Como en tantas ocasiones solemos comentar, la casualidad, el destino, el azar, la suerte, etc. pueden influir en ese nuestro caminar por las agrestes o plácidas rutas de lo existencial. Existen cafeterías, bares y restaurantes, que tienen la costumbre, cuando la demanda de público es muy numerosa, de sugerir el buen hábito de compartir una mesa por dos clientes/comensales, que no se conocen previamente. En España esa costumbre no está muy arraigada, pero en otros países europeos esa forma de solidaridad está más abierta al uso cotidiano. En general, ese compartir mesa por dos personas desconocidas se aplica en las ciudades más caracterizadas por el cosmopolitismo y la intensidad turística. Pero lo más común es que el camarero indique al cliente que, en ese momento, no quedan mesas libres en el restaurante y que tendrá que esperar su turno, para lo que toma nota del nombre e incluso del teléfono, a fin de avisarle de cuando le corresponde el turno, por si se ausenta unos minutos. Este no fue el caso. En este contexto se inserta nuestra historia.
El buen tiempo, tardo primaveral, afectaba a casi toda la península, en los días iniciales de junio. La capital de la comunidad autónoma de Castilla y León, la histórica y monumental ciudad de Valladolid, gozaba aquella tarde de una intensa luminosidad y un grato frescor, que favorecía el paseo por sus bien transitadas calles del perímetro urbano. Sobre todo, en el entorno de su porticada Plaza Mayor, el “bullicio callejero” era bastante notable, estando prácticamente ocupados los numerosos establecimientos de bares, cafeterías y restaurantes que poblaban la zona.
Uno de esos viandantes era RENATO Carranza Clavero, 46, licenciado en psicología, especializado en problemas del sueño y temores/miedos ante hechos cotidianos de relativa o reducida importancia en nuestras vidas. Tenía horas semanales como profesor colaborador en la Universidad Complutense madrileña, ciudad en la que nació y reside. Estuvo casado durante año y medio, llegando pronto esa separación de mutuo acuerdo con Águeda, por incompatibilidad de caracteres, causa aportada a nivel administrativo, aunque, a nivel de intimidad, el motivo fue por falta recíproca de amor entre los dos cónyuges. Pensaban postergar la descendencia, decisión que fue lúcida, dada la evolución de los acontecimientos. Muy centrado en sus estudios e investigaciones acerca de su especialidad, este profesional no ha encontrado, realmente no se ha esforzado, en encontrar a la persona idónea con la que volver a iniciar una nueva etapa de convivencia.
A Renato le agradaba mucho participar en congresos y coloquios, tanto a nivel nacional como en países extranjeros, vinculados lógicamente a la temática que trabajaba en su consulta privada y explicaba en las aulas universitarias. Así se mantenía al día, conociendo y entablando amistad con muchas personas y de paso “haciendo turismo” por múltiples rincones de la geografía terrenal.
Se había desplazado a Valladolid, la ciudad del Pisuerga, a fin de participar como ponente en las sesiones de un congreso internacional de psicología, cuyos temas centrales eran el tratamiento de la ansiedad, los temores y el pánico en la sociedad actual. El congreso se celebraba en esa semana inicial de junio, con una duración entre el miércoles por la tarde (entrega de material y discurso de apertura) hasta la clausura y cena de despedida el sábado. Las sesiones se desarrollarían cada día desde las 9:00 hasta 14:30, dejando las tardes libres para el descanso y el siempre incentivador turismo por la bella e histórica ciudad castellana. Había reservado alojamiento en el hotel ARLEQUÍN, a no muchos metros de la Plaza Mayor, aunque para llegar a la misma tenía que recorrer el incentivo de un “pequeño laberinto urbano” de calles estrechas y con el encanto de la tradición en una provincia llena de recuerdos históricos.
El día previo a la clausura, tras una dura mañana de trabajo, decidió dedicar la tarde, tras el correspondiente descanso, a dar un sugestivo paseo por el centro urbano y alguno de sus barrios más emblemáticos. Un poco cansado de tanto caminar (así es como mejor se conocen los encantos, expresos y ocultos, de toda ciudad) miró su reloj y vio que las manecillas marcaban las 20:15. Era una buena hora para buscar un establecimiento adecuado para tomar la cena. Tenía gran apetito, después de la venturosa e instructiva caminata que se había dado. Pensó que lo mejor sería hacerlo en alguno de los restaurantes que “miraban” a la Gran Plaza, espacio central de la ciudad que a esa hora estaba ofrecía un ambiente muy alegre, con bastante gente paseando e incluso con no pocos niños jugando, dada la buena temperatura del día. Eligió el RESTAURANTE DÁMASO, que le había recomendado el recepcionista de su hotel.
El establecimiento restaurador estaba ya a esa hora con las mesas bastante ocupadas por clientes que cenaban o incluso merendaban. Consultó a uno de los camareros si había alguna plaza libre. El “mesero” le indicó que llevaba la cuenta a una de las mesas, que en pocos minutos podría ocupar. Ya sentado en un lugar privilegiado, gozaba de tener una espléndida visión de la gran plaza, en donde todo era animación de personas, luces y esos músicos callejeros que ponían unas notas agradables de canción tradicional o folk, que enriquecían el ilusionado inicio del fin de semana. En la decoración del local predominaba la madera, bien labrada y barnizada, con el dato positivo de que las mesas eran inusualmente espaciosas, en comparación con otros establecimientos restauradores.
Pronto le sirvieron un zumo de naranja natural, la apetitosa ensalada de la casa y un buen trozo de pescado a la plancha, con guarnición de verduras salteadas. El trasiego de clientes, que entraban y salían, era notable. En un momento vio como el camarero Venancio era su nombre, se acercaba a su mesa y con cuidada educación le dijo: “disculpe, ¿tendría inconveniente en compartir su mesa con una persona que lleva esperando un buen rato?”. Por lo visto, era costumbre del restaurante proponer este gesto solidario, cuando la clientela era muy numerosa. A unos pasos de Venancio esperaba una joven con buena presencia, que aparentaba tener entre los veinte y veinticinco años. Su rostro ofrecía una pequeña sonrisa, esperando la respuesta del comensal que había recibido la petición del camarero. Renato asumió de inmediato la situación, aceptando “divertido” la costumbre del local. En realidad, cenar con esta “desconocida” y joven comensal era un positivo incentivo para tener enfrente alguien con quien dialogar. Estaba muy habituado a hablar con jóvenes en su consulta y en las aulas universitarias, intercomunicación que siempre enriquecía, a unos y otros participantes. De este modo, hizo una señal afirmativa, señalando a la chica el asiento vacío que tenía delante, también una amable sonrisa.
Livia Martos Alama, su compañera de mesa, pidió una súper hamburguesa con patatas fritas, una macedonia de frutas y un botellín de agua mineral. Los dos comensales intercambiaron sendas miradas, con las correspondientes sonrisas, como dándose a entender que ambos apetecían el siempre “terapéutico” y amable intercambio de palabras, que de inmediato surgió entre las dos generaciones que el destino había proporcionado. Pacientemente, Renato fue conociendo diferentes datos personales de la joven, que se mostraba muy generosa en su capacidad y confianza expresiva.
Era la más pequeña de los cuatro hermanos que sus padres, modestos agricultores, habían generado en su matrimonio. Al ser la más pequeña de la familia, desde su infancia había vivido un tanto hiper protegida por sus hermanos mayores. Esto excesiva ayuda “parental” había generado en ella una cierta inseguridad y dependencia. Cuando Livia aprobó, con buen expediente, el 2º curso de bachillerato decidió estudiar una carrera que posteriormente le facilitara la investigación o la docencia en secundaria. Esa materia o disciplina, a la que con gran ilusión se matriculó, fue Historia Moderna, en la facultad de Filosofía y Letras. Esta parcela de la Historia siempre ha sido muy bien trabajada en estas tierras castellanas del Pisuerga. Aunque la distancia entre el municipio de Laguna del Duero, su lugar de nacimiento y residencia, y la capital provincial era más bien corta (unos 8 km) Livia había decidido ir “madurando” alejándose del cobijo familiar, para integrarse en un piso con otros estudiantes. Convivía con tres compañeras y un chico, todos ellos estudiantes universitarios vinculados a diferentes facultades del distrito castellano.
Cuando Renato le explicó acerca de su profesión y el por qué se encontraba en Valladolid, a su joven interlocutora se le “encendieron” sus ojos azulados, mostrando sorpresa, interés y también necesidad personal.
“Parece que son casualidades que nos regala el destino, porque yo padezco un problema desde hace años que me hace sentir mal. Muchas veces he estado tentada por acudir a un médico, a ver si me podía echar una mano. Pero mis hermanos me decían que eran tonterías y que lo que tenía que hacer era pasármelo bien y disfrutar de la vida. Básicamente lo que me ocurre es que, ante alguna dificultad o problema, contrariedades, errores cometidos, todo eso lo magnifico y lo asumo con un exagerado miedo o temor, que me hace sentirme francamente mal, infeliz, como desgraciada. A veces ese miedo se convierte en verdadero pánico y ansiedad.
Cuando el problema, por nimio o grave que sea, según mi percepción, se resuelve, cambio esa sensación de ansiedad, por una alegría desbordante y exagerada, como contraste a la anterior situación que tal vez yo haya creado en mi mente. Mis compañeras de piso me dicen que le doy muchas vueltas a las cosas, que soy algo “retorcidilla”. Pero cuando me entra el pánico, la inseguridad se apodera de mí y el descontrol que entonces sufro es desagradablemente intenso”.
