viernes, 24 de febrero de 2017

INSÓLITA MAGIA, EN LA PELUQUERÍA DE AARÓN.

Existe una entrañable imagen, tradicionalmente familiar y popular, que ilustra de colorido y alegría la vida relacional ciudadana. Esta realidad aparece de manera específica por los cinturones de las barriadas que amplían el antiguo centro urbano, hoy día preferente “tomado” por el latido comercial y restaurador de la “industria” turística. Ese cuadro costumbrista, alegre y campechano, se genera en muchas vibrantes tertulias diarias que tienen lugar en las peluquerías  (o barberías, como hace años se solía decir) abiertas al público en los bajos de algunos bloques de viviendas.

Aunque a veces vemos en estos populares negocios a varios profesionales del corte de pelo, que realizan artesanalmente su admirable trabajo, hoy día es cada vez más frecuente que esta actividad sea ejercida por un solo profesional, aunque haya en la sala dos o tres sillones habilitados para este solicitado servicio. El maestro peluquero suele ser el propietario del establecimiento, aunque también en ocasiones ha de arrendar el uso del local. Lo más significativo de esta imagen costumbrista, a la que antes se aludía, es que acompañando el trabajo que realiza el peluquero con la tijera, la maquinilla eléctrica, el jabón o la navaja, sobre la cabeza o el rostro del paciente cliente, hay otras personas sentadas en el local. Son amigos que “echan el rato” leyendo la prensa, comentando las noticias del día y adornando de chascarrillos y anécdotas la atmósfera alegre de la media mañana o también en cada uno de los atardeceres.

Los asiduos al atractivo local, que aplican a su voz una tonalidad y volumen exageradamente elevado, discutiendo o hablando entre ellos, con la intervención “magistral”, en ocasiones a pleno grito del barbero, son en su mayoría personas jubiladas, algunos parados o desempleados, todos ellos vecinos y amigos de la zona y con largas y jugosas historia en sus recuerdos y experiencias. Estas personas cubren o “matan” su aburrimiento echando ese ratito cordial en un lugar donde no se les exige consumir o pagar nada a fin de ocupar un asiento. Además, estos peculiares tertulianos se sienten bien protegidos del frio o del calor que, en las diferentes estaciones meteorológicas, azota sobre la vía pública. Unos y otros amigos, gente humilde y campechana, se conocen y llaman por su nombre, apodo o algún diminutivo lleno de afecto y camaradería. Se sienten bien compartiendo en tertulia todos esos conocimientos que se atesoran con los amigos de cada día, que también se muestran generosos intercambiando una sabiduría popular cuyo origen no procede de las librerías o de la doctrina académica, sino de esa gran escuela abierta para todos que representa la vida.

¿Y cuales son esos temas de conversación, usualmente abiertos a vibrantes debates? De manera preferente los relacionados con el deporte, aunque también salen a la “palestra” cuestiones de la más insospechada naturaleza: personajes de la prensa del corazón, cuestiones sobre la situación política y económica del país, aquello que cada uno cuenta acerca de lo que hizo ayer o tal vez lleve a cabo para mañana, no faltando pequeñas lecciones de bricolaje casero que puedan arreglar o reparar ese electrodoméstico, mueble o deterioro de fontanería, albañilería y electricidad. Por supuesto, siempre aparecerá esa novedad insospechada para sacar todos los flecos a la misma, entre risas, simulados enfados, exageraciones y, por supuesto, el qué se va a hacer o proponer para el “finde” próximo.

En ese costumbrista, fraternal y popular ambiente de la barriada, vamos a centrarnos en uno de estos profesionales de la tijera, bien acompañado en su labor por todos esos amigos y conocidos de la vecindad. Si se preguntara por Aarón Manzano, el peluquero, difícilmente habría alguien en el barrio que no lo conociera. Y no sólo por los hombres que acuden a su establecimiento a cortarse el pelo, a perfilar el bigote o a rasurarse o mejorar el estado de sus barbas, sino cualquier convecino que recibe los buenos días o el comentario agradable al pasar por la acera de su calle, cuando el profesional espera en la puerta la llegada de algún nuevo cliente a quien atender. 

De joven, este profesional de la tijera y la navaja estuvo alistado (año y unos meses) en la legión. En esa castrense escuela, además del manejo del fusil, trabajó y aprendió otros menesteres y destrezas, tanto en la cocina y cantina como en la peluquería del campamento, útiles habilidades que le permitieron abrirse paso por la vida cuando sintió, al paso del tiempo, que su vocación no era precisamente el ejercicio de la milicia. Su poderosa humanidad física (cerca de los 1,85 cm de estatura y talla 54 en la cintura) es acompañada por un temperamental carácter no exento de una proverbial bondad, de manera especial, con aquellas personas que más necesitan de la palabra o la ayuda que él bien sabe prestarles.  

“Manzanito”, como cariñosamente también se le llama, lleva “toda la vida” (son sus propias palabras) unido en pareja con Candela, mujer de “armas tomar” cuidadora de su casa y de carácter muy abierto hacia sus convecinas, en la hogareña y fraternal corrala donde viven. La pareja nunca quiso pasar por la vicaría, aunque sí lo hicieron por los juzgados, a fin de poner en regla sus papeles, por eso del “día de mañana”. No tuvieron descendencia, aunque una sobrina de “la Cande” la Mari Rosi (de la que su tía es madrina) es como si fuera una hija para todo lo que se tercie. 

