En nuestra diario caminar por la vida, somos
partícipes de experiencias y anécdotas que
podemos calificarlas con una amplia adjetivación, por su significado y
trascendencia. Esa terminología identificativa de vocablos podrían resumirse en
tres; agradables, incómodas
e inocuas. Estas vivencias, sean más o menos
intencionadas, repercuten ¡qué duda cabe! en el estado de ánimo que mantenemos,
tanto positiva como negativamente. Lo verdaderamente inteligente es acabar
asumiéndolas, valorando los beneficios de las mismas y corrigiendo aquello que
no nos favorece, tras el conocimiento adecuado de su significación y
consecuencias para nuestro mejor equilibrio. Aunque líneas atrás se ha aludido
al nivel de intencionalidad que hayamos aportado para su desarrollo, lo más
importante es reflexionar con sensatez, a fin de evitarlas en el futuro
(aquéllas que no hayan sido afortunadas) en el caso de que su negativo proceso
haya sido debido a nuestra impericia, despiste o simple dejadez.
Durante un frío mes de octubre de 2018, Henry Standford, un apasionado y veterano estudioso
de la Historia (73 años recién cumplidos) se encontraba realizando un atractivo
periplo viajero a través de diversas capitales y ciudades europeas. Este
ciudadano británico, nacido en la ciudad galesa de Cardif, era propietario de
un prestigioso negocio de antigüedades ubicado en la localidad universitaria de
Oxford. Con este ilustrativo recorrido por los territorios de la Europa
continental trataba de compensar el puntual declive anímico que sufría,
depresión derivada de la que ya era su ya tercera separación matrimonial, en
este caso con una rica heredera norteamericana llamada Margaret, a la que había
estado unido durante siete años. Su gran pasión no se reducía solo al
coleccionismo y transacción de objetos heterogéneos, muy apetecibles para los
compulsivos coleccionistas de piezas antiguas, sino que también vitalizaba su
organismo con grandes ingestas de tonificantes bebidas, destacando entre todas
ellas la buena cerveza y el mejor whisky disponible en los establecimientos del
ramo.
En su primer jornada de estancia en Rumanía (de
los tres días que iba a permanecer en las tierras conquistadas por el emperador
de la antigua Roma, Trajano), tenía previsto dedicar la primera tarde para
visitar un espectacular castillo del siglo XVI, en Transilvania, al que la
leyenda vinculaba como residencia del enigmático y temido conde Drácula. Por
una serie de avatares organizativos y de imprevisión personal se retrasó en la
llegada a la monumental fortaleza, accediendo a la puerta de entrada de la
misma cuando quedaban sólo treinta minutos para la hora oficial de cierre,
fijada para las seis de la tarde. Se había confundido con la hora a causa de
los cambios que todos los países efectúan a partir de otoño. Aunque en la
taquilla de la fortaleza le advirtieron que en media hora tendría que abandonar
el pétreo recinto amurallado, debido a su interés por conocer este histórico
enclave y a que durante el día siguiente tenía billete y hotel concertado para
visitar otra ciudad, decidió pagar el importe del ticket accediendo de
inmediato al interior del voluminoso recinto nobiliario.
Empezó a visitar las distintas
dependencias del castillo, aplicando para ello una cierta presteza dada la
limitación horaria de que disponía. En un momento determinado del recorrido, accedió
a un lugar no autorizado para visitantes durante
ese día (la cuerda que impedía el paso de entrada se había liberado y alguien
la había apartado hacia un lateral de la puerta). De esta forma el inquieto
coleccionista avanzó por un lóbrego pasadizo que le condujo a una zona de mazmorras, área dedicada a exhibir
diversos instrumentos allí depositados, a fin de realizar tortura a los
prisioneros del castillo. Mr. Standford se quedó extasiado al contemplar tan
diversos y tétricos instrumentos para persuadir y castigar a los enemigos
encarcelados del autoritario noble propietario: la silla de tortura, los grilletes,
una maza con púas, látigos con piezas de metal en sus tiras de piel, poleas y
arcos para “colgar” a los ajusticiados, gruesas cadenas con sus bolas de freno
correspondientes, imponentes cilindros para dolorosos estiramientos e incluso
descuartizamientos humanos, hachas, machetes, no faltando una tenebrosa
guillotina (ciertamente con su gran cuchilla trapezoidal algo oxidada) … Henry
se había “colado” en un lugar temporalmente cerrado a la visitas turísticas y
ahora se sentía feliz “disfrutando de la visión y acceso manual a todas esas
tenebrosas piezas de tortura, que buen dinero pagaría él a fin de llevarlas a
los nutridos estantes de su tienda de antigüedades.
