A lo largo
de nuestra vida conocemos, lógicamente, a innumerables personas. Entablamos
amistad con muchas de ellas, enriqueciendo de manera recíproca nuestra vida relacional.
Pero entre todas las amistades que tenemos la suerte de atesorar, hay algunas
que son más intensas y prolongadas que otras y, entre las mismas, conservamos
la proximidad de ese amigo más íntimo que, por una serie de circunstancias,
siempre estará cerca de nuestra privacidad. Todo ello con las alegrías y
problemas que solemos intercambiar, como prueba de confianza y ayuda en caso de
necesidad.
Este era
el caso de AMALIO y EFRÉN
quienes, como tantos otros, se conocían desde su etapa escolar y que, al paso
de los años, supieron mantener ese preciado vínculo de considerarse, uno y
otro, como “mi amigo íntimo”, tanto en los días de sol, como en aquellos otros
en que aparecen los incómodos nublados, dicho con un sentido ilustrativamente
metafórico. Ambos eran coetáneos, nacidos en 1910. Dibujaron sus vidas con
trazos naturalmente diferentes. Mientras que Efrén formó una familia, con mujer
e hijos, trabajando toda su etapa laboral en la misma tienda de ultramarinos, Amalio Arania ha permanecido soltero, aunque
una parte importante de su existencia la ha compartido conviviendo junto su
madre, hasta que esta señora falleció con una muy avanzada edad. Gracias a la
influencia y consejos de un tío suyo, que trabajaba en el oficio, entró como
auxiliar de cabina en una cadena de salas cinematográficas, un año después de
finalizada la cruenta guerra civil española, en 1940.
Su buen
hacer, pleno de responsabilidad, en las obligaciones del oficio, además de su
acendrado amor al cine, le permitieron ascender, pocos años después de ingresar
en la empresa, a jefe proyeccionista de cabina, trabajando de manera ininterrumpida
durante 45 años, hasta el tiempo de su merecida jubilación, cuando cumplió los
75 años. Pudo hacerlo unos años antes, porque tenía la suficiente cotización a
la Seguridad Social como para acceder a una suficiente pensión, pero amplió
voluntariamente los años de eficaz trabajo, en aquello que, según sus palabras,
era lo único que bien sabía hacer, sintiéndose enormemente feliz proyectando
cine, miles de películas, para el gozo y divertimento de los demás.
Los dos amigos, ya jubilados, suelen reunirse algunas
tardes de la semana, para compartir largos ratos de conversación y paseo,
además de tomar ese suculento chocolate caliente, al que ambos son golosamente
aficionados desde su ya lejana juventud. Recorren pausadamente el Parque
malacitano y, cuando el buen tiempo lo permite, se sienten felices visitando
todos los rincones marineros del puerto, llegando en sus saludables caminatas
hasta el mismo morro de levante. Allí permanecen largos minutos, en silencio o
intercambiando las cálidas palabras, gratificando su vista con esas bellas
estampas que bien regala la bahía malagueña. Disfrutan como niños, con ese salado
aroma a marisma que tanto vitaliza, no sólo al cuerpo, sino también al estado
animoso de nuestros sentimientos.
Cierto día Efrén pidió al antiguo maquinista de cabina
que le contara algunas de esas anécdotas interesantes, que casi siempre permanecen guardadas en
los “baúles secretos” de nuestra experiencia y memoria. Amalio, esbozando una
amplia sonrisa, se comprometió a narrarle, en muchas de las tardes de paseo y
con todos los detalles precisos, esas intimidades profesionales que sólo se
suelen compartir (por diversos motivos) con las personas más allegadas.
“Por supuesto, amigo Efrén, he pasado “infinidad” de
tardes encerrado en la misma cabina de cine, mi segundo y entrañable hogar.
Pero no creas que me sentía solo sino, por el contrario, bien acompañado.
Siempre me he hermanado con todos esos espectadores que, desde sus butacas,
miraban y gozaban con las escenas proyectadas en la gran pantalla. MI soledad,
junto a las dos grandes máquinas de proyección, se difuminaba, desde el momento
en que las luces mágicas de los objetivos lanzaban las imágenes que permitían
ver a los grandes actores interpretando las más diversas escenas aventuras e
historias para motivar el divertimento, la emoción, el miedo, las risas e
incluso las lágrimas.
Cierto día, Valeriano, el buen gerente que aun continúa llevando toda la
organización del cine donde he trabajado tantos años, entró en la cabina de
proyección. Mostraba una inconfundible preocupación en su rostro. Quería
comentarme que varios espectadores se estaban quejando de la película sueca que
estábamos poniendo y que llevaba en cartel cinco días, desde el viernes, día
del estreno. Era un film dirigido por el muy prestigioso (pero complicados en
sus temas y narrativas) Ingmar Bergman. Parece ser que la gente protestaba porque,
después de la primera media hora de desarrollo, la cinta ya no tenía “ni pies
ni cabeza”. Me decía Valeriano si yo creía que la película aguantaría hasta el
jueves, pues teníamos previsto seguir estrenando los viernes.
Me resultó curioso lo que me estaba contando, porque el
título que teníamos en cartel tenía muy buenas críticas por parte de los
analistas especializados. La trama argumental y la interpretación de los
actores había sido reconocida por el público entendido, mereciendo diversos
premios concedidos por los jurados internacionales. Se valoraba en su
desarrollo, sobre todo, la nueva creatividad expresiva, un “revolucionario”
lenguaje fílmico que llegaba a las pantallas con esta obra señera de un muy
consolidado y respetado director. La cinta se proyectaba en versión original
subtitulada (V.O.S.) por lo que la traducción paliaba, lógicamente, la
comprensión del difícil lenguaje sueco. Pero es que la gente salía del cine con
una confusión mental manifiesta, bastante enfadados porque no habían entendido
nada de la historia, salvo ese primer tercio del metraje. La cosa es que
aguantamos como pudimos, durante el miércoles y el jueves, con muy poco
publico, ya que se había corrido la voz acerca de su dificultad para entenderla.
A pesar del prestigio en premios de la cinta sueca, decidimos no prolongarla ni
una semana, ni un día más. Por fortuna, el viernes llegaba una película española,
muy alegre y folklórica, protagonizada por la sin par Lola Flores.
Cuando finalizó el último pase del jueves, con tres
personas en la sala que aguantaron pacientemente todo el metraje, me dispuse a
guardar los rollos o ruedas de celuloide en sus respectivas cajas, tras
repartir los dos enormes rollos en las cinco cajas originales que componían la
película. Aunque siempre he sido muy minucioso en el trabajo, esa noche caí en
la cuenta de un gran error que
había cometido: Al unir las cintas que venían en las cinco cajas, había
alterado el orden numérico, poniendo el rollo 4 antes que el 3. El sofoco que
me entró no lo he olvidado. Si ya el contenido de la historia era muy
complicado, la alteración en el orden de los rollos provocaba que la película
fuera difícilmente inteligible. Nunca había cometido una equivocación de tamaña
naturaleza. Pero el enfado que me entró
fue de campeonato. Por temor al despido, no se lo dije a nadie. Aunque
en algún momento consideré ese error como una mezcla de divertimento y de
preocupación interna, fueron las críticas especializadas de muchos analistas
significados por su prestigio los que me ayudaron a mantener el tipo, sobre
todo cuando esos escritos valoraban el argumento y la puesta en escena de la
película como la mejor de la temporada. En la distancia pido disculpas a las
decenas y decenas de espectadores que acabaron con fuerte dolor de cabeza,
habiendo tratado de desentrañar “la confusión más grande jamás rodada”.
Amalio aprovechó otra de las tardes de paseo, a fin de
contarle una nueva y divertida anécdota a su amigo Efrén, quien prestaba toda
la atención a las explicaciones del diestro maquinista.
“Ya sabes que las máquinas de cine utilizan unos largos carbones, a modo de grandes lápices, elementos que están
conectados al sistema eléctrico. Al aproximarse ambas puntas de los dos lápices
o carbones, la positiva y la negativa, forman un arco voltaico que produce una
intensa luz que, focalizada sobre el objetivo de la máquina, permite proyectar
los fotogramas, que pasan a 24 cada segundo, para dar la impresión de
movimiento en la gran pantalla. Bueno, la técnica es más compleja, pero así la
entiendes mejor.
Era sábado por la tarde y las entradas para la sesión de
las 7, que era numerada, estaban casi todas vendidas. Cuando iba por la mitad
del primer pase, faltarían unos minutos para las seis, comprobé que los
carbones de una y otra cámara se estaban acabando (pues el arco voltaico va
consumiendo las puntas de los carbones, que deben irse aproximando). Era una
coincidencia que muchas veces ocurre. Con el trozo de los dos carbones que
quedaban en la segunda máquina, que había comenzado a proyectar, pensé que
podría llegar al final de la película. Así que me dispuse a sustituir los
carbones de la primera máquina, abriendo una caja nueva de cartón, en donde
venían desde fabrica. Para mi sorpresa vi que su interior estaba lleno, pero no
de lápices de carbón, sino de otros componentes eléctricos. Se habían
equivocado y nos habían enviado una caja con su contenido cambiado. Sentí una
sensación que llegaba al pánico y a la impotencia. Era sábado por la tarde. Estas
cajas de carbones venían de Sevilla y aunque se encargaran de urgencia no
llegarían hasta el martes, por lo menos ¿Qué podría hacer para las tres
sesiones que me quedaban en ese día y para el domingo y el lunes?
