Con inapropiada frecuencia, los adultos olvidan la sutil capacidad que tienen los niños para captar el significado de las miradas, los gestos y los silencios. Los mayores piensan, a veces de manera interesada, que los pequeños no se van a dar cuenta de sus “desagradables” e inadecuados comportamientos. Sin embargo, es preciso afirmar que la percepción de los niños es inmediata, por lo que les afecta, con la intensidad propia de su corta edad, esos desencuentros de las personas con las que conviven, esos enfados “encubiertos” o mal disimulados y sobre todo esas violencias físicas o psicológicas que enturbian la atmósfera convivencial de los hogares en que residen, con la inocencia propia de su corto caminar por la vida. El sufrimiento de los niños puede ser, sin duda lo es, muy doloroso y desestabilizador para su equilibrado desarrollo. En este importante contexto ubicamos nuestra historia de este viernes.
Se acerca, a sólo unos días, el mes vacacional que tiene BLAS Parejo, en el taller de una importante concesionaria de automóviles en la que presta sus servicios. Este profesional de la mecánica lleva trabajando en esa consolidada empresa desde hace catorce años. Su mujer DOROTEA (Dori) se afana, junto a su hijo BENJAMÍN, en preparar dos grandes maletas en las que llevarán la ropa, los zapatos y algunos enseres personales básicos para las vacaciones, en ese inminente desplazamiento que van a realizar desde Málaga capital a la localidad costera de Torre del Mar. En este turístico y atractivo enclave veleño de la Axarquía, cada verano vienen alquilando un piso amueblado (casi siempre suelen adjudicarle el mismo, situado en la planta tercera) inmueble propiedad de unos residentes ingleses que viajan durante el verano a su patria de origen, Gales, a fin de convivir unos meses con sus familiares y amigos. Ese atractivo piso se encuentra integrado en el bloque Nevada, a muy escasos metros de las finas arenas de la playa torreña, aunque esta propiedad de diez plantas goza de una pequeña piscina privada que hace las delicias de niños y mayores en la aludida comunidad residencial. Artemio, el portero del bloque, se encarga de todas las gestiones que generan estos alquileres vacacionales “sin contrato escrito”, trabajo extra que le reporta algunos ingresos interesantes para su lógica necesidad.
Con la ilusión y presteza de los preparativos para el “veraneo”, el pequeño Benja, 10 años, “nublaba” en algo su íntima y secreta desazón o disgusto por esa atmósfera “viciada” de desamor que percibía en la relación cotidiana que mantenían sus padres, a pesar de disimulo que éstos trataban de aportar en el día a día, pues no querían hacer sufrir a su único hijo. Especialmente era Dori quien más se esforzaba en ocultar sus desavenencias conyugales, ante la mirada inocente y juguetona de Benja. Sin embargo, el más pequeño de la familia captaba a soslayo muchas palabras, gestos mímicos, incómodos silencios y esas tensas miradas entre sus padres. Algunas de las noches, cuando él simulaba estar dormido, escuchaba con dolor e incluso miedo esas voces, esas acusaciones y reproches que se cruzaban con crudeza sus dos progenitores. El origen de ese desamor en el seno matrimonial se encontraba en la peculiar forma de ser de Blas, persona exuberante y ansiosa de sexo. Ya durante el noviazgo, Dori se daba cuenta de esta “necesidad” casi permanente en su pareja, aunque pensaba que tras el matrimonio ella encauzaría ese temperamento virilmente enamoradizo que vibraba en la persona con la que iba a convivir.
A pesar de estas desavenencias y muy frecuentes infidelidades, el mecánico ofrecía un físico muy agradable, gran simpatía relacional, una gran capacidad de trabajo para satisfacer y garantizar el sustento familiar y esas conmovidas muestras de arrepentimiento que parecían sinceras y siempre con el humilde propósito de enmienda, aunque su especial apetencia hacia el sexo contraria echaba por tierra los buenos deseos que prometía cumplir para la rectificación.
Los primeros años de su matrimonio con Blas, enlace celebrado hacía unos doce años, dieron esperanzas a Dori, quien, con suave tacto, paciencia “infinita” y verdadero amor podría eliminar esas “travesuras” o más graves infidelidades que su marido una y otra vez cometía. El nacimiento de Benjamín parecía que ayudaba también a incrementar esa necesaria responsabilidad familiar en la persona de su padre. Pero desde hacía unos seis años las “trastadas” relacionales, unas más graves que otras, tomaron fuerza en el comportamiento desleal del por otra parte siempre esforzado trabajador en la reparación de vehículos. Blas negaba algunas de esas trastadas o acababa reconociéndolas, ofreciendo de inmediato muestras de su arrepentimiento con unos dulces, unas flores o unos gestos cariñosos hacia Dori que, erróneamente, acababa por ceder y perdonar.
Pero la realidad era tozuda y el viril mecánico volvía a caer o tropezar “con la misma piedra”. Dori sufría, qué duda cabe, pero se esforzaba en asumir su disimulo a fin de evitar ver triste a su hijo pequeño quien, como antes se ha expresado, había ido aprendiendo también a “mirar hacia otro lado”, a entretenerse con sus juguetes o a relacionarse con los amiguitos de la vecindad y de la escuela pública a la que asistía con un provecho académico bastante normal.
Y comenzó el mes de julio para las vacaciones anuales de ésta y miles de familias. Un mes que sería muy importante en la vida del niño Benjamín. Torre del Mar, durante esos meses del estío, se veía alegremente poblada de turistas, mayoritariamente de origen nacional, aunque ya en aquellos recordados años 60 la colonia extranjera comenzaba a ser muy estimable, por el aporte económico que el turismo proporcionaba. Esta tranquila y bella localidad marinera cambiaba entonces y de manera positiva su imagen económica y social, gracias a la llegada de numerosas familias que incrementaban la densidad demográfica habitual y que buscaban el sosiego, el sol, la playa, la buena restauración centrada en el mejor pescado de los chiringuitos y ese saludable divertimento nocturno que proporcionaba el cine de verano, las fiestas particulares y sobre todo los días de la feria de Santiago y Santa Ana, en la última semana de la lúdica mensualidad.
La familia de Blas y Dori, con su hijo Benja, gozaba de todas estas posibilidades para el descanso y el divertimento, siempre necesario para el cuerpo y el buen ánimo. Pero, aunque parecía que este grato ambiente iba a ayudar a que la relación entre los dos cónyuges mejorase, pronto Blas volvió a sus “andadas” amistosas y “ligonas”, con las subsiguientes discusiones y enfados de su frustrada mujer y el desconsuelo de su hijo, especialmente durante las noches. Benja hacía como que dormía, metiendo la cabeza debajo de la almohada, con la esperanza de que la puerta cerrada de su dormitorio limitase la llegada de esos sonidos ingratos en formas de reproches, respuestas insultantes e incluso amenazas de ruptura, que sus padres se intercambiaban con la frecuencia inamistosa de lo habitual.
Como en todos los veranos, incluso antes de que llegaran los días de feria, algunos “carricoches” se instalaban en unos solares abiertos próximos a la playa, aprovechando el negocio que podían realizar con la asistencia de la masa turística, especialmente infantil. Ese verano había llegado una preciosa “calesita” o carrusel de caballitos que subían y bajaban, para el divertimento de los más pequeños del lugar. Muchos padres también se montaban en la simpática atracción, acompañando a sus hijos en esos viajes circulares, entre luces de colores y las alegres canciones que sonaban por los altavoces puestos a un elevado volumen. También se había instalado en esa parcela, próxima a la playa, una caseta para el tiro al blanco, con diversos premios para los que lograban afinar bien la puntería de las escopetas de perdigones, que como muchos sospechaban tenían el punto de mira y los cañones desviados. Pero sobre todo destacaba una tercera atracción, que también a atraía a muchos niños, jóvenes e incluso a mayores. Aunque “el viaje” en la misma era algo más costoso, el divertimento era superior y también los regalos que se entregaban a los paseantes. Era El Tren de la Bruja. Tres vagones de alegres y chillones pasajeros eran tirados por una vetusta máquina de gas oíl, a modo de lúdica locomotora. Circulaba por una estrecha vía circular que pasaba por un pequeño túnel, en donde los pasajeros tenían la “suerte” de recibir algún que otro suave “escobonazo”, entre risas, gritos y protección para las cabezas de los “valientes y osados” pasajeros. Los tickets, para poder montarse en ésta y las restantes atracciones (había también una pequeña noria infantil, siempre muy concurrida de público) eran en general baratos, unas pesetas que los padres pagaban gustosos para ver con alegría como sus hijos disfrutaban, durante esas horas en que la tarde se iba despidiendo dejando paso a la noche. Estos voluntariosos feriantes viajaban en unas modestas caravanas, que colocaban adjuntas al tinglado del carrusel, en donde compartían el escaso espacio disponible para la comida, el aseo y el descanso nocturno.