El reloj seguía cubriendo su innegociable marcha,
por lo que el personal del monumento (a cinco minutos de la hora del cierre)
comenzó a ir desalojando a los turistas y visitantes rezagados. Sin embargo
Henry continuaba “enfrascado” con la visión y manejo de ese apasionante
material, sin tener en cuenta que el monumento se estaba cerrando. Se le había
ido “el santo al cielo”, a lo que habría que añadir es que este veterano y
apasionado estudioso de la Historia padecía una cierta dureza de oído, todo lo
cual favorecía su permanencia en ese espléndido y cultural aislamiento.
Serían las 19 horas cuando cayó en la cuenta de
cual era la real situación en la que estaba inmerso. Pudo salir de la “sala de
torturas” sin la mayor dificultad, pero tras recorrer varios espacios de la
edificación palaciega en un ambiente de progresiva oscuridad (ayudándose de la
linterna de su móvil) accedió a unas dependencias en las que no podía entrar,
pues estaban cerradas con llave. En cuanto a la puerta del hall de entrada
también permanecía inasequible, con los candados “bien echados”. Hay que añadir
que la fortaleza palaciega estaba aislada en lo alto de una colina, rodeada por
una densa arboleda. Para llegar a este monumento castrense había que caminar
unos quince minutos desde la estación del tren de cercanías, situada a un
kilómetro y medio del castillo, recorriendo una sinuosa carretera con un
gradiente progresivo de elevación.
Analizando la peculiar e inquietante situación en
la que se veía inmerso, comenzó a preocuparse seriamente. Todo a consecuencia,
en primer lugar, de su ímpetu imprudente, por no haber hecho caso de las
recomendaciones que le hicieron en taquilla ante la hora del cierre,
obstinándose a entrar en la fortaleza cuando restaban escasos minutos para la
hora de cierre. En segundo lugar, por haber penetrado (bien es verdad que confundido por esa cuerda
caída en el suelo, en unas salas que estaban temporalmente cerrada a las
visitas del turismo. Y en tercer lugar por “olvidarse de todo” ante el profundo
incentivo que le ofrecía el contenido de aquella sala dedicada a la tortura,
con todo su tenebroso material para llevarla a efecto. En este contexto, la
carencia de luz y comida (la tensión nerviosa le producía sequedad en su boca) en
una noche bastante desapacible, agudizaba la incomodidad del voluntarioso galés.
Trató de establecer contacto telefónico con su
hotel, pero presa de una notable presión nerviosa no recordaba el nombre del
mismo, ni tampoco el número de teléfono con el que contactar. Se esforzó en
llamar a la policía, pero en ese proceso comprobó con desesperación que la
batería de su móvil estaba prácticamente vacía. Ese 1% de carga desapareció de
inmediato, por lo que el dispositivo telefónico dejó de funcionar. Obviamente
ya no pudo hacer uso de la aplicación linterna que hasta escasos minutos le
había resultado de una gran ayuda.
Caminando desorientado, sólo con la ayuda de una
tenue luz lunar, tuvo la suerte de “toparse” con una papeleta llena de
residuos, encina de los cuales había un paquete de “gusanitos”(ese maíz inflado
que tanto atrae a los niños y también a algunos mayores. Para su suerte el contenido de la bolsa estaba prácticamente
completo, probablemente su propietario la había dejado allí a poco consumir.
El tiempo fue avanzando, de forma paralela al
incremento de frío y necesidad alimenticia
que el turista galés estaba padeciendo. Su desacertada experiencia
estaba sucediendo en plano mes de Octubre, fecha en que la temperatura
desciende notablemente por estas áreas del sudeste europeo.
La tensión nerviosa también le produjo una intensa
sequedad en su boca. Tenía urgente necesidad de tomar algo de agua pues la sed
reclama una inmediata ayuda hídrica. En un momento concreto observó la
existencia una ventana entreabierta, la cual estaba a ras de la calle interior
a la edificación. Saltó a través de su marco y, tras caminar unos metros con
mucha precaución para evitar los tropiezos, accedió a un patio de suelo
adoquinado, espacio en donde percibió había un par de grifos y una manguera
utilizada para el riego. Pudo entonces beber un poco de agua y así controlar un
poco mejor su evidente tensión nerviosa y saciar su sed. Quiso la suerte que
tras subir por una escalera y recorrer una prolongada balconada exterior (a la
que le faltaban trozos importantes de barandilla, con el peligro subsiguiente
de caída) avistase otro gran ventanal que se hallaba mal cerrado. Empujando una
de sus grandes puertas, a sus 73 años (manteniendo una capacidad física
admirablemente muy valiente) pudo saltar hacia el interior ayudándose de las ramas de
un arce frondoso y casi gigantesco. Se trataba de una sala noble, bien
alfombrada y mucho más acogedora en su mobiliario. La no muy intensa
iluminación lunar seguía facilitando una mínima orientación en la profundidad
de la noche.