Una mañana de julio, a eso del mediodía, entró en la barbería un hombre enjuto, moreno y con la piel bien curtida, aparentando esa edad indefinible que bien podría estar entre los treinta y tantos o algunos más de los cuarenta. Llevaba gorro blanco sobre su cabeza, una chilaba beige que despedía un intenso olor a zorruno y esas babuchas de piel de carnero bien usadas ante el diario caminar. Aarón pensó de inmediato que vendría a ofrecerle algunas de las alfombras que, de manera esforzada, portaba sobre sus hombros. Rápidamente señaló al visitante el suelo de la peluquería, todo lleno con los restos de los cortes de pelo realizados desde las 9.30, hora de apertura en el negocio. Trataba con ello de indicarle que allí no necesitaban esas alfombras, que debían cubrir suelos más cuidados y limpios. El paciente vendedor, con esa sonrisa enigmática que se utiliza para comunicar los sabios mensajes de la experiencia, habló de manera pausada, explicando sus verdaderas intenciones u ofertas:

“Que Alah te guarde, buen amigo peluquero. Yo soy Mustafá. Mustafá Lamb. Vengo de Marruecos, donde quedó mi familia. No quería venderte alfombra. Yo te ofrezco algo mejor para trabajar el pelo que sobra en cabeza y barba. Es oportunidad de navaja. De verdad acero, con salud y pureza. No estropear, a pesar del mucho uso que tú des. Viene conmigo desde Nador, donde compré hasta seis. Ya he vendido cuatro. A todos gustar y convencer. Además de bien cortar, tienen gran misterio que yo puedo confiar. Buena, bonita y barata. No arrepentir compra. Dame veinte euros y es tuya. Tú serás ahora mejor peluquero·”

Aarón, con ese lenguaje directo y espontáneo que le caracterizaba, respondió de inmediato a la oferta del comercial. Todo ello, sin dejar de añadir esa pinta de cachondeo que bien sabía intercalar entre sus sonoras sentencias.

“Mira Mustafá, tu me quieres llevar al huerto. Enséñame esa faca, que tan maravillosa dices que es. Quiero verla y probarla. Y eso de los veinte euros, ni que lo sueñes. Si me gustara, tendríamos que llegar a un arreglito. Pero deja ahí las alfombras. Que me da un sudor … na más verte. Y a ver si metemos en agua tu chilaba y a ti también. Que no estamos en el desierto y ahora ya, en pleno veranillo, echas un tufo que me huele a camello”.

Entonces, el islámico vendedor sacó con presteza de una bolsa de piel, que también portaba en su hombro, una cajita alargada de madera pintada, en cuyo interior descansaban dos navajas/facas, de aquéllas que suelen usar los barberos para afeitar a sus clientes. Aarón “afiló un poco el filo de una de ellas, con ese aplicador de piel que mejora los bordes cortantes del instrumental. A continuación se echó un poco de jabón sobre su cara, procediendo a hacerse un breve recorrido con la navaja sobre su recia epidermis. Esbozó una sonrisa, síntoma de su convencimiento por la eficacia que encontraba en su ejercicio rasurador. “¿Y cuál es esa maravillosa magia que tu dices puedo encontrar al usarla, amigo?”

“Cuando tú hacer buen uso aplicando inteligencia, ella nunca producir daño en piel. Pero si tú usas con maldad, navaja te hace sufrir y sentir dolor, desesperación y ansiedad. Sangre entonces difícil de apagar. El camellero a quien compré, me dio secreto que yo solo contar si seguro vender. Antes de usar, tú debes decir palabra mágica: Naasam Alah. Si tú querer tener las dos, habrá precio especial. Venga, me das 35 euros y quedamos hermanos en la paz. Alah nos guarde, en mi camino y el tuyo”.

Mustafá se despidió inclinando ceremoniosamente su cabeza, con veintiocho euros bien ganados en sus alforjas tras la venta realizada. Todos se sentían felices con el acuerdo. Aarón usaba unas navajas que ya eran algo viejas y que de tanto afilarlas se habían estrechado mucho en sus hojas, con el riesgo que podían provocar en su manejo. Las nuevas, compradas al convincente vendedor, parecían estar hechas de un buen acero y también con un mejor formato para ser utilizadas por manos expertas. El islámico vendedor pensaba que también había hecho un estupendo negocio. Había pagado por un paquete de seis navajas sólo quince euros, compra realizada en un zoco semanal instalado por las afueras de Casablanca.

Pasaron los días y Aarón se mostraba feliz con la calidad de su renovado instrumental para el afeitado. Aunque se tomaba a “choteo” los consejos del marroquí, cada vez que abría la hoja cortante de las navajas, pronunciaba la palabra mágica que éste le había aconsejado. Una tarde, ya en pleno agosto, con ese terral que sofoca nuestros cuerpos, entró en la peluquería un hombre mayor que padecía un tic nervioso, pues movía intermitentemente su cabeza. Pidió ser afeitado, pues traía barba de varios días.

El peluquero enjabonó la parte que iba a rasurar, aunque temió que el tic nervioso del cliente podría acarrearle alguna dificultad en su labor. Pronunció en voz baja la misteriosa  palabra protectora y comenzó a usar la fina hoja sobre un rostro cubierto de espuma de jabón. Lo que el peluquero temía lamentablemente ocurrió. Uno de los tics nerviosos del cliente fue más que impetuoso, lo que provocó un notable corte en su carrillo derecho. De inmediato la blancura del jabón se tornó en un rojo sangriento. El hombre comenzó a gritar por el dolor y la sangre que manaba por esa parte del rostro. Aarón fue rápidamente hacia un botiquín que tenía en el armario, para coger gasa, esparadrapo y también el botecillo de la mercromina.

Mientras trataba de calmar al vociferante cliente, le iba haciendo esa cura necesaria en su piel dañada. Para su sorpresa, de manera súbita vio como el profundo corte se iba cerrando, la sangre desaparecía y la piel volvía a presentar el estado original antes del involuntario corte. Aarón, hombre de bondadosa rudeza, tenía la cara desencajada de asombro al observar uno de esos “milagros” en los que nuca había creído. El propio cliente seguía con sus voces y sus tics, al observar en el espejo que el gran corte inexplicablemente había desaparecido. “¡Esto es cosa de brujos, esto es cosa de brujos! no cesaba de repetir!” Las gritos de Aarón se escuchaban desde la calle.

“Aarón, Aarón ¡despierta, que estás pasando una buena pesadilla! ¡Las voces que estás dando! Ya te dije anoche que tomarte esa sartená de mejillones y gambas, con huevos fritos, era una barbaridad para cenar a tus años. Además te zampaste media botella del tinto Rioja. No tenías bastaste y te liaste con los pasteles ¡así como quieres hacer un buen sueño! Mira que te aconsejé que tomaras algo de bicarbonato, antes de acostarte, pero eres muy burro y mira las pesadillas que habrás tenido. ¡Y ahora, pegando esas gritos, a las cuatro de la mañana. Vas a despertar a los vecinos… Dios sabrá lo que has soñado! Mañana te vas a aguantar con sopitas y purés, so zopenco”.