Renato la escucha con suma atención, reflexionando paralelamente a sus palabras, como si tuviera una paciente en consulta. Entonces consideró que el ambiente de elevada acústica, que en ese momento reinaba en Restaurante Dámaso, no era el más apropiado para dar o comentar algunos consejos o para requerirle más información. Propuso a su joven y sincera compañera de mesa dar un agradable paseo y tomar asiento en la terraza de alguna cafetería en donde poder dialogar con mayor tranquilidad y sosiego.
Alejados del ambiente un tanto excitante de esa noche de fin de semana, tras dar un grato paseo acabaron compartiendo sendas tazas de chocolate caliente en la chocolatería Esla, situada en un rincón monumental de importancia, como era la antigua Catedral de la ciudad.
“En principio, amiga Livia, considero que tus hermanos, aunque con la mejor voluntad, no están acertados en sugerirte que soslayes el problema que te afecta. Te tiene que ayudar y tratar un buen especialista, sea un psiquiatra (que puedes solicitar en Salud Mental de tu ambulatorio) o un buen profesional de la psicología. De todas formas, me es grato poder darte alguna que otra sugerencia, que te puede servir de ayuda inmediata. Suele dar buenos resultados que, cuando te encuentres inmersa en una fase de crisis, con esos temores que tanto te desazonan, te sientes junto a una taza de té caliente, o mejor, un relajante natural, como la tila, y escribas, en tu cuaderno íntimo, con todos los detalles posibles, el origen o inicio de cada inestabilidad o grave inseguridad. A medida que vas escribiendo, vas analizando el proceso y pronto conseguirás una mayor autoconfianza para afrontarlo con fría racionalidad. Cuando repitas la lectura de lo escrito, irás cayendo en la cuenta de lo absurdo del proceso, y del error de magnificar cualquier cuestión o problema que, desde luego tiene soluciones, a poco que la razón posponga el rol emocional que tanto te está dañando. Escribir siempre relaja. Bolígrafo y libreta. Ve tomando ese saludable hábito de contarte tu propio problema. Irás degradando ese temor o miedo que tanto te perjudica. La razón arrinconará el pathos del temor y la ansiedad (…)”
Después de indicarle lo positivo, para el cuerpo y el ánimo, de realizar una práctica deportiva, siguieron comentando diversos aspectos del comportamiento humano, especialmente el que afecta a la juventud. Aunque la noche seguía acompañando, con ese frío seco y “soportable” propio de la meseta castellana, con el cielo lleno de estrellas que relucían su blanco insomnio, volvieron a la Plaza principal, con ya escaso personal en su amplia superficie. Pasaban unos minutos de la medianoche y entonces los dos inesperados nuevos amigos se despidieron con ese afecto intergeneracional que tanto se agradece. Se intercambiaron datos para la localización, a través del móvil y el correo electrónico, prometiéndose que seguirían en grato contacto.
Ya de vuelta al hotel, la sensación que Renato sentía era la de un gran vacío, a causa de no haber tenido descendencia, en su “corta” relación matrimonial con Serena, durante esos casi dos años, que uno y otro malgastaron, a partir de los primeros meses de unión. Pensaba “¿cómo sería esa hija que el destino no quiso concederme”. Curiosamente ahora podría tener la misma edad de Livia, esa joven que con educación y simpatía había solicitado ocupar la otra mitad de su mesa en el restaurante.
Livia finalizó sus estudios con brillantez, vinculándose afectivamente durante su último curso de carrera con Ovidio Capilla, profesor ayudante de Sociología, en la facultad de Derecho. Curiosamente, este licenciado en Derecho entendía y le divertía esta peculiar relación intergeneracional que su novia mantenía con Renato, al que también conoció en uno de esos encuentros mensuales que Livia mantenía. Precisamente, un año y medio después, Renato asumió una gozosa y “merecida” responsabilidad. Ante la ausencia del padre de Livia, ya fallecido, aceptó ser el padrino de boda, de estos dos jóvenes que tanto le querían y necesitaban. Ante sus compañeros de departamento, él comentaba, con una amplia sonrisa, que la distancia entre Madrid y la capital de Castilla y León cada vez se le hacía más corta, pues en Valladolid tenía “unos hijos” a los que quería, apoyaba y necesitaba.
El destino tiene estas divertidas y positivas respuestas en sus decisiones. Esta bella historia para el recuerdo se generó durante aquel viernes de junio, cuando el mesero de un restaurante le pidió que compartiera su mesa con una joven, que carecía de sitió en el abarrotado establecimiento Dámaso. Cosas agradables de la vida. –
CASUAL ENCUENTRO
EN VALLADOLID
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 22 marzo 2024
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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