A
poco que seamos justos, pero también generosos en la valoración, todas las
profesiones o la casi inmensa mayoría de las mismas resultan admirables y
dignas del mayor aplauso y estima. Cualquier actividad
cumple una necesaria e importante función social, ya sea en el sector
agropecuario, con la minería, la pesca y la construcción, ya sea en el ámbito
de la transformación y producción industrial o, finalmente, en ese tercer
sector laboral, variopinto y diversificado, de los servicios, que hacen posible
el mejor engranaje de los dos primeros sectores de la economía en cualquier
país, región o localidad. Sentadas estas definitorias premisas, también hay que
aceptar que unas profesiones están más valoradas y “retribuidas” con respecto a
otras que, en ese juego caprichosos del mercado, poseen una especial
significación por múltiples factores, ya sean individuales o por el contrario
sociales. En cuanto a la injusticia retributiva de uno u otros oficios, la
realidad es bastante tozuda, pero no hay que perder de vista que nos
encontramos en una sociedad capitalista de libre mercado, en donde la oferta y
la demanda se hace dueña y señora de las compensaciones que unos y otros
reciben por sus esfuerzos profesionales.
Es necesario y obvio valorar la plausible, abnegada
y paciente dedicación que desarrollan durante sus horas de trabajo aquellos vigilantes que prestan sus servicios en una gran
diversidad de edificios y entidades, sean culturales, deportivas, financieras,
sanitarias, lúdicas, comerciales o de cualquier otro género, tanto de
titularidad pública o privada. La mayoría de las horas permanecen trabajando de
pie, cumpliendo con la rutina de largos horarios, sin otros incentivos que evitar cualquier conflicto o deterioro en las
instalaciones, así como el rechazable delito de dañar las obras y materiales
integrados y expuestos en sus naves para la visita del público. En este
expositivo contexto está inserta la trama argumental de nuestro relato.
Julia Irea del Camino había finalizado sus estudios de Filosofía y Letra,
en la rama de filología clásica, hacía ya más de seis años. A pesar de su bien considerado,
objetivamente, expediente académico, ha pasado más de un quinquenio sin poder
desarrollar tarea laboral alguna y, por supuesto, el ejercicio de su
cualificada y específica preparación universitaria. Han sido años de profundas
dificultades económico/sociales la causa primordial que ha impedido a muchas
personas encontrar cualquier acomodo laboral en los distintos oficios del
mercado, al igual que en el caso de esta joven mujer el ejercicio docente o
investigador. Oposiciones laborales ”congeladas” u observando la política
administrativa de muchas comunidades o entidades oficiales, ofertando un número
excesivamente reducido de plazas para todos aquellos que, tras su presencia en
los exámenes y pruebas competitivas, luchan por conseguir esa ansiada
estabilidad laboral que tan difícil se nos hace en los tiempos actuales.
A pesar de este disputado, frustrante e “imposible”
panorama social, Julia nunca ha renunciado a ofrecer su preparación y buen
hacer, llamando en “una puerta, tras otra”, aunque con resultados
desalentadores para sus legítimas e ilusionadas aspiraciones. Pero una vez que
el ciclo recesivo en los caprichosos engranajes de la economía ha ido cambiado
de tendencia, las posibilidades laborales se han ido incrementado para
compensar todos esos largos años de estudio, sometimiento y paciencia, ante las
expectativas de poder encontrar un digno puesto de trabajo.
Cierto y afortunado día llegó a su conocimiento la
convocatoria de una oferta de trabajo temporal
(eran periodos de seis meses de actividad, que podrían ser renovables)
organizada por la Oficina de dinamización laboral del Ayuntamiento de la
localidad en donde “desde siempre” ha estado empadronada. De inmediato vio que
el perfil de su currículo se acomodaba, de manera preferente, hacia una serie
de plazas ofertadas para trabajar en las bibliotecas, museos y centros
expositivos, dependientes del Área de Cultura municipal. El currículo que
presentó con su inscripción en la convocatoria, en el que se integraba su excelente
expediente académico, los cursos y cursillos realizados y los trabajos
elaborados y publicados, le abrió fácilmente la concesión de una de las plazas
de ese anhelado trabajo, aunque no tuviese la característica de fijo en su estabilidad
temporal. En pocos días, tras la
resolución positiva de la convocatoria, fue asignada a un centro museístico y expositivo, vinculado al Área de
la Concejalía de Cultura de la Corporación Municipal, local ubicado en las
“entrañas urbanísticas” de la antigua ciudad malacitana.
En este centro museístico se iniciaba una
exposición, vinculada al ciclo de pintores actuales, cuyo protagonista era un
poco conocido (fuera de los círculos culturales correspondientes) artista de
los pinceles, llamado Remigio Vistafermosa Elían,
cuya muestra de óleos estaría abierta al
público asistente por las tardes de 17 a 21:30 horas, durante dos semanas. Obviamente,
la asistencia a la exposición municipal era gratuita para todo aquel que
quisiera ir a conocerla y disfrutarla. Ese sería también el horario vespertino
de la muy satisfecha Julia, ante su primer trabajo retribuido conseguido después
de una larga y desesperante “sequía”.
Julia acudió el primer día de la muestra con una
cierta y prudente anticipación en el horario, pues deseaba familiarizarse con
las dependencias del centro expositivo, así como repasar puntualmente sus
obligaciones correspondientes que eran, básicamente, las siguientes: la apertura y cierre del local expositor,
cumpliendo el horario establecido por el departamento de Cultura, vigilar
convenientemente que ninguno de los 24 cuadros expuestos sufriesen deterioro o
acción inadecuada por parte de los visitantes a la muestra, repartir catálogos
de la exposición a todos aquellos asistentes que lo solicitasen e informar a
los mismos de algunos datos de cada cuadro, reseñas sintetizadas que se le
habían facilitado en un archivo de Internet enviado, dos días antes de la
apertura expositiva, al buzón de su dirección electrónica. Como ella era la única vigilante y asesora de la muestra, no podía
dejar su lugar de trabajo por algún motivo (como ir, por ejemplo, a los
lavabos) sin antes haber contactado con
el guarda de seguridad que prestaba sus servicios en el edificio, a fin de que
la sustituyera durante algunos minutos. En este antiguo edificio, aunque bien
remozado, también había otras dependencias administrativas y servicios de
profesionales autónomos.
En ese primer día de
trabajo, la asistencia a las dos salas que constituían la exposición fue
especialmente reducida. Durante las cuatro horas y media de apertura visitaron
la muestra sólo cinco personas, de manera
espaciada en el tiempo. Dos de ellas para solicitar información acerca de un
despacho de abogados y una consulta médica, respectivamente, cuyos locales no se
encontraban precisamente en el bloque
del centro expositor. También estuvo durante unos quince minutos una extraña
dama, ataviada con ropajes bohemios, en el que destacaba una amplia (en su
diámetro) pamela blanca de paja que cubría su cabeza, con unas gafas oscuras de
las que no se despojó en el interior de ambas salas, una falda de seda
estampada con motivos geométricos, teñidos de intensos cromatismos y calzando
unas muy usadas sandalias morunas de piel beige con remaches dorados. Los años
que atesoraba la extraña dama (no pronunció palabra alguna, durante ese cuarto
de hora presencial) sobre un cuerpo de epidermis repetidamente acanalada,
serían difíciles de concretar, pero sí de imaginar. Además de un estudiante,
que parecía de bellas artes por llevar en sus manos dos marcos entelados sin
pintar, esa quinta persona que entró en la sala era una joven mensajera que a
toda prisa traía un par de pizzas familiares, pero con la dirección erróneamente
equivocada para entregar tan suculento y apetitoso envío.
La realidad era que el ínclito artista centraba
toda la obra expuesta en dos únicos temas: algunos retratos (posiblemente de
familiares y amigos del pintor) y una mayoría de bodegones con alimentos varios:
mariscadas, dulces y pasteles y, de manera especial, preciosas fuentes de rica
fruta. Resultaba curioso la convivencia de esta plástica temática expuesta para
la realidad física de Julia, pues entre sus muchas cualidades no se encontraba
el autocontrol en la ingesta. La joven soportaba con estoica paciencia un
difícilmente disimulado sobrepeso acumulado en la generalidad de su cuerpo.
Después del muy precario “éxito” en la asistencia
de la primera jornada, Julia se llevó para la tarde siguiente algún material con
el que cubrir ese tiempo de vigilancia y asesoramiento en la exposición: la
libreta de ejercicios correspondiente al inglés que estaba cursando, algún sudoku
para ejercitar la mente y sobre todo su iPad, con el único objetivo de “acomodar”
la distracción. El problema estaba en su muy pequeña mesa de atención y
control, situada en la entrada de la
primera sala. No sólo eran sus reducidas dimensiones, sino la propia calidad
del soporte, un simple tablero de formica alargado, apoyado en el suelo a
través de un soporte metálico, cuya firmeza era más que dudosa dado sus
continuos vaivenes.