Llamé urgentemente a Valeriano y le expliqué la situación. Sin perder un minuto, el siempre eficaz gerente se puso a llamar a otras salas de cine, para ver si nos podían prestar esos carbones tan necesarios para al menos poder acabar bien ese sábado y no defraudar a los espectadores que tenían sus entradas compradas. Las demás empresas fueron dando de largas a la petición, argumentando razones muy peregrinas y probablemente no muy veraces. Sólo un cine,en Fuengirola, se prestó a cedernos una de esas cajas de carbones, pero había que ir a retirarla y volver a Málaga. Apenas teníamos una hora de margen para iniciar la sesión de las siete de la tarde. Valeriano se montó en su antigua y vapuleada por el uso Vespa, y se lanzó a la carretera a toda pastilla, para recoger la ansiada caja y volver a tiempo para el siguiente pase de la película. Me contó después que cuando circulaba por Benalmádena, se le rompió el motor de la moto, de tan acelerado como lo llevaba. Tuvo la suerte de que un cabrero que pasaba en aquel momento por la 340 se paró ante sus señales, para llevarlo hasta Fuengirola en su también “muy veterano” motocarro, lleno de aquellas largas vasijas de aluminio que se usaban para transportar la leche, además de dos cabras, que también viajaban en el vetusto artilugio y que se llamaban Lucera y Maria Antonia (no he olvidados los nombres de los animalitos).
Cuando
recogió la ansiada caja, en el antiguo cine Mohair, por fin localizó a un taxi
para que lo trajera a tiempo a Málaga y eso en un sábado por la tarde, con la
carretera llena de vehículos. Como el reloj marcaba las 6:40. 6:50: 6:55 y
Valeriano no aparecía, se me ocurrió poner unas fotos fijas publicitarias, con
un proyector eléctrico que, lógicamente, no necesitaba los susodichos carbones
sino una bombilla. Pero a las siete en punto la gente comenzó a impacientarse, al
ver que no comenzaba la película. Entonces arbitré la solución de poner unos
discos con música de cina, para ganar tiempo. La sala, que estaba repleta de
público, se lo tomó a choteo y a chirigota. Comenzaron las palmas, las
trompetillas, los silbidos, el golpeo en los culos de los asientos, los
cánticos del “que empiece ya…” mientras
los vendedores de caramelos, chocolatinas almendras y gaseosas hacían su
“agosto” con todo el tiempo de venta de que dispusieron. Un jadeante y
extenuado Valeriano llegó hasta nuestro cine, en calle Alcazabilla, con el
preciado tesoro de una caja repleta de carbones voltaicos que rápidamente
dispuse en la máquina que iba a proyectar el primer gran rollo. Engracia, la taquillera, ya había llamado a la Policía Armada,
que se personó en el cine para poner orden en el cada vez más escandaloso
altercado. A las 7:43 pudo comenzar la proyección. Aquella experiencia siempre
la recordamos, con cierto orgullo, como una gran batalla contra los elementos que
finalmente pudimos controlar, aunque el error en la empresa de suministros estuvo
a punto de costarnos una enfermedad”.
“Hoy, mi buen amigo Efrén, te voy a contar una divertida
historia, la tercera, cuyo protagonista era don Eustaquio, pero a cambio te vas a encargar de pagar la ronda del
chocolate y, además, con pastas de Ardales, que bien nos gustan. El tal
Eustaquio era un antiguo falangista, de los llamados “camisas viejas”. El
hombre andaría por la cincuentena y como por lo que contaba había hecho el
bachillerato y le gustaba leer, lo pusieron para que ejerciera de censor de las
buenas costumbres. Era un orondo personaje que, aun en verano, no se quitaba la
gabardina, porque comentaba que así, por el porte, impresionaba más. Era
cacereño y cuando podía hablaba con añoranza de su Alcántara natal. Siempre le
conocí con su bien cuidado bigotillo y tenía unos ojos saltones y boca más bien
picuda, aspecto que a muchos sirvió para ponerle (por detrás) el sobrenombre de
“el boquerón”.
El día anterior al estreno de una película, veíamos
aparecer por la mañana a don Eustaquio, enfundado en su raída gabardina, para
que le hiciéramos un pase privado, a fin de indicarnos, con la energía que le
caracterizaba, las escenas que debían ser cortadas, ya que las mismas iban en
contra de las buenas costumbres a seguir por la gente de bien.
Había películas que me las “trituraba” sin remedio, pues
había que quitar los besos, las caricias, las piernas provocadoras, los senos
resaltados, los amoríos extramatrimoniales, las palabras “sexuales” las miradas
lascivas, determinados traseros que excitaban la lívido y por supuesto las
escenas de cama, etc. Te estoy hablando de los años cuarenta y cincuenta. Más
adelante, la permisividad se abrió un poco para la cultura popular. Esas cintas
censuradas, con tantos cortes, cuando se proyectaban eran irreconocibles e
incomprensibles, pero bien es verdad que la gente estaba habituada a que le
vendieran gato por liebre y lo aguantaba todo.
Un día nos llegó la muy famosa cinta El
último cuplé, con la mejor Sarita Montiel. El
jueves, antes de su estreno, ya estaba allí, a las diez de la mañana, don
Eustaquio, con las “tijeras” de la más acendrada moral. Yo, a una película de
esa categoría, no la podía masacrar y, en connivencia con Valeriano, ideamos un
plan para “salvar” la mayor parte de la cinta. Antes de comenzar la proyección
privada, la empresa del cine solía invitar al censor a un café con bizcochos. Una
semana antes fui a pedir ayuda a un vendedor de hierbas medicinales del campo,
que ponía su puesto ambulante no lejos del cine, por la Plaza de la Merced y el antiguo mercado de abastos. Le
expliqué mi intención y me puso en las manos unas plantas que solía recoger por
la zona de los Montes, que provocaban un sueño casi inmediato nada más tomarlas
en infusión. Hice en casa un concentrado de la sustancia, que eché
posteriormente en una tarra, como brebaje para asegurar el sueño.
Cuando don Eustaquio llegó a la sala cinematográfica, como
siempre puntual, se le preparó el café (ese día le dimos un descafeinado) y le
añadimos un tercio del concentrado de adormidera. Se tomó su infusión, con los correspondientes
biscochos de san Damián, elaborados por unas monjitas de Antequera y no
llevaría la película más de diez minutos “rodando”, cuando el censor cayó
dormido en el más plácido de los suelos.
La máquina de proyección continuaba su ininterrumpido
recorrido, acompañada por los atronadores ronquidos que emitía el bien aletargado
censor de la moral. La película finalizó y don Eustaquio continuaba en el mundo
onírico del sueño. Ya sobre las 12:30 despertó y con los ojos entreabiertos
“bramó” un tanto sonámbulo su repetida cantinela: “Bueno, Amalio y Valeriano,
ya sabéis cuales son las escenas y planos que tenéis que cortar. Ahora tengo
que irme, pues tengo que hacer un informe acerca de un libro que se está
vendiendo y tenemos que parar esa venta como sea”. Le respondimos casi a coro y
en posición de firmes “Por supuesto, don Eustaquio. A sus órdenes. Seguiremos
puntualmente sus directrices”. Y así se pudo proyectar, durante casi un mes y
medio El último cuplé en nuestra ciudad, con el metraje tal y como nos había
llegado desde la productora”.
Actualmente, los sistemas de proyección han evolucionado
con los mecanismos y grabaciones digitales. Aquellos rollos míticos, con el metraje
en sugestivo celuloide, prácticamente han desaparecido. Sólo en los video clubs,
filmotecas y cines fórums se proyectan películas con el antiguo sistema. En las
salas cinematográficas se ha implantado el sistema de videoproyección, estando
la película almacenada en un poderoso disco duro con muchos teras de capacidad
o “peso”. La calidad de la proyección es perfecta, pero… no podemos olvidar el
encanto fílmico de los fotogramas de 35 m/m y el sonido producido por las
antiguas máquinas de proyección en su mecánico funcionamiento, acústica
mecánica que traspasaba las paredes de la cabina mágica, acompañada de sus
haces de luces sobre la gran pantalla.
“Otro día, Efrén, te contaré nuevas historias de mi
trabajo como proyeccionista. Ahora vámonos a la cafetería, que se acerca la
hora de merendar”. Son Amalio
y Efrén, dos grandes y veteranos amigos, que se alejan caminando pausadamente
en la profundidad afectiva de las tardes. -
RECUERDOS DE UN VETERANO PROYECCIONISTA DE CINE
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor
del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
14 mayo
2021
Dirección
electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog
personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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