Un día, en la hora del almuerzo, la familia Parejo Zambrana habían vuelto de la playa, en la que Benja había estado casi dos horas saltando y jugando con las olas, ya que el mar estaba esa mañana un tanto embravecido, aunque divertido. Durante el corto camino de vuelta al piso, el hijo de Blas y Dori observaba a sus padres que caminaban muy serios y sin cruzar palabra alguna entre ellos. Ya en el almuerzo, en el que sólo se escuchaba la voz metálica de un “veterano” aparato de televisión que los galeses propietarios del piso poseían, la seriedad continuaba en el rostro de ambos progenitores, gesto facial que mantuvieron tras la comida. Viendo el austero y poco amigable panorama, el niño decidió irse a su dormitorio para releer unos tebeos que se había traído desde Málaga. Desde su cuarto comenzó a oír la nueva trifulca que mantenían sus padres. Dori acusaba a su padre de “ligón empedernido” con un volumen de voces que fue aumentando de decibelios en una nueva discusión, muy agriada y por momentos violenta. Benja, con la cabeza de nuevo metida entre las sábanas y la almohada, trataba sin suerte de no escuchar nada de lo que sus padres “gritaban”. Incluso escuchó como su madre lloraba desconsolada, ante las duras respuestas que recibía de un esposo cada vez más brabucón y desenfadado. Improperios, insultos, reproches… todo ello le hizo rebelarse ante una situación que no podía disimular ni aguantar más. Se levantó de la cama, atravesó el salón con lágrimas en los ojos y sin decir una sola palabra salió del piso hacia las escaleras, cuyos tramos bajó en menos de un minuto. Sus padres no le preguntaron hacia dónde iba.
Se dirigió hacia la playa, sintiéndose bastante mal en lo físico y peor en su estado de ánimo. Estaba a punto de echarse a llorar nuevamente cuando escuchó detrás suya una suave voz. Se volvió de inmediato y vio a una hermosa niña, de ojos grises claros, flequillo y cabello castaño recogido en dos largas trenzas, en cuyos extremos lucían sendos lacitos celestes, también bien trenzados. Muy bronceada por la toma diaria de sol, cubría su frágil y ágil cuerpo con una camiseta blanca, estampada con un rótulo azul oscuro en el que leía la frase: The Witch´s Train (el tren de la bruja), y un bañador de color celeste, calzando chanclas de goma blanca.
“Hola, se te ha caído este TBO, cuando has pasado por delante del carricoche de mi padre. Te veo muy triste y con los ojos llorosos ¡Vamos, amigo, anímate! Cualquier problema tiene su arreglo, como decía mi mami. Ahora ella está en el cielo, pero no he olvidado esta frase. ¿Te parece que demos un paseo? Tengo alguna monedita para comprar un paquete de pipas, las compartimos y así me cuentas lo que te pasa. No me gusta verte tan triste. Yo me llamo Carolina ¿Cuál es tu nombre?”
Así fue el comienzo del encuentro de Benja con este ángel terrenal, regalo que la suerte, el destino o el azar puso en la vida de un niño que sufría. A partir de aquel día, Benja y Carolina fueron “inseparables” en la amistad. Eran dos niños de 10 y 11 años que, en las horas posibles, se citaban para dar largos paseos, jugar en la arena húmeda de la playa, saltar las ondulaciones caprichosas de las olas, compartir las meriendas y también ese poder montarse en la aventura del trenecito, sin tener que pagar el ticket correspondiente al trayecto. Dori estaba al tanto de esa buena amistad que su hijo había encontrado y que bien le vendría, para superar los desagradables ejemplos que ella y Blas le ofrecían, en sus disputas de mayores. A partir de aquel fortuito encuentro, veía a su hijo más tranquilo, animado y feliz.
Nazario, el padre de la niña, propietario de muy concurrido carricoche de feria, en unión de su hermano Luisón, también veía con buenos ojos que su hija tuviera ese amiguito tan educado y formal para que se sintiera menos sola, durante las horas del trabajo feriante, tras la desgracia ocurrida año y medio atrás, que le llevó a la dureza de su viudez y a la orfandad de una hija que, lógicamente, necesitaba y sufría la ausencia de su madre. Dori invitaba muchas tardes a la pequeña a merendar en casa. Incluso ese sábado les dijo: “Esta noche ponen en el cine de verano Imperial una película del oeste, que os puede gustar. Si os apetece, os pago la entrada para que vayáis a verla y yo os recojo a la salida. Díselo a tu papá. Estoy segura de que le parecerá bien”.
