Llevaba ya un par de meses viviendo en mi nueva casa, un piso más bien pequeño pero confortable, en la zona universitaria de Teatinos. Tras una complicada ruptura familiar, encontré acomodo en una barriada, mayoritariamente urbanizada con edificaciones recientes, por el área de expansión oeste de la ciudad. La proximidad de los centros universitarios permite gozar de un alegre ambiente estudiantil, a todos los residentes en la misma. Sociológicamente residen en ella una mayoría de matrimonios jóvenes, que disponen de un rápido desplazamiento viario a otros puntos distantes de la ciudad. A corto plazo esa comunicación se verá favorecida por el inicio de una de las dos líneas del Metro, cuyas obras se hallan muy avanzadas en esta populosa zona, que incrementa año tras año la densidad de su población. Así pues, alquilé, una vivienda acogedora, en la planta cuarta de un bloque de nueva construcción, dotado con los servicios comunitarios básicos para uso y disfrute de todos los vecinos del inmueble. Emprendía una nueva forma de vida, en esas edades intermedias que aún permiten fundamentos para la esperanza.
He de manifestar que mi trabajo, en una delegación local de la Administración Autonómica, me permite disponer de un horario de tarde libre para dedicarlo a diversas actividades que atienden el interés personal. Entre aquéllas, presto atención a lo más interesante que se proyecta en cartelera, asisto a conferencias, debates y actuaciones musicales, en el terreno de lo cultural y, también, participo algo en la práctica deportiva, que siempre ayuda a mantener mejor la estructura orgánica de nuestro cuerpo. Por supuesto, dos de esas tardes las dedico a estar con mis hijos. Tengo una niña, Laura, de nueve años y un chico de siete, Javi, ejemplares en su comportamiento y saber estar, con la naturalidad y espontaneidad propia que ofrece la edad. Esas tardes son enriquecedoras para todos nosotros y, casi siempre, se nos hacen cortas en el contenido que le aplicamos.
Éramos, en mi nueva vivienda, veinticuatro las familias que habitábamos el bloque. Lógicamente, por el poco tiempo que aún llevaba conviviendo con ellas, apenas había podido conocer, y profundizar, en el conocimiento de estas personas. Sólo aquellos saludos cordiales en el ascensor, los cruces en el portal y una sociable reunión ordinaria de comunidad, casi al comienzo de mi nueva residencia. Sin embargo, un día coincidí con una agradable señora que representaba una elevada cronología, años muy bien llevados en su carácter y en su imagen física. Aún ofrecía rasgos de lo que tuvo que ser una atrayente belleza en su juventud. Volvía de hacer esas compras para la Navidad y, materialmente, no podía organizarse con tantas bolsas y paquetes. Me ofrecí para ayudarla, con el trasiego del ascensor. Casualmente era la vecina del 5º C, por lo que teníamos la misma letra de puerta, ella una planta más arriba que la mía. Me indicó que eran regalos que había adquirido para llevarlos a una Asociación de Ayuda a personas necesitadas, pues en este momento carecía de familiares directos a los que atender. Vivía sola. Por el acento de su voz, comprendí que era de nacionalidad extranjera, probablemente inglesa o de la parte norte europea. Me identifiqué brevemente, ofreciéndome para lo que, como buenos vecinos, pudiese necesitar.
Coincidimos en varias ocasiones, en esos intervalos para la espera del ascensor y también una comunicativa tarde, en la que aprovechábamos un ratito de sol en el jardín anejo a nuestro bloque. Le agradaba mucho el diálogo y algunas de mis ocurrencias, con mi deje expresivo andaluz. Me confesó que había enviudado, hacía ya muchos años, en su Birmingham natal. Tomó la decisión de venir a vivir a un país mediterráneo, por lo agradable del clima, optando por España y Málaga, frente a otros incentivos que también le ofrecía Italia. Se mostraba agradecida y feliz de su decisión pues, aquí en el Sur, había encontrado esa tranquilidad, hospitalidad y alegría que tanto necesitaba para la última fase de su calendario. No había tenido hijos con su buen marido, al que permanente admiraba, piloto de aviación civil. En su juventud, había sido bailarina y, ya de casada, tuvo una modesta, pero bien organizada, academia de baile, cerca de su domicilio, a la que asistían chicos y chicas que deseaban practicar y mejorar en ese noble y luminoso arte de la danza en la música. Ahora disponía de una cómoda pensión, por el trabajo su esposo, y de algunos ahorros que le permitían vivir sin problemas, para los gastos del día. Gustaba de practicar la solidaridad con las familias necesitadas, colaborando con algunas asociaciones y una parroquia próxima a casa, aunque ella no practicaba la religión católica. Ingrid, ese era su bello nombre, sólo tenía algunos familiares lejanos, tanto en el parentesco como en la residencia física por tierras británicas.
Conociendo la actual situación que, en lo personal, yo estaba atravesando, se mostró siempre afectiva con mi persona, actuando como esa madre que conoce los tiempos nublados que oscurecen la vida de un hijo. Encontrábamos algún ratito, en las tardes o en los fines de semana, para intercambiar ese nutritivo diálogo que ambos necesitábamos, por las carencias actuales que presidían nuestras vidas. Fueron muchos los días en que, preguntándome si era posible, aparecía con su elegante tetera, a fin de compartir un tiempo para el diálogo cuando avanzaba la tarde. Así me aficioné a consumir esa agradable infusión que yo calificaba como de “the tea at five ó clock”, el té de las cinco en punto, junto a unas suculentas pastas, cuya equilibrada y mágica fórmula ella me comentaba como secreta, entre las risas de una buena e imaginativa artista de la cocina.
En la confianza de los días, una tarde se me sinceró. En una fase intermedia de su matrimonio, tuvo un corto, pero intenso, romance afectivo con un joven inscrito en su academia de baile. Me aseguró que sólo fueron un par de meses en que la soledad, ante una fase laboral de su esposo muy intensa, pudo más que el equilibrio de la fidelidad. Pero que supo reconducir la situación, recuperando la fidelidad a las raíces de su responsabilidad. Lo que más le impresionó fue la generosa e inteligente actitud de su marido, Peter, que, detectando la anormalidad de la situación, quiso esperar y recuperar el amor que ella le había deparado, hasta esa fase enferma para sus vidas. Mostrándome los retratos de ambas personas, significadas en su existencia, pensé la noble y ansiada lucha de dos hombre por alcanzar y gozar del amor en una gran mujer. “Mira, vecino, a veces hacemos cosas, adoptamos respuestas, de las que después habremos de arrepentirnos. Pero, en esos aciagos momentos, estamos un tanto ciegos en la cordura y en el equilibrio que presiden nuestros actos. Yo tuve la gran suerte de contar con dos grandes personas que supieron entender y responder con la grandeza del amor. Uno, se esforzó y logró, con inteligencia y paciencia, recuperarlo mientras el otro, con la caballerosidad del respeto, lo sublimó en una renuncia que, también, fue para él muy dolorosa. Los dos me demostraron el cariño que subyace en nuestras almas y que, tan neciamente, en muchas ocasiones, nos empeñamos en ignorar”.
Rara era la semana en que no compartíamos una buena conversación, en esa hora temprana para la merienda en la tarde. A veces, incluso en más de una ocasión, durante ese ciclo de siete días en el calendario. En otro de los momentos, quiso narrarme su ilusión, frustrada, para la adopción de un hijo que le diera proyección a su matrimonio. La naturaleza, el destino, el funcionamiento corporal de él o ella (nunca supieron o quisieron conocer la causa concreta del fracaso para el embarazo; eran otros tiempos, para estas investigaciones) impedía esta prolongación personal en la genética de las personas. Iniciaron el trámite burocrático pero, ante la intensa lentitud del proceso, renunciaron, en una de las etapas de su convivencia en la que ambos estaban muy entregados a la responsabilidad de sus respectivos trabajos. Me confesó, con una serena tristeza en el rostro, que fue un error la decisión que ambos adoptaron, en una desafortunada tarde para la renuncia. Debo añadir que, aquellas días en que me acompañó junto a mis hijos, la observé feliz y entregada en hacerles, en hacernos, grata esas horas para la convivencia. En esas preciadas oportunidades, representaba el papel, creo yo que sincero, de una abuela que juega y comparte las ilusiones de sus nietos. Obviamente, yo representaba para ella el valor de ese hijo que no ha tenido suerte en su matrimonio.
Y, una desafortunada mañana, viajó, sin previsión o dato indicativo, a ese enigmático destino para el que no existen remites u otras señas concretas. Me avisaron de la dura noticia (estaba en mi trabajo) ya que Ingrid llevaba en su documentación el número de mi teléfono móvil. Realizaba ese paseo matinal por los jardines del Parque, cuando los servicios de asistencia nada pudieron hacer por recuperar su desvanecimiento. Entre varios vecinos (uno de ellos ejerce la abogacía) pudimos realizar los trámites necesarios. Incluso tuvimos la suerte de contactar con una sobrina lejana, a fin de que pudiera disponer, como mejor estimase, de sus pertenencias.
Fue otro cruel mazazo para la recuperación de esa estabilidad que trataba de conseguir en los últimos tiempos. Ella había tenido para con su vecino la generosidad y la amistad que tanto necesitaba. Y lo supo hacer con delicadeza, tacto y optimismo. Fue un año y medio, más o menos, en el que sentí la proximidad de una madre y amiga, con sus comentarios, bromas, confidencias y ese sabroso y confortable té de la media tarde. Quiso y consiguió ayudarme haciéndome notar que era ella quien necesitaba de mi amistad. Probablemente, ambas carencias eran ciertas en su reciprocidad.
Fue terrible, de impacto, el sobresalto. Una tarde, también en otoño, cuando me disponía a trabajar con el portátil, veo, en la mesa de la salita, su tetera de fina cerámica, con un té humeante que aromatizaba la habitación. Dos tazas y un plato, en el que descansaban las pastas que ella, con tanto esmero, sabía elaborar para compartir. Un profundo miedo me embargo. Quedé como petrificado, junto a la puerta. Sólo acertaba a preguntarme ¿qué es lo que está ocurriendo? ¿Era verdad lo que veía o todo consistía en un sueño para la imaginación? No son pocas las ocasiones en que los deseos desvanecen las ausencias y éstas se convierten en el milagro de la realidad. Nunca creemos en su veracidad... hasta cuando el absurdo de la ilógica nos convierte en protagonistas de aquello que dibujamos en la memoria de nuestra razón. Cuando volví a casa, tras un largo paseo entre árboles y convivencia por la naturaleza, ya no había nada sobre nuestra mesa para las reuniones, aquéllas donde fluían las palabras, los afectos y una profunda confianza. Todavía hoy me pregunto, si fue el deseo o la necesidad; si fue el sueño o la vida. ¿Era una señal para mi confianza o una transparente sonrisa para el continuar?
José L. Casado Toro (viernes 26 agosto 2011)
Profesor
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