Reconforta narrar bellas y ejemplares historias. Especialmente, en estos tiempos que se tornan ocres y complicados desde el sosiego. Tanto para lo económico, como en lo político. Para una sociedad…. puerilmente desorientada. Que suspira y anhela, más de lo soportable, por vivencias que luzcan de positivo y esperanza esos valores que enaltecen y justifican. Desde luego, los valores no han desaparecido. Hay que seguir creyendo, con fidelidad, en su anhelada permanencia. Aunque sean no pocas las veces que contemplamos eriales y baldíos, en muchas de las respuestas. En nosotros. En los demás. Tanto en los gestos, como en las actitudes. Pero existen soluciones, cómo no, para épocas nubladas, teñidas por el desconcierto o el desánimo. Y una de esas aconsejables terapias la podemos encontrar en las “pequeñas” y sencillas realidades que nos acompañan. Aquí y allí. Muy cerca, de nuestro cotidiano deambular. Por las calles y las plazas. En los comercios o en los centros de trabajo. En la belleza de un jardín, que reconforta y vitaliza, o en el mismo bloque de viviendas donde residimos. Enriqueciendo nuestra mirada junto al mar o gozando de ese aroma mágico, indescifrable, por el limpio arbolado de la naturaleza. La sensualidad de un atardecer. La sonrisa de un alba rociada, en la mañana. Modestas realidades que se hacen grandes, para la tranquilidad y la dinámica creatividad de que saben nutrir nuestra existencia. Por eso hoy, precisamente ahora, quiero referirme a ella. A su anónimo, pero hermoso, protagonismo, en medio de una ruidosa acústica de acordes desordenados.
María, es su nombre. ¿Qué mejor nombre, para esta noble vida que me precio, a continuación, en describir? En realidad hace tiempo, probablemente meses convertidos en años, en que su delgada y frágil figura ha reclamado mi atención. Morena, ojos… creo que más bien azulados, ahora ya sin gafas. Una ondulada cola en el cabello, siempre bien cuidado, y ese juvenil uniforme a lo nurse inglesa, para niños inquietos a los que siempre hay que atender. ¿Su oficio? Noble, alegre y dulce trabajo el que desempeña, siempre en pie, para una hermosa labor que comparte con otra chica que ocupa su puesto, entre las dos y las seis de la tarde. En su pequeña tienda, ubicada dentro de las instalaciones del Gran Centro Comercial, sólo se venden productos agradables. Lúdicamente apetecibles, para el goce de nuestro gusto. Caramelos, con todos los colores del arco iris. Piruletas cromatizadas, para satisfacción de tallas y gustos. Suculentos frutos secos, que nos hacen recordar aquel alegre pregonar de “las pipas, los altramuces, las almendras y avellanas……” Bueno, por aquí pronunciábamos “arvellanas” para esos cacahuetes bien tostados que saben nutrir el paladar. Y el mundo cinematográfico de las palomitas saladas, ahora también bañadas en el dulzor, fieles e placenteras compañeras insustituibles para el trance mágico y placentero de vernos reflejados en la pantalla de un cine. Tampoco faltan, en su modesta pero mágica tienda para la ilusión, esas bolsas bien preparadas que sustentarán el protagonismo de todos los niños para santorales y cumpleaños. En esos gozosos fines de semana, donde la amistad entre compañeros resuena con el estruendo de las risas, los juegos y los regalos. Sus “piñatas” las prepara con el esmero propio de una mujer que se acerca a la treintena, pero conservando, inmaculado, el corazón de su infancia. Y en su trabajo, siempre la observamos regalando sonrisas, buen trato y la sencillez del afecto en el trato para con los demás.
A María siempre le gustó el trato con los niños pequeños. Sin hermanos con quienes jugar, es hija única de unos padres, algo protectores en su cuidado, para el gran y único tesoro que hace brillar sus rostros y corazones. Sigue conviviendo en su compañía, pues aún forma parte de ese ejército de personas sin pareja, en un piso de barriada populosa, allá en el oeste marítimo de la ciudad. Me contó que hizo un módulo de puericultura, tras una Secundaria de años adolescentes, en un politécnico densificado y “cosmopolita”, pensando en trabajar, algún día, en aquello que era su vocación. Pero, en la búsqueda del acomodo laboral, aprovechó la oportunidad que le brindaba esa tienda de caramelos y chocolates, y ahí continúa trabajando en algo que no es suyo. Pero tiene su horario y el sustento necesario para esperar la función educativa que, algún día no lejano, quiere ejercer. En realidad es para lo que ha estudiado y se ha preparado. Pero, mientras, esa casita de dulces y golosinas le acoge en el deambular de los días y los meses. Lo acepta con una agrado admirable. Observo sus gestos y movimientos. Ágiles y complacientes. En un bello ejemplo de esas pequeñas y grandiosas imágenes que ayudan a soportar tanto sopor, tanta necedad.
“Sí, casi desde el primer día, comencé a fijarme en él. Era un hombre bien parecido, de unos cuarenta y tantos bien llevados, que solía vestir ropa deportiva. Acudía a la tiendecita, al menos una vez a la semana. A veces, incluso más de una vez, en esos siete días para mi ilusión. En esas sus repetidas visitas, solía comprar casi de todo. Aprovechaba cualquier oportunidad para que intercambiáramos comentarios y obviedades. Eran esos interesantes minutos, cuando le cobraba la mercancía que había depositado en una de las bolsitas de plástico que se recogen en la entrada. Su aparente timidez inicial se transformó en confianza y simpatía, pues ofrecía su aval de cliente fijo y respetuoso, de esos a los que siempre agrada atender en esto del comercio. Un día le pregunté cuántos críos tenía. Francis (ese era su nombre) me comentó que era soltero. Compraba tantas chucherías para cuatro sobrinos, repartidos entre un hermano mayor y una hermana, la más pequeña de los tres. Y así fui conociendo, cada semana algo más, de ese fiel cliente del que, he de reconocerlo, me fui enamorando. Creo que su intención era clara, también para lo mismo. Aquel viernes en junio, no lo olvidaré, me sentí ilusionada, cuando me pidió si el domingo podía acompañarle a tomar algo o ir a ver alguna película. Nos intercambiamos los números de teléfonos y quedamos citados a las seis, en la entrada de Vialia. La zona de la Estación de Ferrocarriles era un lugar equidistante, más o menos, de nuestros domicilios. Y esperé, muy ilusionada, la llegada de esas horas para la tarde de un domingo ya caluroso, pues el verano se había presentado con toda la fuerza de su luminosidad y templanza”.
María ha decidido compartir esta historia con su madre. Esta tarde, también en domingo, han salido juntas para merendar. Eligen una céntrica tetería, de esas que pueblan el laberinto enigma en lo urbano. Su ambiente es grato y la conversación se agiliza entre ambas. “Lo que había comenzado como una simple relación de amistad, se fue consolidando día tras día. Ya no era ese curioso cliente que, de forma periódica, compraba golosinas, para uso propio o de su familia. Suponía para mí, y percibía que también para él, una ilusión que se iba haciendo realidad. Para los fines de semana y, también, para algunas noches cuando, al cerrar las dependencias de mi trabajo, solía esperarme, paseando entre otras tiendas del Centro Comercial. Me acompañaba al bus, que circula por ahí cerca. Realmente eran sólo unos minutos, en esos días entre semana, pero que a mi se me hacían horas de gratitud por el gesto amable y afectivo que representaban. No te niego que, desde el principio de nuestra relación, aparentaba ser una persona bastante reservada con la privacidad de su vida. No le agradaba hablar de aspectos personales que traslucieran, con nitidez, los datos que le concretasen. Prefería eludir su historia íntima y centrarse en mi y en los avatares pequeños y anecdóticos de lo que había sido un día de trabajo. Sí me confesó, y no desde el inicio de nuestras conversaciones, con cine, meriendas y paseos de por medio, que trabajaba en una oficina de seguros. La verdad es que nunca reparé en preguntarle por el nombre de la entidad a la que representaba profesionalmente. Su conversación era agradable y, por muchos detalles, de hombre lector y culto. Nunca mencionó títulos universitarios o similares. Posiblemente, una preparación de nivel medio. Al llevar ya años trabajando en la que fuera se empresa, había consolidado en la misma su posición. Cuidaba minuciosamente los gastos, aunque a mí nunca me dejó pagar una cena o esas horas de cine juntos para el disfrute”.
Nuestra observada y admirada María, en esa edad que se acerca la tercera década, en la biografía que relata nuestra silueta, por una vez, ante su madre, le ofrece un rostro nublado de ojos entristecidos “Desde hace unas semanas, las visitas y esperas de Francis se fueron espaciando. Algún domingo me planteó excusas, para no esperarme al pie del autobús. Él no conduce. Nunca, me aclaró la causa. Cambiaba de tema, en ese pequeño detalle. Incluso noté algo de nerviosismo en nuestros últimos encuentros, sin saber exactamente por qué. Trataba de evitar agobiarle con mis preguntas, pues era claro que le incomodaban y perjudicaban su naturalidad. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Cansancio? ¿Rutina? ¿Dificultades que no se desean compartir? ¿Precaución, para no incomodar…? Dejó de aparecer. Pasaron los días. Algunas semanas que, para mi, fueron un tanto desalentadoras. Sí, marqué en un par de ocasiones su número del móvil. En la segunda llamada, la persona que me atendió fue amable en aclárarme que ese número se lo habían dado, desde hacia unos días, en un cambio de operadora. Ni rastro, mamá. No te niego que me duele la falta de una explicación. En realidad no había compromiso u otra relación más intensa de la que yo pudiera reclamarle. Pero la ilusión fue muy grande, durante esos meses. Aunque siempre con enigmas o trasfondos un tanto “cerrados” en su comportamiento. Nunca quiso o prefirió revelar su verdadera intimidad”.
Es admirable el positivo espíritu que irradia el corazón de María. Continúa, en sus horas de trabajo, ofreciendo la imagen de una persona responsable, atenta y satisfecha, rodeada de esas pequeñas mercancías tan suculentas y alegres al paladar. Sus amigas y familiares destacan y valoran el afecto y nobleza que preside sus respuestas. Pero, en lo más íntimo de su ser, continúa haciéndose preguntas acerca de su, relativamente breve, relación con ese cliente, ese hombre rodeado de enigmas, con el que bordó ilusiones para la imaginación y el deseo. También a ella, cómo no, hay silencios que truenan en el desaliento. Pero, una vez más, la fuerza que preside el equilibrio, en la modestia y sencillez de su vida, le ha permitido sobrellevar ese frustrado interrogante personal.
Tres meses han pasado ya, en este final de la historia. Mientras organiza unos alegres cartuchos, para regalos de cumpleaños, un operario de mensajería reclama su atención. Le entrega un primoroso ramo de rosas, acompañado de un pequeño sobre, con su nombre y dirección como portada. “María, sé que te he hecho sufrir. Es difícil, muy difícil, justificar mi desafortunado y raro comportamiento. Pero, ahora, soy ya completamente libre. Tendría que explicarte la verdadera realidad de mi vida. Pero sólo si tu aceptas darme esta nueva oportunidad. Esperaré tu llamada, el tiempo que sea necesario. Con cariño, Francis”. La protagonista de nuestra historia leyó, un par de veces, las letras manuscritas de la tarjeta. Durante algunas semanas, se sintió observada, aunque sin identificar en su entorno la figura que presidía, con nitidez, sus recuerdos. Decidió, tras mucha reflexión, no establecer comunicación con ese número de móvil que le ofrecía el texto de Francis.
No volvió, me dice, a saber más de él. Pero a cada nuevo cliente, que accede a su tienda, sigue regalando con esmero, ella es así, un trocito de su siempre limpia y positiva sonrisa. El sosegado paso del tiempo fue generoso, muy generoso, con el prudente equilibrio de su templanza. María representa esa sencillez próxima, que sabe transmitirnos fuerza y dinamismo. Son esas simples, pero grandes, realidades, que dinamizan y vitalizan nuestra gratitud.
José L. Casado Toro (viernes 10 Febrero 2012)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/
Amigo JLuis:
ResponderEliminarEl final del relato me ha recordado, sin conocerlo aún, el final de "Sombras del tiempo". Me baso en lo que comentabas sobre la película, que espero ver pronto.
Nunca se sabe qué es mejor pero lo que tengo claro es que las cosas hay que hablarlas y tratar de encontrar alguna explicación. Para tomar una decisión tengo que manejar argumentos.
¿Por qué María no llama a Francis, aunque sólo sea para mandarlo a hacer puñetas?. Ahí creo que aparece la hija única, mimada, tal vez dolida, incapaz de separarse de la falda de su madre:
parece que, de una u otra forma, nunca hubiera llegado a nada con Francis. No es capaz de tomar vuelo y ya encontró la excusa para ello.
Pues bueno, que siga lamiéndose las heridas detrás de su máscara de chica educada, correcta, formal. Pura apariencia. Querida María: la vida implica un riesgo, si quieres vivirla.
Por supuesto, también tienes derecho a seguir encerrada en tu urna y sonrisa de cristal.
Sí, habría que preguntarle a esta mujer por qué no tomo esa decisión, en positivo.
ResponderEliminarElla sí que tiene elementos para conocer, en lo posible a Francis.
Él nunca fue sincero con ella. Le ocultó la realidad de su vida.
¿Por qué. ahora, tendría que creer en sus nuevos argumentos?
¿Por qué no le confesó su fracaso familiar, desde el primer momento?
Ahora, cuando ha quedado libre, en un sentido metafórico, le quiere ofrecer su verdad.
Tras su inexplicable silencio temporal, María, ha dejado de creer en este hombre.
Ha perdido la fe en él. Que siga comprando golosinas, para esos sobrinos inexistentes
o generando historias para sus intereses.
La tildas de mimada. Y dudas de su educación, corrección y formalidad.
Es una apreciación. Legítima , en tu consideración.
Pero, ¿te has preguntado qué genera en ti ese rechazo?
Gracias, Rafael, por toda tu generosa aportación.
Un abrazo. José L.