antes poseía! Ahora parece como un mueble, con un carácter agriado, con todos e incluso con él mismo”.

Ante esta preocupante situación, Felisa, todo llorosa, fue a hablar con don Benedito, aunque el párroco de la Encarnación ya estaba al tanto de lo que ocurría, a través de la información de otros feligreses. El paciente sacerdote la escuchó con toda atención y afecto paternal, prometiéndole que iba a hacer algo al respecto y de manera inmediata. A este fin, el cura se desplazó a la consulta de don Heliodoro y juntos analizaron el estado en que se encontraba el querido vecino Pascual.

“Vamos a tomar medidas y de manera urgente, pues este buen hombre ha perdido la alegría de vivir. Se nos ha venido abajo y puede cometer cualquier tontería, en su delirio depresivo”. Así que citaron a Felisa y sus hijos para el día siguiente, a fin de mantener todos juntos una reunión en la consulta del doctor. En dicha reunión fue don Heliodoro quien principalmente habló.

“He estudiado bien el caso y entiendo que la jubilación, merecida y aconsejable, para vuestro padre y esposo, ha provocado que un buen profesional y mejor persona, se enfrente a que no sabe hacer otra cosa en su vida sino trabajar, en lo que siempre le ha gustado y vitalizado. Siempre ha sido feliz con el ritmo de vida que mantenía. Ahora, con 65 años, se está hundiendo con la inutilidad y el aburrimiento. Para su recuperación, no hay una adecuada medicina en la farmacia. El único medicamento eficaz … lo poseéis vosotros, amigos míos: desde mañana mismo, insistidle para que vuelva temprano a las Perdices y que en la medida de sus posibilidades comience a ayudar y a trabajar en lo único que sabe hacer, como es llevar bien su negocio. Desde luego que esta actividad en su restaurante la hará de forma gratuita, pero es lo que realmente necesita para recuperar la alegría de vivir. Dejadle que siga como antes, si puede. Observaréis el cambio que va a dar en las próximas semanas. Como excusa le podéis decir que estáis superados por el negocio y que lo necesitáis allí, con la autoridad y energía que siempre ha mostrado con sus obligaciones. Podéis añadir que yo, su médico y amigo, lo he aconsejado y autorizado”.   

El milagro de la racionalidad se ha producido. El empresario Pascual ha vuelto a levantarse, diariamente, a las seis de la mañana.  Va al mercado de mayoristas a partir de las 7:30 y a las 9 ya se encuentra en su casi siempre bien visitado restaurante, con el servicio de los desayunos. Ha vuelto a controlar la contabilidad del negocio y los pedidos a los proveedores de mercancías. Aunque prometió a Felisa de que no iba a servir las mesas, de una y otra forma se le ve con los platos en las manos, acercándose a los clientes para llevarles la consumición que han solicitado. La expresión de su rostro ha recuperado esa felicidad y sonrisa que había perdido cuando le llegaron los documentos de la jubilación. Ahora de siente, de nuevo, útil y necesario, para atender a las obligaciones de cada día. Es consciente de que no va a tener sueldo ni va a ganar dinero (tiene la pensión de jubilación) pero le reconforta percibir que el negocio vaya bien y el cariño de las decenas y decenas de vecinos, que muestran su agradecimiento a ese “capitán de barco” que ha decidido volver, para su bien y el de los demás. Ya no se le saltan las lágrimas por las noches, ni da muestra de ese agriado carácter que lo ha dominado durante un par de meses. Es un hombre totalmente nuevo en su ilusión por no dejar de trabajar, actividad que lo vitaliza y le aporta felicidad. Reconoce que su gran problema surgía de que no estaba preparado para afrontar tanto tiempo libre, derivada de la merecida jubilación. Don Heliodoro y don Benito coinciden también en que han acertado, “salvando” a una persona querida y admirada por todos.

Mañana, cuando apenas amanezca en el sencillo pueblo blanco gaditano de Olvera, ya estará este vital empresario restaurador pensando en cómo gestionar mejor sus obligaciones, para que la clientela se sienta feliz cuando visite su muy grato restaurante, cafetería y bar, de Las Perdices. -

 

 

LA MEJOR TERAPIA,

EN TIEMPOS DE JUBILACIÓN

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

11 noviembre 2022

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