Cuando visitamos algunos pueblos, defensivamente encastrados en una espectacular orografía de colinas y montañas, además de disfrutar de sus encantos monumentales y peculiares formas de vida, podemos encontrarnos con unas imágenes que despiertan nuestra curiosidad, admiración y un cierto recelo o temor. Vemos algunos jóvenes que, aprovechando el espectacular paisaje, practican la escalada, subiendo y bajando por unas paredes y roquedos agrestes que el viento y la lluvia, junto a las intensas diferencias térmicas, han ido modelando en el transcurso del tiempo. Ese paisaje se caracteriza, necesariamente para el ejercicio de los escaladores, por una pronunciada e impactante perpendicularidad.
Estos valientes, osados y jóvenes deportistas, ajenos a las dificultades que supone escalar esos peñascos verticales, se esfuerzan en subir y bajar por esas difíciles paredes, ayudados con unas recias cuerdas, picas y enganches metálicos, necesarios para sustentar una mínima seguridad para sus vidas. Deben también ir vestidos con la ropa y el calzado adecuado, a fin de realizar ese muy arriesgado ejercicio del alpinismo, en una superficie (hay que repetirlo) caracterizada por la carencia de superficies horizontales. Ascienden con manifiesta y prudente lentitud y abundante pericia, teniendo como meta llegar a ese punto o cima en altura, que puede estar situada a 20, 30 o más metros. En ocasiones, incluso a kilómetros de distancia, desde el punto de partida.
A pesar del peligro y la permanente dificultad, estos deportistas se sientes profundamente felices realizando ese complicado deporte que han elegido para su capacidad. Van superando temores, problemas en el ascenso, condicionantes climáticos en el estado atmosférico y por supuesto tratando de evitar esos errores que pueden ser fatalmente lesivos para su integridad. La principal motivación que aplican en practicar la escalada es la ilusionada y terca voluntad por superar los impedimentos que van encontrando, a fin de permitirles culminar esas “imposibles” subidas y también las correspondientes bajadas. Pero también, muchos de estos deportistas, tratan de conseguir unas imprescindibles y hábiles destrezas para, posteriormente, poder aplicarlas en el desempeño de algunas profesiones que exigen de esa pericia para su actividad. Es el caso de la limpieza, reparación y pintura de edificios y cubiertas, caracterizados por su elevada verticalidad. En este atractivo contexto vamos a enmarcar nuestra interesante historia, entrañablemente humana, de esta semana.
Alvaro Vilar, 27 años, lleva tres vinculado laboralmente a una pequeña, pero muy dinámica, empresa de reparación y pintado de fachadas. Un compañero y amigo de la escuela profesional a la que ambos asistían, llamado Eladio, le habló de un proyecto que tenía en mente, para trabajar en una empresa, propiedad de un tío suyo, que se encargaba de arreglar las fachadas y tejados deteriorados de los edificios. Para este fin, se estaba entrenando en la escalada, práctica que le entusiasmaba, por lo que animó a su amigo Álvaro para que un fin de semana lo acompañara, conociendo la aptitud y afición que éste tenía para la práctica deportiva. A tal fin, se desplazaron un sábado por la mañana al bello municipio de Mijas pueblo, situado a menos de cuarenta km de Málaga capital, localidad en la que ambos residen. Estuvieron practicando durante bastantes horas en la gran masa pétrea de la Sierra de Mijas, donde está encastrado el famoso municipio de los “burro taxis”. Eligieron una zona propicia, muy próxima a la Iglesia de la Inmaculada Concepción, cuyo roquedo calizo tiene muchas hendiduras producidas por la erosión meteorológica, convertidas en algunas zonas en elevados desfiladeros caracterizados por su compleja pero asequible perpendicularidad.
A lo largo de varios fines de semana fueron consolidando su destreza para escalar por lugares de una cierta dificultad, hábitos que les iban a resultar muy útiles y necesarios para cuando se presentaran ante Herminio, el propietario de la empresa REFARA (reparaciones de fachadas Ramírez) en donde tenían previsto solicitar trabajo. Efectivamente, el tío de Eladio, profesional siempre vinculado a la construcción, contrató a su sobrino y a su amigo Álvaro, tras verlos como se comportaban en una prueba de altura, en tejados, cornisas y cubiertas aterrazadas, a la que los jóvenes fueron sometidos.
¿Cuál era, exactamente, la función que ambos amigos (junto al resto de operarios) tenían que realizar? Debidamente colgados y utilizando un cordaje idóneo, iban descendiendo desde notables alturas, sentados en un pequeño tablón horizontal, también debidamente asegurado. Procedían a limpiar la fachada contratada del polvo, el barro y los excrementos de aves acumulados. Eliminaban las viejas capas de pintura no fijadas o despegadas del armazón construido. Reparaban las grietas y desconchones, untando una masilla de yeso especial. Sustituían, en su caso, las losetas rotas o caídas del paramento vertical a causa del tiempo. Reponían los salientes rotos de las cornisas. Y, por supuesto, procedían a dar varias capas de pintura plástica, antihumedad, para el embellecimiento y la protección del edificio. Todo ello lo llevaban a cabo sin tener que utilizar o montar un laborioso andamiaje, que encarecía lógicamente el precio del trabajo realizado.
