viernes, 11 de agosto de 2017

EL GRATO VALOR DE LA COMUNICACIÓN PERSONAL, EN AQUELLAS ANTIGUAS TIENDAS DE BARRIO.


Es una obviedad que con el paso del tiempo van cambiando los hábitos y las costumbres, en casi todas las formas que integran nuestro peculiar estilo de vida. Pensemos, por ejemplo, cómo se adquiría hace años todo aquello que necesitábamos para nuestra necesidad. Hoy “disfrutamos” esas otras formas comerciales que la globalización digital ha puesto a nuestro alcance, a través de las prestaciones informáticas en los ordenadores personales y en los muy sofisticados móviles para la comunicación. En esta importante temática, del imprescindible intercambio de productos, no podemos ignorar o minusvalorar los grandes avances que la tecnología ofrece hoy para satisfacer la demanda del consumidor. Sin embargo esta forma intensamente “mecanicista” de comprar ha podido limitar, o incluso hacer desaparecer, aquel viejo encanto relacional que teníamos a nuestro alcance, cuando nos dirigíamos a esas entrañables y cercanas TIENDAS DE BARRIO. Allí sorprendentemente podíamos encontrar mercancías de la más variada naturaleza, a fin de satisfacer nuestras demandas de alimento, vestido, trabajo, ocio y cultura.

Planteada esta breve introducción, vamos a desplazarnos (lo hacemos con cierta frecuencia) a ese GRAN HIPERMERCADO que, muy probablemente, no estará ubicado cerca de casa. Aunque tengamos que echar mano de nuestro vehículo para tal fin, hacer la compra semanal en un gran centro comercial, donde casi todo lo que necesitas se te ofrece, supone un poderoso incentivo para una gran mayoría de la humanidad. Podrás encontrar en estos “macrocentros” numerosos productos en oferta, con precios difícilmente competitivos para el pequeño comercio, que no puede comprar a los mayoristas la cantidad de mercancía que hace posible ofrecer mejores ofertas para el consumidor. La sugerente iluminación, la atractiva y dinámica música que allí nos envuelve, la agradable temperatura de que disfrutamos, esos grandes carritos para llenar con mercancías necesarias o superfluas nuestras carencias, el cómodo aparcamiento gratuito disponible, etc, todo ello, psicológicamente bien estudiado y programado, te hace entrar en un estado de “catarsis” consumista, con el único y primordial objetivo por parte del capital de que compres más y mejor.

Sin embargo no todo resulta, a veces, tan placentero y perfecto en este “idílico paraíso” diseñado para consumidores compulsivos o carenciales. Es innegable que en estos macro centros mercantiles aparecen frecuentes ofertas “anzuelo”, a fin de que te motives con su adquisición. Pero, ya que estás allí, vas añadiendo (casi sin darte cuenta) en la amplia capacidad del carrito otros muchos productos cuyos precios están, más o menos, en los parámetros medios del mercado o incluso superiores. Además, la mayoría de los productos los tienes  envasados y etiquetados, a fin de que limites al máximo el diálogo con el encargado de la sección. Lo más incómodo es que apenas hay personal para atender tus preguntas o aclaraciones, salvo en determinadas y puntuales secciones. En ocasiones tienes que recorrer metros y metros hasta el agotamiento, hasta poder encontrar a un dependiente a quien consultar dudas vinculadas a la naturaleza de un determinado producto.

Lo verdaderamente importante para los propietarios de estos “gigantescos” complejos comerciales es que compres cómodamente, en la mayor cantidad y variedad, aplicando tu dinero y esa ansiedad compulsiva que te envanece. Puedes usar la tarjeta de crédito o la moneda en efectivo para abonar la suma total de tus adquisiciones en las numerosas y ágiles cajas dispuestas al efecto para el cobro. Tienes también la posibilidad de hacer la compra desde tu propio domicilio, usando el ordenador personal o el móvil telefónico. A una hora prefijada, recibirás todos los productos anotados bien empaquetados (y ya pagados) en la puerta de tu vivienda, sin tener que molestarte en sacar el coche o caminar hacia ese moderno sistema de comercio embriagador que hoy tanto nos subyuga.