Con 10 años, este niño estaba “enamorado” de Carolina quien, con 11 años, también estaba “prendada” del niño Benja, que vivía en la planta 3 del Nevada. La parejita, a quien casi siempre se les veía juntos, también congeniaban con otros niños de la zona. Sin embargo, ellos dos siempre que podían buscaban el calor afectivo de la proximidad. Fueron dos semanas intensamente aprovechadas. Una tarde hicieron una excursión senderista, caminando hasta el pueblo cercano de Vélez Málaga. Esos cuatro km. de ida y otros tantos de vuelta se les hicieron cortos, dado lo distraídos y felices que estaban participando en la aventura. También se desplazaban hasta el puente del río, lugar típico de paseo para las parejas de jóvenes enamorados. Otro día por la tarde, el cura párroco don Juan, viéndoles sentados en uno de los bancos de madera ubicados delante del templo, les pidió si querían ayudarle a tocar las campanas para avisar de la misa, tirando de una larga maroma ensartada desde el campanario. Fue una experiencia la mar de divertida, para los dos esforzados “monaguillos”. El campanario de la Iglesia de San Andrés Apóstol sonó aquel día con una acústica verdaderamente angelical.
“Benja, nosotros somos de un pueblo muy bonito de Córdoba, llamado Lucena. Allí tenemos una casita en medio del campo, en el que mi padre y mi tío cultivan frutas y hortalizas. Pero durante los veranos, recorremos algunos pueblos de Andalucía, tanto del interior como los que tienen playas. Aprovechamos las fechas en que estos lugares celebran sus fiestas patronales durante el verano, para llevar este trenecito, que gusta en todos los sitios, tanto a los niños como a las personas con más años. Era de mi tío Luisón, que se dedicaba a vivir de las ferias y al que mi padre se lo compró, para ayudarnos con lo que producen los cultivos, porque según dice mi padre, el campo no da mucho dinero. Ahora que estamos de vacaciones, yo los acompaño, aprovechando también para “veranear” por las playas y los bonitos terrenos que visitamos. Estos viajes me ayudan a conocer a mucha gente. Pero nunca he tenido tanta suerte como el día en que me acerqué a ti, para entregarte ese tebeo que se te había caído al suelo. Eres muy bueno y te tengo mucho cariño. Mi madre Elisa se fue al cielo hace ya dos años. Fue muy triste, pero yo hablo con ella por las noches, cuando miro a las estrellas. Durante el invierno voy al cole y ayudo mucho en casa, porque no quiero que mi padre se busque a otra mujer como esposa. Nunca podría sustituir a mi mami, por muy buena que fuera esa señora”.
Después de estas sencillas confidencias, que Carolina compartía con su inseparable amigo, los dos se quedaron un rato en silencio mirándose a los ojos. Entonces Benjamín le explicó a su amiga la situación que él veía en casa:
“Mis padres están continuamente enfadándose. Mi madre piensa que a mi padre le gustan otras mujeres. Y se “pelean” diciéndose cosas o palabras muy serias y feas, cuando creen que yo estoy dormido, pero yo hago como que no me doy cuenta, aunque me estoy enterando de todo. Ella es la que más sufre, incluso la he visto de llorar, después de estos enfados. Por eso me gusta tanto estar contigo. Me siento muy bien y se me olvidan los problemas. Eres como mi ángel de la guarda. Cuando sea mayor yo quiero casarme contigo, Carolina, siempre que tú también lo quieras. Tu serás mi mujer y yo seré tu marido, Y nunca nos vamos a enfadar”.
La boca de Benja se acercó por primera vez a los labios de la niña con trenzas y ojos azules. Fue un beso compartido de amistad, necesidad y mucho amor. Carolina sonreía, algo ruborizada. Benja permanecía serio y valiente en su responsabilidad, aunque le seguía temblando el cuerpo, por lo que había atrevido a hacer. La muy joven pareja siguió sentada en el roquedo del espigón marítimo, contemplando en silencio el romper de las olas, con esa acústica del agua espumosa y el aroma salino que traía la brisa marítima en el atardecer. Minutos después, ambos interlocutores y “amantes” daban buena cuenta, con voraz apetito, de las dos tortas de Algarrobo que esa tarde trajo Benja desde casa para merendar.
Las vacaciones de la familia Parejo Zambrana llegaron a su fin, en la última semana de julio. Blas tenía que incorporarse a su trabajo el siguiente lunes, con lo que Dori y Benja hicieron las maletas para la vuelta. Carolina había entregado a su gran amigo la dirección de su casa en Lucena, porque los dos críos habían prometido escribirse. Esa última noche, antes de la partida, Dori y Blas invitaron a cenar a esa buena amiga que tanto bien le había hecho a su hijo. Estuvieron en una pizzería del Paseo Marítimo, cerca del Faro. En la despedida, los dos chicos se abrazaron y se besaron de una manera divertidamente furtiva.
Unas semanas después, ya en pleno agosto, Benja convenció a su madre para hacer un pequeño viaje a Torre del Mar, utilizando el tren verde de “La Cochinita”. Tenía mucha ilusión con volver a encontrarse con esa amiga, a la que no olvidaba. Deseaba darle una gran sorpresa a su “gran amor”. Le había comprado, como regalo, una gran bolsa de pipas de girasol, sin sal, que eran las que más le gustaban a la niña de las trenzas con lacitos azules. Además, le había pintado con su acuarela una playa, una barca de pesca, como las traíñas que había varadas en la arena de la playa torreña. Y en esa simpática cartulina, se veía a un niño y a una niña, cogidos de la mano frente a un mar azulado bajo el sol. Cuando bajaron de la Cochinita, se dirigieron al solar donde estaba instalado El tren de la Bruja. Para su desconsuelo, ese espacio se encontraba vacío. Dori preguntó a unos jubilados que paseaban por la playa, quienes le indicaron que al final de julio esa atracción infantil fue levantada y los feriantes se marcharon, posiblemente a otro destino. La desilusión de Benja era manifiesta, teniendo que ser consolado por su madre. Tomaron un helado y volvieron a Málaga antes de que anocheciera. “Escríbele una carta, que yo te la echaré al correo” le decía Dori a su hijo, tratando de consolarle. La misiva fue escrita durante esa misma noche y echada en el buzón de correos a la mañana siguiente. Pasaron los días, y la respuesta a la simpática y dulce carta no llegó. Incluso el cartero trajo esa misma carta enviada, con el sello indicativo de “Destinatario desconocido”. Posiblemente los datos que Benja escribió, por detrás de una hoja de almanaque, no eran los correctos.
El verano del 61 finalizó, comenzando en septiembre un nuevo curso escolar, en la vida de ese niño, que siempre que sus padres discutían o se enfadaban, tomaba fuerzas mirando una entrañable y querida foto, que un profesional callejero les había tomado por sólo tres pesetas. La foto, en blanco y negro, mostraba a los dos chicos, muy sonrientes, cogidos de la mano, con un romántico fondo del Paseo de Larios y el frontal o fachada de la antigua iglesia de San Andrés.
Para el año 62, Blas tuvo que escoger su mes de vacaciones en agosto, por necesidades del servicio. Los padres de Benjamín habían decidido cambiar de destino. Esta vez sería el también bello pueblo de Nerja a donde acudirían, pues un compañero del mecánico les alquiló un viejo caserón, propiedad familiar, por un precio que suponía prácticamente la mitad de lo que le había pedido Artemio, el portero del Nevada. Los galeses ese verano no viajaron a su país y los pocos pisos que se alquilaban en ese y otros bloques, se habían “disparado” en el precio. La oferta inmobiliaria en agosto, por la mayor fuerza turística, era mucho más costosa. Aún así, Benja convenció una vez más a sus padres para que en un caluroso viernes agosteño tomaran el Portillo, para bajarse en Torre del Mar, comer un buen pescaíto frito en La Cueva y saludar a unos amigos. Nada más dejar el bus de línea, se dirigieron a la zona de los carruseles, por presión de Benja. Esta vez sí estaba el Tren de la Bruja. Al niño le temblaban las piernas y le latía con velocidad sentimental su “ardiente” corazón amoroso. Pero no encontraron en la zona del carricoche a Nazario, Luison ni a la niña Carolina. En su lugar les atendió Marco, el nuevo propietario de esa atracción, tan demandada por el público de todas las edades. Este nuevo feriante, también de Lucena, les indicó que había comprado el tren a su antiguo propietario, el Sr. Nazario, a finales del año precedente. No lo tenía muy claro, pero creía que padre e hija habían emigrado a algún lugar de Cataluña, sin conocer los motivos concretos de este cambio residencial. El feriante añadió que Nazario no sólo había vendido el trenecito, sino también su casa y las tierras adjuntas a una familia extranjera que hablaban en inglés.
Aunque Benjamín no volvió a tener noticias de su gran amor “platónico”, la hermosa Carolina, siempre ha sabido mantener en su memoria el cariñoso y muy agradecido recuerdo a una preciosa niña de claros ojos grises, alegre flequillo y dos largas trenzas con lacitos celestes que, en el verano del 61, fue ese ángel guardián, que tanto le ayudó y que ya para siempre sería el primer e inolvidable gran amor de su vida. -
EL PRIMER GRAN AMOR
DE LOS DIEZ AÑOS
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
10 febrero 2023
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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