viernes, 28 de febrero de 2025

PROFUNDAS DIFERENCIAS ENTRE HERMANOS

 

Un tema bastante recurrente, en las conversaciones familiares y también entre amigos, suele ser la percepción e interrogantes que muchos padres se plantean acerca de la naturaleza y forma de ser en sus hijos. Los progenitores se preguntan y comentan con sus interlocutores, acerca de cómo es posible que sus descendientes directos “hayan salido o resultado personas tan diferentes”, cuando éstos han nacido de los mismos padres, han convivido en idéntico ambiente, han recibido igual educación (incluso en el mismo centro educativo) y han gozado de similares oportunidades ante su futuro. Con preocupación o pesar, esos padres observan que, desde la infancia, la adolescencia o en las etapas más avanzadas de la juventud y la madurez, esos hermanos tienen un comportamiento inequívocamente contrastado, tanto en el carácter como en la aplicación de valores, ofreciendo unas respuestas muy diversas en el discurrir de sus vidas. El asombro, el desconsuelo y la duda de esos progenitores es manifiesta, ante esta compleja realidad. En este contexto temático se inserta la historia narrada para esta semana.

Desde los años de la infancia y adolescencia, dos hermanos, Carlo, dieciséis meses mayor, y Marco, mostraban ser dos personas bastante diferentes, en sus respectivos caracteres físicos y anímicos. El hermano mayor tenía el cabello moreno y castaño era el color de sus ojos. Su forma de ser era notablemente sosegada, pero ello no era óbice para mostrar una positiva actividad, aplicada a sus obligaciones de estudio y empleo del tiempo libre para el ocio. Fue desde pequeño un estudiante ejemplar, ya no sólo por las excelentes calificaciones que obtenía en el colegio y posteriormente en el instituto, sino también por su constante interés por obtener respuestas a sus naturales interrogantes. Al finalizar la etapa del bachillerato, eligió cursar la carrera de filosofía pura, para sorpresa y gozo de sus admirados padres, carrera o grado que culminó también con su habitual brillantez.

Por su parte Marco, generaba desde “casi siempre” diferencias con su hermano mayor. Físicamente tenía el cabello rubio/cobrizo y el color de sus ojos era gris azulado. A pesar de asistir al mismo centro educativo que Carlo, su evolución académica estuvo lastrada con insuficientes y repeticiones de curso, por lo que fue incapaz de terminar los estudios del bachillerato, a pesar de la constante ayuda de sus padres y profesores, quienes tuvieron que aplicar con su “rebelde” carácter una notable dosis de paciencia, habilidad y comprensión, profesional y afectiva.

Este hermano, de carácter difícil y abierto a la conflictividad, se negó siquiera a probar en la interesante posibilidad universitaria, al cumplir los veinticinco años. Siempre activo en la práctica de los deportes y gracias a las gestiones y amistades de su padre, fue probando algunos trabajos temporales como auxiliar deportivo, pero siempre con el condicionante de su inestabilidad, por su falta de responsabilidad ante las obligaciones contraídas. 

El fundamento familiar de esos dos hermanos tan diferentes era estable y sin dificultades económicas o de otra índole. Ezequiel, padre y cabeza de familia, trabajaba como gestor administrativo en una conocida e importante empresa con sede en la capital malagueña y en varias importantes localidades del perímetro provincial. La madre, Alfonsa, mantuvo de casada su trabajo como dependienta, y posteriormente encargada, de una franquicia de cosméticos de gran renombre en todo el marco territorial nacional. Católicos practicantes (muy beatos) y matrimonio ejemplar en la visión de los demás, se preguntaban con frecuencia, medio en broma, medio en serio, cómo el destino les había concedido dos hijos tan diferentes de carácter. Comentaban “incluso en lo físico, tienen más diferencias que identidades”. Pero la familia Oria – Verdal entendía que la divinidad les había encomendado la mejor crianza y educación a esos dos hermanos que tanto contrastaban, a pesar de ofrecerles una identidad de trato, apoyo educativo y cariño desde una lógica y afectiva responsabilidad paternal. 

Un venturoso domingo de septiembre, Carlo, catedrático de Historia de la Filosofía en un centro público de formación secundaria, reunió a sus padres, hermano y a otros familiares allegados, a fin de hacerles partícipes de la importante, sublime y trascendente decisión que había tomado, tras muchos días y noches de profunda reflexión: iba a ingresar, tras solicitar la licencia correspondiente a la Administración andaluza como profesor funcionario, en el Seminario Conciliar de Málaga. Quería prepararse de manera adecuada para dedicar el resto de su vida a la práctica misional del sacerdocio. La feliz noticia, en modo alguno inesperada por parte de sus padres, provocó las naturales lágrimas, parabienes, abrazos y besos, en un clímax emocional escénicamente afectivo. El más frío y pensativo, aunque no le negó el abrazo cariñoso, fue precisamente su hermano Marco.

Tras realizar unos cursos de teología en la Gregoriana de Roma, “cantó su primera misa” como sacerdote consagrado, cuando apenas había cumplido los 32 años de vida. Desde el obispado provincial fue destinado a una barriada obrera y conflictiva en lo social, situada en el norte de la misma ciudad en la que había nacido, encomendándole que ejerciera una difícil y apasionada labor pastoral, en base a su juventud, ideales y profunda actitud vocacional. Ezequiel y Alfonsa se sentían inmensamente felices, ante la providencia y la suerte que el destino y la divinidad les había concedido.

¿Y Marco? Su evolución continuó en esa preocupante dinámica de la caída y el fracaso personal, que se fue haciendo más profunda y preocupante durante las décadas que sustentan la madurez personal, en los treinta y cuarenta años de la cronología vital. Para el mantenimiento de su insegura necesidad económica fue introduciéndose en ambientes “paralegales” haciendo amistades con personas que poco podían aportarle en positivos valores y en honestas actividades para su equilibrio y subsistencia.

Este “cabeza loca” de la familia tuvo un matrimonio fugaz (apenas medio año duró el mantenimiento del vínculo) con Lala, una camarera de alterne, joven que puso tierra de por medio al conocer la verdadera realidad del hombre con el que había matrimoniado. De por medio, el hijo menor de los Oria “navega a la deriva” en medio de la bebida, los juegos ilegales, deudas por doquier y algún consumo de sustancias narcóticas. Su padre tuvo que sacarlo de comisaría en varias ocasiones, pagando de su bolsillo los desvaríos que el desordenado Marco iba cometiendo, un día sí y el otro también.

En esta dura y difícil tarea de ir “limpiando” su equívoca trayectoria, el padre Carlo, su hermano, se sintió obligado a intervenir. No sólo centró partes de sus horas de oración en la inestabilidad de Marco, sino que mantuvo frecuentes y prolongadas (a veces “explosivas”) conversaciones con él, aportándole caminos saludables para rehacer y reconducir su persistente y equívoca trayectoria, en la que a falta de luces sólo resaltaban los errores y las sombras. Le buscó algún cómodo trabajo de vigilante en obras, locales comerciales y almacenes industriales. También acomodo laboral como conserje de portería, en un amplio bloque de pisos ubicado en una “buena” zona residencial. Pero en uno y otro caso, Marco sólo aguantaba unas cuantas semanas, porque no aplicaba una mínima responsabilidad a las tareas que se encomendaban. El incumplimiento de sus obligaciones, así como una injustificada falta de puntualidad en los horarios para su incorporación al trabajo (además de una evidente falta de limpieza, tanto en su ropa como en el decoro personal) obligaba a los empresarios a tener que despedirle de sus funciones, invitándole a que no volviera por el servicio.

Cuando Carlo visitaba a sus padres, éstos se quejaban amargamente de la desigual suerte que habían tenido con sus dos hijos. Sin embargo, el sacerdote los consolaba y tranquilizaba en conciencia, reiterándoles que ellos habían actuado correctamente, pues habían evitado discriminar la formación de uno u otro hijo: “Simplemente, así Dios lo quiere. Lo hace para ponernos a prueba. Él también me ha dado la gracia y la voluntad necesaria para llevar a cabo su proyecto, con el amargo dolor de tener un hermano descarriado, que no ha sabido encauzar su camino por la vida. Hacemos lo que podemos, pero ese es el destino y el reto que se nos ha marcado. Vuestra conciencia puede estar suficientemente tranquila. No tenéis por qué sentiros fracasados o amargados. Os habéis comportado con admirable responsabilidad y amplia largueza en el amor”.

Dedicó también algunas mañanas y tardes para localizar a Lala, la ex de su hermano. Pensaba que tal vez podría recomponer el frustrado matrimonio. Esta chica se ganaba ahora la vida como señorita de compañía de una muy veterana actriz de teatro, con un complicado carácter, quien necesitaba ayuda cuasi permanente para sus limitaciones físicas y psicológicas. Pero su excuñada le narró amargas escenas vividas de esos meses en que convivió con Marco, tiempo muy difícil de unión con una persona que difícilmente “estaba en sus cabales”. En la actualidad, esta joven se encontraba embarazada de Lucio, su nueva pareja, trabajador transportista y repartidor con una vieja furgoneta perteneciente a una fábrica de cerveza, con sede en la capital malacitana. Tras mantener una difícil pero clarificadora conversación con la que había sido compañera afectiva de su hermano volvió a su parroquia, caminando reflexivamente por las arterias viarias de la ciudad, “Hay árboles que dan muchos frutos, en todos los ciclos de la temporada, mientras que otros se “adormecen” e incluso acaban perdiéndose en el largo y enigmático letargo de la naturaleza”.

Y fueron pasando los años, no sólo por el entorno vegetativo de la naturaleza, sino también por los seres que sobre ella desarrollan sus ciclos de vida. ¿Qué ha sido de todas estas personas?

El hermano ejemplar, el sacerdote CARLO, ha superado ya el medio siglo de vida. Fue relevado por sensata y humanizada decisión episcopal de su muy conflictiva parroquia. No pidió este cambio, aunque física y psicológicamente estaba muy “quemado” de ejercer su función pastoral en una zona de constantes y severas tensiones sociales. La feligresía practicante y una mayoría de la opinión popular coincidían en aplaudir la encomiable labor que realizó, optimizando los medios materiales de que disponía y potenciando la entrega y la fuerza vocacional, sin reparar en su salud. En la actualidad presta servicio religioso en una tranquila localidad de la costa occidental, plena de encantos visuales y con una consolidada potencialidad turística.

De MARCO, el díscolo hermano, no es mucho lo que su familia conoce. Parece ser que encaminó sus pasos hacia el territorio helénico, residiendo en la isla de Paros, cuna geográfica de una viuda acaudalada llamada Isadia, necesitada de compañía, cuidado y afecto, casi dos décadas mayor que él. Estas son precisamente las funciones que ahora realiza, por las que recibe una interesante retribución. Conoció a esta veterana mujer, mientras trabajaba en los servicios navieros de una compañía de cruceros turísticos, como auxiliar de carga. Apenas mantiene contacto alguno con su familia. Sólo en fechas navideñas suele enviar algunas palabras amables, dirigidas expresamente a su querida madre Alfonsa.

LOS PADRES de ambos hermanos se mantienen bien conservados, física y anímicamente. Viven con sosiego su jubilosa y merecida etapa de ancianidad. Cierto día Ezequiel, mientras arreglaba el cierre de un altillo, en uno de los armarios empotrados de su domicilio, aplicando su habilidosa afición para el pequeño bricolaje, con el gozo añadido del entretenimiento, observó una antigua carpeta, que había ido de un sitio para otro en su despacho y que había perdido de vista desde hacía años. Contenía diversos y antiguos documentos. Pero en su interior, en un sobre bastante amarillento, por el paso del tiempo, descubrió unas fotos muy comprometedoras para su mujer. En las mismas se veía a una joven Alfonsa, con unas cinco décadas menos sobre su cuerpo, junto a un apuesto vecino, llamado Paolo, que estuvo residiendo en el bloque hacía muchos años. Era un empleado de banca, físicamente muy atractivo, que tenía amplia fama de mujeriego, poco serio y muy “ligón”. Permanecía en consolidada soltería. Parece ser que era un especialista en complicados líos de faldas. Su especial carácter era el de una persona inestable, impulsiva, amante del placer y la buena vida y un tanto condicionado por sus apetencias insaciables de sexo. Tras un par de años de permanencia en el bloque, abandonó la ciudad al ser trasladado a una sucursal de su entidad bancaria, con sede en Santander, su lugar de nacimiento. El problema de las fotos es que ofrecían la visión de su mujer muy “acaramelada” con ese vecino que a todas enamoraba. En la fecha de la foto, escrita en el reverso, ya había nacido Carlo. Pensando que todo debía ser un desliz de inmadura juventud, por parte de Alfonsa, tomó la difícil pero madura decisión de olvidar el muy desagradable asunto, a fin de no ensuciar una trayectoria matrimonial que, aparte esta lamentable y secreta relación, había sido del todo ejemplar. Un dato importante que explica, en este caso, no pocas debilidades y flaquezas humanas: el color del cabello del “gigolo” Paolo era … rubio cobrizo. Cerrando los ojos, Ezequiel rompió las fotos repitiéndose mentalmente “Dios nos enseña a saber personar”. Con tensa firmeza estaba dispuesto a olvidar el escabroso y grave “desliz de su esposa”.

La propia Alfonsa tuvo conciencia de la grandeza de carácter de su marido cuando, meses después de este hecho, limpiaba y organizaba los armarios, junto a una persona de confianza, Micaela, que acudía a su domicilio tres veces a la semana, contratada para ayuda de casa. Había guardado esas tres fotos desde siempre, en el más absoluto de los secretos. Al comprobar su inexistencia, comprendió que tenía que haber sido Ezequiel quien las había visto y probablemente las habría guardado, pero sin hacer mención alguna del hecho. Al igual que su admirado marido, ella tampoco quiso mencionar aquel grave e infortunado error en su juventud. Era mejor olvidar e “ignorar” un hecho que sucedió hacia más de medio siglo: el gran secreto de su vida.

Precisamente, siendo ya octogenaria, estaba un día postrada en la cama, por los molestos achaques propios de la edad. Hacia un par de años que su esposo “había viajado hacia el infinito” como ella una y otra vez repetía. Fue a visitarla, como hacía cada día, su hijo Carlo. Ocurrió en esa afectiva visita un hecho verdaderamente inesperado.

“Hijo mío, mi edad es muy avanzada. Desde hace tiempo he tenido intención de hacerte partícipe de una verdad que bulle en mi conciencia una y otra vez, provocándome profunda desazón. Creo que tu eres la persona indicada para conocerlo”. Pero el sacerdote Carlo no la dejó continuar.

“Madre, no es necesario que me expliques algo que yo bien conozco. Tu has sido y eres una excelente madre, que merece toda nuestra admiración, respeto y el más profundo de los cariños. En su momento Dios te puso a prueba y tuviste un momento de debilidad. Todas las personas cometemos errores, porque somos humanos. Pero estoy completamente seguro de que desde el Cielo se te comprende y se te ha perdonado. Tanto yo, como mi hermano Marco, donde quiera que esté, estamos orgullosos de tener esa madre que tantos querrían, en la que sólo vemos valores y un comportamiento verdaderamente modélico”.  