Solían trabajar por parejas. Aunque la empresa contaba con diez operarios, Herminio Ramírez procuraba que Eladio y Álvaro fueran juntos, dada la amistad y buena sintonía que entre ellos mostraban, coordinación que resultaba muy positiva para los resultados positivos del encargo realizado. Alvaro y Eladio estaban ganando un suelo mensual, que les venía muy bien para sus futuros objetivos de formar una familia.
No dudaban de que el trabajo en Refara era de cierto riesgo. Tener que colgarse cada mañana de las cuerdas y anclajes, para hacer su labor, a tantos metros de altura, requería mantener un gran autocontrol, a fin de evitar cometer errores que podían ser severamente lesivos para sus cuerpos. Una caída desde tamaña altura podía resultar irremediablemente fatal por los traumatismos subsiguientes. Estos jóvenes trabajadores también tenían que afrontar los temidos condicionantes externos: el viento de una elevada intensidad, la lluvia que dificultaba siempre su labor, también la intensa insolación. Otro gran peligro que asumían era la excesiva o temeraria confianza que aplicaban a su equilibrio, debido a que, en ocasiones, cuando caminaban por el borde de la techumbre o terraza, no se ataban las cuerdas de seguridad, con el peligro subsiguiente de que un resbalón o un desvanecimiento podría hacerles caer al vacío. A pesar de todos estos riesgos y dificultades, estaba la compensación y satisfacción que les producía ver como a un inmueble envejecido, agrietado y desconchado, sucio en su apariencia, podían con su esfuerzo embellecerlo, “vistiéndolo” con una nueva “ropa” de pintura, tras haber eliminado o disimulado las “arrugas” producidas por la edad”.
Otra curiosa experiencia, en este arriesgado trabajo para Álvaro, derivaba de que, aun sin buscarlo, a medida que iba descendiendo desde la cima del edificio, observaba el interior de muchas de las habitaciones de los bloques que reparaban. ¿Vulneraba la intimidad de esas familias? Obviamente, no era esa su intención, pues bastante tensión tenía que aplicar para no cometer errores irremediables. Pero al ir descendiendo a través de los cordajes, de alguna forma se mostraba ante sus ojos el interior de decenas de habitaciones, a causa de que muchos inquilinos y propietarios no cerraban las ventanas o bajaban las persianas, o dejaban las cortinas descorridas. Entonces, mientras pintaba o reparaba la pared, veía aposentos alegres o tristes, ordenados o alterados en su disposición, iluminados o sombríos, densificados de objetos o gélidamente casi vacíos, limpios y relucientes o descuidados por el polvo de la suciedad, de apariencia rica o acomodada, también modestos y empobrecidos, con múltiples colores y tonalidades en sus tabiques separadores, suelos de losetas de terrazo, blanco mármol o parqué de madera o imitación plástica. Todas esas imágenes se iban acomodando en el acervo cultural de su memoria. Era obvio que también muchos de los residentes cerraban sus ventanas a cal y canto, con las persianas bajadas hasta el final, a fin de proteger esa lógica intimidad, además de que con ello impedían que entrara por sus ventanas salpicaduras de pintura o restos de masilla y de pared. También, el agua a presión que echaban los operarios para eliminar la suciedad acumulada en el exterior de los bloques.
Comenzaban a trabajar bien temprano, pues había que cumplimentar bien la programación de cada día que era en general bastante densa. Sin embargo, los dos amigos hacían pequeños descansos a fin de relajar la musculatura y la concentración mental. En esos breves minutos en que paraban de pintar, se fumaban algún cigarrillo, bebían agua de esa cantimplora que tenían colgada de su uniforme, intercambiaban algún comentario y, lo que era más importante, ajustaban bien las clavijas del cordaje que los sostenían. Había vecinos que se asomaban a sus ventanas, para preguntarles acerca de los horarios en que debían tener las ventanas cerradas o cualquier otro aspecto técnico que afectase a sus terrazas o a las celosías de las cocinas. De inmediato había que reanudar el trabajo, pues cada día tenían que hacer un mínimo de metros cuadrados de pintura o reparación.
