viernes, 16 de septiembre de 2011

AROA


Esta es una de esas sencillas historias que suceden muy cerca de ti y de mí. Las percibimos próximas a nuestro entorno vivencial y son profundamente reales, verídicas. No son grandes relatos, pero adquieren su íntima grandeza por la fuerza de su naturalidad. Por esa apreciable y densa humanidad que saben irradiar, para el goce que nutre la sed de nuestro conocimiento. Comencemos, pues. Aún el escenario del espectador se halla vacío de atrezos y utilerías para la concreción visual. Iremos, de forma gradual, rellenando ese espacio que nos va a permitir viajar, en la templanza veraniega y durante unos minutos, por los sutiles caminos de la imaginación.

Uno de los protagonistas, en esta contrastada narración, se identifica con el nombre de Pablo. En pleno ecuador de su tercera década existencial, es delgado de cuerpo, aunque fuerte en musculatura. Ama, necesita y practica el ejercicio físico, para su mejor forma y estabilidad. Trabaja, lo cual es una suerte para estos tiempos absurdos en lo injusto, en una importante corporación de seguros, líder en el sector dentro del mercado nacional. Una preciada licenciatura, acompañada de saneado expediente, en Económicas fue el pasaporte seguro para ingresar en la empresa, hace ya ocho años. Su largo noviazgo con Ana se generó en las aulas académicas de la facultad, hasta que un ilusionado día decidieron compartir un piso alquilado y organizar la boda por lo civil, entre los parabienes y bromas de familiares y amigos. Ambos representaban caracteres marcados por un cierto contraste. Lúdica, espontánea e irreflexiva, en la imagen de ella, a la que él oponía y equilibraba su serenidad, prudencia y pautas de seriedad. El equilibrio resultante, de ambos patrimonios en lo humano, les permitió compartir juntos tres agradables (sin exagerar) años en aquella modesta, pero cómoda, vivienda de la zona universitaria. Su compañera dedicaba las horas de mañana a trabajar en una gestoría propiedad de su padre, ayudando de manera razonable a la economía familiar. Ambos pensaron y decidieron que algún hijo llegaría, pero lo dejaron, de mutuo acuerdo, para más adelante. Y así de rutinaria y simple dibujaban sus vidas cuando, en una fría noche de invierno, Ana, tras la cena, apagó el televisor y mostrando un serio semblante, inusual para su tendencia dominante a la simpatía, confesó, con la frialdad de un estilete bruñido para la hendidura, la realidad que le veía ocultando, durante casi medio año ya. “Pablo, mantengo una relación afectiva con otra persona. Está casado, pero nuestras vidas están unidas con firmeza. Ha sucedido.... y este vínculo ya no tiene vuelta atrás. Estoy decidida a vivir con él y, a pesar de lo duro que resulte para ti, hemos de afrontarlo. Es una situación que viene de meses y ya no quiero fingir más contigo. Entiendo y acepto todos los reproches que puedas albergar en este momento. Que te sientas muy herido en tu dignidad. Pero, así de cruda y triste es, no pocas veces, la realidad”. Pablo percibe que el mundo se le desmorona. Se ve, ante el espejop de la conciencia, traicionado, humillado y despreciado por una persona a la que siempre ha considerado como su leal compañera, amiga y esposa. No articula palabra alguna. Se genera un bloqueo anímico, en lo racional y sentimental de su persona, que le impide preguntar, protestar, llorar u odiar. Ambos cruzan sus miradas, durante minutos y minutos, en una situación tensional, crítica, impotente, desalentadora. Profundamente vacía, pues los vínculos afectivos entre ambos se han derrumbado.

Los semanas que siguieron a esa crítica noche, representaron la dureza del desamor y el pesimismo irremediable de la cruda realidad. La ausencia de hijos hizo más llevadera una incómoda situación que, aún deseándola civilizada, acaba, de forma previsible, fluyendo en rencores, disputas y pobres respuestas que degradan noblezas y afectos, ya alejados en los pretéritos de la memoria. Abogados insensibles, avidez en el reparto de bienes, alguna que otra desagradable bronca en las respectivas familias y la acomodación inevitable a la nueva situación que ha de presidir, en el futuro, sus respectivos comportamientos. Cualquier palabra, en estos conflictos, se torna agresiva e hiriente, al margen de su aséptico contenido semántico. Él, muy destrozado en el equilibrio personal, volvió a su casa de siempre, ayudando a paliar, aún sin pretenderlo, la soledad silenciosa de una madre cuya viudez nunca supo integrar. Ella, con ese sentido de la culpabilidad bien arrinconado en el ego de la necesidad, justificaba su proceder en los misterios embriagadores de la atracción, regados por la aventura sensual de la novedad. Su apuesto técnico informático, Mario, con el que ya comparte la continuidad en las horas y los días, multiplica el esfuerzo imaginativo para navegar ante una complicada marejada en lo económico, proveniente de las obligaciones legales ante una esposa abandonada y una hija que cursa segundo de primaria.

La historia, relatada hasta este momento, sólo ofrece la dureza de las respuestas en la normalidad. Y es que se hace hoy tan frecuente, en el hervidero de lo social, que nos permite asumirla sin el mayor reclamo o conmoción. Impacta su monótona y carencial novedad. Sin embargo, hay un elemento nuevo que reclama su protagonismo en la escenografía desarrollada ante un público muy atento. Ana afirma, sólo ella lo sabe desde el ciclo natural de lo mensual, que ese hijo que espera procede de su nuevo amor. Se halla completamente segura de no equivocar las señas indicativas de la responsabilidad paternal. Ella sabe muy bien por qué.

Para suerte, en nuestra visión escénica, surge otro personaje. Su protagonismo va a resultar decisivo para el itinerario y significación vital de un Pablo en el que reposan escasos recursos para la recuperación y la lucha. El mazazo que ha recibido ha hecho profunda mella en su actual autoestima. Irrumpe con brillo esperanzado, en ese segundo acto que posibilita el desenlace, la humilde sencillez de Aroa. Madre soltera de una niña de nueve años, generada en una tarde festiva de grupo, cuando apenas había superado la mayoría de edad. Quiso sacar adelante a su cría, ante el anonimato cobarde de un padre preocupado e interesado para otros menesteres. Trabaja en un hotel de la madrileña Gran Vía, como camarera de habitaciones. Morena, bien parecida y frágil de cuerpo, presenta siempre un credencial de agrado y laboriosidad. En lo personal, resulta algo reservada, ya que es celosa de su privacidad por encima de cualquier otra consideración. En más de una ocasión, deseó encontrar una buena pareja que, aparte su lógica estabilidad, aportarse la figura de un padre para su protegida y querida hijita. Pero la suerte le fue un tanto esquiva. Hubo alguna relación más allá de la amistad, pero la presencia de una niña, sin apellidos masculinos, impidió la fuerza necesaria para vincular tres vidas necesitadas. Supo educar a su niña con el amor y la autoridad que en su familia no había prevalecido. Verla crecer, con la estabilidad y entrega que ella le dio, ha sido siempre su mayor orgullo y la ilusión para el caminar.

El azar, con el misterio de la ocasión, hizo que Pablo tuviera que hospedarse durante cuatro días en un hotel, en la zona centro de Madrid. Ahí fue su encuentro, en esas mañanas en las que tienes que esperar a que terminen de “hacer” tu habitación y pides ayuda para algo tan nimio pero de importancia para tu puntual necesidad. Tenía que presentar una comunicación esa tarde, en el congreso anual de su empresa, y observa un problema de botones en su chaqueta azul para la ceremonia. “Por favor, señorita, tengo una dificultad con mi chaqueta para la reunión que he de mantener dentro de pocas horas. ¿Sabría Vd aconsejarme a dónde podría acudir, a fin de solucionar este pequeño pero, para mi, gran problema? Un botón se ha descosido y otros están a punto de hacerlo……” “Déjemela, que trataré de arreglarla. Mi turno finaliza en media hora pero, a las dos, he de recoger a mi niña del cole. Vivimos solas las dos. En casa tengo aguja e hilos y, para cuando haya terminado de comer, los botones estarán bien ajustados”. Efectivamente, la chica hizo el esfuerzo de volver a su lugar de trabajo, llevando la chaqueta arreglada, antes de las tres y media. Le acompañaba su pequeña, intrigada por conocer al “hombre de la chaqueta azul”. La fluidez y rapidez en los trenes del Metro facilitó el rápido desplazamiento de Aroa, desde el hotel a su domicilio y la vuelta al centro de Madrid.

A la mañana siguiente, cuando fue a hacer las habitaciones correspondientes a su planta, encontró en la cuatro veintiuno, encima de la mesa, dos paquetes. Eran sendos regalos para ella y su hija, con una nota de agradecimiento, firmada por Pablo, por la bondad y eficacia que había mostrado la tarde anterior. Pablo se esforzó y supo contactar con Aroa el último día de su estancia en la capital, sugiriéndole la ilusión por tener una merienda o cena con ella y su hija Deli. Así comenzó una sencilla, pero maravillosa amistad, entre dos (en realidad, tres) personas que se necesitaban.

Hoy Pablo ha solicitado el traslado, a la dirección de su empresa, para Madrid. En el impreso de petición, justifica su deseo por querer luchar por el amor de una buena y ejemplar persona que revitalice su existencia. Mientras tanto, Aroa, confía ilusionada, cada una de las noches, en esa larga llamada telefónica que, desde Málaga, le hace sonreír con una profunda alegría. Tras ese rato de confidencias, siempre hay unos correos electrónicos que transmiten palabras, fotos, latidos y promesas, vitales para la esperanza.-

José L. Casado Toro (viernes 16 septiembre 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/


No hay comentarios:

Publicar un comentario