Quien tan “cariñosamente” así hablaba era Candela, quien se levantó de la cama resoplando para prepararle a Aarón, todo sudoroso y con los ojos vidriosos, una manzanilla. Al día siguiente, el orondo peluquero continuó comentando a sus convecinos en la peluquería, entre chascarrillos y bromas, los maravillosos prodigios que hacían las mágicas navajas compradas al alfombrero Mustafá.-  
 
José L. Casado Toro (viernes, 24 de Febrero 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga



viernes, 17 de febrero de 2017

NUBLADAS INTENCIONES, EN UN PROMETEDOR ESCRITOR NOVEL.

En los inicios de un nuevo fin de semana, Benicio Sanromán ordenaba su mesa de trabajo, toda ella bien repleta de carpetas, dosieres, fotocopias, revistas, rotuladores y ejemplares bibliográficos pertenecientes a una muy variada temática. Había ya puesto a descansar a su inseparable compañero de actividad diaria, un vetusto pero todavía útil MAC, siempre conectado a un disco duro externo por la prudencia necesaria de las copias de seguridad. Dado el buen tiempo reinante, precisamente en este abril al que siempre se le relaciona con lluvias, tenía preparada una atractiva actividad senderista para toda la jornada dominical, que transcurriría por las colinas fronterizas entre las provincias de Málaga y Granada. Se disponía a lavar la taza del café recién tomado, con el que varias veces al día estimulaba la tonalidad de su ánimo, cuando recibió una llamada interna de Roberto Pleguezuelos, su jefe. El director editorial necesitaba verle, antes de que se marchara a casa, para un asunto de urgente interés.

Desde hace aproximadamente año y medio, Benicio trabaja en esta consolidada empresa literaria, que tiene una interesante cuota de mercado en la publicación de novelas, libros de viajes y algunos materiales de naturaleza sociopolítica. Aunque tuvo que sufrir años de desempleo, su prometedor buen currículum académico (premio extraordinario de  licenciatura en Filología hispánica, un master en legislación cultural y certificaciones de asistencia a numerosos cursos relacionados con su especialidad) le permitió acceder, con veintinueve años de edad, a este agresivo, profesionalmente hablando, grupo editorial, con sede central en la capital madrileña, aunque mantiene delegaciones en algunas provincias de nuestro país,  como es el caso de Málaga. Gracias al perfil de sus titulaciones y méritos, fue asignado al departamento de análisis y calificación de materiales recibidos, disponibles para una ulterior y posible publicación.

“He estado todo el día un tanto ocupado por mil y un asuntos. Hasta este momento no he tenido la oportunidad de hablar contigo, antes de que nos marchemos para iniciar el fin de semana. Ayer noche me llegó un recomendado trabajo, escrito parece ser por un joven y prometedor novelista que se está abriendo paso en este complicado mundo de las publicaciones literarias. Y utilizo el término de “recomendado” pues una persona muy amiga, de  la más absoluta solvencia, me han pedido que haga todo lo posible por facilitar la edición de esta su primera novela, tras haber conseguido algunos premios y menciones en concursos y certámenes literarios.

El material impreso, más de doscientos cincuenta folios, viene cifrado con el seudónimo de “Aquiles” aunque me adjuntarán un sobre con todos sus datos personales y profesionales, siempre que nuestra decisión sea favorable a la edición de esta ópera prima de las letras. Lo peculiar y curioso del caso es que el “avalista” del anónimo personaje me pide una “urgente” decisión al respecto, para no más tarde del lunes próximo. En caso negativo, por nuestra parte, enviaría el material a otros destinos paralelos de la competencia. En definitiva, quiero pedirte que dediques el tiempo necesario del “finde” para leerte el “tocho” correspondiente del tal Aquiles. Cada día confío más en el nivel de tus análisis y calificaciones, muy bien sustentadas en la técnica formal y argumental de las obras que pasan por tus manos. Comprendo que te rompo un poco los planes para el fin de semana pero … así es este trabajo”.  
  
Benicio tuvo que aceptar de buen grado este gravoso esfuerzo lector que se le venía encima, para el siempre deseado descanso del sábado y el domingo. Sus planes senderistas habrían de ser pospuestos para una mejor ocasión. Pero dado los tiempos difíciles, en las posibilidades laborales actuales, había incluso que sonreír cuando la autoridad te “impone” un trabajo especial en esas horas que pertenecen al disfrute de tu privacidad. Recogió por consiguiente la bolsa que contenía dos voluminosas carpetas, con sus casi trescientos folios manuscritos por un cualificado y desconocido autor, dirigiéndose con el cargamento directamente hacia su domicilio. 

Una vez que dejó el valioso material en casa, salió del apartamento que tenía alquilado a fin de hacer la compra semanal en el híper que tenía disponible a unas manzanas de distancia. Ya de vuelta, desde el centro comercial, se preparó una cena fría que consumió antes de ponerse a revisar las primeras páginas de la novela. Una nueva taza de café bien cargado, le iba a permitir estar necesariamente despierto para aquella noche (que presumía larga) del viernes. Prefería dedicar el mayor esfuerzo posible (se fue a la cama sobre las cuatro de la madrugada) a fin de que le diera tiempo a realizar el encargo que tendría que entregar no más tarde del lunes inmediato.

Tras la lectura de las primeras páginas del manuscrito, cuyo “pomposo” título inicial era: TIEMPOS DECISIVOS PARA EL SACRIFICIO DE LA VOLUNTAD, percibió de inmediato la naturaleza, profundamente política, de la historia que tenía ante sí. Argumentalmente se narraba en ella la historia de una amplia saga familiar, a lo largo de varias generaciones, ambientada en un contexto espacial ubicado en el conflictivo territorio del Próximo Orienta islámico.  Dada su destreza, visual y conceptual, para la lectura rápida, durante esa larga noche pudo superar casi la mitad de los folios de esa primera carpeta. Mientras más avanzaba en el contenido de la tortuosa historia, sustentaba la convicción de que el trasfondo, más o menos explícito de la novela, era como una especie de manual o breviario ideológico para el alistamiento de un determinado radicalismo musulmán. En cuanto al estilo literario, aplicado a los párrafos que estructuraban el relato, no concordaba en absoluto con las formas expresivas usuales de un escritor novel. La madurez argumental, junto a la perfección gramatical que se percibía en el fondo de la redacción hablaba más de una aguerrida y experimentada autoría, no exenta de un extremismo fanático de naturaleza yihadista.

