Es una obviedad que
con el paso del tiempo van cambiando los hábitos y las costumbres, en casi
todas las formas que integran nuestro peculiar estilo de vida. Pensemos, por
ejemplo, cómo se adquiría hace años todo aquello que necesitábamos para nuestra
necesidad. Hoy “disfrutamos” esas otras formas comerciales que la globalización
digital ha puesto a nuestro alcance, a través de las prestaciones informáticas
en los ordenadores personales y en los muy sofisticados móviles para la
comunicación. En esta importante temática, del imprescindible
intercambio de productos, no podemos ignorar o minusvalorar los grandes
avances que la tecnología ofrece hoy para satisfacer la demanda del consumidor.
Sin embargo esta forma intensamente “mecanicista” de comprar ha podido limitar,
o incluso hacer desaparecer, aquel viejo encanto relacional que teníamos a
nuestro alcance, cuando nos dirigíamos a esas entrañables y cercanas TIENDAS DE BARRIO. Allí sorprendentemente podíamos encontrar
mercancías de la más variada naturaleza, a fin de satisfacer nuestras demandas
de alimento, vestido, trabajo, ocio y cultura.
Planteada esta breve
introducción, vamos a desplazarnos (lo hacemos con cierta frecuencia) a ese GRAN HIPERMERCADO que, muy probablemente, no estará
ubicado cerca de casa. Aunque tengamos que echar mano de nuestro vehículo para
tal fin, hacer la compra semanal en un gran centro comercial, donde casi todo
lo que necesitas se te ofrece, supone un poderoso incentivo para una gran
mayoría de la humanidad. Podrás encontrar en estos “macrocentros” numerosos
productos en oferta, con precios difícilmente competitivos para el pequeño
comercio, que no puede comprar a los mayoristas la cantidad de mercancía que
hace posible ofrecer mejores ofertas para el consumidor. La sugerente
iluminación, la atractiva y dinámica música que allí nos envuelve, la agradable
temperatura de que disfrutamos, esos grandes carritos para llenar con mercancías
necesarias o superfluas nuestras carencias, el cómodo aparcamiento gratuito
disponible, etc, todo ello, psicológicamente bien estudiado y programado, te
hace entrar en un estado de “catarsis” consumista,
con el único y primordial objetivo por parte del capital de que compres más y
mejor.
Sin embargo no todo resulta, a veces, tan placentero y perfecto en este
“idílico paraíso” diseñado para consumidores compulsivos o carenciales.
Es innegable que en estos macro centros mercantiles aparecen frecuentes ofertas
“anzuelo”, a fin de que te motives con su adquisición. Pero, ya que estás allí,
vas añadiendo (casi sin darte cuenta) en la amplia capacidad del carrito otros
muchos productos cuyos precios están, más o menos, en los parámetros medios del
mercado o incluso superiores. Además, la mayoría de los productos los tienes envasados y etiquetados, a fin de que limites
al máximo el diálogo con el encargado de la sección. Lo más incómodo es que
apenas hay personal para atender tus preguntas o aclaraciones, salvo en
determinadas y puntuales secciones. En ocasiones tienes que recorrer metros y
metros hasta el agotamiento, hasta poder encontrar a un dependiente a quien
consultar dudas vinculadas a la naturaleza de un determinado producto.
Lo verdaderamente importante
para los propietarios de estos “gigantescos” complejos comerciales es que
compres cómodamente, en la mayor cantidad y variedad, aplicando tu dinero y esa
ansiedad compulsiva que te envanece. Puedes usar la tarjeta de crédito o la
moneda en efectivo para abonar la suma total de tus adquisiciones en las
numerosas y ágiles cajas dispuestas al efecto para el cobro. Tienes también la
posibilidad de hacer la compra desde tu propio domicilio, usando el ordenador
personal o el móvil telefónico. A una hora prefijada, recibirás todos los
productos anotados bien empaquetados (y ya pagados) en la puerta de tu
vivienda, sin tener que molestarte en sacar el coche o caminar hacia ese
moderno sistema de comercio embriagador que hoy tanto nos subyuga.
