En ocasiones y para nuestra suerte tenemos oportunidad de conocer habilidades o capacidades ocultas de algunas personas, para realizar actividades muy diferentes a las que habitualmente desempeñan en función de su titulación o ejercicio laboral. Se da el caso de que incluso algunas de estas sorprendentes personas no eran plenamente conscientes de su maravillosa capacidad para llevar a efecto esas concretas destrezas o no valoraban la importancia cualitativa de sus actuaciones. En este contexto se inserta la interesante historia de este viernes.
REMIGIO CANTALAPIEDRA es un modesto y honrado ciudadano, 56 años, de los que lleva veintiocho trabajando en la misma empresa, como dependiente ferretero de un tradicional establecimiento denominado LA LLAVE INGLESA, enclavado en el antiguo centro histórico de la ciudad. Comenzó su vinculación laboral con el fundador de este comercio, don Lucas, el jefe que siempre apreció y destacó en Remigio, sobre los restantes dependientes de la tienda, su capacidad y buen hacer en la organización del muy variado material que ponían a disposición de su numerosa clientela. Además, Remigio poseía ese valioso don del trato amable y servicial para con los compradores, que éstos, lógicamente, agradecían.
Pero el fundador del negocio, al cumplir su séptima década existencial, decidió ceder todo el control del negocio a sus dos hijos, Mateo y Evelina, quiénes desde hacía tiempo pretendían transformar profundamente la dirección y organización de su afamada tienda. Una vez apartado, por propia voluntad, don Lucas de la jefatura comercial, sus dos hijos vieron la oportunidad de llevar a efecto esos ambiciosos proyectos innovadores. Contaban para ello que, desde hacía algún tiempo, algunas empresas habían realizado ofertas muy tentadoras para comprar este céntrico y espacioso local. En concreto, existía una empresa de restauración, franquicia americana de comida rápida, que puso sobre la mesa mucho dinero para conseguir sus objetivos de hacerse con ese muy bien ubicado local. Mateo y Evelina pensaban que con esa muy rentable venta podrían abrir una nueva y modernizada ferretería, en una zona próxima a los polígonos industriales, en unas naves muy económicas que, una vez adecuadas, serían un importante punto de referencia para los industriales y trabajadores en el sector de la construcción, la fontanería y los componentes eléctricos, principalmente.
En estos planes renovadores para el nuevo establecimiento ferretero, los hijos de don Lucas estaban decididos en reducir la carga económica laboral (seis trabajadores en total) cuyas nóminas y seguros sociales suponían un elevado peso para el equilibrio financiero de la entidad. Tenían la idea de establecer un nuevo centro comercial en autoservicio, en el que el cliente lo tuviera todo disponible sin la menos dificultad para su localización. El comprador elegiría el producto que necesitaba y pasaría de inmediato por caja. De los seis operarios, sólo mantendrían a tres, a fin de realizar labores de asesoramiento, almacenaje y cobro. Esta reducción de plantilla, en el 50 % de los trabajadores, iba a afectar muy directamente a los de mayor edad, entre los cuales era precisamente Remigio el primero que tendría que abandonar su puesto de trabajo, pues ya alcanzaba los 56 años.
El fiel y veterano operario de la Llave Inglesa se sintió desconcertado, hundido anímicamente y desesperado cuando recibió la carta de despido. Pensaba que, por su edad, aún le quedaban como mínimo nueve años para acceder a su jubilación reglamentaria. Ciertamente cobraría una indemnización por despido (que no sería muy elevada, pues don Lucas tardó algún tiempo en darle de alta laboral). También dispondría de unos meses de desempleo, pero no asumía el verse “en la calle” solicitando un nuevo acomodo laboral, petición que era sistemáticamente denegada, debido básicamente “a su elevada edad”. Llamó en decenas de puertas, pero en todas ellas recibía la misma respuesta: podemos ofertar trabajo, pero siempre para personas menores de 35 años.
Así fueron pasando los días y las semanas, tiempo en el que Remigio se veía sumido, cada vez más, en un estado de depresión anímica. Se sentía una persona inútil y sin función, en el seno de una sociedad cada vez más competitiva y automatizada. Con una edad todavía muy apta para el trabajo diario, se veía obligado a pasear cada mañana y cada tarde por la planimetría del laberinto urbano, soportando un estado de aburrimiento e incapacidad manifiesta y desde luego muy desagradable para sus expectativas. Se sentía un buen profesional de la ferretería, pero no le querían en ninguna parte, porque este negocio y otros similares habían ido cambiando hacía la automatización, bajo el imperio de la informática. La mano de obra no cualificada, en las más avanzadas tecnologías era cada vez más innecesaria.