Este caso, objeto de la narración, no es un hecho de carácter aislado o de naturaleza insólita. A buen seguro ha ocurrido en el entorno privativo de muchas familias. La ciencia genética ayuda, de una manera fácil y dentro de la lógica, a entender las profundas diferencias existentes entre dos personas, que han nacido de la misma madre y han recibido el mismo cariño y la misma influencia educativa. Todo ello en el seno de una familia ejemplar. Puede haber, sin duda, otras razones, incluso igual de significativas, para comprender el radical contraste entre hermanos. Aquí se ha explicado una de estas circunstancias. –

 

 

PROFUNDAS DIFERENCIAS

ENTRE HERMANOS

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 28 febrero 2025

                                                                                                                                                    

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viernes, 21 de febrero de 2025

DESVENTURAS EN UN DISTRAÍDO TURISTA

En nuestra cultura cristiana, desde pequeños, se nos hacía aprender y repetir determinadas oraciones, plegarias y preceptos. Uno de los que más se nos “examinaba”, cuando acudíamos al confesionario eclesial, eran los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia. Se resumían en 10 y se nos grababan en la memoria a fuerza de repetirlos. Todos eran importantes y había algunos que se nos hacía difícil entender su exacto significado (aquello de los actos y pensamientos impuros). Otros, por el contrario, eran muy concretos y sin necesidad de ulterior explicación. Uno de estos mandamientos de fácil comprensión era el nº7: No robarás. Este fácil significado está en la base del relato de esta semana.

Si se incumplían los mandamientos, cualesquiera que fueren, había que acudir al confesionario, para que el sacerdote que te escuchaba, representante de Dios en ese momento, te perdonara ese u otros pecados, previa imposición de la penitencia, para que esa huella pecaminosa quedase borrada. La experiencia del confesionario era sofocante en ocasiones, como cuando el clérigo confesor te preguntaba “Y ¿cuántas veces? ¿Sólo o acompañado?” Etc. Es aconsejable no añadir más “preguntas” que permanecen en nuestros recuerdos. De pequeño recordamos las colas de espera ante los austeros, oscuros y misteriosos confesionarios, con personas de todas las edades y condición. También la actitud de aquellas devotas mujeres, que arrodilladas ante la celosía separadora del confesor, acumulaban minutos y más minutos de respetuoso diálogo, lo que hacía preguntarnos ¡Cuantos pecados habrá cometido esa señora! Menuda penitencia le va a imponer el cura para darle la absolución”. Hoy ya no se ve tal demanda de confesiones, ante la santa paciencia de los religiosos.  Otra de las reflexiones que se nos viene a la mente es, viendo el estado y comportamiento actual de la sociedad mundial y repasando la letra y el sentido de los 10 mandamientos, ¿cuál sería el porcentaje de cumplimiento de esos preceptos que recibió Moisés en las Tablas de la Ley? Mejor que no sigamos por este tenebroso camino. Centrémonos en el relato que nos ocupa.

Nos trasladamos a una ciudad turística y monumental de la Alta Andalucía, en un sábado soleado del mes de febrero. Era la Córdoba de la gran Mezquita/Catedral, con ese laberinto urbano y populoso, para lo comercial y la restauración de la judería, los bellos jardines de los Reales Alcázares y una gran arteria fluvial, el río Guadalquivir que, a su paso por la gran ciudad, añadía esa gran belleza hídrica, atravesada por el gran puente romano para el trasiego y el deleite visual. Y con la figura escultórica del San Rafael, presidiendo por aquí y por allá el latido diario de la ciudad. La bonanza del clima, en aquella mañana de sábado, generaba la densificación personal y económica del turismo nacional y extranjero. Decenas y decenas de familias, con sus niños, jóvenes y mayores, de manera individual o grupal, eran conducidas por expertos guías culturales, que divulgaban la historia y la riqueza artística que adornaban la gran ciudad surcada por el Guadalquivir.

En uno de esos grupos, que marchaban atentos e ilusionados ante las explicaciones de su experta guía, había un turista que viajaba solo. Era un hombre mayor, sumaba los 77, que se llamaba ACACIO Alcaraz Álvarez, nombre presidido por las tres A del alfabeto. En su etapa laboral había ejercido como funcionario de prisiones. Ahora, ya en su etapa vital de la 3ª o 4ª edad, solía viajar con frecuencia, aprovechando los incentivos y bajos precios de una popular agencia de viajes que tenía próxima en el barrio del Realejo de su ciudad natal, la Granada nazarí. A este hombre, de carácter paciente y responsable, le agradaba mucho la fórmula viajera de los dos días, una noche, ya que disfrutaba, en la soledad actual de su existencia, llenando de paseos, amistades y conocimientos, además de buenos menús restauradores, los fines de semana o cualquier otra oportunidad ofrecida por las agencias, para visitar y pasear por tantos lugares interesantes que ofrece y adorna la geografía regional o nacional de España.

Como acaba de expresarse, Acacio vivía solo, por las circunstancias adversas en el destino de cada cual. Aprovechaba las baratas ofertas turísticas de MUNDIVIAJES, para socializar en lo posible con los demás viajeros, entablando gratas amistades con personas muy diversas, predominando sobremanera los ciudadanos jubilados como él. Era una fórmula acertada y eficaz de combatir la soledad.

DORA (Teodora), la guía turística contratada que le había correspondido en este corto viaje, para explicar lo más sobresaliente de la ciudad califal, había repetido con el aval de la experiencia, ese útil consejo de

“Tengan especial cuidado con sus pertenencias. En ésta como en todas las ciudades turísticas, hay muchos “descuideros profesionales” para apropiarse de lo ajeno, aplicando las técnicas más sofisticadas, a fin de no ser cazados en el delito. Últimamente suelen trabajar en grupos de tres rateros. Uno tropieza con el distraído turista, echándose literalmente encima, otro en la confusión y la caída extrae la pertenencia robada al aturdido turista, cartera u otra propiedad, que pasa rápidamente a un tercero que se quita de en medio con habilidad y rapidez por si aparece la policía y se ponen a registrar a los sospechosos del robo. Esos dos o tres ladrones tienen bien aprendida el arte de apoderarse de lo ajeno, Suelen ser extranjeros, de los países del Este europeo, aunque también los hay de origen nacional”.

Acacio avanzaba con sus compañeros de viaje, detrás de la expresiva, culta y simpática guía, que enarbolaba un paraguas de llamativos colores, a fin de evitar que algún viajero grupal se perdiera en el laberinto antiguo de la judería. El veterano ex funcionario de prisiones portaba una muy apreciada bolsa de piel de camello, adquirida en una visita a Ceuta, con la misma agencia de viajes. En su interior llevaba el móvil telefónico, las gafas para la visión “de cerca”, las llaves del piso de su propiedad, unos caramelos Halls, para aliviar sus frecuentes problemas de garganta y un pastillero, con los comprimidos diarios y gotas que había de tomar para sus ya variadas insuficiencias (corazón e inicios de ese gran problema que es el Parkinson). Eran medicinas de las que nunca se separaba. Aunque la cartera con los documentos y tarjetas las llevaba consigo en el bolsillo de su gabardina, como previsión, había introducido en uno de los bolsillos interiores de la bosa marroquí un sobre con 200 euros, para afrontar una urgencia o necesidad imprevista.

El grupo estaba paseando por las calles comerciales del barrio de la judería, estrechas arterias abigarradas por el tránsito de decenas de personas, cuando nuestro protagonista se dio cuenta que llevaba los cordones de uno de sus zapatos desabrochados, lo que era peligroso, dado que al ser una zona antigua había numerosas oquedades en un suelo empedrado o vacío de solería. Podía tropezar al pisarse esos cordones, con el riesgo de sufrir una lesiva caída. Entonces, aprovechando que la guía explicaba las características de un edificio tradicional, con un gran patio andaluz porticado, adornado con numerosas macetas, se agachó para atarse los cordones, Dejó, de manera instintiva, su bolsa de piel en un poyete que había junto a la pared.  El tiempo que aplicó a este sencillo hábito no llegó al medio minuto. Cuando se incorporó continuó atento a la explicación de Dora. A los pocos segundos, extendió su mano derecha y para su sorpresa no pudo tomar su bolsa que la había dejado para atarse el zapato. Muy preocupado ante la pérdida de su propiedad, preguntó en voz alta si alguien había tomado o visto su bolsa de piel beige. Ninguno de los compañeros del grupo, sumaban 18, había visto nada. El drama del grupo, ante la pérdida que había sufrido el compañero, era manifiesto.