Este deslumbrante
modelo comercial, cada día más generalizado en los objetivos de nuestro
comportamiento, podría ser comparado con aquel otro que hemos conocido las
personas que sumamos ya muy numerosas hojas del calendario. Suponía otra forma
de concebir la existencia, en casi todos los órdenes de nuestros actos. A buen
seguro había menos prisas para ir completando “nuestras agendas”. También, por
supuesto, para llevar a cabo ese lúdico y necesario acto, realizado casi de
forma diaria, que suponía ir a la tienda de… a
fin de abastecernos de alimentos y otros utensilios para el hogar. Aún hoy
permanecen en nuestras ciudades algunos establecimientos de “ultramarinos”, con
su dependiente detrás del mostrador. Pero,
a causa del avance poderoso de los hipermercados en cadena, estas tiendas
“familiares” se van viendo reducidas a puntos testimoniales de un comercio
“romántico y humanamente entrañable” que, poco a poco y de manera lamentable,
va desapareciendo, a no ser en la permanencia de algunos locales regentadas por
personas de origen oriental o africano.
En aquellos añorados comercios
de barrio se vivía la compra diaria de manera muy diferente a la actual. Veamos
algún episodio que reflejan esa proximidad relacional y afectiva que fluía
entre los clientes y el propietario del establecimiento. Son poco más de las
nueve de la mañana en un conocido colmado, propiedad
del Sr. Jacinto. Este veterano comerciante (suele bromear, con la
clientela y amigos, acerca de la fecha en que nació, dato que
“convenientemente” ya ha olvidado) abre las persianas metálicas de su tienda
todos los días desde el amanecer, incluso los domingos, con la admirable
puntualidad de las ocho en punto por el reloj. Algunos campesinos que marchan a
trabajar en las labores de la tierra, también muchos de los escolares que se
dirigen a la escuela, valoran el precio y la calidad de los bocadillos que él
ya ha preparado desde dos horas antes. También, previo a la apertura del
negocio, ha repasado y ordenado aquella mercancía inservible para la venta
(especialmente verduras, frutas y otros productos perecederos), sustituyéndola
por aquella otra en mejores condiciones de la que previamente se ha abastecido,
contactando con los más responsables proveedores de la comarca.
En la TIENDA DEL TÍO JACINTO, negocio heredado de su padre,
hay un poco de casi todo, predominando en las estantes de recia madera los
productos para la alimentación. Pero también pueden encontrarse allí
herramientas y aperos de labranza, algunas piezas de tela, ropa y zapatos,
junto a elementos de mercería, necesarios para arreglar esas prendas “mil
veces” usadas, lavadas y recosidas de nuestro ropero. Son los años cincuenta de
la posguerra civil española, tiempo en que la economía familiar resultaba muy
limitada en sus posibilidades para los habitantes del lugar. Y eso del “usar y
tirar” (que dicen hacer los “americanos”) aún no ha llegado a estas olvidadas
tierras de la austera y servicial Castilla. Aunque existe farmacia en el
pueblo, algunos convecinos incluso llegan a encargarle al probo comerciante
preparados artesanales para sus dolencias, que saben pueden comprarse en la
capital de la provincia (ubicada a unos sesenta y tantos kilómetros de
distancia, teniendo que recorrerse para el desplazamiento vías y carreteras
“infernales” en su trazado y pavimentación ).
A esa temprana hora de
la mañana, Justa, una madre viuda y con tres hijos
pequeños, acude a la tienda para exponer a Jacinto los problemas que le
afligen. Básicamente, aquéllos no son otros que sus limitaciones económicas,
por lo que ruega entre lágrimas, al siempre comprensivo tendero, que le siga
“fiando” a pesar de tener ya acumulada una deuda de ¡casi ochocientas pesetas!
La pobre mujer trabaja en todo lo que sale, limpiando, cosiendo y lavando, en
algunas casas de cierto acomodo. Pero el accidente que sufrió Efrén, su difunto marido, ha dejado a esta muy
humilde familia casi en la indigencia. Y a sus hijos no puede negarles un
mínimo alimento y ropa modesta para sus cuerpos.
“No te
preocupes más, Justa. Conozco bien tu desgracia y dificultades. Debes
comprender que yo también vivo del negocio y no puedo mantener deudas de manera
indefinida. Pero sabré esperar a que las cosas te vayan un poco mejor. Sé que
haces lo imposible por no descuidar el mantenimiento y educación de tus tres
hijos. Tu me vas pagando como puedas y todos iremos “tirando” en esta época tan
difícil de carencias que nos ha tocado vivir”.
A lo largo de esa
mañana, otros muchos parroquianos van pasando por este conocido y familiar
establecimiento, ubicado en una calle adyacente a la principal plaza pública
del pueblo, donde también se halla la recoleta Iglesia, dedicada a la Virgen de
los Desamparados. Aunque algunos lugareños varones acuden a comprar determinadas
mercancías, de manera especial son las mujeres aquéllas con las que tiene mayor
contacto este veterano y muy bonachón tendero. Frases como las siguientes
fluyen en la comunicación que Jacinto va manteniendo con su clientela, durante
las amplias horas de trabajo en las que ha de estar tras el mostrador.
“Te voy
a explicar Regla, con muy pocas pero fáciles palabras, la
mejor forma de cómo debes preparar un buen bizcocho, con los mejores
ingredientes que te estoy ofreciendo. Ya sé que tu marido es muy goloso de los
dulces. Seguro que te agradecerá le hagas ese buen pastel. Se pondrá feliz
cuando llegue a casa hambriento y cansado del duro trabajo en la tierra”.
“Me he
enterado Rómula, a través de Bonifacio el ventero, que tu madre tiene problemas de salud, con sus malas
digestiones. Aquí tengo unas infusiones, que me llegaron la semana pasada, que
pueden ser muy beneficiosas para esas molestias estomacales que, de manera
frecuente, padece Ambrosia. Te voy a regalar un sobrecito para que pruebes su
eficacia. Ya me hablarás de los resultados”.
“Este queso,
que habitualmente me compras, Salvadora, me parece que
no es bueno para tu salud. Va muy cargado de sal y grasas. Recuerdo que hace
unos meses me comentaste que tenías la tensión alta y que estabas tomando unos
comprimidos para regulártela. Te doy a probar este otro queso, también de muy
buena calidad, que te va a perjudicar menos para esa “hipertensión” como la
llama don Félix, nuestro buen médico”.
“Sí, se
te estás despegando las suelas de estos zapatos que me compraste hace un par de
meses. Yo pensaba que eran de mejor calidad, cuando me los trajeron del almacén.
Pero no te preocupes. Déjamelos aquí, Saturna, que yo sé como
arreglarlos. Desde siempre me ha gustado eso que ahora están llamando el
“bricolaje”, lo que ocurre es que no tengo mucho tiempo para practicarlo. Pero
este fin de semana me pongo y te arreglo esas suelas. Y si te siguen dando problemas, me pongo en
contacto con mi mayorista proveedor en la ciudad”.
“Pascual, que no te líes. No
me seas zopenco, hombre. Que esta cerradura es muy fácil de montar. Como ves,
tengo la tienda llena de clientes. Vente mejor esta tarde, sobre las cinco más
o menos y te explico como tienes que poner los tornillos, tomando bien las
medidas. Te prestaré un berbiquí (ya lo usaba mi abuelo), que te pueden ayudar
a hacer los agujeros en esa madera tan dura que me dices tienes en la puerta de
casa”.
Otras muchas escenas
podrían describirse en esta relación humanizada y directa que mantiene nuestro
buen tendero, con la mayoría de las personas que acuden a su cercano y muy
heterogéneamente abastecido establecimiento. Sin embargo esta añorada escenografía
no pertenece, en la generalización de los hechos, a la época actual. Su
localización temporal, por el contrario, hay que ubicarla en los recuerdos ya
muy lejanos de nuestra infancia.
Hoy en día,
consumidores y comerciantes mantienen otras relaciones basadas, de manera
fundamental, en el anonimato. Y aunque esos HIPERMERCADOS
estén muy animados de luces, colores y sonidos, con un nivel térmico
psicológicamente estudiado, el silencio comunicativo
es bastante usual en la práctica de la persona que acude a realizar sus
compras. Todo parece estar bien expuesto, etiquetado y presentado, para que el
consumidor pueda mirarlo y decidir, en fracción de segundos, si lo deposita en
su voluminoso carrito de compra o continúa su mecanicista recorrido. En este
caso, trazará numerosas líneas, ángulos y curvas, caminando a través de amplias
superficies donde la abundancia y variedad de lo que se oferta contrasta con la
ausencia de ese tendero que con su bata raída,
pero bien limpia, sonreía, aconsejaba, comprendía y compartía el calor humano
de la comunicación, para con todos aquéllos que además de clientes eran amigos
y convecinos del lugar.
Se ha ido perdiendo,
para nuestro pesar, aquel antiguo, familiar y grato valor de la comunicación
comercial. Nos invade cada día más, con un explícito o subliminal ejército de
tecnologías para la eficacia, la rapidez y la ambición en la acumulación de
capital, un desquiciado e insaciable consumismo sumido en esa atmósfera
deshumanizada, acelerada y viciada por la aridez del “silencio” en los
intercambios.-
José L. Casado Toro (viernes, 11 de
Agosto 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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