Me trasladaba un respetado compañero, excelente profesional en el campo de la educación, esa pregunta que todos nos hemos planteado, en más de una ocasión, acerca del aprendizaje rentabilizado en los alumnos. El asunto a debatir se plantea de una manera puntual y paradójica: no resulta fácil aceptar que un joven estudiante, tras largos años cursados en Infantil y Primaria, finalice la Enseñanza o Educación Secundaria sin dominar conceptos o contenidos que, a esas alturas de su joven existencia, debían estar ya plenamente consolidados en el intelecto. ¿Cómo es posible que un alumno tenga, con trece o quince años de edad, dificultades reales para ubicar correctamente, en el mapa, la provincias de la región en que vive? ¿Puede admitirse que ese mismo escolar sufra profundas dificultades para efectuar sencillas operaciones aritméticas, si no es con la ayuda de una calculadora electrónica? ¿Es razonable que finalice su etapa en Secundaria sin poder comunicarse, básicamente, en inglés, lengua que ha estado “aprendiendo” gradualmente desde esa etapa reglada de la educación infantil? Serían muchos otros los ejemplos que podríamos traer a esta reflexión y que no hacen sino reflejar el desalentador panorama a que se enfrentan los profesionales de la enseñanza, por los resultados globales que obtienen en su trabajo. Duro panorama que se hace realidad cuando, tras la vuelta de las vacaciones estivales, planteamos unas pruebas iniciales, a fin de comprobar el punto de partida que debemos seguir en nuestras respectivas materias disciplinarias. Y no es que sea un porcentaje bajo los alumnos afectados por estas carencias. Todo lo contrario. Observamos que esos datos, que nos hablan del fracaso en la consolidación de conocimientos, son cada vez más elevados, tanto en las cifras estadísticas como en su relevancia significativa.
Este problema afecta no sólo a los Profesores y Maestros, como profesionales específicos de la docencia. Las familias, los gobernantes y, principalmente por supuesto, los propios alumnos, todos ellos han de afrontar una precaria situación en los resultados del aprendizaje (habilidades, destrezas, competencias, valores y conceptos), realidad que resulta profundamente ingrata. En lo material, por el coste invertido, sin la compensación de los objetivos logrados y, en lo anímico, por la pobre imagen sociológica que ofrecen las nuevas generaciones ante el saber. Colectivos indigentes frente a la cultura que les contempla, en una época de regionalización global, para casi todos los segmentos de la vida, cada vez más exigente y competitiva.
¿Y cuál puede ser la razón fundamental de que los contenidos y las competencias, tan esforzadamente trabajados por los alumnos y los Profesores en clase, no arraiguen con firmeza entre esos jóvenes escolares? La respuesta es bastante sencilla, en mi opinión, tras la vivencia de tres décadas y media de ejercitar, felizmente, la docencia en las aulas. El problema radica, básicamente, en que esos contenidos, ofertados en los diseños y programaciones curriculares, no despiertan el necesario interés para el alumnado. Aquello que no mueve el interés dificulta, e incluso imposibilita, el dominio de su aprendizaje. Hemos podido estar trabajando, año tras año, curso tras curso, el mapa político, provincial y autonómico de España. Habrá alumnos en bachillerato que aún confundirán, o dejarán en blanco, la nomenclatura de algunos perímetros provinciales que se les plantean como interrogantes. La metafísica del error se halla, de manera inevitable, en la carencia de interés. Lo que verdaderamente te interesa, tanto de naturaleza banal o superflua, media o trascendente, no llegas a olvidarlo o a confundirlo con facilidad, por más que discurra o avance el tiempo sobre las vitrinas estructurales de la memoria.
¿Y cómo se puede despertar o potenciar ese interés, desde lo escolar, desde lo institucional y, muy importante, en el ámbito de lo familiar? Siendo profundamente realistas, hay que admitir que no existen fórmulas o panaceas mágicas. No es como acudir a una farmacia solicitando, previo pago, el medicamento milagrero para la dolencia detectada. Para esto del interés, tan imprescindible en la senda del aprendizaje, la fórmula quiméricamente reparadora no resulta fácil ni acelerada en el hallazgo. Tampoco en la respuesta. Pero, ¿qué podemos hacer, a fin de generar motivaciones positivas entre nuestros alumnos? Pensemos y apliquemos algunas consideraciones y acciones al efecto. Algo habrá que hacer, a fin de modificar esta permanente e ingrata tendencia al fracaso.
A) Si desde los primeros años de vida, en el ámbito o seno familiar, no se crea un buen ambiente para dinamizar la curiosidad por el saber y la cultura, el alumno llegará a su centro educativo con un lastre personal que no será fácil superar o reorientar en el cambio. Necesario para avanzar, con una adecuada predisposición, en el aprendizaje de los contenidos reglados o normatizados. Y esa situación de partida habrá de ser afrontada por el profesional docente, con generosa habilidad, paciencia y eficacia imaginativa. Las atmósferas hogareñas no son hoy, mayoritariamente hablando, abiertas a esa tensión y curiosidad hacia el entorno placentero de la cultura y el saber. Predisposición y ejemplo imprescindible que los adultos han de ofrecer para crecer, avanzar y mejorar, en lo personal y en lo colectivo. Cualquier tutor, responsable en sus inquietudes y profesionalidad, conoce de primera mano el trasfondo familiar donde conviven sus alumnos a partir de las 15 horas del día. Habrá de implementar, sin pausa, hábitos correctivos a esas graves carencias.
B) Desde el primer día de clase, el alumno debe asumir la regla, innegociable, de la exigencia. Y sin flexibilizar, por el egoísmo o la debilidad de imagen, esa tensión para el trabajo sacrificado. Si no exigen en casa (hoy, los niños se han convertido en frágiles figuras de “porcelana”, metafóricamente hablando, para la autoridad familiar) el Maestro o el Profesor sí exigirá, en el ámbito “laboral” del colegio o instituto. Eso del “voy a la escuela a divertirme” está muy bien para los que teorizan desde su mullido despacho, en el que, por supuesto, no hay alumnos. Es como jugar a las batallitas, desde el castrense acomodo del ordenador. A esos pontífices del bucólico paraíso habría que “encerrarles” largo tiempo en las aulas, para que bajasen desde las nubes del Olimpo…. a la realidad terrenal. Exigir, para el trabajar. Y a los “rebeldes” o insumisos para la exigencia aplicarles la norma, desde el primer al último día. Esto es lo que hay y, si no te gusta, “te aguantas”. Aquí se viene a trabajar. Con estos alumnos “insumisos” o rebeldes puedes aportar toda la paciencia que sea necesaria. Dedicar tiempo extra para dialogar y tender puentes para el convencimiento. Pero hay límites, que no se deben superar. Estos alumnos no van a boicotear tu trabajo, ni las necesidades formativas de los que son sus compañeros.
C) En el terreno explicativo habrá que vincular, siempre que ello sea posible, los contenidos expuestos con la realidad inmediata. Me refiero a ese lúdico entorno de la proximidad utilitaria, que puede mejor incentivar la grabación de lo aprendido. ¿Cuántas veces te han preguntado, desde las mesas escolares, algo así como y esto para qué sirve, Profe? ¿Respondemos con asiduidad a esa espontánea y transparente pregunta? ¿Generamos ese interrogante, a fin de despertar intereses en temáticas “complicadas” para mentes desincentivadas? Y si la proximidad utilitaria no está bien definida o no es asequible para lo concreto, podremos aclarar que estamos “ejercitando nuestra mente”, al igual que se ejercitan piernas y brazos para la competición o el ocio deportivo. Si los músculos no se trabajan, se atrofian. Si la inteligencia no se ejercita, se debilita y aletarga en su potencial capacidad.
D) Se acerca hoy una alumna y te dice, con esa franqueza maravillosa en su confianza inocente, “Profesor, por más que leo este tema no me entra en la cabeza. Creo que lo sé, pero al día siguiente ya no lo recuerdo”. Le respondes ¿por qué no se lo explicas, con tus propias palabras, a otra compañera o incluso a tu hermano pequeño? Ese esfuerzo, al tratar de enseñarlo a un amigo, va a facilitarte que lo grabes mejor en la memoria. No lo vas a olvidar ya tan fácilmente. Podemos intentar, en esta línea de los monitores colaboradores, que, de forma periódica, los alumnos expongan ante sus compañeros contenidos nucleales, básico u operativos, adaptados a las diferencias internas de cada una de las materias. Es verdad que con treinta alumnos por grupo no se puede abusar de esta metodología colaboradora. O tal vez sí. Si no, a nivel colectivo, se pueden formar seis o siete grupos de alumnos en los que, rotativamente, cada uno explicará al resto de los compañeros algunas cuestiones de esas que suelen ser proclives al olvido y que resultan básicas en su naturaleza conceptual u operativa. Explicar para aprender. El que explica, aprende. O se halla en la trayectoria adecuada para conseguirlo.
E) ¿Hablamos de los vínculos para la amistad? Este recurso puede ofrecer excelentes compensaciones con determinados alumnos, en esa estrategia para motivar el interés y el esfuerzo. De sobra es conocido que el estilo y ejemplo del Profesor impacta de forma positiva en muchos escolares que no responden a otros incentivos para el trabajo que han de realizar, en la jornada diaria, junto a sus compañeros. Ese acercamiento, ese diálogo, esos detalles de estímulo, para los centros primarios del interés, podrían facilitar respuestas solidarias en base a una amistad, sencilla y afectiva, que encuentras o percibes en quien dirige la clase. En ocasiones, no defraudar al Profesor significa tu mayor fundamento para aplicar esfuerzo y constancia en materias y unidades que carecen, en principio, de significado para tus intereses personales. Es un terreno que, bien llevado, con la necesaria prudencia, repercute con elementos positivos en muchos de aquellos que mantienen su rebeldía y hostilidad hacia normas y contenidos que son imperativos en el Reglamento de las comunidades escolares. Y por supuesto, esa amistad no debe estar reñida con la permanente y asumida autoridad que ha de ejercer aquél a quien la sociedad ha encargado de la profesión educativa.
Sí, hay soluciones. Debe haber soluciones. Hay y existen posibilidades que, con voluntad, imaginación, infinita paciencia y esfuerzo, pueden mejorar, y hacer germinar, el erial de los desalientos. Incluso conviviendo, de manera inevitable y sacrificada, con ese desleal colaborador que se escuda bajo las siglas con mayúscula de la Administración. La sonrisa de un niño o de una niña, desde las atalayas confiadas de su mesa de trabajo, la mirada agradecida o palabras sinceras de ese joven o alumna, en su genética adolescencia, justifican y compensan, con plenitud, la trascendente responsabilidad que hemos asumido. Ante nuestra conciencia profesional. Ante las necesidades formativas de estos seres que se educan para un mañana que debe ser, necesariamente, mejor. Regado, en su insondable misterio, con la permanente y voluntarista ilusión por la esperanza.-
José L. Casado Toro (viernes 30 septiembre 2011)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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