viernes, 27 de septiembre de 2024

UNA SINGULAR CLIENTA EN LA MAROMA

Junto a las grandes y poderosas cadenas comerciales, cuyas acciones de propiedad y centros de decisión están sustentados a nivel de la globalización internacional, el pequeño y tradicional comercio local apenas sobrevive hoy en los barrios de las ciudades y en las pequeñas localidades rurales. Sobre todo, porque unos y otros han de enfrentarse a la cada vez más potente y productiva en beneficios venta on-line, a través de Internet. Y en esta densa “tela de araña” de transacciones mercantiles, resiste “milagrosamente” también un peculiar comercio de preciadas artesanías, cuyos vendedores son en general los propios fabricantes de tan cuidados y bien elaborados productos, la mayoría insertos en la “industria” de la manualidad. Y fue precisamente en este artesanal sector donde encontramos a los protagonistas del relato cuya narración a continuación se desarrolla.

PABLO Campanal Trueba era uno de los numerosos jóvenes que no había sido favorecido por la fortuna de la suerte, tanto en su formación académica, como posteriormente en sus intentos de inserción en el mundo laboral. Fue un mediocre escolar, tanto en su infancia como en su adolescencia. Al cumplir la mayoría de edad carecía de ese expediente o titulación que pueden ayudar/facilitar un trabajo remunerado. Por fortuna, por insistencia de don Ezequiel, su padre, que ejercía de cobrador de “morosos”, aceptó matricularse en un módulo de manipulador comercial y posteriormente en otro dedicado a la enseñanza de idiomas, para al menos “chapurrear” algo de inglés. A partir de los 18 años, fue pasando por una cadena de empleos eventuales, de la más variada naturaleza: limpiador de lunas de escaparates, ayudante de pintores de fachadas colgados desde las terrazas de los edificios, vendedor a comisión de botellines de agua, en los días de partidos de fútbol en Estadio de la Rosaleda, reponedor en centros comerciales… experiencias en absoluto estables.

Esas breves experiencias laborales también las combinaba con otras de carácter afectivo, dada su joven edad. Con MARIOLA, cajera de un supermercado, parece que la estabilidad era más amplia, en el terreno de lo que podríamos denominar noviazgo. Pablo continuaba viviendo en casa de sus padres, EZEQUIEL y LORENZA, así que podía ir acumulando unos ahorros, pensando en que su relación con esta chica podría tener algo de futuro.

A todo el mundo puede llegarle algún día la bondad o el premio de la suerte. Y esta situación fue la que le llegó cuando su documento de identidad ya marcaba los 28. Un tío suyo, LUCAS, se ganaba la vida como comerciante en uno de los puestos artesanales instalados frente a la estación central de ferrocarril MÁLAGA MARÍA ZAMBRANO, en el complejo intermodal de movilidad de Vialia. Una semana, al tío Lucas le tocó una “buena tajada” en el sorteo de la Lotería Primitiva (más de cien mil euros). Este veterano comerciante que ya alcanzaba los 62, había cotizado como autónomo durante más de tres décadas, así que viéndose con dinero y con ganas de “vivir” con tranquilidad, siendo sexagenario y con ganas de diversión, pensó en deshacerse de ese puesto artesano que le había dado de comer durante muchos años, en el mercadillo denominado popularmente de los “hippies”. Lucas, desde luego, no daba el tipo de persona con vivencias “antisistema”. Simplemente era un modesto comerciante de artículos de uso y regalo, con abundante mercancía procedente de Marruecos.

Tras pensarlo muy bien, una mañana llamó a su único sobrino Pablo, para que acudiera esa noche a su casa. Lo invitaba a cenar, pues quería hablar con él acerca de un importante asunto.

“Mira, sobrino, he decidido dejar el negocio de la venta de artesanía, después de toda una vida dedicándome a este comercio. Podría vender o alquilar este interesante puesto que está muy bien situado en la Explanada de la Estación. Pero antes de hacerlo, quiero proponerte una sugestiva oferta: como no tengo otro sobrino ni hijos, me gustaría que recibieras mi herencia estando yo con vida. Por decirlo de una forma simpática, te la vendo por sólo 1 euro. No sólo el punto de venta, sino también todo el material que tengo guardado en un trastero y por supuesto las mercancías expuestas para la venta. Mi “regalo” es un seguro de vida para mi único heredero, querido Pablo. Has tenido empleos de poca estabilidad en comercios, así que tienes algo de experiencia. Igualmente me has visto trabajar, día tras día. Si llevas bien el negocio, te puede dar para vivir con dignidad. Mariola, tu novia tiene trabajo. Podéis formar una acomodada familia. ¿Qué te parece mi oferta? Si la aceptas, mañana mismo vamos al notario y firmamos la escritura de venta. Y no te olvides de llevar 1 euro ¡¡¡ja, ja ja!!!”.

Pablo, a sus veintiocho años se echó a llorar de emoción. Con el regalo de su tío Lucas, se le estaba abriendo, a sus 28 “abriles”, un interesante camino como comerciante autónomo. Su tío había sabido llevar muy bien este pequeño negocio. El no podía defraudar la confianza que le ofrecía este buen y generoso familiar. Se abrazó a Lucas dándole mil gracias y juró no olvidar nunca aquel día de julio del 2024.

Cuando aquella noche contó a sus padres la charla con Lucas, éstos también daban “saltos de alegría”. La propia Lorenza comentaba, plenamente emocionada, “cuando a mi hermano le tocó la lotería primitiva, presentía que podía tener un gesto muy hermoso con su único sobrino. No me equivocaba, Así que ya tienes “un porvenir” mi Pablo querido. Ahora lo debes aprovechar. Y también, puedes ir pensando en la boda”. Todos se abrazaban y besaban. Fue una noche de intenso júbilo, en el domicilio de los Campanal – Arriate.

Corrieron las semanas en el almanaque. Pablo fue tomando el control y relevo en su nuevo puesto de vendedor y propietario de un alegre y útil comercio de bien elaboradas artesanías, negocio titulado LA MAROMA (su tío había nacido en las templadas tierras de la Axarquía). ¿Cuáles eran los productos más usuales para la venta en esta pequeña tienda? Mantones policolores de algodón, mochilas de todos los tamaños, carteras, maletas, correas, babuchas, sandalias, elaboradas con piel de camello o vacuno. Vistosos pareos de seda, collares, diversos tipos de espejos enmarcados de brillantes latones, tareas granadinas, joyeros, abalorios, marcos de ajedrez, cojines de piel y de hilados de algodón, piezas de cerámica decorativa. etc. Pablo también introdujo entre los artículos de venta, algunos alimentos, como la miel, dátiles, especias y apetitosos caramelos. El negocio comenzaba a ir “viento en popa” pues las ventas eran muy esperanzadoras, dada la calidad de los materiales y los precios ajustados que favorecían la clientela.

Había un marchante, llamado AMED, con edad indefinible que ocultaba con humor (decía, “igual tengo más de 60 lunas) que siempre sonreía, mostrando sus mellas dentarias. Vestía con un gorro de fieltro rojo, túnica beige de lino, calzando las típicas babuchas morunas. El bueno de Amed venía cada quince días al puesto de Pablo, con amplia mercancía que llevaba en grandes faldones transportados en una pequeña furgoneta, vehículo que asombraba, dado lo vetusto que era y los numerosos “remiendos” que mostraba en su carrocería. Literalmente, el vehículo se caía por los cuatro costados. Pero el abastecedor marroquí (era de Larache) decía, mirando con respeto hacia el este, zona de la Meca, “Allah permite que el motor funcione y me pueda ganar el pan de cada día”. Pablo le hacía un listado de pedidos, que el marroquí servía quincenalmente, pues tenía buenos contactos en la frontera de Algeciras y casi nunca tuvo dificultades para pasar lo que deseaba.

La política comercial de Pablo era inteligentemente agresiva, pues le estaba dando excelentes resultados. Los precios que ponía a sus mercancías resultaban un 15 o 20% más baratos, con respecto a los establecidos por la competencia. Además, siempre tenía algún “detalle” con aquellos clientes que adquirían algún regalo, capricho o necesidad (llaveros, una burbujita de perfume pachuli o similar, imán con motivos para la puerta del frigorífico, etc.) Se sentía feliz pues ahora era “empresario” y trabajaba “para él”. Obteniendo unas rentas que le permitían vivir con dignidad y poder pensar en ese futuro enlace con Mariola. Practicaba también el diálogo ameno con los clientes, explicándoles las características del producto que compraban, cómo mejor conservarlo y cuidarlo, especialmente para los artículos de piel o cuero.

Cierto día, era lunes, se acercó a su puesto una joven estaría en su treintena inicial. Era muy joven y bien parecida, cabello castaño, ojos gris celestes, ágil de mente y cuerpo y con esa sonrisa que abre mil puertas. Se presentó como LAURA, confesando su interés por los precios tan atractivos que tenían los numerosos materiales expuestos. “Creo que tienes los mejores precios para estas artesanías de la piel”. A Pablo le extrañó la petición (muy numerosa) que esta cliente le hacía para comprar: cinco mochilas de piel con distintivos tamaños, seis correas del mismo material, seis mantones preciosos de algodón, y otros seis pareos de seda natural. Pagó con tarjeta bancaria Master Car. Recibió como regalo una colección de diez burbujitas de perfume, haciéndole además una rebaja en la suma total. Pablo le hizo algún comentario acerca si tenía que hacer muchos regalos en perspectiva, pero la joven, con su sonrisa a medio camino entre traviesa y angelical, cambió de conversación. No se explicaba todo el material que había vendido de una sola “tacada”. La venta de ese lunes no iba a ser fácil olvidarla durante mucho tiempo. Tendría que aumentar el listado de pedidos al “tío” Amed”, que llegaría puntual con mercancías, como hacía todos los miércoles.

Para su gran extrañeza, el lunes siguiente vio aparecer a la joven Laura, quien repitió básicamente su compra. Llenando los dos trolleys que traía. La chica era un tanto reservada en su conversación, pero pagaba “religiosamente” toda la mercancía que adquiría. Pero nunca perdía su linda sonrisa, contagiando con esa simpatía al vendedor propietario que la atendía. La presencia de esta “interesante cliente se fue repitiendo en lunes alternos. Ante alguna insinuación que Pablo le hacía acerca de las compras, ella solo le respondía “son los negocios, buen amigo”.  La realidad es que Pablo ganaba. Amed también ganaba, Y probablemente, seguro, que Laura también lo hacía.  

La relación con Mariola, iba… Algunas tardes y durante los fines de semana los dedicaban a ver pisos de 2ª y 3ª mano. Pablo contactó con un amigo sin trabajo, Lalo, para que lo sustituyera en el puesto del mercadillo, cuando tenía que hacer gestiones administrativas y en el tema del piso que estaba buscando. El hecho de que él y Mariona aún convivieran con sus padres facilitaba la consecución de unos ahorros que eran fundamentales para el futuro.

Una mañana de julio, domingo, Pablo tuvo que desplazarse al Aeropuerto de Málaga, P. R. Picasso, a fin de recoger a sus padres que viajaban desde Barcelona a donde se habían desplazado para visitar al tío Cosme, un hermano de su padre que había sido operado en la capital condal, ciudad en la que residía desde hacía décadas. Habían encontrado un vuelo low cost que les salía más económico que tomar el AVE. Pablo se había acercado al aeropuerto en el tren cercanías con una cierta antelación, pues siempre destacaba en él su estricta puntualidad. Paseaba por el exterior de la puerta para las llegadas. Había gran cantidad de viajeros y personas que esperaban a familiares y amigos. El trasiego era el propio de un domingo de julio, con la vorágine turística.

Quiso la casualidad, el azar o el destino, que a lo lejos percibiera la figura de una joven que le resultó conocida desde el primer momento que la vio, a pesar de la distancia. Llevaba gafas de sol, gorrilla deportiva azul y sandalias morunas de cuero. Para su inmensa sorpresa, se trataba de Laura, la gran compradora de los lunes en su puesto delante de Vialia. Llevaba su carrito de siempre, que bien conocía, y en las manos un par de mochilas y unos pareos de algodón, de los que había comprado en su puesto. Cuando salían los viajeros, especialmente extranjeros, ella se acercaba, ofreciéndoles esa mercancía que suele ser muy útil cuando se realiza un viaje. Sobre todo, cuando esa interesante mercancía, de buena calidad, te la ofrecen a un precio excelente, que muchos extranjeros pueden pagar cómodamente pues proceden de países con un más alto nivel de vida y precios.

En unos segundos sus ojos se encontraron, con la fuerza de la amistad. Ambos coincidieron en el conocimiento de lo que estaba pasando.

“Bueno, ya sabes mi secreto, buen amigo Pablo. Es una forma honrada para poder dar de comer a una pequeña que tengo, pues soy madre soltera. Mezclo estas ventas con horas de limpieza que me dan en una empresa de multiservicios. Esta mochila que tengo en las manos me la vendiste por 20 euros. Yo pido por ella 40 y si veo que les gusta regatear la voy bajando de precio hasta los 38, 35 euros … La verdad es que vendo bastante, porque tus productos son de gran calidad y a un precio muy ajustado para superar a la competencia. Con lo que voy sacando en la limpieza y en la venta ambulante, puedo llegar algunos meses a los mil y pico euros. Los servicios sociales del municipio me han dado un carné de “pobre”, por la niña, MÓNICA, a la que debo cuidad y alimentar. Mi madre, con la que convivo, me echa una mano mientras trabajo.”

Esta preciosa historia dejó sorprendido a Pablo Campanal. En realidad, él se imaginaba que la chica hacía una reventa de lo que compraba. No era lógico comprar tantas mercancías, cada lunes. Se mostró muy cariñoso con Laura, agradeciéndole que fuera a su puesto para la adquisición de esos artículos que con su posterior venta le permitían ganar unos euros. “Es admirable lo que haces. No te preocupes, que cuando vuelvas el próximo lunes o cuando sea, te haré un precio todavía más especial. Por cierto, espero que algún lleves contigo a tu pequeña Mónica, será hermoso conocerla. Tendré también algún lindo detalle para ella”.

La amistad entre ambos jóvenes aún se consolidó más, tras la confidencia que Laura le había hecho al dueño de LA MAROMA. A partir de ese día y siempre que puede, Laura, 27, acude a comprar la nueva mercancía acompañada de su alegre hijita Mónica (7). Mientras su madre va ojeando los artículos que se va a llevar para revender, Pablo disfruta jugueteando con la pequeña, que es muy receptiva y espontánea en sus simpáticas respuestas. En los momentos en que Mariola y Pablo discuten o tienen diferencias por cualquier motivo, éste siempre piensa en Laura, esa jovial y dinámica clienta que revende sus productos en las aglomeraciones turísticas.  -

 

 

UNA SINGULAR CLIENTA

EN LA MAROMA

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 20 septiembre 2024

                                                                                                                                                                                                  

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viernes, 13 de septiembre de 2024

DULCES LATIDOS PARA LA ESPERANZA

El silencioso reloj del despacho marcaba las 20:10, en un viernes caluroso del mes de julio. Don BONIFACIO, jefe y propietario de la céntrica gestoría, hacía un buen rato que se había marchado, ya que tenía concertada una cena de aniversario con su esposa DORITA. Antes de abandonar la instalación, deseó un buen fin de semana a los dos fieles empleados, recordándoles que cerraran bien puertas y ventanas y apagaran los ventiladores y las luces, para no forzar la factura de Endesa.

VIRGINIA (46) seguía tecleando mecánicamente en su ordenador MAC, pues quería terminar un asunto pendiente, mientras que ELADIO (51) también completaba y guardaba unos informes, cuyos impresos iba guardando en un voluminoso archivador. Ambos empleados llevaban trabajando en la GESTORÍA ALMECES, 18 Y 22 AÑOS, respectivamente. En tan dilatado período laboral, la relación entre ambos administrativos, siempre cordial y generosa había estado también presidida por el respeto y la cuidada recíproca privacidad. Al margen de los asuntos propios de su trabajo administrativo, la vida personal de uno y otro había sido cuidadosamente respetada, como un acuerdo tácito entre dos personas que tenían que pasar muchas horas juntos, siendo ambos extremadamente reservados.

El carácter de Virginia era afable y ejemplar, por su responsabilidad ante las obligaciones del trabajo. A pesar de su edad permanecía sin pareja conocida. En los momentos que abría un poco su “coraza psicológica” se mostraba como una persona amable y generosa. Su rostro y estructura corporal no sería calificada de “belleza” por el común de los mortales. Tampoco era ostentosa con la ropa que utilizaba. Su propia madre le aconsejaba en ocasiones que atendiera más al cuidado de su rostro, carente de atractivos. Por esos minutos del café, en la hora del desayuno y la media tarde, sus compañeros de gestoría (el jefe, Eladio y algún contratado eventual) sabían que convivía con su madree, doña AURELIA, señora que había enviudado hacía décadas, cuando su única hija estaba en plena adolescencia. TIMOTEO era mecánico de concesionaria de automóviles, sufriendo una tarde un alza de tensión extrema que no pudo superar. Pero la buena señora supo sacar a su hija adelante, aplicando para ello la pensión que le había quedado y su habilidad para la costura. La joven Virginia estudió un módulo de formación profesional de administración y oficinas, que acabó abriéndole las puertas de la gestoría en la que trabaja desde hace 18 años.  

En cuanto a su compañero Eladio, también un laborioso profesional administrativo, era persona un tanto condicionada por padecer un defecto que ha condicionado, en su opinión, parte de au existencia. Desde pequeño soportaba una tartamudez, probablemente potenciada por una infancia desgraciada entre dos padres que no se soportaban. Ese condicionante expresivo no ha podido superarlo, aun asistiendo a sesiones de logopedia y tratamiento psicológico, impartido lógicamente por profesionales especializados en la materia. Tuvo un matrimonio con JIMENA que, como él suele comentar, medio en serio o medio en broma, pero con un trasfondo de dolor, sólo duró dos años y dos meses. De una noche al día, su mujer buscó otra pareja, con mejores incentivos físicos y económicos. La cigüeña no quiso visitar el domicilio en el que ambos residían, en una convivencia en la que desde el principio esa joven nunca creyó. La dolorosa ruptura dejó el ánimo del oficinista bastante deteriorado. Jimena, en palabras de su compañero era una “cabeza loca” y él reconocía ser un perfecto aburrido. Eladio había entrado en la gestoría Almeces realizando la sustitución provisional de un administrativo que se había vinculado a una notaría, con mejor sueldo y horario. Como Eladio respondía eficazmente con su trabajo, Don Bonifacio lo hizo “fijo” y ahí sigue, con su vida rutinaria, gris y sin brillo, a sus 51, desde hace más de dos décadas.

Generalmente era Eladio quien se encargaba, con toda puntualidad, de cerrar bien la oficina, ventanas, persianas, desconexión eléctrica y la puerta principal en la Gestoría Almeces, sita en la céntrica y muy transitada Alameda Principal malacitana. La oficina ocupa la plata entresuelo, en un edificio vetusto, pero ampliamente reformado especialmente en su estructura y decoración interior. Pero ese viernes de julio, uno y otro empleado, a pesar de que faltaban escasos minutos para la finalización de su horario laboral, permanecían sentados, detrás de sus respectivas mesas de trabajo, sin hacer ademán de recoger el material que tenían encima de sus escritorios y cumplir las indicaciones que el jefe, de una forma mecánica, les había transmitido. Ninguno de los dos rompía la cortina de silencio que los separaba apenas un par de metros. Parecía que se aferraban a seguir allí sentados, con los ordenadores encendidos, pues las expectativas para ese fin de semana que estaba a punto de comenzar no les ofrecía incentivos suficientes para abandonar la “seguridad” de un horario y unas obligaciones, para las que se sentían útiles, distraídos y liberados de su atonía vivencial.

En un instante, estos dos seres aquejados de esa dolencia que los humanos llaman soledad. Fijaron sus “huérfanas” miradas entre sí, permaneciendo de esta forma, en la que “hablan” los silencios durante segundos, muchos segundos. Fue Virginia quien después de esta tensa espera, comenzó a hablar, recurriendo, una vez más, a la situación térmica. La tarde estaba metida en ese incómodo por su aridez viento de terral, que tanto temen nativos y visitantes. La respuesta de su atento interlocutor, con sus inflexiones de tartamudez habituales, fue del todo sorprendente, tanto para esa solitaria mujer que tenía enfrente, como para él mismo:

“Amiga Virginia, llevamos muchos años compartiendo este rutinario y cansino trabajo y creo que debo sincerarme contigo. ¿Tienes algunos minutos para escucharme?” La cariñosa sonrisa de su compañera de trabajo era toda una respuesta afirmativa. “Mientras que para muchos trabajadores, el viernes es un día alegre, con las lógicas expectativas del fin de semana, para mí es un día amargo, pues mañana no podré volver a sentarme en mi puesto de trabajo. Y ya hasta el lunes. Mis sábados y domingos no son agradables, son penosamente aburridos. A pesar del cine o la televisión. A pesar de los largos paseos. Incluso cuando voy a almorzar o cenar fuera de casa. Y la causa de esta desazón, es la falta de amistades. La soledad personal. Jimena, mi exmujer, me acusaba de aburrido. Tal vez llevara razón, pero lo que más me dolía era la forma en como lo expresaba. Después de este medio siglo de vida que he recorrido, me gustaría, anhelaría tener motivos para cambiar. Tener alguien a quien querer. A quien narrarle mis pensamientos e ilusiones. Esa sería, pienso, la mejor medicina para cambiar. El gran revulsivo para vitalizar mi existencia y también entregarme, con toda mi alma, hacia esa persona, con cariño, amor y respeto, que aceptara darme una oportunidad para eso tan hermoso, como es quererla y compartir con ella mis vida..

Desde hace mucho tiempo he pensado en ti. Pero, ya sea por timidez, que tantas veces nos condiciona en este afectivo tema del cariño y la necesidad, por el miedo a recibir una “jocosa” negativa, por temor a molestarte y también por mi forma de hablar, con esas interrupciones que no son agradables, ni para quien las hace ni para quien las escucha, he ido dejando para otro momento, para otra mañana, un día tras otro, poder compartir contigo estos sentimientos, que desde luego son nobles, sinceros y muy cariñosos hacia tu persona”

Durante otros largos segundos, revestidos de tensión, desde luego que interminables, ambos administrativos mantuvieron sus miradas, con respeto y una cierta dulzura recíproca, que inútilmente trataban de disimular. Las manecillas del reloj frontal de la oficina seguían su marcha, como no podía ser de otra forma: ya marcaban las 20:43.

Virginia entendió ineludible plantear su protagonismo, desde de toda una declaración de amor del hombre que había sido y era su compañero, a lo largo de tantos años. Se levantó de su silla giratoria y caminó lentamente hacia la mesa de Eladio, tomando asiento a muy escasos centímetros de ese ser cuyos latidos cardiacos eran perceptibles en el silencio de la “fría” oficina.

“Ya que te has sincerado, de una forma hermosa y valiente, gesto que te agradezco en el alma, yo también quiero y debo responder a tu limpia franqueza. Durante muchas momentos y oportunidades, a lo largo de estos años, he querido y esperado escuchar algo parecido a lo que hoy has tenido el valor y fuerza de decirme. Te confieso Eladio, que para mí los fines de semana tampoco son divertidos. Mis amigas de la época juvenil, lógicamente, hoy tienen sus familias y sus problemas. Algunas ya andan incluso con nietos. Nos vemos muy de tarde en tarde. Es duro reconocerlo, pero volver el lunes a la oficina puedo sentirlo como una liberación. Claro que me siento sola. Mi madre ya es una persona muy mayor. Claro que he pensado y mucho en ti, compañero, amigo, querido Eladio. Eres una muy buena persona. Una gran persona. Desde luego que confío mucho, siempre lo he hecho, en ti”.

Antes de que Virginia continuara, su atento interlocutor quiso aportar una idea que le barruntaba en la cabeza desde hacía muchos minutos: “¿Te gustaría, Virginia, cenar conmigo esta noche tan cálida, tan hermosa y veraniega? Sé que te agrada la comida oriental, alguna vez lo has comentado. Buscamos un buen restaurante chino y podemos pasar un buen rato los dos juntos. Precisamente en la Farola hay uno desde donde se ve el mar y el dulce atardecer. Debe ser precioso disfrutar de una noche con el cielo lleno de estrellas, estando junto a ti. Te aseguro que es lo que más deseo en este momento. Además, no nos queda lejos. Tomamos cualquier bus o mejor … podemos ir paseando.

“Me encantaría, querido Eladio, te lo aseguro”. Con la ilusión propia de una niña, Virginia le escribió un whats-app a su madre doña Aurelia, explicándole sucintamente que esa noche volvería a casa más tarde, pues iba a cenar con su buen compañero de trabajo Eladio. Así que, como dos “niños” ilusionados, bajaron las persianas, cortaron la luz y cerraron bien la puerta. Eladio, todo paciente, esperó a que Virginia se “arreglara” un poco en el servicio “ya sabes que las mujeres somos algo coquetas”.

Ambos sonreían cuando caminaban por la Alameda. En un momento concreto, ella tomó la iniciativa, cogiendo la mano de su compañero, detalle que Eladio agradeció con una tierna y cariñosa mirada. Atardecía. Anochecía. Pero para ellos ¡AMANECÍA! Las estrellas, a poco, ya se iban notando y mostrando sobre el manto cada vez más azulado del cielo. Por supuesto, para Eladio y Virginia sonreían.

Eligieron el camino junto al mar, por su mayor frescura y también por su mayor tensión romántica. A esa avanzada hora de un día de julio, las aguas serenas del puerto malacitano iban reflejando los últimos rayos solares, anaranjados, juguetones y sensitivos para almas necesitadas de compañía, afecto y cariño. Ciertamente a esa hora el puerto estaba de “bote en bote” pues ya no molestaba el tibio sol de la tarde, que tanto castiga en horas centrales del día. Ya casi se había despedido el astro solar y entonces llegaba el protagonismo aromático de la marisma salina mediterránea, en la bahía malacitana.

Llegados a su destino, tras ese lento y largo paseo, el mejor de los paseos, para dos almas receptivas del calor humano que tanto reconforta, eligieron una mesa en la terraza del restaurante Gong Shea. Como el calor reinante durante el día se iba refrescando con la brisa de levante procedente del mar, pidieron una comida ligera. Ambos estaban emocionados por este momento de unión que tanto habían imaginado y que ahora se sentían felices para poderlo disfrutar. Arroz frito especial y un plato de ternera con verduras a compartir. Intercambio continuo de sonrisas y saboreando el buen arte culinario del cocinero oriental. Fue Eladio, con su tartamudeo potenciado, por el efecto de los nervios, quien expresó una frase muy hermosa que emocionó a una Virginia que se sentía inmensamente feliz:

“No me explico, como teniendo un tesoro tan cerca, no me haya atrevido a decirte lo que tantas veces sentía: un sincero amor hacia ti, querida compañera”. En ese momento, una mujer plenamente halagada por estas bellas palabras, le cogió la mano y le dijo con cariño: “Eres una buena persona. Yo también he pensado mucho en ti. He sabido esperar. Ha merecido la pena el esfuerzo paciente. Con fé todo se consigue. Hoy es un día feliz para los dos”.

A partir de aquella inolvidable noche de julio, dos almas necesitadas de amor, cariño y verdadera amistad iniciaron una preciosa relación que a pocas semanas se reflejó en una convivencia en la mejor armonía. Eladio acepto desde el principio que doña Aurelia viviera con ellos, porque la buena señora necesitaba tener cerca a su hija, en el domicilio común de los tres. “Hija mía, no pierdas a este buen hombre que Dios a puesto en tu camino. Cuídalo y respétalo. Eladio te va a hacer muy feliz”.

Esta es una historia simple, sencilla y de las que deben acaban “bien”. Nos ofrece variadas y útiles enseñanzas. Cualquier edad puede ser buena para el amor. Precisamente la madurez cronológica y vivencial de Virginia y Eladio, les iba a proporcionar una estabilidad y fidelidad en su buena convivencia, que otros enlaces y vínculos no saben apreciar y mantener. La tonalidad gris y aburrida de sus respectivas vidas se tornó en limpios colores para la esperanza. No son pocas las ocasiones en que tenemos muy cerca de nosotros la solución a muchos de los problemas que nos inquietan y desazonan. Tal vez esa proximidad nos nubla la mente para no ver luces donde sólo imaginamos sombras.

Don Bonifacio Almeces y doña Aurelia Almansa fueron `padrinos y madrina de una agradable y entrañable boda, celebrada en el santuario de la patrona de Málaga, Ntra. Sra. de la Victoria. El generoso padrino y propietario de la gestoría donde ambos trabajan regaló a sus dos ejemplares empleados una estancia en Paris de una semana, con todos los gastos pagados. Los latidos del corazón de estas dos modestas personas están ahora henchidos de una justa y confortable esperanza.  -

            

 

 

 DULCES LATIDOS PARA

LA ESPERANZA

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 13 septiembre 2024

                                                                                                                                                                                                                               

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viernes, 6 de septiembre de 2024

LA CASA ENCANTADA DE FRASIO

Si retrocedemos a los años, ciertamente ya muy lejanos, de nuestra infancia, vendrá a nuestra mente el ingenio y la fresca imaginación que aplicábamos para improvisar y organizar diversos juegos, a fin de “rellenar” el mucho tiempo disponible para la distracción. Aquellos niños de los 50 y los 60 casi siempre encontrábamos motivos y oportunidades para desarrollar actividades para el divertimento, que vitalizaban una época de carencias y limitaciones materiales para una gran mayoría de chavales y sus familias. Hay que repetirlo, aunque de sobra es bien sabido. Los niños de aquellos años no teníamos televisores, ordenadores, tablets u otros periféricos informáticos, de uso común en la época actual para todas las edades.

Pero había que distraerse y arbitrar los medios más ingeniosos para ello. Nos gustaba, lógicamente, mucho el cine, esa vía de escape para niños, jóvenes y mayores, en esas tardes de los fines de semana, cuando el cielo estaba nublado o amenaza lluvia. Los días soleados eran propicios para “jugar en la calle”. Programas dobles, en cines de barrio, cuyas entradas no eran en demasía costosas para para poder asistir a esas otras vidas de la gran pantalla. Casi sin saberlo, aplicábamos la empatía a todos los personajes que aparecían en las películas. “Éramos” también, policías, vaqueros, soldados y detectives o incluso esos frailes y clérigos de vida ejemplar que hacían el bien e incluso “milagros” por la acción de la Providencia. Por supuesto que el fútbol era otra dulce y atractiva medicina, para emular a los “héroes de los campos deportivos; coleccionando los cromos de los grandes artistas del balón, que jugaban en los equipos de la1ª división de la liga español. Se pasaban horas ante la radio escuchando el desarrollo de los partidos de futbol, repitiendo sin errores las alineaciones de esos equipos, mucho mejor que la tabla de multiplicar y llevando a la práctica ese apasionante juego, con cualquier cosa que se asemejara o sirviera de balón: pelotes de goma, trozos de madera o incluso las chapas de lata que cerraban las botellas de cerveza.

Una distracción que a los niños motivaba, excitaba y asustaba, consistía en intercambiar historias de miedo o temor, que solían acabar en risas e infantiles exageraciones. En este contexto, era frecuente que se identificara a una de las casas del barrio, como vivienda de esos fantasmas que anidaban en la imaginación de la chiquillería de la época. Generalmente era una casa deshabitada o con algún inquilino mayor, de apariencia “siniestra” y poco comunicativo. Para el divertimento emocional de esos grupos de amigos, esa antigua y vetusta edificación, era “LA CASA ENCANTADA”. Vayamos pues, tras esta introducción, al fondo de nuestro relato de esta semana.

Finales de la década de los 50, en una Málaga tranquila, sosegada, provinciana, en absoluto “invadida o visitada” por la oleada turística iniciada a mediados de los 60. Una soleada ciudad marítima determinada o condicionada por el nacional catolicismo que casi todo lo impregnaba. Eran “llevaderas” las muchas carencias materiales, en unos barrios bulliciosos, con una mayoría de población humilde que trataba de ganarse modestamente la vida aplicando el ingenio y la sencillez en sus labiosas profesiones. Los incentivos lúdicos antes citados del cine, radio y futbol, también las corridas de toros, como vías de escape para esa distracción que paliara la inmediatez de una cruenta guerra civil, que había dejado graves secuelas para la necesaria convivencia. En estos barrios populosos (Trinidad, Perchel, Capuchinos, Ciudad jardín, Carretera de Cádiz, Carranque, etc.) se generaba una grata fraternidad solidaria, en la que el costumbrismo castizo y la llaneza de trato era común entre los sencillos convecinos. Y por supuesto, había muchos niños, en las escuelas, en las calles y en ese vínculo parroquial que la ideología de la época promovía e incluso “obligaba”.

ALEX y MARUCHI eran los hijos de ANSELMO, propietario de una carbonería, y de FLORENCIA, ama de casa, con sus labores y obligaciones subsiguientes. Alex, el benjamín de la familia había nacido en el ecuador secular de 1950. Alcanzaba ya su novena anualidad. Su hermana era dos años mayor que él y estaba inmersa en esa etapa difícil en la evolución hacia la preadolescencia. La familia Onega-Capitán residía en el barrio centro, de la Málaga antigua. Sus hijos, naturalmente, formaban parte de esas “pandillas” de amigos compañeros de colegio. La niña era alumna de la Presentación, en calle Nosquera, mientras que su hermano estaba escolarizado en el también privado y muy popular Colegio de San Pedro y San Rafael, ubicado en la Plaza de San Francisco, a dos pasos de la “vibrante” (en aquella época) calle Carretería.

Por esta zona centro, de la antigua Málaga, había una casa “mata”, muy deteriorada, habitada por un hombre bastante mayor, llamado EUFRASIO Carcelán. Había sido barrendero municipal durante mucho tiempo, mezclando esta labor con las chapucerías de albañil. No se le conocía mujer, aunque algunos veteranos vecinos comentaban que enviudó de joven. Eufrasio había nacido con el siglo y siempre se le había conocido o caracterizado como una persona poco sociable y reservada, forma de ser que con la vejez lo habían convertido en un “cascarrabias”. Se había jubilado a los 57, por unas graves secuelas que le habían quedado en las piernas, de cuando tuvo que ir a la guerra del 36, luchando en el bando republicano contra los nacionales del general Franco. Salía poco de casa, permaneciendo en esa construcción muy deteriorada escuchando la radio (los vecinos percibían el alto volumen del aparato de radio, dado que tenía algún de oído). Le gustaba mucho “el mollate” comprando vino peleón de garrafa en el Quitapenas de calle Salvago.

La pandilla de juegos del chico Alex (Nico, Pablo, Rafi, Alberto, Andrés, Maruchi y Desi, Mari Pepa) se reunían, jugaban y hacían sus expediciones traviesas, a la casa del viejo Frasio, como así lo llamaban. Estaban convencidos de que este hombre mayor, que siempre parecía enfadado, vivía rodeado de fantasmas. Algunos de los amigos comentaban que en las noches de tormenta había visto salir luces anaranjadas y rojas de esa casa, “¡con chispas! escuchándose gritos y lamentos procedentes del interior. Entonces se decían “Vamos a la casa del Frasio”. Se acercaban sigilosamente y tocaban en el llamador o picaporte de la puerta. Tras hacerlo, salían corriendo a toda velocidad y se apostaban en las esquinas o en los portales cercanos a esa casa de fantasmas. Esperaban y a los pocos minutos Frasio abría la puerta y con los ojos desencajados, muy enfadado, profería algunos insultos o “palabrotas” ¡Ya os cogeré, malnacidos, hijos del diablo! Pero los niños siempre tenían la esperanza que junto al “Frasio” salieran esos fantasmas que pensaban convivían con “el viejo”. Otros de las operaciones de ataque contra la casa de los fantasmas era arrojar piedras, con las manos o usando el arma de batalla que todos ellos portaban: el tirachinas.

No siempre tocaban en la puerta del antiguo barrendero, sino que también lo hacían en otros portales de viviendas habitadas por personas mayores. Estas personas reaccionaban también con enfado e incluso iban a hablar con los padres de estos chiquillos, traviesos y aburridos. Ir al cine costaba sus pesetas, dinero del que la mayoría carecía, entonces había que buscar el entretenimiento, aunque fuera a base de travesuras, siempre molestas especialmente para las personas de edad. En ocasiones cogían una pequeña cajita de cartón y en su interior introducían algún excremento de perro o de gato. Liaban el paquetito con papel con papel de celofán y lo ponían en la esquina de la acera. Entonces apostados en los balcones observaban la reacción de los viandantes ante ese paquete perdido en el suelo. Algunos peatones dudaban, pero siempre había algún interesado que se volvía y lo recogía. Caminaba algunos pasos, sin poder evitar la tentación de abrirlo para ver qué preciado tesoro había en su interior. Cuando lo hacía y veía y olía el regalo, daba un grito y lo tiraba con gran enfado, mirando para todos los lados pues era consciente de que lo estaban observando. Las risas de la chiquillería, desde los balcones formaba un coro divertido, ante la vergüenza del avaricioso y burlado paseante.

El carbonero Anselmo, un hombre muy suyo, siempre ocupado con sus carbones, picones, orujos, petróleo y gasolina, cuando escuchaba las quejas de Eufrasio, con las manos tiznadas y lleno hasta las cejas del polvo negro del carbón que vendía, sólo respondía, con la elegancia de su pobreza, que esas travesuras eran cosas de chicos con ganas de divertirse, en esa España de posguerra, pobre y triste con la que tenían que lidiar día tras día. También había combatido en al bando de la legalidad republicana.  

Al burlado Frasio, cada vez más cerrado a la vecindad, sólo se le veía algunos días, cuando acudía a la pequeña tienda de MANOLO, modesto comerciante que tenía el peso “trucado” a su favor, para comprar lo indispensable a fin de poder echarse algo de comer a la boca. Como seguro de vejez sólo cobraba una pensión mensual que apenas le daba para sobrevivir. Allí encerrado en aquella casa con posibles goteras en los días de lluvia, a cuya techumbre le faltaban no pocas tejas, estaría escuchando la radio, los discos dedicados y los “partes de las 14:30 y las 22h. No sabemos si rodeado de esos fantasmas que los niños aseguraban convivían con él, o “guisando” a los niños perdidos que cogía en las noches de luna llena y se los llevaba en el “saco”.  

Pero un día ocurrió un hecho inesperado y sorprendente. El niño Alex volvía de comprar dos cervezas Victoria de litro, que le había encargado Anselmo, para cuando volviera de la carbonería a casa. Al pasar por delante de la casa del Frasio, resbaló a causa de que a una señora se le había caído una botella con algo de aceite, dejando varias losetas del suelo peligrosamente engrasadas. Alex no caminaba, sino que corría, porque no se quería perder el partido de pelota que sus amiguetes jugaban en ese momento. La suela de goma de sus sandalias le produjeron una gran caída al resbalar, rompiéndose las dos botellas que llevaba en una bolsa, con la mala suerte añadida de clavarse algunos trozos de cristal, produciéndole cortes en los brazos y en los pies. Eran las 21:30 de una noche cálida de verano.

Alex se encontraba muy asustado, pues observaba y le dolían esos cortes en su cuerpo, por los que manaba sangre. Precisamente se encontraba delante de la casa de Frasio. Como reacción instintiva, se acercó a la puerta de la casa encantada y tocó en el picaporte, que tantas veces había utilizado para sus bromas. En esta ocasión quería pedir ayuda a su enemigo “el fantasma”. Cuando el viejo Frasio abrió la puerta y vio delante a ese crio de nueve años que no cesaba de gemir, el niño que tantas veces se había burlado de él, con el llamador y las piedras, tuvo una primera intención de dar un portazo y no atender a sus lamentos. Pero tras unos segundos de indecisión, sintió pena del chiquillo, que tenía sangre por varias partes de su cuerpo. A unos metros también vio las dos botellas rotas y su contenido de cerveza esparcido por la calzada. Lo tomó de la mano y sólo le dijo, “pasa, que te voy a curar”. Habían sido dos reacciones positivas e inesperadas: la de Alex y la de Frasio.

Por parte del anciano no hubo el menor reproche. Se comportaba a modo de un abuelo con su nieto, que necesitaba ayuda y calor humano.

“Te voy a curar esas heridas que duelen que tanto te duelen y que se pueden infectar. El primer lugar tengo que sacarte esos cristales que tienes hincados en los brazos piernas y en las plantas de los pies. Te puede doler un poco, así que puedes cantar alguna canción que te guste para que se te olvide el dolor. Sé que te comportarás como un hombre fuerte y valiente”.

Alex vio “las estrellas”, cuando el viejo Frasio fue extrayendo con una pinza los trocitos de las botellas cerveceras. El niño lloraba y entonces su “enfermero” comenzó a entonar una canción de cuna que recordaba de cuando era pequeño. Esas dulces “nanas” nunca llegan a olvidarse. Continuó aplicando mercurocromo y unas vendas que tenía guardadas en una caja de lata que en su momento contenía galletas. Alex cada vez gemía menos, porque se sentía bien tratado y curado. Cuando la prolongada y cuidadosa cura terminó, Frasio fue a la cocina y trajo en la mano un vasito con leche caliente, en cuyo interior había añadido un poco de azúcar y media aspirina triturada. Alex se tomó todo el vaso y un par de galletas que su nuevo y veterano amigo le dio.

“Bueno, es hora de que marches a tu casa. Sé que no vives lejos de mi vivienda. Tus padres estarán preocupados. Mejor te acompaño hasta la puerta de tu familia, así te podrás ayudar con mi brazo. Procura no apoyar mucho el talón derecho, porque ahí la heridita te va a molestar durante unos días. Me has demostrado que eres muy valiente y muy buen chico”.

La respuesta del hijo de Anselmo el carbonero fue también muy hermosa, para un niño de nueve años. Se sentía culpable de lo “malo” que había sido con aquel hombre mayor y que esa noche tan bien lo había atendido y curado. Su respuesta fue muy bonita y humilde: “Perdón por todas nuestras travesuras. No lo volveremos a hacer más”. “Todo eso ya está olvidado, chiquillo”.

Los dos amigos caminaron, muy despacito, hacia el domicilio de Alex, que portaba en su mano derecha una chocolatina Nestlé, otro detalle del “abuelo” Frasio, quien se despidió de su “nieto” a muy escasos metros de donde éste vivía con sus padres y hermana.  

Al día siguiente, Anselmo y Florencia acudieron al caserón de Frasio, a fin de darle las gracias por el cariño y la dedicación que había tenido con su hijo menor. Flora tuvo el detalle de entregarle como regalo unas rosquillas de huevo con miel, que había frito aquella misma mañana. Estos agradecidos vecinos estaban asombrados y contentos del buen proceder de este hombre mayor, de difícil carácter y escasamente comunicativo.

Y desde aquel día, ningún niño del barrio (el pequeño Alex tenía un gran predicamento entre sus amiguetes) volvió a molestar al veterano vecino que habitaba la popularmente denominada “la Casa Encantada”. De todas formas (así era la imaginación de los chiquillos) cuando algunas noches Frasio encendía su vieja chimenea de leña, para calentarse o hacer algo de comida, algunos de los niños y niñas del que fue un popular barrio centro de la Málaga antigua pensaban y aseguraban que el viejo Frasio estaba “asando” a otros niños que había conseguido para hacerse una buena comida. -

 

 

LA CASA ENCANTADA

DE FRASIO

 

 

 

 

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

Viernes 06 septiembre 2024

                                                                                                                                                                                                  

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