En la mañana del sábado, Benicio se despertó ya cerca del medio día. Dada la avanzada hora que marcaba el reloj de su mesilla de noche, decidió dedicar el resto del tiempo, hasta la hora del almuerzo, en desplazarse a un centro deportivo al que solía acudir con frecuencia, a fin de practicar el ejercicio de la natación en la piscina climatizada del mismo. A eso de las 14:30  pasó por la zona de duchas y desde allí se trasladó a un restaurante de platos y comidas caseras, donde repuso el alimento que su cuerpo necesitaba. Mientras tomaba un postre de frutas no dejaba de pensar en la tarde que tenía por delante, con la intensidad temática del complejo relato. Ya en su domicilio, tomó de nuevo bloque de folios, dirigiéndose con el preciado cargamento al Parador Nacional de Gibralfaro, donde pensaba tendría la suficiente tranquilidad y sosiego a fin de continuar su esforzado trabajo de análisis. En la terraza de esta excepcional atalaya sobre el Puerto y los jardines del Parque malacitano, bien acompañado por una aromatizada gran taza de café, reanudó la lectura de esa sorprendente historia novelada que había iniciado durante la noche anterior. Confiado en la intensidad de los párrafos que tenía ante su vista, no reparó en que sus pasos y movimientos estaban siendo seguidos por dos personas que guardaban una profesional distancia, a fin de no levantar las subsiguientes sospechas. 

Volviendo ya bastante tarde de su tarea lectora, vio que tenía un mensaje de su jefe en el grabador del teléfono. Le decía, con una corta y sorprendente frase, que abandonara la lectura del manuscrito. Que el lunes le daría en la oficina una mayor explicación sobre esta cuestión. Le extrañó mucho esta orden de Roberto, sobre todo por el tiempo que había ya dedicado a la lectura del trabajo, habiendo tenido que cambiar y sacrificar sus planes para el fin de semana. Pero aún más desconcertante había sido el que, al descolgar el fijo de casa, comenzó a escuchar conversaciones antiguas que él había mantenido algunos días antes. Obviamente, estas conversaciones habían sido grabadas. Dudó en llamar o no a su servicio de telefonía. Pero al fin consideró que era mejor dejarlo para el lunes, siempre y cuando se repitieran esas grabaciones que con extrañeza había tenido que escuchar.

Tenía ya leído casi medio manuscrito. Con sólo esta parte del contenido, poseía ya una valoración bastante convincente acerca de la naturaleza de esa supuesta novela que le había entregado Pleguezuelos. No dudaba que su jefe le iba a preguntar sobre la naturaleza del denso escrito, que contenía un evidente trasfondo de naturaleza política, radicalismo y violencia revolucionaria. “¿Por qué me habrá ordenado que abandone la lectura de un material que con tanta urgencia precisamente me había encargado de su valoración y calificación?

Pudo salvar buena parte del domingo realizando el atractivo ejercicio de caminar por la naturaleza. Había tenido que reducir notablemente el recorrido de su inicial proyecto senderista, pero con la compensación de haber cambiado la segunda carpeta del curioso manuscrito por la mochila, los zapatos del trekking y el bastón de ayuda para los terrenos difíciles o inestables. Seguía sin ser consciente de que con unos anteojos, una cámara de grabación avanzada y el mantenimiento de una prudente distancia, alguien seguía sus pasos por una naturaleza plena de vegetación, aroma mediterráneo y una acústica del silencio protagonizada por la brisa, el movimiento de las hojas y el trinar de algunas aves. Era evidente que el profesional literario no llevaba consigo la voluminosa carpeta con los folios para la lectura, lo cual tranquilizaba a un par de orondos y esforzados controladores, que le iban siguiendo desde la tarde/noche del viernes.

A eso de las nueve horas, ya en el alba del lunes, Pleguezuelos llegó a su despacho. No podía disimular en su semblante un incómodo estado de nerviosismo y preocupación. Lo primero que hizo fue llamar a su subordinado para que acudiera con presteza a su despacho. Tras un corto y frío saludo, le preguntó acerca de la opinión sobre la parte del libro que ya hubiera leído.

“Roberto, hasta tener conocimiento de tu mensaje telefónico, he podido leer casi el contenido total de la primera carpeta. La valoración que me merece es que se trata de un denso relato anovelado que, con una cadencia de seis o siete páginas, añade determinados párrafos, planteados de una forma un tanto críptica o misteriosa, en los que se programan determinados acciones que podrían ser calificadas como operaciones militares contra objetivos del mundo occidental. El radicalismo fanático, añadiría también que religioso, subyacente en todo el relato, pero de manera especial con la dosificación espacial de estos párrafos, resulta más que evidente para todos aquéllos que los quieran leer y aplicar”.

Tras escucharle, con atención y en silencio, su jefe se levantó del asiento, poniéndose a caminar por el despacho, como pensando las mejores y más acertadas palabras sobre el mensaje que deseaba transmitirle Tras un par de interminables minutos, Pleguezuelos rompió su tenso silencio con estas un tanto enigmáticas palabras:

“Benicio, han intentado meterme un “marrón”, pero que muy, muy gordo. Por eso te decía en el mensaje que pararas o detuvieras la lectura. Lo mejor que hacemos ¿te habrás traído las dos carpetas, verdad? es intentar quitarnos de encima este complicado y enojoso asunto, por el que tengo sospechas de que estamos siendo vigilados o controlados. Devuelvo el paquete a mi remitente, por mensajería urgente, y nos olvidamos de esta “cuña” que nos han querido vender. Cuando utilizo la palabra “olvidemos”, es que, en modo alguno hagamos comentarios acerca de su contenido o a la misma existencia del manuscrito. Añadiría algo, pero no te quiero inquietar más de lo que ya imagino. Seguimientos, mensajes de teléfonos anónimos … y lo peor (o tal vez lo mejor) es que no sé quién o qué estructura está detrás de todo este montaje”.

Este joven y buen profesional de la industria editorial estuvo aún algunos días percibiendo como si alguien le vigilara, en sus desplazamientos cotidianos. Las grabaciones en su teléfono aún se siguieron produciendo, pero cesaron en una semana. Por consejo de su jefe, consideró más acertado no plantear denuncia alguna en la comisaria. Al paso de los días fue recuperando esa normalidad alterada, desde el encargo profesional que le hizo su jefe para aquel curioso fin de semana. Pero ya nunca pudo olvidar que, a buen seguro, había estado en el centro protagonista de una complicada trama, en extremo peligrosa e impredecible, tanto para su propia  seguridad como para el necesario sosiego de la colectividad.-
 
José L. Casado Toro (viernes, 17 de Febrero 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

viernes, 10 de febrero de 2017

FRUTOS Y DAMIA, EN DOS HISTORIAS PARA EL DÍA DE SAN VALENTÍN.

Solía comenzar las clases de cada semana proponiendo, a sus alumnos de secundaria, la realización de un ejercicio de expresión escrita. Reiniciar la programación, tras el denso fin de semana familiar, aconsejaba utilizar unas pautas de motivación que evitasen entrar “con brusquedad” en las explicaciones teóricas del lenguaje. Era preferible caminar por el terreno siempre más grato de la práctica en dicha materia curricular.  Se redactaban composiciones en las cuales los estudiantes comentaban vivencias pasadas o proyectos de futuro que, posteriormente, serían corregidas, comentadas y calificadas, en ese proceso para el aprendizaje de las herramientas necesarias del lenguaje. Y en esta primera semana de febrero, la temática elegida fue, un año más, la inmediata efemérides de “San Valentín” con ese toque sentimental, mercantil y publicitario que envuelve la anual celebración del “Día de los enamorados”.

Frutos Villalba vive sola, en un pequeño apartamento enclavado en las estribaciones de Gibralfaro, que goza de unas vistas espléndidas a la bahía malacitana. A sus treinta y siete años de edad hace ocho que su matrimonio, con un profesor de física y química, se fue al traste, fundamentalmente por causas del cansancio recíproco en la pareja. No habían tenido descendencia, por lo que esa ruptura, racionalmente civilizada, fue integrada por ambos cónyuges con inteligente delicadeza a fin de evitar daños innecesarios. Aunque la relación con sus padres y hermana es bastante cordial y mantiene un reducido, pero fiel, círculo de amistades, ese condicionante de la soledad en su vida aún le sigue afectando, tanto en lo físico como, muy específicamente, en lo sentimental.

Tras esta jornada escolar, dedicó buena parte de la tarde a corregir los ejercicios de redacción que habían elaborado sus alumnos. Leyendo el contenido de esas simpáticas composiciones, plenas de ilusión y sencillez, no podía evitar una continua sonrisa que afloraba en su rostro, mezclada eso sí con un sentimiento de nostalgia ante su propia e íntima situación personal. Ella no podría transmitir esas nobles palabras, dulces y  hermosas, que estaba leyendo en las cuartillas manuscritas. Tampoco tenía a un alguien a quien poder entregar o de quien recibir ese detalle o regalo que sustenta la comercialmente bien montada festividad del día 14. Temía, como en años anteriores, los alegres comentarios de muchos de sus compañeros acerca de los regalos entregados y recibidos de sus parejas mientras que ella, una vez más, habría de modular su intervención con las también oportunas sonrisas o con esos breves comentarios admirativos acerca de la suerte o generosidad mostrada por los demás.

En la media mañana del día 14, Frutos se entretenía ordenando el contenido de su taquilla en la sala de profesores. Era el tiempo dedicado a la media hora para el recreo, en la que unos compañeros entraban y salían de la dependencia mientras que otros, ejerciendo la función de “guardia” que tenían asignada para ese día,  controlaban a los alumnos. Éstos paseaban por el gran perímetro del patio deportivo, tomando sus bocadillos y zumos bajo ese grato sol de febrero, entre múltiples comentarios, la vitalidad de los juegos y la espontaneidad acústica de sus risas y voces. A eso de las 11.30, un mensajero entregó un envío en la portería del centro que, de inmediato, fue llevado a la sala del profesorado por uno de los conserjes. El destinatario del espectacular ramo de flores, rojas, violetas y blancas, era precisamente Frutos quien con gesto de gran sorpresa recibió la tan inesperada, preciada y elegante dádiva, en medio del asombro de todos los allí presentes. 

Observó que, junto al bien preparado y delicado ramo, venía un pequeño sobre con tarjeta. Allí mismo lo abrió, leyendo a media voz un breve texto sin firma identificadora. Decía así:

 “Quiero ofrecerte estas flores,  el regalo más hermoso que se puede ofrecer a toda persona, en este afectivo día para el cariño, la amistad y la fraternidad. Con todo mi amor y admiración”.

Sólo apareca3﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ más hermoso que se les de sus compañeros acercaían esas 33 palabras, que despertaron en sus oyentes la mejor aprobación y el reconocimiento hacia su compañera quien, sin salir de sus gestos y rubor de sorpresa, mostraba una alegría contenida ante el protagonismo escénico que, de manera educada, se veía obligada a representar.

Por más que unos y otros le preguntaban, la asombrada docente no sabía concretar quién podía ser ese admirador oculto que con tan buen estilo había mostrado sus sentimientos hacia ella, permitiéndole que, en el Día de los Enamorados, su imagen no ofreciera la fría ausencia de reconocimiento del que tanto ostentaban algunos de sus compañeros de claustro. Para sustentar más su contenida alegría, tuvo un hermoso gesto: puso el precioso ramo en un jarrón de cristal que un conserje amablemente le trajo desde el almacén de materiales, decidiendo que permaneciera encima de una mesa redonda que presidía uno de los ángulos del amplio salón para la estancia del profesorado. Evitó llevárselo a su domicilio. Pensó que era mejor dejar a la vista de los más de cincuenta compañeros, durante los próximos días, el estupendo regalo que ella también había recibido en la fiesta de San Valentín.

Tuvo también especial interés en ser fotografiada con el ramo de flores en sus manos. Esta instantánea quería enviarla por whatsapp a varias de sus amigas, de manera especial a Raquel, una antigua compañera de estudios de carácter algo egocéntrico y posesivo. Así que allí, en la académica sala del profesorado, permaneció el dadivoso gesto de alguien anónimo que parecía profesar admiración por esta aún joven profesional de la enseñanza. Desde luego el comportamiento de Frutos ese día 14 de febrero (también, en las siguientes fechas del calendario) pecó de un cierto infantilismo “post-adolescente”. Pero, por encima de otras consideraciones, hay que entender la especial situación personal, carencialmente afectiva, de una mujer que estaba próxima ya a cumplir la cuarentena anual en su vida.

Pasaron algunos días y esas bellas flores, al igual que nos sucede a los humanos, pero con la cruel y acelerada inmediatez de la ley natural, fueron tornando desde su serena hermosura a esa cruel decrepitud, cíclicamente inevitable hasta el sueño definitivo total. Su impactante desvitalización, en apenas cinco o seis días, provocó que una de las limpiadoras del Instituto decidiera sacar el ramo del florero y arrojarlo a la cubeta de los desperdicios. Cuando esa misma mañana Frutos entró en la sala, comprobó de inmediato que “sus flores” ya no estaban allí. Racionalmente comprendió el gesto de la operaria de limpieza, aunque ello no evitó que se entristeciera al recordar la esbeltez plástica, junto a la significación sentimental y afectiva, de aquel vistoso ramo apenas seis días antes.

Y en el lunes siguiente, a una hora similar a la de hacía dos semanas, otra vez un mensajero entregó en portería un nuevo ramo de flores, esta vez menos espectacular pero de muy bella factura, por su contenido y conformación. Iba, como la vez anterior, dirigido a Frutos, la profe de Lengua y Literatura española, quien lo recogió del conserje con una intensa sonrisa. Benito, un veterano funcionario no docente, al entregárselo también esbozó en su rostro otra sonrisa, pero mucho más enigmática y dubitativa.

Aquella misma noche, Benito se sinceró con su mujer mientras cenaban.

“Ocurren cosas que tienen una difícil explicación. Y resultan más incomprensibles todavía, cuando provienen de personas adultas y que presentan un comportamiento intachable, tanto en lo profesional como en lo humano. Ya te conté lo del ramo de flores, que llegó al centro el Día de los Enamorados. Pues bien, esta mañana se ha repetido de nuevo la escena. Es el caso de que el mensajero que lo ha traído, hoy lunes, es el hijo de mi buen amigo Tomás, familia a la que conozco desde hace muchos años. Tras saludarle y firmarle la entrega, le he preguntado si me podía aclarar el nombre del remitente (este segundo ramo también viene como anónimo, pero dirigido a la misma profesora). Me dijo que lo llamara esta tarde, pues iba a consultar ya que ni él mismo lo sabía. Cuando lo he llamado hace un par de horas me comenta que lo único que ha podido averiguar, en la consigna de mensajería, es que ha sido una mujer quien lo ha entregado. La misma mujer que hizo lo mismo hace dos semanas. No te lo vas a creer: algunas señas físicas que me ha facilitado corresponden a la joven profesora que precisamente lo ha recibido. Te aseguro que no sé lo que pensar”.
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Aquella mañana de un luminoso febrero, Loren se levantó de su cama a una hora bien temprana. Era una positiva costumbre que tenía bien arraigada, pues pensaba que así se podían disfrutar y aprovechar mejor las oportunidades del día. Como también era habitual en él, ordenó un poco las sábanas, junto a la colcha y la manta que cubrían el lecho donde dormía. Aunque no tenía obligación de hacerlo, le gustaba el orden y la buena disponibilidad personal a fin de no dejar para otros el trabajo que él bien pudiera realizar. Una buena ducha y, tras el desayuno (café con leche, tostada con aceite y un zumo de naranja) decidió que era el mejor momento para bajar a los jardines. Era una bonita idea que tenía en mente desde hacía días. A esas horas mañaneras, solía haber escasa gente por allí y nadie se daría cuenta de la “travesura” que pensaba hacer. Llevaba consigo una bolsa de plástico y unas pequeñas tijeras, que solía utilizar para diversos menesteres. 

Efectivamente, no vio a persona alguna  por el paraje que había con prudencia elegido. Una vez allí, eligió unas flores sencillas, pero muy hermosas en su color y fragancia. Tras formar un precioso ramillete, lo introdujo en su bolsa del Mercadona y se sentó pacientemente en uno de los bancos a esperar. Sabía que Damia solía también pasear por esa zona, para aprovechar el cálido sol del invierno que tanto reconforta los cuerpos y alegra el ánimo rutinario. Serían alrededor de las diez y pico cuando ella apareció, siempre esbelta a pesar de sus problemas de espalda y con ese caminar de pasos cortos a fin de evitar un incómodo resbalón por la grava suelta del pavimento. 

“¿Qué tal ha ido la noche, Damia? Tenemos hoy una muy buena mañana. Pronto el sol se llevará el rocío caído en la noche. ¿Sabes que día es hoy? No sé si tienes costumbre con la tradición de este 14 de febrero, el día de las personas que creen en el amor,  pero tenía la ilusión en traerte un pequeño regalo. Estos detalles siempre están de bien y más para ti, que conozco lo que has sufrido con el desafortunado carácter de esa pareja que has estado soportando durante tantos años. Todo lo que me has contado es increíble. Me asombra y admiro la paciencia que una mujer puede llegar a tener. Pasemos a un tema mucho más alegre. Es lo más inteligente. Fíjate en este ramito de flores. Son … para ti. Las he preparado pensando en una buena amiga, una gran mujer con un corazón que siempre piensa en los demás. Son básicamente margaritas, aunque también hay unas florecitas de color violeta, cuyo nombre desconozco. Hacen un buen conjunto con las demás ¿Te gustan?”




Loren modulaba su expresión con un tono apaciblemente lento de frases cortas. Miraba a su compañera de banco con los ojos un tanto bajos pues, a pesar de que ambos se conocían desde hacía unos cuatro meses, aún mantenían esa prudente timidez que justificaba el preciado bien que los dos se esforzaban en conservar. Damia tomó en sus manos el ramito de flores que le ofrecía su buen amigo e hizo un bello gesto, como muestra de agradecimiento. Besó las flores y después fijo con ternura sus ojos en aquella buena persona con la que cada día hablaba y compartía esos minutos que se hacen gratos en el pentagrama acústico de nuestra existencia.

“También yo te he traído un detalle. No te lo esperabas ¿verdad? He tejido esta linda bufanda, para que no pases frio y cuides esa garganta que te da problemillas con la humedad del invierno. No sé si te agradará el color. Lana, de color celeste, como así me gusta contemplar el agua del mar. Ya sabes que tengo prevención hacia la oscuridad. Por eso prefiero los tonos claros. Te abrigará y siempre que la lleves … te acordarás y pensarás en mí”.

Ambos juntaron sus manos y disfrutaron esas palabras que no se pronuncian, pero que fluyen silenciosas, cálidas y sutiles desde el sentimiento y el cariño del corazón. Así permanecieron largo rato, sin hacer cuenta de unas personas que llegaban, aquéllas que también paseaban y alguna  permanecieron largo ratol corazoarzon esas palabras que no se pronuncian pero que, obviamwente fluyen silenciosas y sutiles desotra que miraba hacia la lejanía, sin reparar en el tiempo que avanza inexorable hacia el destino incierto de cada cual. Siempre puntual, la hermana Sor Elena dio varios toques de campana a las 12:30. Avisaba a todos los residentes que llegaba la hora de la comida. Loren y Damia, aquella alegre mañana del día 14, hicieron el camino juntos una vez más. Sus manos permanecían entrelazadas, con la cálida proximidad afectiva que genera el amor. -
 
José L. Casado Toro (viernes, 10 de Febrero 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

viernes, 3 de febrero de 2017

EL FIEL Y GOZOSO AZUL CELESTE DE CADA AMANECER.

Esta semana le corresponde hacer el turno de tarde, en su bien ocupado horario laboral. Apenas el reloj marca las 16:30 y ya ha realizado dos lejanos servicios, utilizando para ello una pequeña motocicleta propiedad de la empresa restauradora. Hasta las doce de la noche, cuando podrá volver a casa a fin de recuperar las fuerzas gastadas por el continuado trajinar callejero, habrá pasado por un numeroso listado  de direcciones, llevando todos esos suculentos encargos realizados a través de la comunicación telefónica.

Crispín (nombre elegido en la pila bautismal por su padre, fiel seguidor desde su infancia de los valientes personajes que intervenían en las memorables hazañas del Capitán Trueno) completó sus estudios universitarios hace ya tres años, obteniendo el grado de Filosofía en la UMA (Universidad de Málaga). En su recorrido escolar por la Educación Secundaria, tuvo la suerte de encontrarse a un dinámico y motivador docente de esa materia, ejemplo profesional que le hizo optar por estudiar tan interesante especialidad universitaria, tras superar con brillantez las pruebas selectivas de acceso.

En su familia difícilmente llegó a entenderse la especial elección que había realizado el único hijo que trajeron a la vida. Especialmente su padre, un corpulento mecánico que aún presta sus servicios en el taller de una conocida marca de automoción. Opinaba, no sin razón, que esta titulación tenía escasas salidas profesionales, a no ser que se quisiera dedicar de manera específica a la enseñanza. Pero la convicción e interés de un joven de carácter reflexivo, entregado con tenacidad a la lectura del pensamiento filosófico, pudo más que las razones económicas esgrimidas por sus progenitores, con vistas a un incierto futuro laboral en época de crisis.

Efectivamente, las pretensiones docentes e investigadoras del joven intelectual se vieron frenadas por la reducida o nula demanda de nuevas contrataciones en los centros de titularidad pública o privada de la ciudad. De manera especial, por la específica naturaleza de la materia en que se había licenciado. Tampoco fueron años proclives a la convocatoria de oposiciones, para optar a plaza de profesor en los institutos de educación secundaria. A pesar de esta situación de contracción para el empleo, este joven amante del pensamiento y la cultura no renunciaba al ejercicio de aquello que le gustaba y para lo que, de manera admirable, se había preparado durante los años de carrera. Pero cierto día su padre, a la vuelta del trabajo, le habló con meridiana e imperativa claridad:

“Crispo (así le llamaban ahora) tiempo es ya de que abordemos tu situación, con franqueza y realismo. Te has pasado muchos años estudiando y ahora, con veintiséis años cumplidos, aún no has encontrado rendimiento económico a toda la titulación acumulada. En casa no te va a faltar nada, por supuesto. Pero yo a tu edad llevaba ya ocho años de duro trabajo, ejerciendo mi profesión de mecánico. Y no veo una salida inmediata o factible, para esa especialidad que con tozudez decidiste escoger.

Pienso que vas a tener que llamar a otras puertas, si no te quieres ver convertido en un parásito de la sociedad. Ello no te impedirá que, en un futuro más o menos próximo, puedas verte ante los alumnos enseñando Filosofía pero, en el día a día, te has de mover con presteza para conseguir un horario de trabajo y sentirte útil ante el servicio de prestas. Toda profesión es digna, si se ejerce con honradez y entrega responsable. Allí en mi taller no faltan trabajadores, sino todo lo contrario: sobran. Además, un filósofo… qué haría en una concesionaria de automóviles. Así que te tienes que poner las pilas y salir a la calle a buscar acomodo circunstancial en aquello que te puedan ofrecer”.

Tras ésta y otras discusiones, Crispo se vio obligado a aparcar sus pretensiones docentes, poniéndose a buscar cualquier posibilidad laboral en alguna empresa que le admitiera en su nómina. Dedicó varias semanas entregado al duro proceso de visitar establecimientos, solicitando entrevistas, haciendo llamadas telefónicas y enviando resúmenes y fotocopias de su currículum académico, muy estimable por cierto. Entre muchos noes y silencios, hubo algunas ventanas para la esperanza. La mayoría de éstas muy contadas posibilidades significaban trabajar en servicios de restauración, ejerciendo básicamente de camarero, actividad que desde luego no concordaba con la preparación que había recibido en su prolongada etapa formativa.

Dada la presión familiar, estaba decidido a aceptar alguna de esas ofertas. Cierta noche se dirigió a una de las muchas pizzería que tenía anotadas, animándose a preguntar por el encargado. Éste, viendo la buena presencia y la juventud de su interlocutor, le comentó que les faltaba un repartidor para completar la plantilla. Tendría que trabajar en turnos de mañana/tarde (de 10 a 16 horas) o de tarde/noche (de 16 a 24 horas) según los días. Durante los primeros seis meses, su sueldo quedaría establecido en 700 euros, cantidad que podría incrementarse con las propinas que recibiera tras la correspondiente entrega de los pedidos. El manejo de la motocicleta que habría de utilizar no sería un gran problema, pues ya había conducido este tipo de vehículos. Además, su padre se ofreció a mejorar esa destreza necesaria en la conducción de ciclomotores. 

Dos meses y medio es ya el tiempo que lleva trabajando, este joven estudioso del pensamiento filosófico, en una actividad que le permite estar mucho tiempo en la calle, circulando con su modesta motocicleta. En ella transporta, siempre lo más rápido que puede, todos esos pedidos de pizzas, alitas de pollo, nuggets, patatas fritas, con los correspondientes refrescos y latas de cerveza. Echa de menos no poder estar al frente de sus alumnos, explicándoles las enseñanzas de los grandes pensadores grecolatinos y de otras latitudes. Anhela esa grata tarea de formar mentalidades racionalistas, sustentadas en los valores que mejor potencian la naturaleza humana. Pero al menos tiene un horario que cumplir, un servicio que prestar y, al final de cada mes, puede disponer de una modesta liquidez económica. Con ese escaso peculio, ayuda a los gastos de la casa y puede darse algún que otro capricho, normalmente adquiriendo algún nuevo libro o manual de esos autores con los que disfruta el ejercicio de la lectura y la muy saludable práctica de la reflexión. 

La necesidad de visitar numerosos domicilios en el día, le ofrece la posibilidad de conocer (empleando al menos unos breves minutos) a muy diversa tipología sociológica, con todo lo que supone sus respuestas, exigencias, comportamientos y actitudes. Todo ello le permite, de alguna forma, seguir aplicando ese otro importante ejercicio de la observación, el contraste y el subsiguiente análisis acerca de cómo funciona un sector numéricamente importante de la sociedad. Grupo bastante heterogéneo que demanda, previo pago de la tarifa, le sirvan en la puerta de su hogar el alimento “rápido” y la bebida hipercalórica con lo que poder saciar su necesidad restauradora. Las anécdotas y vivencias sociológicas que ha ido atesorando durante sus meses de trabajo son numéricamente abundantes y “sabrosas” en su contenido, para llevar a efecto una muy interesante reflexión analítica.

No olvida aquella visión, por cierto bastante repetida en sus desplazamientos, de un par de niños que le abrieron la puerta de su domicilio. Eran aproximadamente las once y media, ya muy cerca de la media noche. Desde otra habitación interior de la casa, escuchó la voz ronca y “agrietada” de una mujer, probablemente era la madre de ambos vástagos, la cual gritaba a sus dos hijos “Iván, María del Rosario, en el mortero de la cocina tengo muchas monedas guardadas. Id contando hasta los trece euros. Es lo que vale la pizza y la botella de Coca Cola. Dáselos al repartidor”. Se trataba de una pizza tamaño familiar, masa normal, con ingredientes de salami, chorizo y salsa carbonara. Tanto el crío (unos siete años) como su hermana (no pasaría de los nueve) tenían un evidente problema de sobrepeso en sus respectivos organismos. Previsiblemente esa comida iba a ser el menú de su cena, ya al filo de la madrugada.

Otro reparto que motivó la extrañeza de Crispo consistió en servir dos pizzas, ambas de tamaño familiar, a un edificio enclavado en la zona antigua de la ciudad. Cuando pulsó el timbre del piso correspondiente, observó que junto a la tecla del llamador había una pequeña placa, donde estaba grabada la palabra “Consulta”. Efectivamente, en la puerta de esa vivienda había otra placa que especificaba el nombre del Dr. y la especialidad médica que desempeñaba: “Clínica dietista-nutricionista”.

Tras pulsar el timbre más de una vez, abrió la puerta un señor muy educado en sus palabras y formas de trato, curiosamente con una circunferencia ventral bastante pronunciada. El cuerpo de esta persona era manifiestamente fusiforme. El reloj marcaba las nueve de la noche y el propietario de la vivienda aún llevaba puesta la bata blanca de consulta. Sin duda, era el médico que dirigía la citada clínica dietética. Hay que abundar en que una de las pizzas era de pepperoni, queso roquefort, bacon y salami, mientras que la otra era una “capricciosa” con abundantes ingredientes grasos, ambas para comensales con admirable apetito. El joven repartidor se preguntaba como una persona de tan proverbial “humanidad”, a causa de su glotonería, podía controlar y reducir el peso en los pacientes que a él acudían, tratando de reducir los kilos y siluetas en sus anatomías.

Otra noche, mientras aparcaba su motocicleta para hacer una entrega, por una barriada en el norte de la capital, vio que se le acercaba un chico que, por sus características físicas, no superaría los quince o dieciséis años de edad. Sin mediar palabra alguna, este desarrapado adolescente sacó una navaja y le puso la otra mano extendida. A no dudar, exigía el dinero recaudado por las entregas. Mostraba un gran nerviosismo, pues veía temblarle ambas manos. Crispín no perdió el control ante la violenta situación en la que estaba inmerso. Comenzó a hablar al chico, de manera pausada y amistosa, tratando serenamente de calmarle.

A los pocos minutos, ese pobre aprendiz de delincuente estalló en sollozos. Explicó que su madre y hermanos no habían comido nada ese día. Pertenecía a una familia de profunda sociología marginal. Era su primera experiencia desesperada en el robo. Logró tranquilizar al desesperado atracador, consiguiendo que retirara el objeto cortante de su pecho. Tras aconsejarle que acudiera a un comedor social (explicándole su ubicación) le entregó una de las pizzas que llevaba en su mochilón de reparto. Al menos, él y sus hermanos podrían echar algo a sus cuerpos, para esa noche desafortunada en el hambre.

Los objetivos profesionales de este intelectual desubicado tendrán que esperar, en una compleja época de grave “indigencia” para el empleo. Su grado en Filosofía, el excelente expediente académico que acumula, su demostrada vocación intelectual, aun no le está permitiendo dirigir a esos alumnos que, en su adolescencia, realizan el aprendizaje de la formación secundaria. Pero Crispo o Crispín ha sabido entender y asumir el control en su hoja de ruta. Quedarse en casa, desanimarse o sustentarse en la dependencia familiar, no era el mejor o inteligente camino a seguir. Frente a la pasividad depresiva, cuenta con la fuerza de su juventud y la preparación de sus muchos años en el estudio.

En el día a día, con el azul celeste de cada amanecer, se promete seguir luchando para la realidad de lo posible. Todo honrado trabajo enriquece la dignidad de la persona, si esa honesta dedicación es ejercida con diligente entrega y cívica responsabilidad.-
 
José L. Casado Toro (viernes, 3 de Febrero 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga