domingo, 27 de agosto de 2017

LA ADMIRABLE Y EJEMPLAR VIRTUD DE LA PACIENCIA.

Sorprende que en estos tiempos de los que somos protagonistas, cada cual en la cercana parcela de “su pequeño mundo” y en el que una gran mayoría de personas parecen estar alistadas en la “hermandad de las prisas”, existan para nuestra sorpresa ejemplos admirables que contrastan con el universal servilismo a la hegemonía permanente del reloj.

Es cierto. Una de las grandes excusas que aportamos para explicar nuestro tantas veces absurdo comportamiento, en todos esos órdenes que dibujan la vida, es precisamente esa carencia de minutos, segundos o latidos, en las agendas que marcan nuestros acelerados y densificados directorios. Las veinticuatro horas, que enmarcan el día con la noche, se nos van quedando pequeñas, insuficientes, limitadas, teniendo en cuenta ese tercio dedicado al descanso, otro tanto reservado para la actividad laboral y ese resto repartido entre la alimentación, la formación, el ocio, el deporte y la cultura, sin olvidar, por supuesto, la ineludible y enriquecedora vida relacional.

Nos quejamos, con excesiva frecuencia, de que el ordenador o Internet van demasiado lentos, de que los autobuses tardan demasiado en llegar a nuestra parada y en completar su recorrido, de que los envíos de “mercancías” se han retrasado algunas horas o días. Con todas esas muestras de teatralizado desasosiego, vamos estresando y tensando nuestro sistema nervioso. Todo ello deriva de ese control absoluto a que nos someten las manecillas de los relojes, omnipresentes en el ejercicio de cualquier actividad, obligación u otra posibilidad vital. Resulta penoso e incluso ridículo el que no hallemos tiempo suficiente para esa otra interesante y saludable posibilidad de dejarse llevar sin el tiempo, en el caminar diario que recorremos desde el amanecer. Incluso cuando vemos a la gente transitar por las calles y plazas, muchas personas parecen no disfrutar del paseo sino que ofrecen un tenso semblante, físico y anímico, condicionado por esas necesidades impuestas a través  de  las “flechas” horarias correspondientes.  

Decía al inicio de esta introducción que contrastan estas actitudes tensionadas, a causa del obsesivo aprovechamiento del “siempre limitado” tiempo disponible, con algunos otros “islotes” para el sosiego, representados a través de una serie de admirables ejemplos (podrían ser muchos más) que merecen nuestra valoración y apreciación más plausible. Son escenas e imágenes que gratifican nuestra retina, entresacadas de la sencillez cotidiana protagonizada por personas anónimas que también profesan otro culto, en este caso representado por el valor envidiable de la paciencia.

Caminamos por una calle de barrio, normalmente descuidada en el aseo de su calzada y, de manera especial, de sus aceras. En ese lugar solemos ver una señora que, cada una de las mañanas, dedica un trocito de su tiempo a barrer, baldear e incluso a usar su fregona, sobre el trocito de acera que corresponde a su vivienda. Bello ejemplo del que tendrían que aprender y practicar otros vecinos de viviendas particulares o de bloque y, también por supuesto, los propietarios o arrendatarios de esos locales que tienen sus sillas y mesas sobre las aceras o pasajes. Mañana, esa señora volverá a barrer y fregar su trocito de losetas callejeras, sin preocuparse de que vuelvan a estar sucias a los pocos minutos.  
Hay profesiones y actividades que también rinden “culto” a ese inestimable valor que preside esta reflexión. Por ejemplo, pensamos ahora en el escultor que, pacientemente, talla, esculpe o modela un trozo informe de madera, piedra o una masa de barro, respectivamente. A esta artística labor dedica todo el tiempo necesario, a fin de conseguir la forma pretendida, aplicando la técnica y experiencia que haga posible ese más o menos complicado objetivo, logrando finalmente una obra que sin duda es “maestra”. Además nos ha “regalado”  también una lección de lo que supone trabajar sin los condicionantes del minutero.

También demuestran tener un nivel “infinito” de paciencia, esos vendedores de seguros, enciclopedias y tarjetas bancarias, los cuales llaman una y otra vez a tu puerta, a tu teléfono o se te acercan cuando circulas por los pasillos iluminados y ruidosos de un importante centro comercial. Posiblemente, tu “no, gracias” sea una más de las centenares de respuestas que a lo largo de los días recibe (sin inmutarse ) ese comercial, bien trajeado y verdaderamente blindado para recibir una negación tras otra. Al final, con toda cortesía te regala una sonrisa y te desea un buen día, mostrándose ya preparado para reintentar su oferta con un nuevo posible cliente.

Y por qué no citar también a esa madre, a todas esos padres y madres, que se esfuerzan, un día sí y el siguiente también, en tratar de lograr que sus hijos, adolescentes o menores, dejen ordenados sus respectivos dormitorios y lugares de estudio. Ciertamente no resulta una tarea fácil “implementar” esos buenos hábitos de dejar cada cosa u objeto en su sitio, evitando “tirar” la ropa a la cama, dejar la bolsa con los libros donde primero se tercie o evitar tener el armario y cajonera de la ropa con todo revuelto, a modo de un vendaval que todo lo altera a su paso. Y es que a determinadas edades, los gritos, enfados y castigos resultan cada vez menos eficaces. Por el contrario hay que aplicar una tarea constante y paciente, que debe comenzar desde la infancia, aplicando niveles hábiles e inteligentes de psicología en el trato, a fin de conseguir resultados eficaces en nuestro objetivo educador. Por supuesto, haciéndolo una vez tras otra sin desanimarse, cuando los resultados no sean especialmente rápidos o eficaces.

Demuestra la ciudadanía tener una infinita paciencia, con la clase política que el destino, la suerte y los votos, por supuesto, han puesto al frente de las diferentes administraciones: tanto a nivel local, regional o nacional. Resulta saludable comprobar como, elección tras elección, el ciudadano se acerca a la mesa electoral con la esperanza de que su voto sirva para que los dirigentes electos arreglen y no estropeen la situación del país. Negocien y no se tiren con fanatismos y sectarismos los “trastos” a la cabeza. Extremen la honradez y soslayen la tentación de la corrupción. Piensen antes en el bien general y no en el partidismo egoísta particular. Aprecien y apliquen el valor de la verdad, evitando el recurso a la mentira, la manipulación y el engaño. Y así, un largo etc. Desde luego los electores, como no podía ser de otra manera, son los que ponen y quitan gobiernos con sus votos. Pero, ante la urna, es necesario defender que la inteligencia y el buen sentido deben ser prioritarios sobre el fanatismo y el sectarismo partidista.

Desde siempre me ha producido asombro, no exento de valoración positiva, la actitud de algunas personas que, con su caña y enseres de pesca, practican esa noble y sana afición de pasar horas y más horas, esperando los frutos del mar. Son los practicantes de la pesca como deporte. Dando muestra de una paciencia ajena al tiempo, se desplazan en las horas frescas del amanecer o en aquel otro horario que contempla el atardecer, a las orillas de la playa, a las riberas del puerto o a los malecones que frenan el oleaje, para pedirle al mar respuestas generosas de sus riquezas, a fin de complacer su afición, el alimento o llenando de contenido el amplio tiempo disponible. Miran el devenir de las olas, caminan en silencio sobre la arena o sentados con la privacidad de su pensamiento, esperan y continúan esperando, sobre todo, a ese largo o corto tiempo que, sin duda, ha de pasar.  

Algunos viandantes por las orillas de la playa suelen acercárseles para intercambiar con ellos algunas palabras que casi siempre comienza con el mismo interrogante, mezclado con una sonrisa: ¿Cómo va la pesca hoy? ¿Pican o no pican? Evité repetir esa consabida pregunta, cuya respuesta es más que evidente observando el cubito donde se guardan las escasas presas capturadas. Tampoco era cuestión de hablar, una vez más, acerca del tiempo meteorológico, así que mi pregunta fue más una afirmación como saludo: “Aprecio mucho todo ese tiempo que dedican a esta sana afición de disfrutar la pesca. Siempre suelo decirme: es algo que yo también debería poner en práctica…” MI interlocutor, una persona de piel bastante curtida, por sus largas horas de exposición a los rayos del sol, hombre de frases cortas y directas en su expresión y de mirada indisimuladamente cansada, pero plácida, agradecía la posibilidad de “echar un ratito” con el paseante ocasional por la playa.

“Sí amigo, vengo casi todos los días de la semana. Mucho menos en el verano. Por el calor y los bañistas. Algo se pesca, pero más se piensa. Con tantas horas esperando, tengo todo el tiempo del mundo para darle vueltas a la cabeza. Incluso hay veces en que devuelvo al mar lo que me da. Para que esas crías de peces sigan creciendo en su mundo marino. Y es que las aguas están muy castigadas. Demasiado aguantan, con toda la porquería que les echamos. Me traigo mi bocadillo y esta latita de cerveza, que nunca debe faltar (con su pícara risa observo el avanzado deterioro dental). También, es mejor dejar a la “parienta” con sus cosas. Tantas horas en casa abren la puerta a discusiones y peleas. Si te contara todas las cosas que he trabajado, no me creerías. En la juventud, incluso estuve haciendo “lo que me decían” en una película. Total, por unos “durillos”. Yo entonces era más guapo, claro. Desde luego es mejor y más sano estar aquí, tranquilamente oyendo el ruido que hacen las olas  y oliendo a sal y marisma. El bar o la taberna no es lo mío. Aquí se está muy requetebién”.  

Agradecí a Simón la nobleza, limpieza y verdad de sus palabras, deseándole suerte para el resto del día. Me sentí confortado tras comprobar que aún hay personas para los que la magnitud estresada del tiempo carece de importancia o justificación. Son seres anónimos, en la privacidad de sus vidas, que saben aplicar y rentabilizar ese valor inapreciable de la paciencia a una existencia, en la que siempre se espera un nuevo amanecer. Gozan con esos atardeceres que diestramente nos dibuja y regala la naturaleza. Aprecian la dimensión del silencio, sólo interrumpido por la acústica de la brisa sobre las hojas. Con sabia inteligencia saben relativizar la importancia de un tiempo que siempre se nos muestra inalcanzable para nuestra significación como humanos.-



José L. Casado Toro (viernes, 25 de Agosto 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga






viernes, 18 de agosto de 2017

24 FOTOGRAMAS POR SEGUNDO, EN LAS HISTORIAS QUE NARRAN Y AMAN LA VIDA.

Al igual que sucede en otras muchas ciudades españolas, aquellas grandes y acogedoras salas de cine han ido paulatinamente desapareciendo en esta capital de la media Andalucía, reduciendo o modificando el muestrario de nuestras opciones lúdicas y culturales. Esos veteranos y entrañables edificios han sido vendidos, durante las últimas décadas, a la especulación constructora y, por efecto de la piqueta e interés constructivo, sus estructuras arquitectónicas se han transformado en grandes bloques de viviendas, en edificios para albergar numerosos puestos de oficinas o también han surgido en sus extensos solares atractivos y rentables  grandes centros comerciales.

De esta forma, las salas de exhibición cinematográfica han reducido actualmente su capacidad, agrupándose en complejas multisalas que se ubican en zonas alejadas del centro urbano, a las que hay que acudir utilizando el vehículo particular o el transporte público municipal. Sin embargo, en este cambio estructural y de ubicación que ha sufrido la oferta para la asistencia al cine, aún podemos hallar alguna antigua sala en el centro histórico de la ciudad que ha podido resistir este ingrato vendaval transformador para los intereses de empresarios y espectadores. La permanencia de ese único viejo cine, sustentado en el idealismo afectivo de un experimentado promotor o en la inteligente promoción cultural de algunas corporaciones municipales, a modo de  romántico islote en medio de un océano de frívola superficialidad, hace que a los buenos aficionados al séptimo arte aún se nos permita disfrutar con la inmediatez de la gran sala, en cuya pantalla la vida se multiplica con nuevas experiencias, distracciones y empáticas vivencias.

Dacio es uno de estos anónimos  héroes que, en la soledad de su esfuerzo, hace posible el latido de ese viejo cine urbano que, a los buenos aficionados, vitaliza, alegra y conmueve. A sus 46 años de edad, continúa viviendo junto a su querida y anciana madre Ileana, natural de Rumanía. A esta mujer el destino la hizo trasladarse, siendo muy joven, a una ciudad llena de historia, cultura y misterio, en el centro del alma andaluza. Su único hijo, a pesar de haber tenido diversas experiencias relacionales y afectivas, en el transcurso de los años ninguna de ellas le ha hecho pasar por la vicaría o el registro civil de la localidad.

Desde pequeño, su gran y casi única ilusión lúdica era la asistencia al cine. Esta afición fue fomentada gracias a la protección y ejemplo recibido de su tío Andrei, proyeccionista del CINE NOVEDADES. Este gran local, situado en pleno corazón urbano del municipio, ofrecía hasta 500 localidades a todos aquellos que se acercaban a su taquilla, a fin de asistir al gran milagro de visionar una película en la magna pantalla blanca donde toman vida las imágenes en movimiento. Este operador de cabina permitía a su sobrino acompañarle en su trabajo, enseñándole el manejo de los dos grandes proyectores, la unión de las cintas de celuloide en dos únicos grandes rollos que acumulaban kilómetros de cinta perforada y grabada, que iban tomando vida a través de esos 24 fotogramas por segundo de velocidad.  Pero, sobre todo, un buen operador tenía que vigilar la intensidad de la luz, controlando la proximidad de los dos largos carbones conectados a la electricidad, que provocaban el arco voltaico correspondiente para ese haz de luz procedente de la lámpara de Xenón. Si se descuidaba el control de los carbones, la pantalla se oscurecía o por el contrario la cinta del celuloide podía quemarse, originándose esos molestos cortes en la trama que hacían fluir protestas y silbidos entre un público con ganas de bromas en el patio de butacas. Tío y sobrino se esforzaban en controlar esa intensa luz que transformaba los fotogramas en vidas llenas de historias.

Dacio disfrutaba y aprendía en todo este mundo mágico de la gran pantalla. Siendo ya más adulto, había días en que Andrei le dejaba encargado de la cabina, mientras él se desplazaba a resolver algún asunto urgente o imprevisto. El joven proyeccionista demostraba buena destreza y decisión en el oficio, disfrutando con un quehacer que le permitía el regalo añadido de poder visionar decenas y decenas de cintas, pues  cada día se cambiaba una de las dos películas de los programas dobles proyectados. Cuando su tío alcanzó la edad de la jubilación, el propietario de la sala, don Dimas (que también era el empresario de una consolidada cafetería/restaurante en la ciudad)  ofreció a Dacio la opción de quedarse como único operador de cabina.

Pero la asistencia de espectadores a la sala había ido disminuyendo, de forma cada vez más acelerada, con la aparición de los videoclubs y las posibilidades de Internet con sus descargas “libres” de archivos. A causa de ello los proyectores tendrían que funcionar con un único técnico, pues había que reducir costes en un negocio cuyos ingresos disminuían de manera preocupante para los intereses de la propiedad.

Un domingo por las noche, en septiembre, mientras terminaba el tercer pase de la única película que se proyectaba, don Dimas  entró en la cabina. Tenía la intención de mantener una conversación con su responsable empleado.

“Buenas noches, Dacio. Hoy, fin de semana, sólo hemos vendido 46 entradas, sumando las tres sesiones de la tarde/noche. Llevo tiempo preocupado con la situación, pues las cuentas ya no nos salen. Apenas voy a poder este mes afrontar los sueldos del personal. He pensado incluso en el cierre. En realidad somos ya la única sala que permanecemos abierta en el centro de la ciudad. Los multicines de los arrabales trabajan con otros números, pues sus salas son más bien pequeñas y están ubicadas en centros comerciales donde hay decenas de tiendas, algunas de gran tamaño vinculadas a poderosas marcas franquiciadas. Y son estas pequeñas salas las que se llevan a los espectadores. Hay que tomar una decisión, aunque sea dolorosa, para evitar que la “quiebra” económica se haga efectiva. Demi, la taquillera ya ha cumplido los sesenta y tres y Nicolás, el portero, trabaja por las mañanas en su taller de carpintería y también está cerca de los sesenta. Tú llevas conmigo ya veintidós años, realizando  un trabajo muy eficaz y responsable. ¿Ves algún tipo de salida mejor, frente al cierre, a la situación que te estoy comentando?

A la inteligencia de Dacio no le cogió desprevenido todos estos planteamientos de su jefe. Había meditado largamente sobre la viabilidad de un negocio, incardinado en la ilusión de su corazón, cuyos números económicos no equilibraban los gastos correspondientes a su mantenimiento. Su madre Ileana le aconsejaba, una y otra vez, que hiciera lo imposible para que ese único cine, que ella había conocido desde que siendo jovencita llegó a España, no desapareciera. Además era el lugar de trabajo de su hijo, que disfrutaba plenamente con la labor técnica que desarrollaba en cabina. Pero, a todas luces, era necesario un nuevo enfoque  en la gestión a fin de salvar a ese último cine en el centro de la capital que vitalizaba la ilusión de tantos y tantos cinéfilos.

“Efectivamente, don Dimas, prácticamente he “nacido y crecido” en esta querida cabina de cine, primero ayudando y aprendiendo de mi tío y desde hace años controlando todos los mecanismos de proyección. Ver el cierre de ésta, mi segunda casa sería, aparte el trabajo, como perder parte de mi vida. He pensado y repensado sobre la situación y le ofrezco una serie de cambios. Puedo ejercer de empleado polivalente. Se lo explico.

En lo que respecta al personal, si se resuelve a plena satisfacción la relación laboral con Nico y Demi, yo me atrevo a asumir el ejercicio de ambas funciones. Vendo las entradas en taquilla y además me encargo de controlar la puerta para la entrada y salida del público. Se preguntará qué va a pasar entonces con la cabina de proyección. Esta importante cuestión la tengo ya resuelta. Somos uno de los pocos cines en Andalucía que aún siguen proyectado los rollos de celuloide. En la actualidad se ha impuesto el sistema de soporte digital, con todas sus ventajas. El celuloide está prácticamente desaparecido, tanto en las fotografías como en el cine. Las películas vienen ahora en un pequeño ´hard disq´ o disco duro que se conecta a un potente videoproyector. Las calidad de la imagen y el sonido es infinitamente mejor. No hay que estar pendiente de los carbones voltaicos, ni de hacer empalmes de cinta, ni en montar los dos grandes platos para las máquinas. El encuadre en pantalla es automático y una vez que le doy a la tecla del play, el operador puede abandonar la cabina y no volver a ella hasta que haya algún problema en la imagen o en el sonido. La detención de la videoproyección también es automática, cuando el archivo donde está el film ha llegado a su final.  Para que me entienda, si una película la tenemos en casa con un DVD de cuatro gigas, estas películas vienen en los discos duros grabadas en archivos con más de 80 gigas de contenido. De ahí la buena calidad de imagen y sonido. En definitiva, yo me puedo encargar de todo, incluso de la limpieza y las ventas de los botellines y palomitas en nuestro pequeño bar. Estoy dispuesto a ello.

¡Ah, don Dimas una cosa más! Creo que en vez de tres sesiones diarias, sería suficiente con sólo dos. Una a las 6 y otra a la 8 por la tarde. Los sábados  se podrían mantener los tres pases de las películas. Y el lunes lo dedicaríamos al descanso. Con todo lo que le comento, los costes se abaratarían sensiblemente”.

Aunque ya conocía su permanente disponibilidad y responsable buen hacer, el veterano empresario quedó impresionado con la clarividencia de su proyeccionista y la convincente firmeza que mostraba para tratar de salvar el cine Novedades, que dentro de tres años cumpliría sus primeros sesenta años de vida (había sido inaugurado en el ya lejano 1960). Creyó en él, dejándole libertad para que llevara a cabo esos arriesgados proyectos, a pesar de que en los últimos años había recibido diversas ofertas inmobiliarias, para construir en el apetecido solar un nuevo bloque de viviendas. Pero es que don Dimas  también era un enamorado del séptimo arte. Este cine había sido un ilusionado proyecto de su padre y le dolía desprenderse de un edificio que con tanto cariño y esfuerzo había levantado su progenitor, pasando años incluso de necesidad hasta financiar su costosa y ejemplar construcción.

En pocas semanas, Dacio se convirtió en un apasionado TRABAJADOR POLIVALENTE. Cada mañana,  después de una buena sesión de running por las riberas del río, ducha y un reparador desayuno, llegaba temprano a “su cine del alma” ocupándose de realizar en el hall de la entrada, los servicios  y la cabina de proyección,  una limpieza básica. También repasaba el amplio patio de butacas, retirando los envoltorios y botellines dejados en el suelo por los espectadores el día anterior, controlando también visualmente las 500 butacas rojas por si hubiese algún deterioro de urgente reparación. Completaba la mañana trabajando ante el ordenador. Gestionaba por Internet las ofertas de las diferentes distribuidoras, a fin de contratar el alquiler y envío de las películas más atractivas del mercado. En cuanto al género cinematográfico, centró la adquisición de films fundamentalmente en aquellas producciones del cine europeo, aunque también contrataba para su pantalla obras del mercado asiático, africano y sudamericano. La ciudad donde había nacido y vivía destacaba por su tradicional imagen universitaria, por lo que el público juvenil y la intelectualidad local comenzó a ocupar con fidelidad las rojas butacas del cine Novedades. La exhibición del cine de Hollywood y más popular la dejó en manos de los multicines que había en la localidad.

Por la tarde, a eso de las cinco y cuarto volvía a su trabajo. Tenía que abrir la taquilla quince minutos más tarde, a fin de vender las localidades para los espectadores de la primera sesión que comenzaba a las 18 horas. Además de taquillero, ejercía de portero, pues  diez minutos antes habría la puerta de entrada, la cual cerraba sobre las seis, desplazándose rápidamente a la cabina de proyección. Ya tenía (desde la mañana) preparado todo el mecanismo informático. Sólo tenía que accionar el play y las luces de la sala se apagaban (salvo las de seguridad) y también de manera automática comenzaba la videoproyección programada. Ya no estaban las dos grandes máquinas proyectoras, tampoco los rollos de celuloides, la luz provenía de una potentísimas lámparas donde los “carbones” voltaicos eran innecesarios, también había desaparecido la mesa de los empalmes y los tornos para el embobinado de aquellos dos platos que contenían kms. de fotogramas. Volvía de nuevo al pequeño ambigú por si algún espectador necesitaba o apetecía comprar algún botellín de agua, almendras, chocolatinas o esos caramelos balsámicos que tanto alivian la garganta. El mecanismo informático operaba puntualmente sobre el cuadro iluminador de la sala, cuando el archivo fílmico había finalizado su recorrido. Cuando Dacio observaba nuevos espectadores para la sesión de las  20 horas frente a la taquilla, volvía a ésta (situada a tres metros de la puerta del cine) a fin de vender las correspondientes localidades. Ya sobre las diez, cuando el patio de butacas había sido completamente desalojado, apagaba los aparatos electrónicos, hacía una pequeña contabilidad con la recaudación y abandonaba su querido cine camino de casa, donde le esperaba una buena cena preparada por Ileana, interesada por conocer alguna anécdota o ese comentario ameno que le pudiera narrar su hijo.

El tiempo sigue su recorrido por nuestras vidas. Una mañana de Octubre vemos a don Dimas acudir al despacho notarial de su amigo S. Torres M. con cuya secretaria había concertado una cita días antes. Los dos veteranos interlocutores comparten la misma edad, 75 años. Se conocen desde las aventuras adolescentes del Instituto, pues fueron compañeros de clase. Ya en la universidad, Santiago hizo la carrera de derecho, mientras que Dimas no terminó la licenciatura de Matemáticas, centrando su preparación en Empresariales, pues siempre demostró su aptitud e iniciativa para el ámbito mercantil.

“Gracias Santi, por recibirme. Veo con agrado que por ti no pasan los años. Nos vemos de tarde en tarde y siempre me pareces mejor conservado. Tienes que confiarme el secreto para mantenerte tan bien. Ya sabes que profesionalmente sigo manteniendo los dos negocios, las cafetería/restaurante de Puerta Real y el cine Novedades. Con lo que saco de los cafés, los aperitivos y las comidas, tenemos más que suficiente para vivir Cecilia y yo. Y luego está cine, herencia de mi padre. Tuvo su momento de esplendor, entre los sesenta y los noventa, pero el auge del vídeo, Internet y las multisalas, me fueron dejando sin espectadores, La contabilidad nos llevaba a la quiebra. Fueron tiempos muy duros, pues había meses con pérdidas.

Pero he tenido la inmensa suerte de contar con un  empleado que ha estado conmigo desde que era casi un niño. Ahora tiene cuarenta y tantos y es un fenómeno en esto del cine. Gracias a él mantengo abierto el Novedades. Aunque no te lo creas, lo lleva él solo. Hace de portero, taquillero, operador de cabina o proyeccionista, administrador, vigilante e incluso cuida de la limpieza diaria. Después de los gastos imprevistos, los impuestos, su sueldo y el mantenimiento del local, cada mes me hace ganar una pequeña cantidad de dinero y, lo que es más importante, mantiene funcionando el único cine de centro que tenemos en la ciudad, con sus quinientas butacas rojas y una película semanal. Su nombre es Dacio (aquí te traigo todos sus datos) persona muy trabajadora, íntegra y que ama el cine hasta la médula.

Te cuento todo esto porque he tomado la decisión, generosa  pero justa, de incluirlo en mi voluntad testamentaria. Ya sabes que Cecilia y yo no tuvimos descendencia. Hay unos sobrinos… de esos que les cuesta trabajo felicitarte incluso en Navidad. En definitiva, la propiedad del cine quiero que pase en el momento adecuado ¡ya sabes…! a esta buena persona, a la que considero como ese hijo que nunca tuve. Por supuesto que ya lo he hablado con Cecilia, quien también me ha animado a dar este paso. Tú ve preparando las modificaciones en el documento y cuando estén listas me paso por aquí y te las dejo firmadas.

Antes de marcharme, Santi ¿quedamos para subir una noche de luna llena al Albaycín? Podemos recorrer con “devoción” las estaciones y rondas del tapeo, recordando nuestros viejos tiempos de estudiantes. Aquellas imágenes sí que son emocionantes películas en nuestra memoria. Además… nosotros éramos los principales y “apuestos” protagonistas.-


José L. Casado Toro (viernes, 18 de Agosto 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



viernes, 11 de agosto de 2017

EL GRATO VALOR DE LA COMUNICACIÓN PERSONAL, EN AQUELLAS ANTIGUAS TIENDAS DE BARRIO.


Es una obviedad que con el paso del tiempo van cambiando los hábitos y las costumbres, en casi todas las formas que integran nuestro peculiar estilo de vida. Pensemos, por ejemplo, cómo se adquiría hace años todo aquello que necesitábamos para nuestra necesidad. Hoy “disfrutamos” esas otras formas comerciales que la globalización digital ha puesto a nuestro alcance, a través de las prestaciones informáticas en los ordenadores personales y en los muy sofisticados móviles para la comunicación. En esta importante temática, del imprescindible intercambio de productos, no podemos ignorar o minusvalorar los grandes avances que la tecnología ofrece hoy para satisfacer la demanda del consumidor. Sin embargo esta forma intensamente “mecanicista” de comprar ha podido limitar, o incluso hacer desaparecer, aquel viejo encanto relacional que teníamos a nuestro alcance, cuando nos dirigíamos a esas entrañables y cercanas TIENDAS DE BARRIO. Allí sorprendentemente podíamos encontrar mercancías de la más variada naturaleza, a fin de satisfacer nuestras demandas de alimento, vestido, trabajo, ocio y cultura.

Planteada esta breve introducción, vamos a desplazarnos (lo hacemos con cierta frecuencia) a ese GRAN HIPERMERCADO que, muy probablemente, no estará ubicado cerca de casa. Aunque tengamos que echar mano de nuestro vehículo para tal fin, hacer la compra semanal en un gran centro comercial, donde casi todo lo que necesitas se te ofrece, supone un poderoso incentivo para una gran mayoría de la humanidad. Podrás encontrar en estos “macrocentros” numerosos productos en oferta, con precios difícilmente competitivos para el pequeño comercio, que no puede comprar a los mayoristas la cantidad de mercancía que hace posible ofrecer mejores ofertas para el consumidor. La sugerente iluminación, la atractiva y dinámica música que allí nos envuelve, la agradable temperatura de que disfrutamos, esos grandes carritos para llenar con mercancías necesarias o superfluas nuestras carencias, el cómodo aparcamiento gratuito disponible, etc, todo ello, psicológicamente bien estudiado y programado, te hace entrar en un estado de “catarsis” consumista, con el único y primordial objetivo por parte del capital de que compres más y mejor.

Sin embargo no todo resulta, a veces, tan placentero y perfecto en este “idílico paraíso” diseñado para consumidores compulsivos o carenciales. Es innegable que en estos macro centros mercantiles aparecen frecuentes ofertas “anzuelo”, a fin de que te motives con su adquisición. Pero, ya que estás allí, vas añadiendo (casi sin darte cuenta) en la amplia capacidad del carrito otros muchos productos cuyos precios están, más o menos, en los parámetros medios del mercado o incluso superiores. Además, la mayoría de los productos los tienes  envasados y etiquetados, a fin de que limites al máximo el diálogo con el encargado de la sección. Lo más incómodo es que apenas hay personal para atender tus preguntas o aclaraciones, salvo en determinadas y puntuales secciones. En ocasiones tienes que recorrer metros y metros hasta el agotamiento, hasta poder encontrar a un dependiente a quien consultar dudas vinculadas a la naturaleza de un determinado producto.