Había llegado al dormitorio principal de la
residencia, en el que apenas pudo vislumbrar la existencia de un gran camastro
que estaba rodeado y cubierto por un bien labrado dosel construido con madera
de haya. Un gran crucifijo presidía esta gran sala, habilitada para el descanso
de sus nobles propietarios. Tropezó en repetidas ocasiones con unos viejos y
recios muebles históricos de pesada y contundente madera, debido a la muy
limitada iluminación que entraba por las cristaleras que miraban al entorno
exterior. Todos los enseres del espacioso dormitorio emanaban un aroma a “vida
antigua” pues, además de un gran
aparador, primorosamente labrado y tallado, en uno de los lienzos de la pared
habían ubicado una gran librería con ejemplares u obras bibliográficas que
olían al más profundo aroma apergaminado. El iris de nuestra vista se suele ir
acomodando a estas experiencias inesperadas sometidas a la carencia de luz, por
ello Henry pudo medio vislumbrar dos imponentes pinturas realizadas al óleo,
ciertamente bastante ennegrecidas por el paso inevitable del calendario. Se
trataba de las imágenes del duque Wufarat y de
su bella esposa, la también duquesa Olivia Crispina,
señoriales y ducales figuras que, revestidas con ropaje ceremonial, miraban con
fijación a su intrépido e inesperado invitado. El hambre seguía reclamando su
protagonismo, pero no había nada para echar al estómago del intrépido galés,
así que ni corto ni perezoso se dejó caer encima del camastro conyugal con el
lógico ánimo de descansar. En el espacio exterior silbaba un viento pleno de
ímpetu otoñal. A ese dinamismo eólico siguió un fuerte aguacero, cuyas gruesas
gotas percutían con ritmo diacrónico sobre los gruesos vidrios “somnolientos”
de los dos amplios ventanales que “iluminaban” la señorial estancia.
Eran ya las 02:00 horas
del siguiente día. Henry se despertó sobresaltado, a causa de unas tímidas y
lentas pisadas que sintió sobre el suelo de la habitación superior. Esos pasos
hacían cimbrear la vieja madera que cubría el suelo en gran parte del recinto palaciego.
Junto a esos sonidos (no eran especialmente intensos) se mezclaban lo que
parecían voces emitidas por más de una persona. Estos sonidos produjeron en el
anticuario una sensación de miedo ¿Serían las
almas de los ejecutados en la lóbrega mazmorra, los que clamaban justicia o
atención? Profundamente asustado se cubrió aún más con los gruesos cobertores
que a modo de colchas cubrían el destartalado camastro. La situación de pánico
se le agudizó cuando escuchó unos golpes, también suaves, sobre los cristales
de las ventanas. Levantó el cobertor con el que se había tapado la cabeza y percibió
que allí tras los ventanales había dos ojos brillantes
y “achinados” de color verdosos que le observaban con firmeza. El miedo seguía
creciendo en su inestable estado anímico. Introdujo su cabeza de nuevo bajo el
grueso cobertor con el que se abrigaba, pero de nuevo los cristales vibraron al
ser levemente golpeados. Allí permanecían esos dos ojos brillantes que parecían
suplicar se le franquease la entrada en el dormitorio. Se restregó bien sus
ojos legañosos y al fin pudo vislumbrar la figura de un
felino gordinflón que, por el frío, la lluvia y el hambre, reclamaba
cobijo. Entonces el anticuario se incorporó desde la cama, dirigiéndose al
ventanal con el ánimo de abrirlo. Así lo hizo y de inmediato el gato, bien mojado,
se introdujo en la habitación, saltando con presteza a la cama en donde
formando una caracola con su cuerpo se sintió agradecido por el calor que le llegaba
desde el mullido cobertor. El ya más sereno anticuario se veía acompañado a
partir de este momento en su inesperada y convulsa aventura. Ambos “personajes”
descansaban bajo la severa mirada de los duques, sin duda enojados al ver a dos
extraños seres descansando sobre la privacidad de su lecho.