Dora se movilizó con rapidez. Preguntó a varios comerciantes que conocía, pero ninguno había visto nada anormal. Por suerte, avistaron a unos policías locales (era sábado y la zona estaba más vigilada) a los que informaron del previsible robo de la bolsa. Preguntaron si había en el interior algún documento identificativo. A pesar de los nervios, bastante crispados, Acacio hizo memoria y explicó que efectivamente solía llevar en esa bolsa-cartera el carné de una asociación de jubilados que había en el barrio del Realejo granadino. En ese pequeño documento iban anotados unos datos básicos del asociado, con su correspondiente fotografía. Enumeró a los policías el resto del contenido. “De todos los medicamentos, el que más me preocupa, son unas gotas que me elaboran en una farmacia de mi barrio, que he de tomar dos veces al día, sin interrumpir el tratamiento, por mis problemas iniciales de Parkinson”.

La guía se lamentaba “a pesar de todas mis advertencias, siguen ocurriendo estos hurtos o robos, por descuidos que después resultan muy dolorosos. Los “rateros están a la orden del día y actúan con gran pericia”. Los policías corroboraban las palabras de Dora. Los miembros de seguridad y los componentes del grupo acompañaron a Acacio a una farmacia, por el tema de las gotas, pero el mancebo que los atendió, tras consultar por teléfono con la titular farmacéutica explicó que necesitaban la fórmula exacta del medicamente elaborado en la botica granadina. Tras numerosas gestiones de localización, las llamadas telefónicas no eran atendidas. Alguien del grupo sugirió la conveniencia de acudir a algún ambulatorio cercano, a fin de que allí pudieran recetarle medicamentos adecuados para solventar el problema. El episodio, muy desagradable, había enturbiado el buen talante de la mañana para hacer una grata visita turística.

 

En otra parte de la capital califal, dos personas hablaban teniendo entre ellos la cartera o bolsa de piel robada al desconsolado Acacio. Eran ABEL y MARGARA que vivían en pareja, con tres niños pequeños, aunque no estaban casados por lo eclesiástico ni por lo civil. Abel, empleado de reparto de mercancías en desempleo desde hacía casi un año, un tanto desesperado ante su extrema necesidad, había caído en la tentación de la delincuencia. “Hoy se me ha dado relativamente bien: una buena cartera de piel, con 200 euros, con otras cosas pocos útiles para poder venderlas. El dinero nos viene como el oxígeno para respirar. Pero me preocupan estas medicinas. Pueden serle muy necesarias al antiguo propietario”. La conciencia empezaba a darle vueltas. Pero Margara, agriada con todo lo que llevaban pasando le decía de manera destemplada: “Pero de nosotros nadie se apiada. ¿Por qué tenemos que hacerlo con los demás? Estamos viviendo en una habitación alquilada, por la que tenemos que pagar 150 euros al mes. Tenemos que estar yendo a los cajones de basura de los supermercados, para recoger cada noche lo buenamente aprovechable, con el fin de poder comer algo cada día y todo ello con tres niños pequeños. Somos cinco personas sobreviviendo en una lúgubre habitación”.

Pero esa mágica y racional de la conciencia de Abel lo martilleaba, una y otra vez. Había sido una persona “normal”, aunque no eficiente en los estudios, al que la vida comenzó a tratarlo muy mal, hundiéndose poco a poco en la miseria y las adicciones. Esta situación desesperada, con una amplia familia, le había llevado al terreno de la delincuencia, con la que pensaba sobrevivir. Y en esa acústica mental repetitiva, vino de manera oportuna la imagen de su madre, quien desde pequeño lo aconsejaba como hacen todas las madres: “has el bien y el destino o Dios te lo premiará”. En un momento de crisis emociona, esta persona, profundamente infortunada y desordenada en su comportamiento, rompió a llorar.

¿Cómo podía localizar a esa persona mayor, a quien había robado su pertenencia y de la que nada conocía? Sólo tenía el carné de la Asociación recreativa granadina de LOS CÁRMENES a la que D. Acacio Alcaraz pertenecía. Al fin, para dejar en paz su conciencia (por la cuestión delicada de las medicinas) tomó la cartera, con todos los enseres que contenía, menos los 200 euros que le daban un “respiro” económico y se desplazó al barrio de la judería, dispuesto a arreglar su delictiva acción. Pronto divisó a un grupo de turistas, rodeando a una joven guía, que portaba en su mano un vistoso paraguas de colores. Siguió a ese grupo y cuan do la guía se paró en una placita, explicando elementos culturales relacionados con la Historia del lugar. Aprovechando una inflexión en la explicación, se acercó a la guía, MALENA, diciéndole con brevedad “En un grupo anterior, por esta zona, un turista se dejó olvidada esta cartera. Yo no quiero saber nada del asunto, así que se la entrego para que localice a su compañera de explicación”. Y ante la cara de sorpresa de la guía, se quitó de en medio a toda prisa, desapareciendo por las callejuelas del lugar. Abel se había puesto unas gafas oscuras y un pasamontaña de lana, que le cubría casi toda la cabeza, a fin de pasar lo más inadvertido posible.

Malena, un tanto sorprendida inicialmente por la situación, comprendió en pocos segundos la realidad de ese gesto, dada su experiencia con los grupos de turistas y los robos que se cometían a diario. Llamó por teléfono a la policía “Alguien ha encontrado una cartera de piel con objetos en su interior. Me lo ha entregado, pues quiere permanecer en el anonimato. No podría reconocerlo, dada la forma en que venía vestido”.

La eficaz acción policial permitió que Acacio tuviese, para su alegría y sosiego, sus pastillas y gotas, esa misma tarde/noche, además de otros objetos personales. El sobre con los 200 euros se había “esfumado” del bolsillo de la cartera, pero lo más importante, por el condicionante de la salud, se había recuperado.

Desde esta incómoda experiencia, el antiguo funcionario de prisiones lleva su cartera colgada de su cuello y sólo se la quita cuando entra en su habitación del hotel. Nunca olvidará el mal rato de ese sábado primaveral, historia en la que había aprendido a no cometer errores necios, que generan severos problemas para las personas honradas que los padecen. Por su parte Abel, una persona sumida en el lodazal de sus infortunios, había sabido reaccionar para bien. ¿Podría ser el comienzo de su recuperación, para asumir la honradez en sus acciones?

 

 

DESVENTURAS EN

UN DISTRAÍDO TURISTA

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 21 febrero 2025

                                                                                                                                                                                    

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viernes, 14 de febrero de 2025

UNA JOVEN DEL SERVICIO DOMÉSTICO

LETICIA era una “emigrante” de pueblo, que se fue a “servir” a la ciudad. Encontró acomodo laboral en casa de los Sres. ALMENSILLA CABRILLANA, respetable familia formada por don AUGUSTO (recién nombrado director de una empresa nacional de abastecimientos a negocios de restauración) y doña BIBIANA (dedicaba gran parte de su tiempo a obras sociales). El matrimonio tenía tres hijos, Casilda, Jaime y Jacinto, estudiantes universitarios los dos primeros, mientras que el pequeño cursaba bachillerato.

La nueva sirvienta era una chica de la casa “para todo”: limpieza, mercado, cocina, residiendo en casa de sus Sres. para lo que ocupaba una pequeña habitación que antes estaba dedicada a trastero. Gozaba de tiempo libro por las tardes, desde las 16 a 19 horas, teniendo también libres los sábados y los domingos a partir de las cuatro de la tarde.

El mayor y mejor objetivo de esta joven de 23 años era encontrar una buena pareja, a la que dedicaría todo su tiempo y amor, a fin de formar una familia. Leticia sólo tenía estudios primarios, pero desde pequeña su madre Palmira le había enseñado a trabajar en la casa, pues el hogar tenía que estar bien limpio. Además, había sido adiestrada en el arte de cocinar, especialmente, el puchero o el potaje de cada día, guiso que daba la fuerza necesaria para las labores agrarias, ocupación que desarrollaba su padre Remigio.

Al residir en el propio domicilio de sus Sres. los gastos de esta chica de servicio eran muy limitados: tenía habitación, comida y vestimenta gratis y ningún otro gasto extraordinario, por lo que el sueldo mensual que recibía, 900 pesetas, lo dividía en dos partes, una de las cuales la enviaba a sus padres, dinero que bien necesitaban, mientras que la otra mitad la dedicaba al ahorro para cuando tuviera que casarse. Doña Bibiana le aconsejaba que solicitara una cartilla de ahorros, en donde guardar los ahorros, para mayor seguridad y “tentación” en el gasto. Realmente sólo dedicaba algunas pesetas para tomarse una merienda los domingos por la tarde, además de costear una localidad en el CINE IMPERIAL, que no estaba lejos de la casa en donde servía.

Su gran ilusión y divertimento, muy por encima de otros incentivos, era el cine. La película que veía cada domingo, le permitía soñar y compartir otras muchas vidas escenificadas en la gran pantalla de las luces y las estrellas.  La distracción y ensueño que le genera los argumentos escenificados, por los grandes actores y actrices del momento, era el mayor y más barato placer que una chica modesta y de origen campesino, sin cualificación laboral, podía encontrar, en aquellos años finales de la pasada centuria.  Llevaba ya sirviendo con los Sres. durante siete meses y sus amistades seguían siendo muy escasa. Sólo el carnicero, el frutero, el verdulero, la cajera del súper, solían dialogar brevemente con ella, pues era la encargada de hacer la compra diaria.

Su gran objetivo, como antes se ha indicado, era encontrar a esa pareja o novio con la que poder formar un estable hogar familiar. La ilusionada joven pensaba lograrlo en las salas de cine que cada domingo visitaba, ya que siendo nueva en la gran ciudad carecía de vínculos sociales con grupos y personas de su edad. Esperaba, con ilusionada intención, la llegada de esa fecha dominical en la que durante dos horas (a veces se quedaba en la sala repitiendo la fase inicial de la película) disfrutaba compartiendo otras vidas escenificadas en pantalla, haciendo viajar la modestia de su mente hacia espacios alejados, en donde hallaba muchos comportamientos y respuestas que ella pensaba poder integrar o aprovechar para su vida. Aventuras, sentimientos, lágrimas y risas, emociones, miedos y comicidad, según el género cinematográfico que tocara cada domingo. Antes de acercarse a la taquilla de El Imperial, para comprar esa entrada (7 pesetas) “hacia lo desconocido” había pasado por un puesto de “chuches” cercano, en donde se aprovisionaba de algunas golosinas, con las que se sentía más feliz viendo a los grandes actores y actrices que “deslumbraban” como héroes y grandes heroínas, en la gran pantalla “de las sábanas blancas”, como antes se decía.

Para Leticia suponía una nerviosa y apasionante incógnita descubrir quién sería su compañero de butaca aquella y otras tardes de cine. A tal fin elegía un asiento intermedio, entre la novena y décima fila, para tener la oportunidad de conocer a las dos personas que se sentarían junto a ella. Para ir al cine se vestía con lo mejor que tenía en su pequeño armario, echándose abundante colonia, para emanar un buen y atrayente olor que agradara y motivara la atención de su “desconocido” compañero de cine.

Una de esas tardes de domingo, vio que se le sentaba a su lado derecho un señor mayor, que también asistía a la sala sin compañía alguna, para ver una película española de amores incomprendidos. La butaca a su izquierda permanecía vacía, en ese horario de la primera sesión a las 17 horas.  A poco de comenzar la proyección, el Sr. del bigote y amplia calvicie le tomó con extrema suavidad su mano derecha. En principio ella no opuso resistencia alguna. Así transcurrieron los minutos. Cuando las escenas tenían abundante claridad, Leticia miraba “de reojo” al veterano compañero de asiento, analizando el rostro y parte del cuerpo del hombre que le tenía cogida la mano. Esta “atrevida” persona sumaria en edad el medio siglo de vida. Lo veía sudoroso e incluso tembloroso, con los ojos “clavados” hacia la pantalla, por ese gesto sentimental que estaba manteniendo. En este caso y con discreción, la sirvienta retiró su mano, a lo que el atrevido espectador no opuso objeción. Entonces ella se levantó y cambió de asiento.

Otro domingo, fue una mujer, quien ocupó el asiento vacío a su izquierda. Superaría claramente la treintena. Durante la proyección, esta compañera extendió su pierna derecha, pegándola en la izquierda de Leticia. Viendo que era una mujer, la sirvienta se sintió algo asustada, retirando su pierna de inmediato. Entonces esta mujer, en voz baja y con una voz algo ronca (olía a tabaco) le susurró lo siguiente: “Soy Leyre ¿Cómo te llamas?” Un tanto intrigada recibió un nuevo mensaje de esta atrevida espectadora. “Te invito a una merienda, en cuanto finalice la sesión, o antes si lo deseas”. Leticia, un tanto sofocada, no respondió. Cuando la película estaba terminando, optó por levantarse y salir con rapidez de la sala. Volvió al hogar de los Sres. de Almensilla un tanto desilusionada, pensando que en el siguiente domingo podría tener más suerte con los espectadores pretendientes.

Efectivamente, el domingo siguiente el destino quiso ser mucho más generoso. Nuevo cambio de película en la cartelera. Ese día, tuvo como compañero de asiento a un joven que parecía bastante más apuesto, respecto a los compañeros de semanas anteriores. Leticia percibía que la miraba “de soslayo” más a ella, que al desarrollo de la película en pantalla. La edad era parecida a la suya. Cuando la proyección finalizó y se encendieron las luces, el joven, todo correcto, le sugirió sonriendo si le apetecía tomar una taza de chocolate, merienda que vendría bien en una tarde tan fría en la monumental capital castellana de Burgos. La forma de planteárselo, la pausada y buena dicción que el joven utilizaba para la amistosa propuesta, motivaron aún más a una chica “necesitada de pareja”. Resultaba obvio que a este muchacho le había agradado su apariencia y ella valoraba la exquisitez educada con que la estaba tratando.

La película había terminado de proyectarse, cuando el reloj marcaba las 18:30. Ambos jóvenes salieron del Imperial y ya, a la luz de la calle, pudieron observarse, mejor que en la mágica oscuridad de la sala. VALERO ofrecía la imagen de un joven delgado, pelo castaño al igual que sus ojos, mientras su rostro regalaba abundantes sonrisas. Sus modales eran extremadamente educados y cordiales. Leticia procedía de un ambiente rural. Su cuerpo era también delgado, tenía los brazos bien desarrollados, al igual que sus manos. Este detalle físico reflejaba a una tenaz trabajadora casi desde la infancia. Ojos color turquesa, luciendo una linda melena, que a veces se recogía en una simpática coleta. Tenía una cualidad que los que hablaban con ella siempre agradecían: sabía mirar a los ojos de su interlocutor.

Un tanto nerviosos, esta jovial pareja se dirigió a una chocolatería cercana, en donde disfrutaron de dos tazas calientes, en las que mojaron apetitosos bizcochos. Intercambiando también el jugoso placer de la palabra. Desde el primer momento, Valero quiso ser franco con su pareja, confesándole que él era un antiguo seminarista y que al punto de “cantar misa” reconsideró su vocación sacerdotal, tras una intensa y dura etapa de reflexión personal. Ese camino de secularización vital obedecía a que deseaba poder formar una familia, con hijos a los que educar y desarrollar.  Felizmente ambos habían practicado ese “arriesgado” juego de buscar una persona para iniciar la relación en pareja, en un ambiente tan peculiar como era el interior de una sala de cine.

El exseminarista le explicaba que después de dar ese paso trascendental en su vida, había comenzado a dar clases de latín e Historia a los alumnos de un colegio de titularidad privada e ideario religioso: SANTO TOMÁS, puesto de trabajo que le había buscado el director del Seminario Conciliar burgalés, don Benigno, en el que había estado estudiando durante muchos años.

Los dos jóvenes, a partir de aquella afortunada tarde dominical, se relacionaban siempre que podían, sintiéndose expresivamente felices por ese gran regalo que el destino los había querido a bien conceder.  Valero tenía a su lado a una joven sencilla y muy trabajadora, cariñosa y fraternal, a la se había propuesto ayudar, dado su limitado nivel cultural. Se sentía ilusionado en esa generosa labor de abrir campos para la cultura en una mujer que era todo amor. Por su parte, Leticia veía en el exseminarista a un hombre apuesto y muy culto, con el que algún día podría formar una familia. Como ella decía “es un regalo del cielo, un verdadero tesoro al que debo darle todo el cariño que encierra mi ser y él necesita”.

Pero los nubarrones de tormenta siempre están al acecho. Y el remando de las aguas puede transformarse en infortunadas tempestades. Ocurrió algo imprevisto y profundamente desagradable para sus vidas.

D. Augusto Almensilla, 56, con una vitalidad sexual desbordante, cansado desde hacía años de la rutina relacional con su esposa Bibiana, 53, mujer entregada a sus “beaterios” religiosos y afanes de ayuda social, fue poniendo sus ojos lascivos en la joven sirvienta, a la que “acosaba” en los momentos y días oportunos. Pensaba, con diabólica gula, que iba a ser una pieza más en sus conquistas para el amor fugaz y egoísta, a la que con su dinero y palabrería estaba habituado.  Tocamientos, insinuaciones, pretensiones relacionales íntimas, todo bajo esa infame presión del poderoso sobre la débil, con la amenaza del despido si no accedía a sus sucias pretensiones. Un verdadero “sin vergüenza”, habituado a conseguir todo lo que se proponía, sin reparar en medios ni escrúpulos éticos o morales.  Era una situación en extremo complicada y dolorosa para “una chica de pueblo”, educada y preparada para trabajar y asentir. 

Leticia, en su humildad vivencial y cultural, evitó comentar este “infierno” a su amado Valero, pues en modo alguno quería provocar problemas en una relación que la veía henchida de esperanza. Pero el problema es que no sabía cómo dar “el portazo” al poderoso Sr. de la casa, ya que en este caso peligraba ese apetecible puesto de trabajo, que le facilitaba ahorrar para la boda que soñaba y al tiempo permitía ayudar a sus padres, personas mayores y cansadas del duro trabajo que habían desarrollado durante toda su vida. 

Y llegó esa infausta tarde, más que previsible, en la que Bibiana se encontraba visitando a una tía enferma. El acoso de Augusto dio sus repugnantes “frutos” para desahogar su prepotencia sexual. Una taza de café, en la que el maquiavélico jefe de familia había añadido unas gotas de excitante para la lívido, facilitó su lascivo deseo. Durante los siguientes días, el carácter alegre de leticia cambió por la tristeza y los silencios.  Valerio percibió que algo ocurría, pero no sabía qué. La chica trataba de disimular ante su pretendiente, pero éste era consciente de que su amor lo estaba pasando mal, pero por más que le preguntaba ella se refugiaba en los silencios y en el amargor de su memoria. Pasaron las semanas y los días. Unos vómitos y un análisis clínico explicaron la situación orgánica de la joven sirvienta. Leticia estaba embarazada.

Cuando la propia sirvienta se lo comunicó a sus Sres. éstos actuaron con diligencia y eficacia (para ellos). Tenían que evitar, por todos los medios, el escándalo social. Al ser ambos de intensa mentalidad religiosa (de cara a la galería) ni se les pasó por la mente la opción de que la chica abortara, actitud que tampoco la abrumada Leticia contemplaba. La decisión menos lesiva para su imagen social era que su sirvienta volviera a casa de sus padres, mientras ellos se comprometían a enviarle una asignación mensual para sus necesidades inmediatas y para “comprar” su silencio.

Entre los esposos, esta situación no era nueva. Doña Bibiana conocía y soportaba, con cristiana paciencia, las andanzas de su “desenfrenado” esposo. Éste practicaba, con asiduidad, el desahogo de su potencia viril siempre que podía, a fin de satisfacer sus apetencias carnales. Lo lamentable de esta penosa situación es que Valero, el exseminarista novio de Leticia, se mantenía ajeno a toda esta tramoya. Cierto era que había notado en su amada un profundo cambio de carácter, pero la chica, en su aturdimiento, temía perder no sólo el trabajo que teñía, sino también a ese joven muchacho que tanto le agradaba. Se había generado un auténtico dilema, desarrollada a dos bandas. Así una mañana, doña. Bibiana puso en el tren a su servicial sirvienta, pagándole el viaje a su pueblo y con un sobre en el bolsillo con 500 pesetas, más la paga del mes en curso (900). Con todo el dolor de su corazón, Leticia no se despidió del también frustrado Valero, quien un mucho preocupado por la ausencia de su pareja, a la que tanto amaba, incluso se atrevió en llamar a la puerta de los Almensilla, en donde la propia Sra. de la casa le informó de una forma cortante y desabrida, que la sirvienta por la que preguntaba ya no trabajaba con ellos y que por respeto a su privacidad no podía darle dato alguno de dónde se encontraba la joven. Valero entendió, con gran dolor, que Leticia había dejado de quererlo y que deseaba cortar con su pasado. Se propuso aceptar la situación, aunque en lo más íntimo de su ser sabía que no la podría olvidar.

El tiempo es compañero viajero de las personas, con sus comportamientos, luces y sombras. En este caso quiso ser generoso al fin, con dos jóvenes por los que habían pasado casi un año y medio.

Una tarde, ya en primavera, el profesor Valerio fue a recoger, en la estación central de ferrocarriles, a un antiguo compañero de seminario, Paulino, quien ahora, siendo ya sacerdote, volvía de un viaje a Barcelona, ciudad en la había participado en unos cursillos de espiritualidad. Esperando en el andén de salida de viajeros, entre las personas que se bajaban del tren percibió a alguien a quien conocía, dándole un gran vuelco el corazón. ¡Era Leticia! Y empujaba un carrito de niño, en donde jugueteaba una niña pequeña. Cuando se puso delante de su antigua pareja, ésta estuvo a punto de sufrir un desmayo emocional. Los sentimientos de ambos fluyeron como un torrente en libertad, mezclando la alegría del reencuentro, con la añoranza de la memoria.

Valero se “olvidó” de su compañero de estudios y presa del nerviosismo sugirió, a la ya más repuesta joven, compartir un chocolate, como hacían en sus inolvidables tiempos de relación. Leticia sonreía y cuidaba de la pequeña ALMA, que estaba a punto de cumplir su primer añito de vida. Intercambiaron esas palabras que durante largos meses les habían estado vedadas o mudas para la conversación. Eran dos seres que se querían y nunca se habían borrado de sus memorias. La inteligencia de Valero captó de inmediato la situación y las respuestas a muchos porqués, mil veces planteados y nunca respondidos.

“¿Y ese “canalla” no piensa reconocer a la pequeña Alma?” “No. Cada mes me llega un sobre sin datos en el remite, conteniendo 300 pesetas, que me ayudan a sobrellevar los gastos propios de mantener y cuidar a una niña pequeña. Hago algunos trabajos de limpieza y cocina en el pueblo, mientras mi madre Palmira me la cuida”.

Valero, que estaba preparando oposiciones a maestro de primaria, de inmediato acertó a prometerle que, cuando su situación profesional estuviera estabilizada, “llamaré a tu puerta, porque nunca he dejado de llevarte en mi corazón. Y esa preciosa criatura, con nombre celestial, seguirá teniendo una madre cariñosa uy protectora y un padre que aprenderá a quererla, pues es la hija de un ser con el que deseo convivir las aventuras de la existencia, Nunca te abandonaré, mi querida Leticia”.

Y así finaliza esta bella historia, en la que el amor se impuso al deseo incontrolado, egoísta y cruel de un “respetable” comercial de suministros para la restauración. Un antiguo seminarista y una joven sirvienta continuaron construyendo la senda de sus vidas en común, compartiendo el cariño, el respeto y la cuota de felicidad que el destino se avino a concederles. -



UNA JOVEN

DEL SERVICIO DOMÉSTICO

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 14 febrero 2025

                                                                                                                                                                                    

Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es           

                 Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/

 

 








 

viernes, 7 de febrero de 2025

ESTRATEGIA DE UN ESCRITOR DESCONOCIDO

AMALIO Capilla Tresaguas ejercía de escribiente o gestor administrativo, en el negociado de Residuos Urbanos, correspondiente al complejo organigrama del ayuntamiento madrileño. Habiendo llegado al medio siglo de su cronología vital, sentía una honda frustración por el tipo de vida rutinario y aburrido que reflejaba su existencia. Los azares de la suerte y decisiones personales, unidos a su propio carácter, persona un tanto reservada, introvertida, con una cierta timidez y de rechazo al protagonismo, le había impedido, entre otras causas, formar una familia, como el común de las personas llevan a cabo. Este hombre había carecido de la gracia y el arrojo para conquistar el amor de una mujer.

Ciertamente, tantos años de soledad afectiva (sus padres “se fueron” relativamente no muy mayores) era sobrellevado con manifiesta paciencia, pues la tenía bien asumida. No gozaba del fruto de los hijos, pero de alguna manera lo compensaba con los sobrinos, hijos de sus hermanos Celio y Sebastián. Desde que su edad entró en la “cuarentena” le venía rondando en la cabeza esas tres “obligaciones” u objetivos básicos que, en el decir popular, toda persona debe cumplir sin excusas en su trayectoria vital: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro.

Con respecto al primer objetivo, tener DESCENDENCIA GENÉTICA, realmente no tenía muchas esperanzas de poder realizarlo. A su nivel de edad, entendía que se le había pasado la hora de poder llevarlo a efecto. En el aspecto vivencial, ya se ha expresado que intentaba suplirla con el frecuente trato que deparaba a sus sobrinos, con la ventaja de que éstos seis miembros de su familia tenían edades un tanto variadas. Pero, obviamente, un hijo no es un sobrino.

El hecho de PLANTAR UN ÁRBOL era otro de los objetivos perfectamente realizable. En la terracita de su 4º B, piso ubicado barrio de Fuencarral, bastante cercano a la centralidad de la capital madrileña de la Gran Vía, mantenía y cuidaba una serie de macetones con flores, que su difunta madre había ido plantando al paso de los años.  Pensaba además que podía pasar en cualquier momento por un vivero y comprar un arbolito, resistente a los fríos intensos y a las exigencias de continuo riego, para llevarlo en cualquier fin de semana a la sierra de Madrid. Ya pediría información necesaria al técnico que estuviera en el vivero de plantas, precisamente no demasiado lejano de donde él vivía.

Y en tercer lugar estaba lo de ESCRIBIR UN LIBRO. Desde pequeño (era hijo único del matrimonio formado por don Telesforo y doña Priscila) empleaba sus pequeños ahorros en ir al puesto cercano de Ricardo, comerciante que tenía una concurrida papelería, en la que también vendía prensa y publicaciones infantiles, a fin de comprar tebeos con los que distraerse. Cuando la adolescencia y la juventud llegaron a su vida, mantuvo su afición por la lectura, habito que compartía escribiendo sus propias historias que, con habilidad y destreza, bien realizaba.

Otra de sus grandes aficiones, ya en plena época laboral, era la de aprovechar muchas de las tardes y los tiempos vacacionales para visitar los numerosos barrios que componen la malla urbana madrileña. Utilizaba para estos recorridos la versatilidad de las líneas de metro, que permitían desplazamientos rápidos y baratos, con los bonos correspondientes. Durante estas visitas iba tomando notas en una libreta que siempre llevaba consigo, además de ir haciendo tomas fotográficas de los lugares y rincones más emblemáticos. A pesar de ese punto de timidez que desde pequeño le caracterizaba, encontraba tiempo y oportunidad para dialogar con las personas que tenían voluntad y algunos minutos para complacerle: tenderos, barberos, pedigüeños, comerciantes ambulantes, jardineros, y diferentes jubilados que caminaban y reposaban por los vericuetos de todos estos núcleos habitables de la gran ciudad.

Con toda la información y material que iba recabando, cada noche ordenaba sus apuntes y notas, redactando con manifiesta destreza. Todo aquello que había conocido, visto y dialogado lo iba redactando en las libretas, con sus comentarios acerca de este o aquel barrio de la megalópolis “capitalina”.  De manera especial se centraba o incidía en los aspectos más curiosos y destacados de esa urbanística y sociología de la zona visitada, añadiendo la información histórica recogida del conocimiento oral o escrito que le facilitaban los vecinos residentes y por supuesto las oportunas oficinas turísticas.

Un día, repasando las libretas manuscritas que acumulaba con el mayor aprecio, se hizo una pregunta que iba a resultar decisiva para sus anhelos creativos en el campo de la cultura: “¿Podría yo darle cuerpo a toda esta información que voy acumulando, para poder formar un pequeño libro sobre los barrios madrileños?”

Es cierto de muchas personas mantienen, entre sus deseos irrealizados, poder ser autor de una publicación bibliográfica. Amalio era una de ellas. El verse con letras impresas, en los escaparates y expositores de las librerías, era para él un objetivo de verdadero ensueño. Dicho y hecho. Comenzó a utilizar sus amplios ratos de ocio, durante las tardes y los fines de semana, para poner en orden los muy numerosos comentarios e informaciones que había ido escribiendo durante los últimos años. Eran escritos siempre vinculados a esos rincones o espacios interesantes que con tanta frecuencia visitaba en las barriadas madrileñas. Cuando finalizaba su trabajo, sobre las 15 horas en el negociado municipal, hacía su almuerzo diario, generalmente en el FOGÓN DE GEMINIANO, que ofrecía comidas “caseras” a buen precio, aplicando bonos de 10 menús. Consideraba ese plato caliente y de cuchara fundamental para mantener una buena alimentación. Aparte de la amistad con Gemi, el dueño del establecimiento, los camareros siempre tenían con él algún detalle, en forma de tapa inicial o aperitivo, además de ese café con leche que, en numerosas ocasiones, no le cargaban en cuenta. Incluso algunas veces se quedaba unas horas en el Fogón, para escribir las redacciones de las notas que con tanta ilusión e interés había tomado. El propio Geminiano le servía ese café ardiente y aromático que tanto le motivaba, dándole unas palabras de estímulo:

“¡Venga don Amalio! Que cuando lo veo tan formal y aplicado escribiendo en su libreta, no puedo por menos que proclamar que mi mejor cliente es un sabio de las letras”.

El oficinista escritor poseía un buen ordenador portátil, un MAC, que había comprado a un compañero de negociado, en estupenda oportunidad económica, ya que tras un año de uso éste administrativo lo vendía “casi regalado”, pues deseaba otra máquina más potente y con nuevas prestaciones. Con una paciencia, digna de encomio, Amalio iba trasladando al archivo de la carpeta sobre Madrid no sólo los cuidados textos, sino también una importante batería de fotos, tomadas con su entrañable, pequeña, pero potente, cámara Lumix de Panasonic.

Varios meses de intenso trabajo dieron a la luz un primer esperado “tocho” de unos 200 folios impresos por una sola cara. Buscó un título atrayente: PASEOS POR LOS BARRIOS DE MI MADRID. Los llevó con toda ilusión a una oficina de Copicentro, en donde le hicieron dos copias, con ambas páginas de todos los folios impresas, encuadernando el trabajo con el útil “gusanillo” para su mejor consulta.  Todo un material a modo de libro, con pastas duras de color violeta.

Comenzó entonces un largo recorrido por las sedes de las editoriales más señeras de la capital de España, direcciones que localizó fácilmente en el buscador Google. Como en tantas y diversas actividades, si no eres muy conocido o te has ido labrando pequeños premios en los concursos ordinarios o modestos de la especialidad que hayas escogido, el camino para publicar se hace muy duro, repleto de dificultades o casi imposible de materializar. Y los desalientos desde luego no son buenos compañeros, en este intrincado y apasionado viaje de la composición escrita.

En algunas editoriales se limitaban a indicarle que dejara una muestra fotocopiada de su obra, con un sobre adjunto en donde se incluyera el correspondiente curriculum vitae, con todos los datos que estimase necesarios. En otros establecimientos dedicados a la publicación de archivos literarios le confesaban que tenían un banco muy cuantioso de materiales para analizar, por lo que hasta nuevo aviso no iban a recoger más muestras escritas.  Y así fueron pasando las semanas y los días, sin que Amalio recibiera respuesta alguna del mundo editorial. Era un perfecto desconocido en el competitivo mundo de las letras, por lo que asumía la carencia de posibilidades fundadas de encontrar un receptor que le mostrara atención. Pero él seguía insistiendo, pues deseaba ver su libro publicado.

La ayuda, siempre necesaria, se mostraba remisa, pero siempre hay luces en el seno de la oscuridad. Hay que saber verlas y utilizarlas. Un compañero de trabajo, GUMERSINDO, que llevaba vinculado a un club de lectura desde hacía tiempo, una mañana laboral, mientras tomaban café, le sugirió una sencilla, pero costosa, idea.

“Amigo, si quieres ver realizada tu ilusión, sin depender de las dificultades y “enchufes” del mundo editorial, tienes una fácil solución. Afronta el reto de la auto publicación. He leído algún capítulo de tu manuscrito y creo, sinceramente que, para un lector medio, tu propuesta ofrece incentivos para conocer mejor esta ciudad y, sobre todo, distrae y conforta con ese lenguaje coloquial y ameno que tan bien sabes utilizar. Conozco una imprenta, la Latina, en donde realizan publicaciones a unos precios bastante asequibles”.

En el espacio de un mes y medio, aproximadamente, el libro de Amalio Capilla Tresaguas ya estaba primorosamente impreso. Todos los ejemplares llevaban su normativo “depósito legal” y el alta en el departamento de Cultura. El administrativo “jugó fuerte”. 200 ejemplares, cuyo coste le había supuesto un pago de unos 2.000 euros. Las hojas no estaban cosidas, sino pegadas en su lateral izquierdo. Las pastas no aparecían endurecidas, mientras que la calidad del papel utilizado era bastante corriente. El tenaz escritor ya tenía el libro publicado, pero ahora ¿cómo podía rentabilizar la inversión? ¿qué haría con los 200 ejemplares de su obra? Tres grandes cajas de cartón aguardaban expectantes en su domicilio.

Entonces, también llegó el consejo de Gumersindo: “En bloques de diez o quince, habla con los libreros y déjalos en depósito en aquellas librerías que los acepten. Te han salido a un coste de 10 euros el ejemplar. Ponles un precio de venta al público barato, unos 15 euros. Los libreros no te van a poner muchas objeciones. Los libros que vendan les van a reportar una ganancia de un 30 % (algunos libreros aceptarán incluso un menor porcentaje). Aun así, tú recibirás 10,50 €. Y a esperar a ver cómo responde el cliente lector”.

El ya satisfecho escritor entendió perfectamente que ahora tocaba esperar. Semanalmente iba llamando a las librerías que habían aceptado el depósito de su “auto publicación”.  En la mayoría de estos comercios libreros le respondían que no habían vendido ejemplar alguno. Cuando habían pasado un par de meses, la venta sólo había sido de cinco libros, de los 170 dejados en depósito. Entonces Gumersindo, muy interesado y divertido con la aventura editorial de su amigo y compañero de trabajo le indicó que había que pasar a la 3ª fase del plan.

“Amigo Amalio, ahora vas a comprar, con mi ayuda y la de algún otro compañero, la mayoría de esos ejemplares. Y lo vamos a hacer en un corto espacio de tiempo. Sólo vas a perder el porcentaje que se queda el librero con cada inversión. Es una inversión que puede darnos rédito. Ya lo verás”. Y así, en el espacio de cuatro días, tres compañeros y algunos familiares de éstos iban recorriendo las librerías, comprando ejemplares de PASEOS POR LOS BARRIOS DE MI MADRID. Prácticamente, alrededor de 150 ejemplares se compraron en ese corto espacio de tiempo. De esta forma, los libreros solicitaban más ejemplares, dado el sorprendente éxito comercial. Muchos libros vendidos “volvían” a los expositores libreros, cuyos propietarios los colocaban en lugares preferentes, con carteles bien diseñados para una buena operación de marketing. Lo sorprendente de este mecanismo es que mucha gente comenzó a interesarse por esta obra que facilitaba, de una forma original, el conocimiento básico de esos barrios que conformaban la gran megalópolis central.  El “boca a boca” de los lectores hizo un efecto multiplicador. Los ejemplares del libro de Amalio se estaban vendiendo “de verdad”. Algún artículo periodístico, negociado por hábiles libreros ayudó en la difusión y compra del libro de Amalio. Sorprendentemente, dos editoriales se pusieron en contacto con el administrativo del negociado de residuos urbanos, “un escritor que alcanza su madures expresiva en tiempos de madurez”. La segunda edición, publicada por la editorial ATENEA

se realizó con una tirada de 1.200 ejemplares. La venta de este pequeño libro, muy útil para la divulgación, marcó una tendencia esperanzadora. Amalio se sentía muy feliz. El consorcio de libreros preparó una entrevista con el periódico de mayor tirada en la capital, para insertarla en las páginas culturales del suplemento dominical. Las reflexiones de naturaleza artística y costumbristas del ya no tan anónimo Amalio Capìlla habían movido el interés y la compra de un libro pequeño “pero de gran sustancia o potencia divulgativa” como decían las crónicas aparecidas en la prensa, tanto escrita como hablada. “El viejo Madrid, a través del objetivo visual de un sagaz observador”. “Una joya literaria, para comprar y disfrutar”. “No debe faltar, en los estantes de tu biblioteca”. “Te ayudará a conocer y a querer el más entrañable Madrid”.

La maquinaria editorial se había puesto en marcha, con la destreza de la experiencia y el interés económico derivado de la aceptación popular. Las sucesivas ediciones del sorprendente éxito de la cultura divulgativa repercutieron en el incremento de los porcentajes de venta, para los ingresos del cada vez más feliz Amalio Capilla. El precio del volumen era en realidad bajo, lo que facilitaba su compra. El esfuerzo creativo de Amalio estaba “luciendo y motivando” en los escaparates y expositores de todas las librerías. Para muchos estaba siendo una sorpresa la positiva respuesta del público lector.

La propia editorial Atenea decidió una mañana, para sorpresa del ya menos anónimo Amalio, proponer a éste la redacción de un nuevo trabajo, con un título aproximativo de Los rincones con encanto del viejo y nuevo Madrid. El “ya superado” oficinista (había tenido que acudir a un gabinete de psicología, para que le prestaran ayuda orientativa) había aceptado el reto de centrar su trabajo en la escritura, solicitando a sus superiores excedencia especial, a fin de poder dedicarse de lleno a la redacción y composición de esta su segunda obra para la divulgación cultural. Para los gestores de la empresa literaria, no quedaba la menor duda del conocimiento que poseía este anónimo oficinista, acerca de la ciudad en la que nació y siempre había residido. Incluso alguna productora contactó con Amalio, para solicitarle colaboración en la ambientación de una película en pre-rodaje, ambientada en los años 70 de la pasada centuria.

El amigo Gumersindo suele almorzar, una vez al mes, con su compañero “escritor”. ¿Y qué has hecho con los casi 200 ejemplares del libro que dejaste en depósito y posteriormente compramos, en hábil estrategia, por las vitales librerías que hacen lucir a la ciudad?

“Pues lo he ido repartiendo por las bibliotecas públicas municipales. También por centros privados, como residencias para la tercera edad, hospitales, centros penitenciarios, colegios e instituciones culturales. De todas formas, uno de esos libros, correspondiente a la primera edición, lo guardo en mi domicilio, debidamente enmarcado. Su presencia me sirve de acicate e inspiración, para seguir caminando en ese complejo e ilusionado mundo de las publicaciones literarias. Ahora estoy recorriendo y “viviendo” mi segunda y más gozosa etapa existencial”. -



ESTRATEGIA DE UN

ESCRITOR DESCONOCIDO

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 07 Febrero 2025

                                                                                                                                                                                    

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