Lo verdaderamente importante para los propietarios de estos “gigantescos” complejos comerciales es que compres cómodamente, en la mayor cantidad y variedad, aplicando tu dinero y esa ansiedad compulsiva que te envanece. Puedes usar la tarjeta de crédito o la moneda en efectivo para abonar la suma total de tus adquisiciones en las numerosas y ágiles cajas dispuestas al efecto para el cobro. Tienes también la posibilidad de hacer la compra desde tu propio domicilio, usando el ordenador personal o el móvil telefónico. A una hora prefijada, recibirás todos los productos anotados bien empaquetados (y ya pagados) en la puerta de tu vivienda, sin tener que molestarte en sacar el coche o caminar hacia ese moderno sistema de comercio embriagador que hoy tanto nos subyuga.

Este deslumbrante modelo comercial, cada día más generalizado en los objetivos de nuestro comportamiento, podría ser comparado con aquel otro que hemos conocido las personas que sumamos ya muy numerosas hojas del calendario. Suponía otra forma de concebir la existencia, en casi todos los órdenes de nuestros actos. A buen seguro había menos prisas para ir completando “nuestras agendas”. También, por supuesto, para llevar a cabo ese lúdico y necesario acto, realizado casi de forma diaria, que suponía ir a la tienda de… a fin de abastecernos de alimentos y otros utensilios para el hogar. Aún hoy permanecen en nuestras ciudades algunos establecimientos de “ultramarinos”, con su dependiente detrás del mostrador.  Pero, a causa del avance poderoso de los hipermercados en cadena, estas tiendas “familiares” se van viendo reducidas a puntos testimoniales de un comercio “romántico y humanamente entrañable” que, poco a poco y de manera lamentable, va desapareciendo, a no ser en la permanencia de algunos locales regentadas por personas de origen oriental o africano.

En aquellos añorados comercios de barrio se vivía la compra diaria de manera muy diferente a la actual. Veamos algún episodio que reflejan esa proximidad relacional y afectiva que fluía entre los clientes y el propietario del establecimiento. Son poco más de las nueve de la mañana en un conocido colmado, propiedad del Sr. Jacinto. Este veterano comerciante (suele bromear, con la clientela y amigos, acerca de la fecha en que nació, dato que “convenientemente” ya ha olvidado) abre las persianas metálicas de su tienda todos los días desde el amanecer, incluso los domingos, con la admirable puntualidad de las ocho en punto por el reloj. Algunos campesinos que marchan a trabajar en las labores de la tierra, también muchos de los escolares que se dirigen a la escuela, valoran el precio y la calidad de los bocadillos que él ya ha preparado desde dos horas antes. También, previo a la apertura del negocio, ha repasado y ordenado aquella mercancía inservible para la venta (especialmente verduras, frutas y otros productos perecederos), sustituyéndola por aquella otra en mejores condiciones de la que previamente se ha abastecido, contactando con los más responsables proveedores de la comarca.

En la TIENDA DEL TÍO JACINTO, negocio heredado de su padre, hay un poco de casi todo, predominando en las estantes de recia madera los productos para la alimentación. Pero también pueden encontrarse allí herramientas y aperos de labranza, algunas piezas de tela, ropa y zapatos, junto a elementos de mercería, necesarios para arreglar esas prendas “mil veces” usadas, lavadas y recosidas de nuestro ropero. Son los años cincuenta de la posguerra civil española, tiempo en que la economía familiar resultaba muy limitada en sus posibilidades para los habitantes del lugar. Y eso del “usar y tirar” (que dicen hacer los “americanos”) aún no ha llegado a estas olvidadas tierras de la austera y servicial Castilla. Aunque existe farmacia en el pueblo, algunos convecinos incluso llegan a encargarle al probo comerciante preparados artesanales para sus dolencias, que saben pueden comprarse en la capital de la provincia (ubicada a unos sesenta y tantos kilómetros de distancia, teniendo que recorrerse para el desplazamiento vías y carreteras “infernales” en su trazado y pavimentación ).

A esa temprana hora de la mañana, Justa, una madre viuda y con tres hijos pequeños, acude a la tienda para exponer a Jacinto los problemas que le afligen. Básicamente, aquéllos no son otros que sus limitaciones económicas, por lo que ruega entre lágrimas, al siempre comprensivo tendero, que le siga “fiando” a pesar de tener ya acumulada una deuda de ¡casi ochocientas pesetas! La pobre mujer trabaja en todo lo que sale, limpiando, cosiendo y lavando, en algunas casas de cierto acomodo. Pero el accidente que sufrió Efrén, su difunto marido, ha dejado a esta muy humilde familia casi en la indigencia. Y a sus hijos no puede negarles un mínimo alimento y ropa modesta para sus cuerpos.

“No te preocupes más, Justa. Conozco bien tu desgracia y dificultades. Debes comprender que yo también vivo del negocio y no puedo mantener deudas de manera indefinida. Pero sabré esperar a que las cosas te vayan un poco mejor. Sé que haces lo imposible por no descuidar el mantenimiento y educación de tus tres hijos. Tu me vas pagando como puedas y todos iremos “tirando” en esta época tan difícil de carencias que nos ha tocado vivir”.

A lo largo de esa mañana, otros muchos parroquianos van pasando por este conocido y familiar establecimiento, ubicado en una calle adyacente a la principal plaza pública del pueblo, donde también se halla la recoleta Iglesia, dedicada a la Virgen de los Desamparados. Aunque algunos lugareños varones acuden a comprar determinadas mercancías, de manera especial son las mujeres aquéllas con las que tiene mayor contacto este veterano y muy bonachón tendero. Frases como las siguientes fluyen en la comunicación que Jacinto va manteniendo con su clientela, durante las amplias horas de trabajo en las que ha de estar tras el mostrador.

“Te voy a explicar Regla, con muy pocas pero fáciles palabras, la mejor forma de cómo debes preparar un buen bizcocho, con los mejores ingredientes que te estoy ofreciendo. Ya sé que tu marido es muy goloso de los dulces. Seguro que te agradecerá le hagas ese buen pastel. Se pondrá feliz cuando llegue a casa hambriento y cansado del duro trabajo en la tierra”.

“Me he enterado Rómula, a través de Bonifacio el ventero, que tu madre tiene problemas de salud, con sus malas digestiones. Aquí tengo unas infusiones, que me llegaron la semana pasada, que pueden ser muy beneficiosas para esas molestias estomacales que, de manera frecuente, padece Ambrosia. Te voy a regalar un sobrecito para que pruebes su eficacia. Ya me hablarás de los resultados”.

“Este queso, que habitualmente me compras, Salvadora, me parece que no es bueno para tu salud. Va muy cargado de sal y grasas. Recuerdo que hace unos meses me comentaste que tenías la tensión alta y que estabas tomando unos comprimidos para regulártela. Te doy a probar este otro queso, también de muy buena calidad, que te va a perjudicar menos para esa “hipertensión” como la llama don Félix, nuestro buen médico”.

“Sí, se te estás despegando las suelas de estos zapatos que me compraste hace un par de meses. Yo pensaba que eran de mejor calidad, cuando me los trajeron del almacén. Pero no te preocupes. Déjamelos aquí, Saturna, que yo sé como arreglarlos. Desde siempre me ha gustado eso que ahora están llamando el “bricolaje”, lo que ocurre es que no tengo mucho tiempo para practicarlo. Pero este fin de semana me pongo y te arreglo esas suelas.  Y si te siguen dando problemas, me pongo en contacto con mi mayorista proveedor en la ciudad”.

Pascual, que no te líes. No me seas zopenco, hombre. Que esta cerradura es muy fácil de montar. Como ves, tengo la tienda llena de clientes. Vente mejor esta tarde, sobre las cinco más o menos y te explico como tienes que poner los tornillos, tomando bien las medidas. Te prestaré un berbiquí (ya lo usaba mi abuelo), que te pueden ayudar a hacer los agujeros en esa madera tan dura que me dices tienes en la puerta de casa”.

Otras muchas escenas podrían describirse en esta relación humanizada y directa que mantiene nuestro buen tendero, con la mayoría de las personas que acuden a su cercano y muy heterogéneamente abastecido establecimiento. Sin embargo esta añorada escenografía no pertenece, en la generalización de los hechos, a la época actual. Su localización temporal, por el contrario, hay que ubicarla en los recuerdos ya muy lejanos de nuestra infancia.

Hoy en día, consumidores y comerciantes mantienen otras relaciones basadas, de manera fundamental, en el anonimato. Y aunque esos HIPERMERCADOS estén muy animados de luces, colores y sonidos, con un nivel térmico psicológicamente estudiado, el silencio comunicativo es bastante usual en la práctica de la persona que acude a realizar sus compras. Todo parece estar bien expuesto, etiquetado y presentado, para que el consumidor pueda mirarlo y decidir, en fracción de segundos, si lo deposita en su voluminoso carrito de compra o continúa su mecanicista recorrido. En este caso, trazará numerosas líneas, ángulos y curvas, caminando a través de amplias superficies donde la abundancia y variedad de lo que se oferta contrasta con la ausencia de ese tendero que con su bata raída, pero bien limpia, sonreía, aconsejaba, comprendía y compartía el calor humano de la comunicación, para con todos aquéllos que además de clientes eran amigos y  convecinos del lugar.

Se ha ido perdiendo, para nuestro pesar, aquel antiguo, familiar y grato valor de la comunicación comercial. Nos invade cada día más, con un explícito o subliminal ejército de tecnologías para la eficacia, la rapidez y la ambición en la acumulación de capital, un desquiciado e insaciable consumismo sumido en esa atmósfera deshumanizada, acelerada y viciada por la aridez del “silencio” en los intercambios.-


José L. Casado Toro (viernes, 11 de Agosto 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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