06.00 horas, en el amanecer. El gran gato se incorporó desde
su posición circular, emitiendo a continuación dos acústicos maullidos que despertaron
a su adormilado compañero de cama. Continuando con sus intensos reclamos, el
obeso felino se dirigió hacia el ventanal que se le había franqueado para su
entrada y con la pezuña golpeó el cristal en repetidas ocasiones. Parece que
estaba mostrando su deseo de salir de la habitación. Henry atendió esos gestos
del animal y acompañó al gato en su salida (la puerta de la sala estaba cerrada
con llave desde el pasillo exterior). Con gran cuidado y a pesar del gran frío
reinante, siguió el camino que el animal recorría, con especial presteza no
exenta de clase y señorío. Era evidente que lo quería conducir a un
indeterminado lugar. Atravesaron el patio interior hasta llegar a un gran
portalón de madera, en donde el gato agudizó sus acústicos maullidos. Henry abrió
el gran cerrojo del portalón y para su sorpresa comprobó que era un habitáculo utilizado
como establo. En su interior había dos voluminosas
vacas, vinculadas o atadas con una larga cuerda a sendos mástiles
también de tosca madera. Se desvelaba el comportamiento “costumbrista” del
felino: estaba pidiendo que le facilitaran un poco de leche de los bovinos.
Henry nunca había practicado el ordeño de animal alguno, pero en ese instante
era la única comida o bebida a la que los dos “compañeros” podían aspirar.
Haciendo lo que podía, con el recuerdo de algún documental visionado en la
pequeña pantalla o en las escenas cinematográficas, pudo medio llenar un jarro
de aluminio que localizó entre el pecuario mobiliario de ese no muy amplio
establo. Vertió algo de leche con la que llenó un plato de cerámica,
poniéndoselo por delante al felino que, en breves minutos, dio buena cuenta de
su apetitoso manjar. También él probó algo de la leche, tras un primer trago de
tanteo. Bebió lo que pudo del mismo jarro que había utilizado para el ordeño,
saciando su sed y esa sensación de necesidad alimenticia que se le había
agudizado durante la larga y desangelada madrugada.
Volviendo a recorrer el mismo camino, volvió a la
cama en donde unas horas después fue despertado por un par de vigilantes, acompañados por otros dos miembros uniformados
que debían pertenecer a la policía rumana. Le indicaron, correcta pero
enérgicamente, que les acompañara, introduciéndole posteriormente en un coche policial
que se desplazó con presteza a un puesto policial próximo.
Allí, en la oficina de seguridad y con la ayuda de
un intérprete, pudo explicar la aventura que había protagonizado, en esa aciaga
tarde/noche, desde luego inolvidable para su persona en el acerbo testimonial
de la memoria. El comisario Grigore, cabello
negro, ojos “saltones” y grueso mostacho encanecido, le estuvo escuchando
pacientemente, sin mover un músculo de su rostro ante la peculiar historia que
narraba el ciudadano galés Henry Standford, turista circunstancial por los
territorio de la Dacia. Después de unos minutos de deliberación entre el
comisario y el inspector de zona, le fue impuesta una sanción
de 800 Lei (moneda actual de Rumanía, a pesar de su entrada en la Unión Europea
el 1 de enero del 2007) equivalente a unos 200 € o 170,85 libras esterlinas.
Grigore, en realidad un policía comprensivo y bonachón, le dio una buena
regañina por no haber respetado el horario de salida del monumento, por haber
permanecido sin autorización en una propiedad estatal y también por haber
descansado en el lecho matrimonial de los duques. Además de la multa, le
cobraron 10 Lei por el valor de los dos litros de leche (capacidad del jarro de
aluminio utilizado) que habría consumido el turista galés y el gato acompañante
(al que por cierto denominaban Mihai). Le
explicaron que las dos vacas eran propiedad de unos monjes cuyo pequeño
monasterio estaba situado en una estribación de la colina, a unos ciento
cincuenta metros de la fortaleza.
Mr. Henry Standford decidió abandonar aquella misma
tarde la capital de la Romania, la Dacia de Trajano, en donde había
protagonizado una azarosa aventura, debido a su testarudez e imprudencia ante
el cumplimiento de las normas establecidas.
Nadie reparó (salvo él mismo) que bien oculta entre sus pertenencias estaba
guardada una preciosa y valiosa daga remachada
con brillantes y otros aditamentos minerales de singular belleza, probablemente
de origen otomano, que el duque tenía entre sus tesoros armamentísticos. Henry
actualmente la expone con orgullo en la parte noble de su museo de
antigüedades, como símbolo y recuerdo de aquella tormentosa noche, en el
aposento conyugal de los duques de Campioforme, madrugada de fantasmas, mitos y
hambre, sólo aliviada por la fraternal compañía del felino Mihai. Por supuesto,
a pesar de las suculentas ofertas recibidas, la emblemática y espectacular daga,
joya armamentista de gran valor, no se encuentra en venta, a pesar de las
numerosas ofertas que el satisfecho anticuario recibe en orden a su
adquisición.-
MR. STANFORD Y SU ATRIBULADA EXPERIENCIA
EN LA ROMANIA
José L. Casado Toro (viernes, 26 ABRIL 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga