ENTRE TRASTEROS IMPOSIBLES
Y EL CONSUMISMO COMO LATRÍA
Y EL CONSUMISMO COMO LATRÍA
A poco que realicemos un pequeño ejercicio de memoria, todos recordamos aquellas antiguas viviendas que nos acompañaban en los dulces y lejanos años de nuestra infancia. Estaban muy regularmente acondicionadas en sus prestaciones pero, eso sí, construidas con más de un dormitorio y con habitaciones normalmente espaciosas. No todos podían disfrutar, sociológicamente, de las mismas casas. Había muchas que estaban presididas en su arquitectura por la más profunda humildad. Otras, por el contrario, disponían de más de una planta, con numerosas habitaciones para una prole que solía ser, genéticamente, amplia y variada. Tendremos los hijos que “Dios quiera” era una temeraria expresión puesta en boca de muchos matrimonios, dóciles y sumisos ante la realidad. En no pocas de estas viviendas, pertenecientes a familias acomodadas, solíamos encontrar la presencia de una buhardilla, o un sótano (más allá de la planta baja) en donde guardar los enseres que no eran de utilización cotidiana y que, afectiva o utilitariamente, se deseaba conservar. Hoy día, con esa valoración tan substancial del cm3 en espacio disponible, las casas suelen ser espacialmente pequeñas, tanto en habitaciones como en superficies útiles para la habitabilidad. Algunas disponen de un reducido “trastero” o hueco que, muy pronto, queda invadido por mil y un objetos que dificultan, e impiden, en más de los casos, poder avanzar unos centímetros desde la puerta que nuclea la entrada. Más adelante, volveremos a comentar las características de estos densificados, en su contenido, mágicos guardadores de cosas.
Desde hace ya mucho tiempo nuestra sociedad se halla condicionada por el hábito y el culto profano al consumo. En sí misma, esta tendencia no es negativa. Todo lo contrario. Dado el poder adquisitivo de cada cual, sostiene el mecanismo de la producción, permitiendo el funcionamiento empresarial y, lo que es de suma importancia, la oferta laboral subsiguiente. Compramos muchos artículos. En las hojas del calendario ordinario y, de manera especial, en las vacaciones y época de saldos o rebajas. Pero si realizáramos un análisis objetivo del sentido de muchas de esas adquisiciones, caeríamos en la cuenta de la manifiesta falta de necesidad de los mismas para el discurrir sosegado de nuestros días. Bien es verdad que existe una compensación, entre lo lúdico y lo psicológico, para incrementar el número de faldas, pantalones, zapatos y otros aditamentos hogareños. Por no hablar de esos objetos electrónicos que, a veces, ni nos atrevemos a desenvolver del paquete o blister correspondiente o, una vez utilizados, nunca encontramos razón o motivo para hacer uso repetido de los mismos. Total, que van ocupando esas estanterías, armarios o cajones que claman agobiados el ¡por favor, ya no me cabe más! “Esperen, con paciencia y resignación, al próximo bus para el acomodo”.
¡Cuántos objetos, de la más variada tipología, conservamos en ese espacio cada vez más reducido que sustenta nuestros hogares. El padre y la madre. Pero también los hijos (grandes compradores), todos vamos acumulando cosas y trastos inútiles, o de necesidad subsidiaria, provocando esa escena patética, ridícula y repleta de humor, en la que no se puede avanzar a través del armario o altillo pues permanece, muy a nuestro pesar, la “ley física de la impenetrabilidad de la materia”. El lugar que ocupa un cuerpo no puede ser habitado por otro, salvo habilidades, misterios o soluciones, ya esotéricas, ya taumatúrgicas, para profesos en la creencia. Esto voy a guardarlo “por si algún día puede ser útil”. El problema es que ese día se retrasa, en lo indefinido, o se resiste tozudamente en llegar a la estación de destino para nuestra necesidad. Cuando necesitamos una pieza concreta, tenemos que desplazarnos a la tornillería de turno o a la tienda de electricidad del vecino en la esquina, y comprarla sin más. O no sabemos dónde hemos guardado aquel enchufe, hoy necesario, o ese transistor que “a veces fallaba” pero que hoy lo adquirimos con mejor sonido, precio y prestaciones, con el valor añadido del funcionamiento digital.
¿Hablamos de los armarios y altillos para la ropa? Una simple pregunta. Ese jersey que no te gusta, por su color o conformación, y que durante dos inviernos seguidos siempre has buscado justificación para no ponértelo y sustituirlo por otro, más apetecible para tu gusto ¿por qué lo mantenemos guardado en la cajonera o percha del armario? Ese zapato que te hace daño, por muy “martinelli” que ostente en su suela, ¿qué sentido tiene conservarlo una y otra temporada si sabes positivamente que no vas a tener voluntad para hacer sufrir a los pies que te permiten caminar. Y así, una larga lista de cosas que hacen agobiantes, por la falta de espacio, nuestros hogares y pertenencias. Y llegan las rebajas de temporada. Si tienes un poco de paciencia, a comienzos de agosto accederás a unas segundas o terceras rebajas en los complejos y centros comerciales. Lo que valía, en etiqueta, veinte o treinta euros ahora acumula nuevos precios superpuestos de quince, nueve, seis o tres euros. Progresión decreciente para la tentación. Te están ofertando vaqueros de marca a tres euros. La explicación a este enfriamiento en los precios obedece a que las grandes áreas comerciales necesitan ese espacio para colocar los productos del otoño/invierno en la nueva temporada de ventas. Sus almacenes estarán, supongo, más que repletos para guardar, todo un año, esos bañadores o sandalias que competirían en los expositores con las nuevas mercancías de moda anual. ¿Qué sentido tiene guardar ropa, más que usada, cuando la tienes nueva por unos precios verdaderamente atractivos? He constatado rebajas de hasta el 80 % en productos etiquetados con marcas de prestigio o garantía empresarial.
Volvamos por unos minutos a ese pequeño habitáculo denominado trastero. Se trata de una pequeña habitación, normalmente ubicado en la parte baja del edificio, en el que cada vecino (o algunos privilegiados) puede guardar, bajo llave, aquello que no le sirve de momento y se resiste a regalar o tirar al contenedor. Desde aquel viejo ordenador, hasta las bicicletas y cajas de libros de nuestra última titulación. Juguetes para el sentimiento del tiempo que no volverá y ropa de buen uso pero que no se volverá ya a utilizar. Y aquella entrañable lámpara que colgaba del techo en el comedor y que por su estilo “señorial” nos resistimos a eliminar. Hasta muy rodados zapatos y dos cajas de herramientas “por si algún día se han de necesitar”. Cierto día vi, de soslayo, a un inmaculado inodoro que, por llevar la insignia nobiliaria de “Roca” sus propietarios guardaban celosamente, tras jubilarlo en su acogedora y más que necesaria función, con el cariño de algo propio que formaba parte ineludible del patrimonio familiar. Un vecino, haciendo alarde de sinceridad y camaradería, me confesaba, con cierto aire de impotencia, lo siguiente: “te confieso que no tengo ya la menor idea de lo que tengo guardado en el fondo del trastero. El problema es que, tras abrir la puerta, veo que no puedo avanzar más de unas diez centímetros hacia el interior. Si aparto uno de los cacharros, temo, con fundamento, que se pueda venir todo abajo pillándome a mí de por medio. Mejor volver a cerrar la puerta. Pocos alfileres más caben en ese cuadrado para el abandono”.
Las viviendas no pueden convertirse en mini museos para el recuerdo. No existe hoy en ellas espacio suficiente para albergar objetos, de la más diversa tipología, que probablemente vamos a utilizar bien poco en los meses y años venideros. Esos materiales están ocupando un lugar que impedirá la adquisición de otros elementos que tendrían difícil o imposible su llegada, pues no habría posibilidad de encontrarles una desahogada ubicación. Personalmente, he sentido una sensación de agobio cuando he visitado algunas viviendas donde quedan muy escasos centímetros libres, tanto en la pared como en la solería. Apenas hay lugar para moverse con una mínima comodidad o para relajar la visión en los paramentos, mobiliario y atmósfera espacial. Existen salas de espera de facultativos en medicina que te regalan decenas de títulos enmarcados, algunos de una importancia o significación más que relativa. El barroquismo de ostentación decorativa resulta incómodo para la visión. A veces extiendes tu mirada, desde la calle o una ventana de tu domicilio, y observas cómo en muchas terrazas descansan las cosas más insospechadas y variadas. No me refiero a las bicicletas familiares, tampoco a la bombona de butano que se tiene de repuesto, sino a esos armarios de cocina en cuyo interior desconocemos los objetos que se han guardado o voluminosos arcones que hacen imposible el desplazamiento por esos balcones que solemos denominar, con amplia generosidad, terrazas a la calle.
Al llegar a un momento de cambio profundo en mi vida laboral, me he puesto a repasar libros, apuntes, fichas y carpetas. He llegado a asombrarme de la cantidad de cosas que he ido acumulando durante tantos años de ejercicio en la profesión. En su momento tuvieron el uso necesario para el trabajo de cada uno de los días. Hoy he tenido que efectuar una profunda limpieza, realizando numerosos viajes al contenedor azul de la celulosa y los papeles. En muchas de esas carpetas y archivadores había, qué duda cabe, muchos sentimientos y vivencias compartidas atesoradas al paso de los años. He tenido que decirles un adiós agradecido. Necesitaba espacio para ubicar otros materiales más recientes, vinculados al mundo de la fotografía, la informática o el mismo bricolaje. Y nuevos libros, que continúan llegando, para su paciente e ilustrativa lectura que oferta el placer de las horas imaginadas del calendario. En toda esta tarea de “limpieza” (debí haberla emprendido hace muchos calendarios) he querido salvar las fichas de esos más de cuatro mil alumnos que me han enseñado y ayudado a ejercer el trabajo de profesor, de maestro, de docente. El noble y difícil oficio de la educación en valores, en estos tiempos de incentivos para la superficialidad. Sus fotografías y datos aportados en distintos tamaños de fichas merecían su permanencia afectiva. Pero, desde luego, otros muchos materiales debí enviarlos al torno liberador del reciclaje hace ya mucho tiempo. Resulta placentero y relajante observar hoy que aún queda algo de espacio útil en esa balda u oquedad que ha estado prisionera y ocupada por numerosos objetos, inservibles ya, que impedían la llegada y ubicación de otros utensilios diferentes, modernos y de necesidad más oportuna.
Retomando el principio de este relato, y buscando un sentido educativo para nuestros alumnos, puede ser más que interesante dedicar una o más horas de acción tutorial a tratar colectivamente la temática del consumo y la acumulación de objetos en casa. Seguro que muchos de nuestros jóvenes interlocutores afirmarán con su limpia sonrisa la realidad acumulativa que perciben y soportan en sus domicilios. Enseñémosles el equilibrio de saber consumir, conservar y reciclar. Es un camino de sabiduría interesante, práctico e inteligente. Así debe ser la escuela para la vida.-
Desde hace ya mucho tiempo nuestra sociedad se halla condicionada por el hábito y el culto profano al consumo. En sí misma, esta tendencia no es negativa. Todo lo contrario. Dado el poder adquisitivo de cada cual, sostiene el mecanismo de la producción, permitiendo el funcionamiento empresarial y, lo que es de suma importancia, la oferta laboral subsiguiente. Compramos muchos artículos. En las hojas del calendario ordinario y, de manera especial, en las vacaciones y época de saldos o rebajas. Pero si realizáramos un análisis objetivo del sentido de muchas de esas adquisiciones, caeríamos en la cuenta de la manifiesta falta de necesidad de los mismas para el discurrir sosegado de nuestros días. Bien es verdad que existe una compensación, entre lo lúdico y lo psicológico, para incrementar el número de faldas, pantalones, zapatos y otros aditamentos hogareños. Por no hablar de esos objetos electrónicos que, a veces, ni nos atrevemos a desenvolver del paquete o blister correspondiente o, una vez utilizados, nunca encontramos razón o motivo para hacer uso repetido de los mismos. Total, que van ocupando esas estanterías, armarios o cajones que claman agobiados el ¡por favor, ya no me cabe más! “Esperen, con paciencia y resignación, al próximo bus para el acomodo”.
¡Cuántos objetos, de la más variada tipología, conservamos en ese espacio cada vez más reducido que sustenta nuestros hogares. El padre y la madre. Pero también los hijos (grandes compradores), todos vamos acumulando cosas y trastos inútiles, o de necesidad subsidiaria, provocando esa escena patética, ridícula y repleta de humor, en la que no se puede avanzar a través del armario o altillo pues permanece, muy a nuestro pesar, la “ley física de la impenetrabilidad de la materia”. El lugar que ocupa un cuerpo no puede ser habitado por otro, salvo habilidades, misterios o soluciones, ya esotéricas, ya taumatúrgicas, para profesos en la creencia. Esto voy a guardarlo “por si algún día puede ser útil”. El problema es que ese día se retrasa, en lo indefinido, o se resiste tozudamente en llegar a la estación de destino para nuestra necesidad. Cuando necesitamos una pieza concreta, tenemos que desplazarnos a la tornillería de turno o a la tienda de electricidad del vecino en la esquina, y comprarla sin más. O no sabemos dónde hemos guardado aquel enchufe, hoy necesario, o ese transistor que “a veces fallaba” pero que hoy lo adquirimos con mejor sonido, precio y prestaciones, con el valor añadido del funcionamiento digital.
¿Hablamos de los armarios y altillos para la ropa? Una simple pregunta. Ese jersey que no te gusta, por su color o conformación, y que durante dos inviernos seguidos siempre has buscado justificación para no ponértelo y sustituirlo por otro, más apetecible para tu gusto ¿por qué lo mantenemos guardado en la cajonera o percha del armario? Ese zapato que te hace daño, por muy “martinelli” que ostente en su suela, ¿qué sentido tiene conservarlo una y otra temporada si sabes positivamente que no vas a tener voluntad para hacer sufrir a los pies que te permiten caminar. Y así, una larga lista de cosas que hacen agobiantes, por la falta de espacio, nuestros hogares y pertenencias. Y llegan las rebajas de temporada. Si tienes un poco de paciencia, a comienzos de agosto accederás a unas segundas o terceras rebajas en los complejos y centros comerciales. Lo que valía, en etiqueta, veinte o treinta euros ahora acumula nuevos precios superpuestos de quince, nueve, seis o tres euros. Progresión decreciente para la tentación. Te están ofertando vaqueros de marca a tres euros. La explicación a este enfriamiento en los precios obedece a que las grandes áreas comerciales necesitan ese espacio para colocar los productos del otoño/invierno en la nueva temporada de ventas. Sus almacenes estarán, supongo, más que repletos para guardar, todo un año, esos bañadores o sandalias que competirían en los expositores con las nuevas mercancías de moda anual. ¿Qué sentido tiene guardar ropa, más que usada, cuando la tienes nueva por unos precios verdaderamente atractivos? He constatado rebajas de hasta el 80 % en productos etiquetados con marcas de prestigio o garantía empresarial.
Volvamos por unos minutos a ese pequeño habitáculo denominado trastero. Se trata de una pequeña habitación, normalmente ubicado en la parte baja del edificio, en el que cada vecino (o algunos privilegiados) puede guardar, bajo llave, aquello que no le sirve de momento y se resiste a regalar o tirar al contenedor. Desde aquel viejo ordenador, hasta las bicicletas y cajas de libros de nuestra última titulación. Juguetes para el sentimiento del tiempo que no volverá y ropa de buen uso pero que no se volverá ya a utilizar. Y aquella entrañable lámpara que colgaba del techo en el comedor y que por su estilo “señorial” nos resistimos a eliminar. Hasta muy rodados zapatos y dos cajas de herramientas “por si algún día se han de necesitar”. Cierto día vi, de soslayo, a un inmaculado inodoro que, por llevar la insignia nobiliaria de “Roca” sus propietarios guardaban celosamente, tras jubilarlo en su acogedora y más que necesaria función, con el cariño de algo propio que formaba parte ineludible del patrimonio familiar. Un vecino, haciendo alarde de sinceridad y camaradería, me confesaba, con cierto aire de impotencia, lo siguiente: “te confieso que no tengo ya la menor idea de lo que tengo guardado en el fondo del trastero. El problema es que, tras abrir la puerta, veo que no puedo avanzar más de unas diez centímetros hacia el interior. Si aparto uno de los cacharros, temo, con fundamento, que se pueda venir todo abajo pillándome a mí de por medio. Mejor volver a cerrar la puerta. Pocos alfileres más caben en ese cuadrado para el abandono”.
Las viviendas no pueden convertirse en mini museos para el recuerdo. No existe hoy en ellas espacio suficiente para albergar objetos, de la más diversa tipología, que probablemente vamos a utilizar bien poco en los meses y años venideros. Esos materiales están ocupando un lugar que impedirá la adquisición de otros elementos que tendrían difícil o imposible su llegada, pues no habría posibilidad de encontrarles una desahogada ubicación. Personalmente, he sentido una sensación de agobio cuando he visitado algunas viviendas donde quedan muy escasos centímetros libres, tanto en la pared como en la solería. Apenas hay lugar para moverse con una mínima comodidad o para relajar la visión en los paramentos, mobiliario y atmósfera espacial. Existen salas de espera de facultativos en medicina que te regalan decenas de títulos enmarcados, algunos de una importancia o significación más que relativa. El barroquismo de ostentación decorativa resulta incómodo para la visión. A veces extiendes tu mirada, desde la calle o una ventana de tu domicilio, y observas cómo en muchas terrazas descansan las cosas más insospechadas y variadas. No me refiero a las bicicletas familiares, tampoco a la bombona de butano que se tiene de repuesto, sino a esos armarios de cocina en cuyo interior desconocemos los objetos que se han guardado o voluminosos arcones que hacen imposible el desplazamiento por esos balcones que solemos denominar, con amplia generosidad, terrazas a la calle.
Al llegar a un momento de cambio profundo en mi vida laboral, me he puesto a repasar libros, apuntes, fichas y carpetas. He llegado a asombrarme de la cantidad de cosas que he ido acumulando durante tantos años de ejercicio en la profesión. En su momento tuvieron el uso necesario para el trabajo de cada uno de los días. Hoy he tenido que efectuar una profunda limpieza, realizando numerosos viajes al contenedor azul de la celulosa y los papeles. En muchas de esas carpetas y archivadores había, qué duda cabe, muchos sentimientos y vivencias compartidas atesoradas al paso de los años. He tenido que decirles un adiós agradecido. Necesitaba espacio para ubicar otros materiales más recientes, vinculados al mundo de la fotografía, la informática o el mismo bricolaje. Y nuevos libros, que continúan llegando, para su paciente e ilustrativa lectura que oferta el placer de las horas imaginadas del calendario. En toda esta tarea de “limpieza” (debí haberla emprendido hace muchos calendarios) he querido salvar las fichas de esos más de cuatro mil alumnos que me han enseñado y ayudado a ejercer el trabajo de profesor, de maestro, de docente. El noble y difícil oficio de la educación en valores, en estos tiempos de incentivos para la superficialidad. Sus fotografías y datos aportados en distintos tamaños de fichas merecían su permanencia afectiva. Pero, desde luego, otros muchos materiales debí enviarlos al torno liberador del reciclaje hace ya mucho tiempo. Resulta placentero y relajante observar hoy que aún queda algo de espacio útil en esa balda u oquedad que ha estado prisionera y ocupada por numerosos objetos, inservibles ya, que impedían la llegada y ubicación de otros utensilios diferentes, modernos y de necesidad más oportuna.
Retomando el principio de este relato, y buscando un sentido educativo para nuestros alumnos, puede ser más que interesante dedicar una o más horas de acción tutorial a tratar colectivamente la temática del consumo y la acumulación de objetos en casa. Seguro que muchos de nuestros jóvenes interlocutores afirmarán con su limpia sonrisa la realidad acumulativa que perciben y soportan en sus domicilios. Enseñémosles el equilibrio de saber consumir, conservar y reciclar. Es un camino de sabiduría interesante, práctico e inteligente. Así debe ser la escuela para la vida.-
José L. Casado Toro (viernes 17 septiembre 2010)
Profesor
Profesor
No hay comentarios:
Publicar un comentario