Un día fue su mujer AMANDA, quien viéndole dar repetidos paseos por los pasillos del hogar familiar, sin saber qué hacer y protestando porque le estaba pisando el suelo recién fregado, le dijo con pocas y contundentes palabras aquello que pensaba, sin más contemplaciones:
“Mira Remigio. Estoy harta de verte dar vueltas por la casa, sin nada que hacer. Pareces un “pato mareado” que no sabe dónde ponerse. Me dejo “machacada” la espalda con la fregona, limpiando toda la casa, mientras tú me vas ensuciando el suelo aún sin secarse con tus pisadas. ¿Por qué no te vas a la biblioteca pública, que la tenemos bien cerca de casa y allí te sientas sin tener que pasar el frío o la lluvia en la calle? Te puedes poner a leer los periódicos o algún libro que te interese. También puedes escribir o hacer jeroglíficos … lo que se te ocurra, matando así el tiempo de cada día. Te sentirás así menos aburrido e inútil. También a mí me dejarás más tranquila, que de verte tan aburrido y pensativo se me alteran los nervios. Nunca te has ocupado de la casa. Todos tus esfuerzos e ilusiones eran para la ferretería y ahora ya ves, los herederos de don Lucas te lo pagan poniéndote de patitas en la calle”.
Por una vez, Remigio decidió hacer caso a su mujer. Efectivamente, tenía una biblioteca pública municipal muy cerca de su domicilio, en la zona de la Unión-Humilladero. Por su intensa dedicación a la ferretería, no recordaba haber entrado nunca en el interior de este centro cultural. Como disponía, un día más, de toda la mañana libre, se animó a visitar esa biblioteca, con la esperanza de encontrar en su interior algún incentivo para la distracción. Una vez allí, estuvo un tiempo ojeando los periódicos del día. Después subió a la sala de lectura y estudio, viéndose rodeado de muchos jóvenes que parecían estar preparando sus exámenes y tareas de estudio. Recordando lo que le había dicho Amanda, pensó que podría escribir algo de lo que se le ocurriera, simplemente con la intención de entretenerse. Llevaba un bolígrafo Bic en el bolsillo de la chaqueta, así que se acercó a una joven estudiante y en voz baja le pidió si pudiera dejarle alguna hoja del voluminoso bloc en el que escribía la chica. Con una sonrisa en el rostro, la estudiante arrancó de su bloc hasta tres hojas, ofreciéndoselas a ese veterano compañero, que decidió sentarse junto a ella en el hueco que quedaba libre en la mesa. Remigio, tras darle repetidamente las gracias, ocupó ese asiento, que le “rejuvenecía” recordando lejanos tiempos de su infancia.
Revisó con la mirada las estanterías que rodeaban la bien ocupada sala, rodeada de estanterías con un universo cromático de libros. Comprobó que había una sección infantil, sala muy bien decorada, dedicada para la lectura y prestamos de volúmenes adaptados a la edad de los más pequeños usuarios. Así que se dijo “voy a tratar de escribir un cuento para niños”. En esta lúdica actividad estuvo ocupado durante un buen rato, pues aceptaba y entendía que él no era un escritor profesional. Se enorgullecía de ser un experto de la ferretería. Pero al tiempo recordaba que había dejado el colegio, al cumplir los dieciséis años, pasando por diversos trabajos hasta que echó raíces en la Llave Inglesa. Cuando miró el reloj que tenía en su muñeca, comprobó que las tres páginas que había redactado le habían ocupado prácticamente hasta la hora del almuerzo. Entonces la muchacha del bloc, que le había estado observando con “el rabillo del ojo”, le dijo “divertida”:
“Tiene Vd. una letra muy bonita. Seguro que ha escrito algo bastante interesante. Para que no se le arruguen las hojas, le voy a dejar una carpetilla de plástico. Yo tengo varias en mi mochila”.
El veterano usuario de la. Biblioteca le dio de nuevo las gracias, preguntándole al tiempo por su nombre. “Me llamo Alicia y estudio en la facultad de Ciencias de la Educación”. “Pues vas a ser una excelente maestra. Porque desde luego, ya eres una gran y generosa persona. Te deseo un buen día, amiga Alicia. Nos veremos otro día, en este magnífico lugar donde se respira a cultura y goza de mucha tranquilidad”.
Ese mismo día, por la tarde, se dirigió a una papelería, para comprarse un buen bloc. Se había sentido a gusto, escribiendo esa mañana en la biblioteca una bella historia de un niño que le hablaba al gato de su casa, sentándose junto a él en el patio trasero de la vivienda. Viendo las posibilidades de este entretenimiento, cada mañana, tras el desayuno, se dirigía hacia la biblioteca pública. Comenzaba leyendo la prensa y una vez puesto al día de las principales noticias del día, subía a la primera planta, en donde estaba la sala de lectura. Ocupaba uno de los cada vez más solicitados asientos libres y tras pensar durante unos minutos, comenzaba a rellenar las páginas de su bloc con un nuevo cuento, mayoritariamente de argumentación y tratamiento infantil. Con frecuencia coincidía con su joven amiga Alicia, quien lo recibía y saludaba con una sonrisa, ofreciéndole algún caramelo o chicle de los que la chica siempre llevaba en su bolso/mochila.
“Hoooola Remigio ¿cómo está mi amigo el escritor? ¿tienes ya el argumento de la historia para el cuento de hoy? Cuando dentro de dos semanas termine los exámenes del cuatrimestre, me tienes que dejar alguno de tus cuentos. Seguro que todos son divertidos y adaptados a la mentalidad infantil”.