En el aspecto familiar, Álvaro había vuelto a vivir en casa de sus padres, después de una experiencia convivencial en pareja con Lidia, su novia desde los tiempos de Instituto. Ese año de unión les hizo ver a uno y a otro que una cosa era el noviazgo y otra bien distinta estar juntos la mayor parte de las horas del día. A medida que pasaban las semanas y los meses, las discusiones por nimiedades o egos desafortunados comenzaron a ser cada vez más frecuentes. En los dos chicos había una patente falta de madurez, lo que tampoco ayudaba a mantener esa unión que desde el primer momento ellos la consideraron “a prueba”. Pero cuando Álvaro tuvo conocimiento, gracias a las confidencias de amigos comunes, que Lidia, comercial de venta por vía telefónica e Internet, estaba jugando a “dos barajas” en el terreno sentimental, en no más de media hora y esa misma noche, decidieron marchar cada uno por su lado. Había sido un noviazgo demasiado largo y esa rutina parece que había cansado a la joven. Esa situación ocurrió cuando Álvaro tenía 23 años. Ahora, con 27, seguía sin encontrar a esa “media naranja” con quien compartir los minutos, los sentimientos y las voluntades.
Pero el destino, aliado con el azar o la suerte, tiene sus claves y respuestas, que resultan inescrutables para los seres humanos. Una mañana de marzo, mientras descendía sellando con masilla los desconchones y grietas de un edificio de nueve plantas, vio que una ventana de la 7ª permanecía abierta. Al llegar a ese nivel, se fijó en una chica que estaba sentada, junto a una mesa situada exactamente junto a la ventana. Estaba hablando por teléfono, pero al situarse enfrente de ella, la joven lo saludó con la mano, regalándole una sonrisa. Después de corresponderle, siguió con su trabajo en una pared que estaba muy castigada por el paso del tiempo. Le resultó curioso que la chica volvía a marcar un numero tras otro y a los pocos segundos “colgaba”. Antes de seguir bajando le dijo un poco en broma: “Debes de tener muchos admiradores, porque no dejas de llamar”. A LORETO, así se llamaba la muchacha del teléfono en mano, le hizo gracia la observación del reparador de fachadas, que también se identificó cordialmente con su nombre. De esta simple u anecdótica forma había nacido la que se iba a convertir en una gran amistad.
Loreto era delgada de cuerpo, cabello liso de color castaño, recogido en una melena, bellos ojos de tonalidad turquesa. Vestía con una camiseta celeste, que tenía impresa una frase en inglés: LIVE AND ENJOY YOUR HAPPY (vive y disfruta tu felicidad), además de unos bien gastados blue jeans. Su mirada era serena y amable, también mostraba ser divertida, a pesar de su situación en silla de ruedas que parecía impedirle el poder caminar. La atracción inmediata que Alvaro sintió por aquella muchacha era intensa. Hasta días después no tuvo constancia que los sentimientos de Loreto eran recíprocos con respecto a su persona.
Cuando ese primer día del encuentro Álvaro ponía fin a su labor, al pasar de nuevo por delante de Loreto asido al cordaje, de nuevo se encontró a Loreto que, sonriente, le hizo una señal desde esa mesa de trabajo que no había abandonado durante toda la mañana. “Tenéis que pasar mucho calor, llevando esos trajes de seguridad. Os he preparado una limonada fresca, que tengo guardada en la nevera. Si os apetece, díselo también a tu compañero, y os invito a refrescaros”. El sorprendido y agradecido operario, le dio las gracias, asegurándole que pasarían en unos minutos, cuando recogieran el cordaje. El refrigerio estivo acompañado con unas tapas de queso, que la madre de Loreto se había encargado de preparar a modo de sándwiches. Fue una reunión distendida, que Álvaro y Eladio agradecieron con simpatía “Nunca nos habían tratado con tanta amabilidad como en esta casa”.
En esos largos minutos de aperitivo, conocieron algunos datos de la situación en que se encontraba la joven Loreto. Hija única y sin padre conocido de la señora Perpetua, estudiaba con una beca de la Junta, en la facultad de derecho y al tiempo colaboraba en una empresa de opinión pública, consiguiendo unos euros necesarios para su pequeña y modesta familia. Su madre se ganaba la vida, desde su juventud, echando horas de limpieza, cocina y planchado en algunas casas, para conseguir el sustento básico para cada mes. Hacía unos meses, la chica había tenido la desgracia de sufrir un severo atropello cruzando un paso de cebra, por la acción imprudente de un motorista que se dio a la fuga, aunque posteriormente fue localizado por los agentes de la guardia civil. Loreto había tenido que pasar dos veces por el quirófano, hasta el momento, dejándole el atropello una importante limitación en sus extremidades inferiores. Los servicios de traumatología y neurología le habían asegurado que, con el tratamiento y una prolongada rehabilitación, recuperaría un importante porcentaje en su capacidad locomotora. Mientras tanto seguía con sus estudios y dedicaba algunas mañanas y tardes a su colaboración con esa empresa de marketing, haciendo entrevistas telefónicas a ciudadanos con diferentes perfiles para elaborar estadísticas de opinión con las respuestas recabadas.
EN CUALQUIER HORA
Y LUGAR
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
24 febrero 2023
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