Hay historias que parecen increíbles, difíciles de asumir, para la normalidad cotidiana de los hechos que laten a nuestro alrededor. Se hallan reñidas con la lógica o la racionalidad de que somos capaces en conceder. Sólo podríamos aceptarlas, en un porcentaje generoso de credibilidad, dentro del espacio literario, donde la ficción se hace dueña y señora de las confidencias y los comportamientos. O, tal vez, en el ámbito, también creativo, de la cinematografía donde todo, o casi todo, se viste de esa posibilidad cercana, muy próxima, a la realidad. Sin embargo, voy a hacerte partícipe de unos hechos que me fueron dados a conocer, en una tarde con ropajes de otoño. Los conocí y sufrí, a través una persona enigmática, de esas que abundan cercanas a nuestras vivencias. Veamos. ¿No te has sentado nunca en un bar o cafetería y, sin que sepas cómo, un desconocido, que también consumía una infusión o similar, comienza a hablarte, como si te conociera desde toda la vida? Por simple cortesía o educación, haces como si le prestaras atención. Y el improvisado comunicador, ese hombre o mujer al que nunca habías visto hasta ese instante, habla y no acaba. Desgrana palabras y palabras, que nunca encuentran la oportunidad de finalizar.
Narraré la situación. Tras una serie de comentarios, donde se suele echar mano del repertorio climatológico o de alguna circunstancia anecdótica para el momento, a fin de ganar esa cota de confianza relacional para dos personas completamente desconocidas, ese “invitado” o forzado interlocutor entra en materia. Se trata de un hombre que ha vivido muchos almanaques, en la trayectoria de los días. Sin duda alguna, pertenece a ese ejército civil de jubilados, cada vez más nutrido en los ficheros sociales, con mucho tiempo a su disposición. Algo sobrado de kilos, para una anatomía generosa en el buen comer y en el escaso ejercitar. Me llamó la atención la intensidad de sus ojos saltones e inquisidores, tras una gafas plateadas, con vidrios u orgánicos de varias dioptrías. Por el descuido de su bien conservada dentadura, junto a unos dedos de su derecha virados para el amarillo anaranjado, deduzco que es fumador empedernido. En dos ocasiones, esos golpes de tos traicionera, corroboraron mi apreciación de su evidente dependencia al tabaco. Ramón, era su nombre. Al rato, me sentí obligado a corresponderle con el mío, aunque percibí que le interesaba bien poco esta concreción identificativa.
Este hombre quería hablar. Necesitaba compartir las palabras. A poco de avanzar los minutos, pasó directamente al tuteo. Se sentía mayor que yo, no sólo en edad, sino también en esa experiencia cursada a través de una escuela llamada vida. “Te voy a contar algo que difícilmente vas a creer. Pero aunque no sea verosímil, ha ocurrido. Y muy cerca de mí. Traga saliva, porque el tema va a ser, es, muy gordo. Se trata de un vecino que vive en mi bloque. Su matrimonio hizo aguas, tras unos siete u ocho años de ambos soportarse. Tuvo que volver a casa de sus padres, ya muy mayores, dos plantas más abajo de mi piso. Es una persona algo reservada, salvo una noche, de esas en que el verano invita a salir del horno casero. Me lo encontré sentado en uno de los bancos que adornan el jardín de nuestra urbanización. Mi relación con él, hasta ese momento, había sido la correcta entre convecinos. Saludos amables y poco más. Pero aquella madrugada (el reloj marcaba veinte minutos para las tres nocturna) le observé con el rostro sudoroso y algo desencajado. Al preguntarle qué le ocurría, se echó las manos a la cara. Probablemente, jugaba ya con la emoción de las lágrimas que se generan por el descontrol de los sentimientos. Me confesó que, desde muy joven, siendo aún adolescente, siempre había gozado de una rara habilidad para calcular, averiguar y acertar datos y hechos, infrecuentes para el común de las personas. Sin conceder mayor importancia a esa capacidad, fue dejando pasar el tiempo aunque comprobaba que ese curioso sentido mental iba potenciando la exactitud de su “prestación”. Apliquemos esa utilitaria denominación. Para que te hagas una idea, se equivocaba muy raras veces con la edad exacta de las personas, concretaba muy puntualmente la hora (sin mirar el reloj) resolvía operaciones aritméticas, más o menos complejas, sin utilizar bolígrafo o calculadora alguna e, incluso (esto ya es menos comprensible) presentía cuándo estaban marcando el número de su teléfono, antes de que sonase la llamada en su móvil. Me narró estos ejemplos, a modo de orientación, para prepararme a fin de compartir conmigo el importante motivo de su actual desconsuelo. No te he dicho que mi vecino trabaja como programador informático, en una empresa del Parque Tecnológico de Málaga. Bueno, lo grave de la situación, le sobrevino hace unos meses. No de una manera continuada, sino en determinados momentos, que han ido desestabilizando y sembrando en él una profunda inquietud”. Ramón frenó, por un instante el devenir de sus palabras y apuró, con un largo sorbo, el contenido que aún restaba en su taza de café, bien cargado por el aroma penetrante y más que agradable que difundía.
“Te comentaba que desde hace unos meses, probablemente casi un año, esas habilidades ocultas que atesora, han llegado a un nivel peligroso, inquietante y terrible para su sosiego. Tiene momentos en que conoce, si no de una manera textual, aquello que realmente está pensando algunas de las personas que tiene delante suya. Parece como si hiciera una lectura conceptual o semántica de lo que tiene “in mente” su interlocutor. Este hombre, un tanto desesperado en la orfandad de la noche, me indicaba que cuando esa “prestación” o capacidad le sobreviene, se sume en el horror de conocer la verdadera realidad de lo que esa otra persona siente y piensa. No sólo soporta, con el pánico subsiguiente, la profanación de la intimidad de su interlocutor, sino que llega a su conocimiento la consideración exacta y puntual de lo que éste piensa sobre él. Y tiene que realizar el esfuerzo, infinito, de disimular y seguir en un plano social de corrección con unas dimensiones que no son las exactas. Eso que le ocurre, eso de averiguar lo que está pensando el otro, incrementa hasta la desesperación, su desestabilización y angustia. Cada vez se siente más desesperado, pues esa oportunidad de intuitiva lucidez, o inexplicable capacidad, incrementan su nivel de frecuencia en la normalidad relacional de cada uno de los días. Verdaderamente esta persona está destrozada, pues esa terrible experiencia le ha llegado a transparentar la verdadera intimidad de familiares, amigos y conocidos, siendo su persona el centro de esas exactas percepciones en sus interlocutores. Terrible. Verdaderamente horroroso, de verdad”.
Llegados a este punto, no salía de mi asombro. La historia de que me había hecho partícipe mi ocasional compañero de barra, en esa céntrica cafetería, tenía elementos, determinados planos de otra dimensión, para la lógica incredulidad. Pero, al tiempo, la convicción de que era capaz de aplicar Ramón, a sus palabras, conseguía despertar en mí algo o mucho de credulidad. De una nerviosa fe en sus palabras. ¿Y no ha consultado con un especialista en parapsicología o, incluso, a un psiquiatra, esta complicada capacidad que le ha sobrevenido? Acerté a responderle. “No se atreve. Teme que vayan a tildarle de loco, paranoico o algo así. Es algo que lleva muy adentro, sufriéndolo en su íntima soledad y que, sólo esa noche del terral veraniego, aquí en el sur, quiso compartirla con un vecino de bloque. Sin saber exactamente el por qué. Me di cuenta de lo que había de cierto en su confesión, cuando a veces me sonreía o movía la cabeza, en lo afirmativo o negativo, dándome a entender que estaba “leyendo” lo que yo pensaba, sin articular palabra alguna desde mi boca. ¿A que nunca te habían narrado algo así?”
Me despedí cordialmente de aquel hombre, que tanto se afanaba en comunicar y distraer. Me había hecho pasar unos minutos intensamente curiosos durante ese tiempo del café o merienda por la tarde. Realmente su relato, al margen de creérmelo o no, era apasionante, como argumento literario o cinematográfico. ¿Cómo podría sentirse una persona que pudiera entender o “leer” los pensamientos ocultos en la mente de los demás? Desde luego, no envidiaría a quien fuera depositario de este don o facultad. Desde luego, paranormal. Esa persona, ese ser tristemente privilegiado en su capacidad, estaría hurgando y hurtando en lo más íntimo y privativo de aquéllos que comparten con nosotros la normalidad relacional. Sería de locos, por supuesto. Hablar con un miembro de tu propia familia, con un amigo o compañero de trabajo, conociendo lo que opina realmente acerca del contenido que se dialoga, o la apreciación o valoración exacta que mereces ante el mismo….. te haría al tiempo un ser privilegiado pero, también, muy desgraciado, ya que, sin pretenderlo, estarías a una de esas leyes de lo natural e inalienable. El derecho a tu propia privacidad e intimidad, ante los demás. Camino ya de casa, tras una tarde que había sido diferente, especialmente intensa, por el diálogo y confidencias de mi improvisado interlocutor, razoné que ese rato de la merienda había estado amenizada por uno de tantos charlatanes solitarios que pululan por nuestro entorno. Esa fauna urbana, individual o colectiva, de la que todos formamos parte, con unos porcentajes desiguales de protagonismo y significación. Un tipo curioso, muy especial, este Ramón, con quien el azar me había hecho coincidir.
Aquella noche no podía conciliar el sueño. Le daba vueltas y más vueltas a la cabeza, acerca de estos dos curiosos personajes. Ramón, el imprevisto comunicador. Y la intriga, de naturaleza increíble o sobrenatural, en su misterioso vecino. Posiblemente, pensé, todo ha sido una invención arbitrada por un charlatán que necesita de un público, colectivo o individual, que atienda a la creatividad de sus historias. Pero, de un sobresalto, me desperté, tras haberme quedado dormido. El móvil estaba sonando, como “truenan” los teléfonos en el silencio de la madrugada. Encendí la luz y el reloj marcaba las dos y cuarenta minutos. La pantalla del portátil marcaba “número oculto” o no identificado. Temía atender la llamada, en una hora normalmente propicia para las malas noticias. Dejé que el timbre callase en su insistencia. Pues, inevitablemente, estaba pensando, y temiendo, en esa historia callejera, de un viernes por la tarde. Pasados unos minutos, lo que era previsible. El móvil volvió a sonar. Con voz, un tanto entrecortada, solo dije, aún presintiendo o imaginando quien estaba al otro lado de la línea, ¿quién es? “No soy un charlatán. No me he inventado ninguna historia. He “leído” casi todo lo que estabas pensando. Incluso esa llamada que pensabas hacer a tu mujer, poco antes de despedirnos. La historia de mi vecino es…. ficticia, por supuesto. Pero quiero que sepas que hay personas que tenemos esta capacidad. Te aseguro que no se la deseo a nadie. Más que una cualidad, es una desgracia. Terrible, diabólica, con que la naturaleza nos ha dotado. Pero es así. Y es verdad su existencia. Ah, y no te preocupes más. Trata de olvidar lo esta tarde. Te prometo que no te voy a molestar más. Sólo agradecer tu paciencia y generosidad para escucharme. Yo tampoco podía descansar. Pero tú debes hacerlo. Mañana, a las doce, tienes una entrevista importante ¿verdad? Tu jefe se llama igual que yo ¿a que sí? ………… Buenas noches”.
José L. Casado Toro (viernes 27 Enero 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/