El ahora “escritor”, ferretero en paro, de vez en cuando solía pasarse por la oficina de empleo, pero el funcionario que lo atendía, Crispín Arce, le repetía la misma y desalentadora cantinela:
“Remigio, en tu perfil laboral, quieren sólo gente joven. Personas que no hayan superado los 30-35 años de vida. Para su línea de actividad, sigo sin tener nada. Por encima de los 50 es muy difícil. Para los camareros, me admiten hasta los 45. Hay empleos de guardas nocturnos, que llegan hasta los 50 como tope. Tengo una solicitud de un señor de compañía para un suizo (con dinero) de 78 años. Pero se le exige que domine el idioma alemán. Como ves, estamos sometidos a la dictadura o condicionante de la edad o el idioma. Pásate dentro de un par de semanas, aunque si saliera algo antes, te avisaría. Tengo tu teléfono”.
Así que Remigio seguía practicando la narrativa, escribiendo uno o dos cuentos infantiles a la semana, historias que iba guardando en un archivador que también se había comprado. Una tarde vino a su domicilio AMINA, para traer a sus tíos un bizcocho que les había preparado su madre Herminia. Esta sobrina había estudiado en la facultad de Ciencias de la Información y en la actualidad ejercía como locutora en la emisora Radio 101 Málaga. Se quedó a merendar con Remigio y Amanda. En la conversación que mantuvieron, su tío le trajo el archivador de los cuentos infantiles, redactados por él a lo largo de los días. Amina los estuvo ojeando, vivamente interesada por sus contenidos.
“No conocía esta maravillosa faceta tuya, tío Remigio. Pensaba que sólo dominabas el trabajo de la ferretería y ahora me doy cuenta de que también tienes madera de escritor. No me lo esperaba. Ha sido una asombrosa y gratísima sorpresa ¿Por qué no me dejas algún cuento, que no sea muy largo en su redacción, pues me interesaría leerlo en un programa de madrugada que llevo, desde lunes a jueves? Estoy segura de que a los oyentes noctámbulos, por obligación o por insomnio, les agradará escuchar alguno de estas historias infantiles que siempre gustan, sea cual sea la edad del radioyente”.
A Remigio le ilusionó la idea de su dinámica sobrina. Eligieron uno que se titulaba Nina y la Hormiga, una sencilla y simpática narración, que ocupaba un par de páginas. Lo importante fue que este cuento para niños (y adultos) caló bastante bien entre el público oyente: insomnes, personal sanitario y de seguridad, trabajadores del pan, estudiantes, opositores, etc. A la emisora llegaron comentarios elogiosos de esta original historia, que ponía una nota de color, ingenio y fluidez expresiva, en las ondas de la madrugada. A pesar de la brevedad del relato, el “inesperado” escritor había marcado muy bien los tres tiempos básicos de la narración: la introducción, el desarrollo argumental y, por supuesto, el necesario final o desenlace. Amina contactó en los días siguientes con su tío, rogándole que le facilitara otra de sus historias, similar a la que tan buena acogida había tenido entre los radioyentes. Esa segunda oportunidad fue el cuento titulado Dos gotas de agua se hacen amigas.
Para alegría y sorpresa del antiguo ferretero, una tarde recibió una inesperada llamada telefónica. La comunicación procedía del director de programación de Radio 101. Málaga, Santos Piédrola. Tras presentarse, le pedía si pudiera reunirse con él, concretando lugar y hora, pues deseaba ofrecerle una colaboración permanente y retribuida, ya que esos cuentos de madrugada eran muy bien aceptados por los radioescuchas. Remigio no daba crédito a lo que estaba viviendo. Era el primer trabajo que le ofrecían, después del doloroso y “traumático” en lo anímico despido. Y ¡a sus 56 años!
Una tarde Remigio fue a la emisora, para entregar en mano los dos cuentos habituales para la semana próxima. Se encontró con Santos Piédrola quién bajaba a tomar algo de merienda, invitándole para que lo acompañara en el frugal ágape. En la grata conversación que mantuvieron, el jefe de programación le planteó una “lógica” pregunta al habilidoso narrador, interrogante que llevaba en su mente desde hacía tiempo.
“Ya que me lo pregunta, le confiaré amigo Santos el posible origen de esta capacidad para la fabulación infantil y adulta, para mí desconocida hasta hace muy poco tiempo. Le explico. Cuando era pequeño, mi añorada madre, tenía por nombre Dorotea, que en gloria esté, me narraba cada noche una pequeña y agradable historia, que aquélla sin par persona se inventaba hasta que veía a su querido niño cerrar los ojos para iniciar el mundo de los sueños. Creo sinceramente que ahí se halla la fértil semilla de mis cuentos, para los niños y también para todos esos adultos que felizmente no han olvidado la memoria de su infancia”. -
CUENTOS PARA LA MEDIANOCHE,
A TRAVÉS DE LAS ONDAS
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
25 noviembre 2022
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