Este deslumbrante modelo comercial, cada día más generalizado en los objetivos de nuestro comportamiento, podría ser comparado con aquel otro que hemos conocido las personas que sumamos ya muy numerosas hojas del calendario. Suponía otra forma de concebir la existencia, en casi todos los órdenes de nuestros actos. A buen seguro había menos prisas para ir completando “nuestras agendas”. También, por supuesto, para llevar a cabo ese lúdico y necesario acto, realizado casi de forma diaria, que suponía ir a la tienda de… a fin de abastecernos de alimentos y otros utensilios para el hogar. Aún hoy permanecen en nuestras ciudades algunos establecimientos de “ultramarinos”, con su dependiente detrás del mostrador.  Pero, a causa del avance poderoso de los hipermercados en cadena, estas tiendas “familiares” se van viendo reducidas a puntos testimoniales de un comercio “romántico y humanamente entrañable” que, poco a poco y de manera lamentable, va desapareciendo, a no ser en la permanencia de algunos locales regentadas por personas de origen oriental o africano.

En aquellos añorados comercios de barrio se vivía la compra diaria de manera muy diferente a la actual. Veamos algún episodio que reflejan esa proximidad relacional y afectiva que fluía entre los clientes y el propietario del establecimiento. Son poco más de las nueve de la mañana en un conocido colmado, propiedad del Sr. Jacinto. Este veterano comerciante (suele bromear, con la clientela y amigos, acerca de la fecha en que nació, dato que “convenientemente” ya ha olvidado) abre las persianas metálicas de su tienda todos los días desde el amanecer, incluso los domingos, con la admirable puntualidad de las ocho en punto por el reloj. Algunos campesinos que marchan a trabajar en las labores de la tierra, también muchos de los escolares que se dirigen a la escuela, valoran el precio y la calidad de los bocadillos que él ya ha preparado desde dos horas antes. También, previo a la apertura del negocio, ha repasado y ordenado aquella mercancía inservible para la venta (especialmente verduras, frutas y otros productos perecederos), sustituyéndola por aquella otra en mejores condiciones de la que previamente se ha abastecido, contactando con los más responsables proveedores de la comarca.

En la TIENDA DEL TÍO JACINTO, negocio heredado de su padre, hay un poco de casi todo, predominando en las estantes de recia madera los productos para la alimentación. Pero también pueden encontrarse allí herramientas y aperos de labranza, algunas piezas de tela, ropa y zapatos, junto a elementos de mercería, necesarios para arreglar esas prendas “mil veces” usadas, lavadas y recosidas de nuestro ropero. Son los años cincuenta de la posguerra civil española, tiempo en que la economía familiar resultaba muy limitada en sus posibilidades para los habitantes del lugar. Y eso del “usar y tirar” (que dicen hacer los “americanos”) aún no ha llegado a estas olvidadas tierras de la austera y servicial Castilla. Aunque existe farmacia en el pueblo, algunos convecinos incluso llegan a encargarle al probo comerciante preparados artesanales para sus dolencias, que saben pueden comprarse en la capital de la provincia (ubicada a unos sesenta y tantos kilómetros de distancia, teniendo que recorrerse para el desplazamiento vías y carreteras “infernales” en su trazado y pavimentación ).

A esa temprana hora de la mañana, Justa, una madre viuda y con tres hijos pequeños, acude a la tienda para exponer a Jacinto los problemas que le afligen. Básicamente, aquéllos no son otros que sus limitaciones económicas, por lo que ruega entre lágrimas, al siempre comprensivo tendero, que le siga “fiando” a pesar de tener ya acumulada una deuda de ¡casi ochocientas pesetas! La pobre mujer trabaja en todo lo que sale, limpiando, cosiendo y lavando, en algunas casas de cierto acomodo. Pero el accidente que sufrió Efrén, su difunto marido, ha dejado a esta muy humilde familia casi en la indigencia. Y a sus hijos no puede negarles un mínimo alimento y ropa modesta para sus cuerpos.

“No te preocupes más, Justa. Conozco bien tu desgracia y dificultades. Debes comprender que yo también vivo del negocio y no puedo mantener deudas de manera indefinida. Pero sabré esperar a que las cosas te vayan un poco mejor. Sé que haces lo imposible por no descuidar el mantenimiento y educación de tus tres hijos. Tu me vas pagando como puedas y todos iremos “tirando” en esta época tan difícil de carencias que nos ha tocado vivir”.

A lo largo de esa mañana, otros muchos parroquianos van pasando por este conocido y familiar establecimiento, ubicado en una calle adyacente a la principal plaza pública del pueblo, donde también se halla la recoleta Iglesia, dedicada a la Virgen de los Desamparados. Aunque algunos lugareños varones acuden a comprar determinadas mercancías, de manera especial son las mujeres aquéllas con las que tiene mayor contacto este veterano y muy bonachón tendero. Frases como las siguientes fluyen en la comunicación que Jacinto va manteniendo con su clientela, durante las amplias horas de trabajo en las que ha de estar tras el mostrador.

“Te voy a explicar Regla, con muy pocas pero fáciles palabras, la mejor forma de cómo debes preparar un buen bizcocho, con los mejores ingredientes que te estoy ofreciendo. Ya sé que tu marido es muy goloso de los dulces. Seguro que te agradecerá le hagas ese buen pastel. Se pondrá feliz cuando llegue a casa hambriento y cansado del duro trabajo en la tierra”.

“Me he enterado Rómula, a través de Bonifacio el ventero, que tu madre tiene problemas de salud, con sus malas digestiones. Aquí tengo unas infusiones, que me llegaron la semana pasada, que pueden ser muy beneficiosas para esas molestias estomacales que, de manera frecuente, padece Ambrosia. Te voy a regalar un sobrecito para que pruebes su eficacia. Ya me hablarás de los resultados”.

“Este queso, que habitualmente me compras, Salvadora, me parece que no es bueno para tu salud. Va muy cargado de sal y grasas. Recuerdo que hace unos meses me comentaste que tenías la tensión alta y que estabas tomando unos comprimidos para regulártela. Te doy a probar este otro queso, también de muy buena calidad, que te va a perjudicar menos para esa “hipertensión” como la llama don Félix, nuestro buen médico”.

“Sí, se te estás despegando las suelas de estos zapatos que me compraste hace un par de meses. Yo pensaba que eran de mejor calidad, cuando me los trajeron del almacén. Pero no te preocupes. Déjamelos aquí, Saturna, que yo sé como arreglarlos. Desde siempre me ha gustado eso que ahora están llamando el “bricolaje”, lo que ocurre es que no tengo mucho tiempo para practicarlo. Pero este fin de semana me pongo y te arreglo esas suelas.  Y si te siguen dando problemas, me pongo en contacto con mi mayorista proveedor en la ciudad”.

Pascual, que no te líes. No me seas zopenco, hombre. Que esta cerradura es muy fácil de montar. Como ves, tengo la tienda llena de clientes. Vente mejor esta tarde, sobre las cinco más o menos y te explico como tienes que poner los tornillos, tomando bien las medidas. Te prestaré un berbiquí (ya lo usaba mi abuelo), que te pueden ayudar a hacer los agujeros en esa madera tan dura que me dices tienes en la puerta de casa”.

Otras muchas escenas podrían describirse en esta relación humanizada y directa que mantiene nuestro buen tendero, con la mayoría de las personas que acuden a su cercano y muy heterogéneamente abastecido establecimiento. Sin embargo esta añorada escenografía no pertenece, en la generalización de los hechos, a la época actual. Su localización temporal, por el contrario, hay que ubicarla en los recuerdos ya muy lejanos de nuestra infancia.

Hoy en día, consumidores y comerciantes mantienen otras relaciones basadas, de manera fundamental, en el anonimato. Y aunque esos HIPERMERCADOS estén muy animados de luces, colores y sonidos, con un nivel térmico psicológicamente estudiado, el silencio comunicativo es bastante usual en la práctica de la persona que acude a realizar sus compras. Todo parece estar bien expuesto, etiquetado y presentado, para que el consumidor pueda mirarlo y decidir, en fracción de segundos, si lo deposita en su voluminoso carrito de compra o continúa su mecanicista recorrido. En este caso, trazará numerosas líneas, ángulos y curvas, caminando a través de amplias superficies donde la abundancia y variedad de lo que se oferta contrasta con la ausencia de ese tendero que con su bata raída, pero bien limpia, sonreía, aconsejaba, comprendía y compartía el calor humano de la comunicación, para con todos aquéllos que además de clientes eran amigos y  convecinos del lugar.

Se ha ido perdiendo, para nuestro pesar, aquel antiguo, familiar y grato valor de la comunicación comercial. Nos invade cada día más, con un explícito o subliminal ejército de tecnologías para la eficacia, la rapidez y la ambición en la acumulación de capital, un desquiciado e insaciable consumismo sumido en esa atmósfera deshumanizada, acelerada y viciada por la aridez del “silencio” en los intercambios.-


José L. Casado Toro (viernes, 11 de Agosto 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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