Pero lo más cansino y agotador era la inasistencia de personas en las salas. Pasaban las
horas sin que nadie se decidiera a entrar en esta oferta cultural de pintura
que ofrecía la concejalía del ente municipal. La joven estudiosa del mundo
antiguo, cada vez más aburrida en su labor, deducía la evidencia de que el
autor de estas “suculentas” obras no debía ser muy conocido en los círculos
artísticos de la ciudad. El ambiente “cósmico” de la exposición estaba
presidido por el silencio, la soledad, el letargo e incluso una cierta
“claustrofobia” porque estaba en un espacio interior sin ventanas. La única
ventilación procedía de la puerta de entrada al recinto. En ocasiones percibía
el ambiente como algo cargado y en las más de las veces una frialdad que no
estimulaba el ánimo en demasía, sino todo lo contrario.
La presencia de visitantes era absolutamente
desalentadora, para la vitalidad contenida de la joven Julia. En algún momento,
cuando levantaba sus ojos de la navegación por Internet o cumplimentaba los
ejercicios del English, pensaba en la posibilidad, un tanto divertida y sui
géneris, de comenzar un diálogo con los
personajes representados en esos cinco óleos, cuyos títulos nada le decían. “Si les hablo ¿se sentirán obligados a responderme? Igual
salen del marco en el que están y como en las películas me explican quiénes son,
por qué se han dejado dibujar y qué han representado o significan en la vida
del artista…” Desde luego, su traviesa imaginación,
la acústica sorda de la incomunicación y ese ambiente tentador para el apetito
desordenado, junto a las miradas de esos austeros personajes, la estaban
sacando de quicio.
Y en ese segundo día de trabajo, cuando pasaban
unos minutos de las 20 horas, al fin “apareció” un
hombre que aparentaba tener poco más de los cuarenta años. Cuerpo enjuto
y detentando una elevada estatura. A pesar de que el calendario marcaba ya una
primavera avanzada, en esos primeros días de junio el insólito visitante vestía
con ropaje más bien apropiado para la estación invernal. Chaqueta de cuero
marrón, vaqueros y botas deportivas, muy apropiadas para practicar el
senderismo por la naturaleza. También incrementaba el misterio o intriga de su
figura un austero sombrero, aparentemente de fieltro negro, con el que cubría
su cabeza y que en ningún momento hizo ademán de quitárselo. En su entrada
parsimoniosa, apenas saludó a Julia. Sólo hizo un leve ademán con su cabeza y
se fue directamente a contemplar la exposición, deteniéndose durante extensos
minutos en determinadas pinturas. El extraño personaje permaneció en la
exposición alrededor de los veintitantos minutos. Sin pronunciar palabra
alguna. Antes de que abandonara la sala,
un par de jóvenes estudiantes, con sus mochilas en sus espaldas, atravesaron la
puerta de entrada y alegraron un poco el triste ambiente reinante, con sus
risas y comentarios acerca de los bodegones con los alimentos. El visitante del
sombrero negro había abandonado las salas, haciéndole otro gesto con la cabeza
como frugal saludo de despedida.
Lo más extraordinario del caso es que en los días
siguientes, nunca faltó la llegada del enigmático
visitante de la chaqueta de cuero y las Quechua deportivas del Decathlon. Siempre
aparecía a eso de las ocho de la tarde, observando prácticamente las mismas
pinturas durante poco menos de los treinta minutos. Así un día tras otro. Y sin
hacer comentario alguno intercambiado con la intrigada Julia, que se imaginaba
mil y un argumentos acerca de quién podría ser tan insólito y peculiar
personaje.
Las tardes se le hacían larguísimas y aburridas a
la joven licenciada Julia. La exposición no tenía “gancho” y el número de
visitantes era puramente testimonial. Tras
dos días sin tener noticias de él, el ”asiduo visitante” de nuevo volvió a
aparecer el jueves, a esa hora habitual en la que ya debería atardecer en el
exterior. En esta ocasión se esforzó en mostrar una mayor sociabilidad, no sólo
saludando de forma más expresiva, sino que, para mayor sorpresa de la
encargada, le puso en las manos una pequeña caja de bombones.
“Srta. Quiero agradecerle su paciente
presencia aquí, una tarde tras otra. Y, por supuesto, destacar lo bien
protegidos que están los cuadros, con su mejor quehacer. Parece ser que no
viene mucho público a las salas, sin embargo cumples con dignidad y eficiencia
la obligación que te han encomendado. De nuevo gracias. Por favor, te ruego que
aceptes este modesto presente”.
