Casi siempre lo veía acercarse, hacia mi lugar de lectura, caminando de manera pausada. No creo que fuera sólo por una dificultad física, lógica al paso de sus ya muchos años, sino que necesitaba disfrutar con lentitud el valor de todas aquellas cosas que están ahí, próximas en su diálogo, pero que apenas sabemos percibirlas. El encuentro solía ocurrir en esas tardes de Primavera que hacen travesuras con el minutero, alargando los días para propiciar el mágico descanso de las horas nocturnas. Avanzaba, silencioso y observador, hacia la plazoleta central del Parque Huelin, ese espacio lúdico y de encuentro que preside un simpático remedo de farola. Punto orientador luminoso que atiende al mar y a la vitalidad de niños sin descanso, aquellos que saben jugar bajo la tranquila observancia de madres, abuelos y padres. Un día tras otro pasaba delante de mi banco de hierro y madera, donde yo me entregaba a la lectura de páginas escritas para alimento del corazón y sosiego en el alma. No pocas veces cambiaba ese libro amigo para la compañía y, en su lugar, estudiaba sobre unos apuntes de Historia cuyos contenidos debían ser explicados en la próxima clase. O, también, corregía ejercicios o exámenes de mis afectos alumnos de Secundaria, durante esa época cuaresmal de la segunda evaluación. Cuando me encontraba cansado de integrar letras y palabras en mi conciencia, relajaba la vista y la concentración temática, observando un cromático entorno de carritos a pedales conducidos por hábiles pilotos. Sí, eran niños y niñas al volante sobre albero y ladrillos de un suelo para la ilusión y el placer de “su velocidad”. Otros niños, jóvenes y mayores, volvían de la playa vecina, con su piel bronceada cultivada en sal y arena mediterránea, sabiendo poner una nota de estampa marinera y festiva al atardecer anaranjado del día. Y en eso que una tarde, al pasar por delante de mi banqueta de “trabajo” esa persona, que atesoraba décadas de vida y colinas hechas de recuerdos, sentimientos y nostalgias, se detiene a mi par. Se me queda observando y avanza unos metros para sentarse en una esquina del que era en ese momento mi lugar de reposo y tranquilidad. ¡Buenas tardes! ¡Hola, buenas tardes! frase cordial y amistosa que intercambian dos personas, entre todas las demás. Pero ¿cómo era o dibujaba en mi imaginación a este compañero de banco, en un parque regado de flores, niños y sonidos acompasados en armonía para el letargo?
Me confesaba que había visto nacer muchas décadas de Primavera. Tantas, que ya se había cansado de contar, añadir y sumar. Dice mi documento que tengo esos años que comienzan por un ocho. Pues bien, yo me acuerdo de cuando era como esos niños que corretean veloces por el parque, porque necesitan conocer, jugar y disfrutar. Y veo mi traviesa imagen infantil, como si fuera ayer. Al igual que mañana. Y ponen los papeles que ha pasado ese pilón de tiempo. Como ves, ahora me desplazo más despacio por este agradable paseo junto al mar. Vengo todas las tardes, porque es bueno caminar y salir de casa donde, a poco que descuides, acabas por dormitar y renunciar. Y ese día, no alejado del equinoccio, al que se sumaron otros muchos atardeceres, hizo su parada para nuestro breve diálogo, en recuerdos, comentarios y anécdotas. Siempre con un saludo como inicio y una sonrisa agradecida, por la atención compartida, cuando estimaba el momento de continuar su paseo para la despedida. Le vi especialmente emocionado aquel día en que me confió, con paciencia entristecida en los ojos, como le violentaron en sus pertenencias, hurtándole su cartera con las tarjetas necesarias, alguna foto entrañable y un poco de dinero, de ese que es necesario parar poder intercambiar en la necesidad. Mal criado e insensible ese ladronzuelo que no supo respetar los derechos ajenos y más cuando es un mayor, limitado ya en su potencialidad. Es curioso, ahora que lo pienso nunca mencionamos nuestros nombres. Tal vez no reparamos en ese detalle. Era suficiente el saludo cordial de un ¡buenas tardes, qué tal hoy! ¡Pues aquí un día más, en este agradable paraje para nuestra tranquilidad! Supo contarme, con placer de padre satisfecho, sobre esos hijos y nietos que hoy prolongaban, en la privacidad de su mundo, el ciclo de la naturaleza para sustentar las razones de la continuidad. Fue una gran mujer mi compañera, sabes, que estuvo a mi lado como madre cariñosa y ejemplar. Nunca ¿lo entiendes, verdad? la podré olvidar. Viajó hacia el destino, azulado o lo que sea, dicen que allá arriba, antes que yo y eso fue y es muy duro de sobrellevar. Vació mi vida del que era el gran referente, para creer, vivir y esperar. Esa triste sembradura nunca debía ser materia de cultivo, pues solo germinan en ella flores dormidas para la soledad. Pero hablemos de algo más agradable. ¿Alguna trastada te han hecho hoy tus alumnos, en esa escuela donde dices que enseñas para pensar? Cuando yo era aún más niño, padres y maestros eran más duros en eso de la autoridad y el educar. Pero es que los tiempos van cambiando y hoy día parece que sólo tenemos tiempo para ocuparnos de nosotros mismos y abandonamos, con desacierto, la responsabilidad. Y ahí tenemos a esos jóvenes que pronto serán hombres y adultos, sin una mano diestra que los sepa enderezar. Amigo, es que hoy se educa de otra manera aunque, tienes razón, los resultados dejen mucho, mucho que desear. Nunca le observé más incredulidad y desapego que al aludir a esos reyes, no de la baraja de cartas, sino aquellos de los tronos coronados que salen en revistas y por la tele, ocupando el inmenso tiempo disponible. “Ellos sabrán para qué” decía mirando a la tierra, con ojos cansados de tanto soportar. De la clase política no dejaba títere con cabeza, regalándoles calificativos en su dureza con numerosos ejemplos para demostrar. Y así una tarde tras otra, cuando pasaban las seis y aquellas alegres jovencitas volvían con sus estampadas toallas de arena, lúdicas bolsas de playa y sandalias en la mar.
Y un día dejó de aparecer por aquel flanco del parque, donde vibran color y aromas de rosales, césped iluminado y tierra de naturaleza, junto a un gran estanque sin olas pero con brisas que susurran vitalidad. Probablemente, pensé, debe tener algún problema físico pues siempre ha dado muestra de regularidad y puntualidad. En realidad echaba en falta esas breves conversaciones, intensas en su hábiles ocurrencias y relajantes para cambiar la atonía de muchos folios y páginas que aturdían la vista de tanto leer, corregir y memorizar. Pero ¿por quién y a dónde preguntar? Si no poseo su nombre, los datos del teléfono o un domicilio donde reclamar. ¡Qué necios somos, en muchas de las veces, a la hora de comunicar mejor con los demás! Y así fueron pasando muchas fechas y números del calendario cuando, con alegría manifiesta por lo cansado de la rutina, se aproximaba ya el final de un curso más. Eran semanas de tensión añadida, con todos los ajetreos propios de los exámenes, evaluaciones, reuniones y elaboración de memorias para atender la responsabilidad de la profesión. Por eso una tarde, harto ya de tanto papeleo para la inutilidad, tomé la bici y me desplacé un buen rato por ese paseo donde saludo a “la Mónica” paso por la Misericordia y me dirijo, paralelo a la playa, hasta una zona donde el Guadalhorce acaba por descansar. Y, a poco de iniciar el recorrido, pedaleo por mi entrañable y conocido Parque Huelin, el de tantas jornadas… para trabajar, leer y comunicar. Fui y me dije que sería simpático saludar a mi viejo banco, que allí seguiría sin rechistar. Ese carril, para bicicletas sin prisas, atraviesa un lateral interior del gran jardín junto al estaque con agua de la mar. Y fue casualidad. O, tal vez, esa necesaria oportunidad, en una tarde de junio, que resulta difícil creer pero mucho menos explicar.
Me fijo que en ese banco del Parque, que usualmente solía utilizar, está sentada una muchacha joven y atractiva. Probablemente alcanzaba unos veintipocos años, para fuerza manifiesta de su edad. Es la misma hora (sobre las seis de la tarde) en la que solía encontrarme con mi veterano amigo de esas lúcidas tardes ausentes, para la amistad. Me acerco, ya bajado de la bicicleta, la chica se me queda mirando y en su rostro parece expresar que está tratando de reconocerme. Tomo asiento y de una forma espontánea me dice: perdone, pero creo ver en Vd. a la persona que solía dialogar un ratito por las tardes con mi abuelo. Él supo contarme algunos rasgos físicos de su persona, a fin de que le pudiera identificar. Todavía un tanto asombrado de la situación, quise aportar naturalidad y confianza a esa agradable interlocutora que soportaba un cierto nerviosismo en el lugar. Efectivamente, soy yo… y tú debes ser su nieta ¿verdad? Hace ya unas cuantas semanas que no lo he vuelto a ver. ¿Cómo está tu abuelo? Regalándome una expresión a medio camino entre la sonrisa y la tristeza, me dice con sencillez que Fermín, D. Fermín, así era su nombre, ya no está entre nosotros. Su cuerpo ya no puso resistir el peso de tantos calendarios anotados y vividos en la memoria. Hace doce días, exactamente, había emprendido ese postrer viaje hacia el país de las estrellas. Una de las tardes, en que ella fue a visitarlo a su cama de hospital, le contó nuestra simpática peripecia de comentar las cosas del día, en esos suaves atardeceres de la Primavera. Le dijo que echaba de menos a ese amigo anónimo que había sabido alegrarle el semblante de la rutina, al compartir unos minutos de diálogo y confianza en ese lugar del parque que mira y se hermana al mar. Le rogó que acudiera de vez en cuando a este sitio concreto para tratar de localizarme, pues estaba seguro que yo seguiría viniendo por aquí para mis lecturas, correcciones y preparación de las clases. Y que me diera las gracias por todos esos trocitos de amistad en el tiempo que había sabido concederle. La verdad es que Alicia (así era llamada en su lindo nombre) y yo estábamos un tanto emocionados. Ante la situación y la curiosa oportunidad que estábamos compartiendo. Le hablé con mucho afecto de la noble persona que yo veía en su abuelo, valorando su imagen de sencillez, franqueza y confianza, tarde tras tarde en la amistad. Estoy seguro que por allá arriba, entre las nubes celestiales, su alma transparente nos estaría observando, divertido y contento, comprobando nuestro diálogo tal y como él había deseado. Ya en el camino de la despedida, me comentó su curso final en la Facultad de Ciencias de la Comunicación. Estoy completamente seguro que vas a ser una excelente profesional del periodismo. Le facilité mi correo electrónico por si en alguna ocasión deseaba comunicar con el “anónimo” amigo de su abuelo y ambos nos separamos de ese lugar para el encuentro, con una sonrisa agradecida. Emprendí de nuevo mi rítmico pedaleo, camino de ese destinoviajero para una tarde cálida en junio. Y recordé al bueno de Fermín que, a buen seguro, estaría ahora narrando aventuras y experiencias a cientos de estrellas angelicales, todo atentas y receptivas para la maestría ocurrente y sabia de sus palabras.-
José L. Casado Toro (viernes, 22 abril 2011).
Profesor.
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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