Julia, con los colores subidos en el rostro, no
sabía qué responder. Se había quedado como “cortada” con la amabilidad y la
expresividad del misterioso y generoso visitante. Apenas pudo musitar el
“gracias, es Vd. muy amable” cuando su interlocutor ya se había desplazado al
interior de la exposición para observar y analizar los cuadros colgados en las
paredes.
Cuando habían transcurrido los veinte o poco más
minutos de rigor, vio que este hombre abandonaba el local pero en esta ocasión
de despidió con una amable y extraña frase “Buenas
tardes, Julia. Que tengas una feliz noche”. Esta correcta y educada
frase le hizo preguntarse a la joven que ¿cómo sabía su nombre, si ella no se
lo había expresado? A los pocos segundos reparó en la placa que llevaba puesta
prendida en su camisa, en la que se indicaba ese dato sobre la palabra “ENCARGADA”.
Y llegó el viernes, día de
la clausura expositiva. Más o menos a la hora habitual vio entrar el
hombre de la chaqueta de cuero, quien en esta ocasión venía acompañado por un
señor mayor, que se ayudaba en su desplazamiento usando un elegante bastón de
madera. El asiduo visitante estuvo explicando a esta persona, que parecía
bastante allegada, algunos detalles y aspectos acerca de determinados cuadros. Poco
antes de las nueve y media Julia indicó en voz alta, a las cuatro personas que
permanecían en las salas, que era la hora del cierre. Entonces el “misterioso”
observador de los cuadros, extrajo de una bolsa un paquete aplanado y cuadrado
que veía envuelto en papel azul. Su tamaño era más bien reducido, pues no
tendría más de 30 cm. en cada uno de los lados. Junto a la persona mayor del
bastón, se acercó a Julia y entregándole ese objeto envuelto pronunció las
siguientes palabras, con una profunda sonrisa.
“Te ruego, Julia, aceptes este nuevo
detalle, ya que hoy finaliza la exposición. Creo que te va a gustar. Pero te
ruego que no lo abras, hasta que estés después tranquilamente en casa”.
Tras darle de nuevo las gracias, al gentil y detallista
personaje, Julia notó como el señor del bastón no le quitaba los ojos de encima
analizándola puntualmente, a través de sus ojos cansados, con todo el interés y
detalle.
Aquella noche, tras la cena, le contó a sus padres
la extraña y divertida situación con ese señor que aparecía casi a diario por
la exposición y los dos generosos presentes que había recibido del mismo. En
ese momento abrió el pequeño paquete, provocando en la reducida familia un
¡ohhhh! de admiración. Era un precioso dibujo, elaborado con magistral destreza
a lápiz en cartulina, perfectamente enmarcado, que reflejaba el rostro y parte
del pecho de Julia, con un realismo de alto nivel en su bondadosa e inocente
expresividad. El dibujo o retrato estaba firmado
por Remigio V.E. 2019.
Sería realmente fácil detallar el fin de este
expresivo, romántico y revelador relato. Pero tal vez sea lo mejor aportar una breve
conversación, mantenida por Remigio, el pintor, con su señor padre a la salida
del centro cultural, en ese último día de la exposición.
“De acuerdo, Remi. Es tal y como la habías
dibujado en la lámina. Eres, sobre todo, un gran retratista. Parece una buena
moza y me ha agradado especialmente su expresión bondadosa y alegre. ¿No te has
fijado en lo nerviosa que se mostraba cuando te miraba? ¡Que a mi no se me
pasan todos esos detalles, a mis muchos años! Ya tienes edad de ir sentando la
cabeza y buscarte una buena compañera, para que compartáis la vida juntos. No
es bueno que el hombre esté solo y mi vida tiene, inevitablemente, sus límites.
Hijo, abandona ya tu ego de solterón, obseso de los pinceles, pues hace años
dejaste de ser un niño. Debes luchar por ella y darle lo mejor de tus
cualidades en el día a día. Sé que posees muy buenos valores, aunque yo no te lo
manifieste de manera continua. Pero sobre todo te aconsejo, como padre y amigo,
que trates de hacerla feliz… De esta inteligente, generosa y cariñosa forma, tú
también podrías llegar a serlo.”
Dos personas, diferentes y necesitadas, iban a
emprender la sugerente aventura de compartir, comprender y ayudar en la
reciprocidad. De alguna manera la cultura había vencido, una vez más con
fortuna, a la carencia del desamor.
DIALOGANDO CON LA SUTIL ACÚSTICA
DE LOS SILENCIOS
José L. Casado Toro (viernes, 19 JULIO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga