jueves, 26 de noviembre de 2015

EL ANHELADO PRIMO CECILIO.

En la vida de una familia modesta surgen inesperados acontecimientos que alteran el sosiego y la rutina cotidiana que suele presidir el paso de los días. Son hechos que, al no estar programados, ejercen un especial y fuerte impacto que pone a prueba la convivencia humilde, pero tranquila, que respira la atmósfera de una vivienda de barrio, ubicada en un avejentado “bloque colmena” construido en la época del desarrollismo franquista. Pero toda experiencia, por dura o grata que sea, conlleva valores y enseñanzas que deben integrarse, aportando al tiempo responsabilidad y experiencia, a fin de enriquecer el futuro vivencial de sus protagonistas.

Plácido es funcionario del Servicio de Correos, desde hace algo más de dos décadas. Trabaja como repartidor de correspondencia, encargándose de que lleguen a su destino los envíos postales en dos importantes barrios de la capital madrileña: Malasaña y Arguelles, zonas que por su extensión territorial recorre, en días alternos, entre lunes y viernes. Con su seguro, aunque modesto, sueldo, ha sacado adelante a su familia, integrada por su mujer Úrsula y los dos hijos que ambos han traído al mundo, Loreto y Juande, adolescentes ambos, con 16 y 14 años de edad respectivamente. A ningún miembro de esta familia les ha faltado nunca un plato de comida, ni ropa con la que abrigarse. Pero, también es verdad, que han tenido épocas y momentos de especiales carencias y sacrificios, para cubrir el alquiler del piso en que residen, además de esos otros pagos puntuales que en modo alguno pueden desatenderse, como es el caso de la electricidad, el agua, la basura o el recibo comunitario, en cada uno de los meses.

La mañana de hoy viernes ha sido especialmente intensa, en el esfuerzo laboral de este ejemplar funcionario. La proximidad cronológica de una consulta electoral, así como la norma establecida por sus superiores de repartir al máximo la correspondencia atrasada, dada la coincidencia de un lunes también festivo, ha obligado a Plácido a emplearse a fondo, recorriendo muchos kilómetros de calles , plaza y avenidas, buscando esos centenares de buzones, en donde hay que depositar los envíos. Con pericia y no menos esfuerzo, su destreza le ayuda cada día a organizar con inteligencia y eficacia los diferentes itinerarios que ha de patearse arrastrando un carrito amarillo, símbolo inequívoco de la importante empresa pública donde presta sus servicios.

Son poco más de las tres de la tarde, cuando al fin llega al portal de su domicilio, físicamente muy cansado aunque satisfecho de haber cumplido ejemplarmente con su deber laboral. Como hace cada día, abre su propio buzón para recoger esa publicidad o envíos bancarios que otro de sus compañeros habrá depositado a lo largo de la mañana. Una de las cartas, despierta su interés.  El envío no es de entidad bancaria alguna. Tampoco es un impreso publicitario. Cuando repasa el nombre del remitente, esboza una sonrisa y la tensión acelera sus pulsaciones cardiacas. Posterga su lectura para después del almuerzo, en el que hoy tiene un sabroso potaje de lentejas, preparado Úrsula con gran esmero, aunque las protestas de los hijos no tardan en aparecer cuando ven sus dos platos repletos de ese suculento guiso de leguminosas.

No comenta nada del envío que ha guardado celosamente en la mesita de noche. Quiere conocer bien su contenido (algo se imagina del mismo) antes de compartirlo con su esposa e hijos, a los que quiere dar un buen alegrón, si las gestiones que con laboriosidad ha realizado  dan el resultado que prevé. Se encierra en el dormitorio y abre con emoción el sobre que tiene en las manos. Lee atentamente su contenido y las sonrisas afloran en la redondez de su rostro. Compartirá las buenas noticias, en la cena de esta noche. Plenamente satisfecho, dormita durante un buen rato encima de la cama, pues ha de recuperar fuerzas tras el continuo ajetreo que ha desarrollado durante la mañana.

A eso de las nueve de la noche, están los cuatro miembros de la familia sentados ante la mesa del comedor. Comparten una gran pizza que ha cocinado Úrsula cuando, en un momento de la cena, Plácido, con mucha alegría en el rostro, les explica el motivo de su satisfacción.

“Aunque siempre hemos estado "ajustadillos" de dinero, hemos podido llegar a final de mes, con más o menos estrecheces. Pero, últimamente, los gastos se han disparado. Y no lo digo sólo por vosotros, aunque ya por vuestra edad las necesidades se van incrementando, sino también porque mi sueldo ya no se puede estirar más. Yo sabía que mi tío tenía un primo que siendo muy joven emigró, buscando fortuna en América. Le pregunté y él buscó unas cartas antiguas, porque llevaba décadas sin saber nada de él. Me dio unas direcciones y tras diversas gestiones, le envié un par de correos, a ver si llegaban a su destino.

Cuál ha sido mi alegría cuando esta mañana, al volver del trabajo, me he encontrado una respuesta manuscrita del primo Cecilio. Con palabras muy cariñosas, me dice que quiere venir a visitarnos. Que de su primo no quiere saber nada, pero que le dará una gran alegría conocernos. Incluso me ha concretado que, sobre el quince del mes que viene, se pondrá en camino desde México. Pues es allí donde tiene fijada su residencia. Lógicamente es una persona mayor. Yo calculo que debe andar por encima de los setenta. Tal vez incluso cerca de los ochenta. Pero lo más importante es que debe de tener buen dinero, pues parece ser que andaba con asuntos o negocios de petróleo. Si le hacemos un buen recibimiento y lo acogemos con mucho afecto y hospitalidad, seguro que nos ayuda a cuadrar o mejorar un tanto nuestra anémica economía. Pero hay que prepararlo todo muy bien, para que sienta el fuerte cariño y el calor familiar de sus parientes en España”.

El conocimiento de esta respuesta, desde las Américas, fue un alegre y esperanzador revulsivo para toda la familia Montardo. Cada uno de sus cuatro miembros ponía el acento en aquellos regalos o ayudas que podrían obtener del que suponían muy acomodado pariente. A buen seguro que el primo (lo chicos le llamaban “tío”) Cecilio, en su ya longeva edad, sería especialmente generoso con sus raíces afectivas en España. Los nervios y estrecheces, por algunas facturas acumuladas, desaparecerían. Igual podrían renovar algunos electrodomésticos, ya muy avejentados e incluso obsoletos. Los chicos ponían más su ilusión en el material informático, muy necesario para sus estudios y la relación con sus amigos y compañeros de Instituto. Plácido, aparte de los previsibles incentivos económicos, pensaba en aquellos lugares más apropiados para llevar a su “primo” aunque también habría que ordenar un poco el piso a fin de que se sintiera a gusto, durante los días de estancia en España. Sería necesario pintar algunas habitaciones y adecuar uno de los dormitorios para uso exclusivo de Cecilio, con lo que Loreto y Juande habrían de compartir, temporalmente, la misma habitación. Solicitaría ante sus jefes algunos días de permiso, correspondientes a su período anual de vacaciones, a fin de poder acompañar y atender mejor al deseado viajero.

Con esos anhelos y proyectos, fueron pasando los días y las semanas, esperando la llegada del mes de octubre. Habían pintado parte del piso, tapizado las sillas del salón, sustituido algunas losetas rotas del cuarto de baño, renovado parte del menaje y la cubertería, comprado sábanas y un buen cobertor para la cama del tío. La antigua lámpara del saloncito, que utilizaban desde la boda, fue sustituida por otra más moderna y con bombillas halógenas. La ropa de los armarios fue también revisada, especialmente la de Úrsula y Loreto. Todos esos gastos pudieron hacerse gracias al adelanto de la paga de Navidad que uno de los jefes de Plácido aceptó concederle.

El sábado 10 de Octubre, a las once, era el día y hora indicado para que el avión de Cecilio aterrizara en la terminal 4 del Aeropuerto de Barajas, lo que efectivamente se produjo con un retraso de cincuenta minutos, a causa de la densificación en los vuelos procedentes de América. Toda la familia le estaba esperando con un simpático cartel identificativo, aunque habían tenido la previsión de intercambiarse unas fotos. Al verlo aparecer por la puerta de salida, les extrañó que sólo viniera acompañado de una maleta, eso sí, de gran volumen. Era un hombre inequívocamente mayor, septuagenario avanzado. Más bien bajito y con una patente obesidad, especialmente en su cintura. Escaso cabello en su oronda cabeza, ojos azules, con una mirada un tanto picarona y un andar pausado, dando muestras del cansancio acumulado por un viaje de tantas horas en el aire. Vestía una cazadora beige y unos vaqueros azules, muy ajados por el uso. Calzaba unas deportivas blancas que acumulaban muchos kilómetros de recorrido. Fue abrazado y besado efusivamente por todos y rápidamente buscaron la línea del Metro hacia el centro de Madrid. Nadie hizo mención de la palabra taxi, aunque todos llevaban en sus cabezas la comodidad de este medio de transporte. Cuando llegaron al domicilio de los Montardo, era ya la una y media de la tarde. Úrsula había dejado ya ordenada la mesa del comedor y en la cocina recalentaba el cocidito madrileño que había preparado, dándose un gran madrugón, con los mejores ingredientes al efecto.

La voracidad del “tío” Cecilio asombraba a sus familiares, especialmente a Loreto que trataba, desde hacía tiempo de mantener la figura lo más estilizada posible. Sin duda, tantos kilómetros de viaje habían provocado ese “lanzarse” sobre el plato aunque, también motivaba ese intenso apetito la espectacular y suculenta bandeja con los garbanzos, la morcilla, la panceta, el chorizo, el jamón, el pollo y la ternera, todo ello bien guarnecido con patatas, coles, habitas y zanahorias. Durante la comida hablaron de muchas cosas, más o menos intrascendentes y, después de los postres (natillas con trocitos de fruta escarchada) se sentaron frente al vetusto televisor, a fin de tomar un café bien cargado que había sido preparado por las expertas manos de Úrsula. Todos se mostraban expectantes ante las palabras que el primo pronunciaría, con respecto a sus previsiones de estancia, y a las “dádivas” que traería en las “alforjas”.

“Me encuentro verdaderamente encantado y, a la vez, emocionado con este fraterno y cariñoso recibimiento. Han sido muchos los años viviendo separado de mis raíces familiares y ahora, tras este dulce y afectivo reencuentro, me siento plenamente feliz. Vuestra hospitalidad es cálida, generosa y, sobre todo, verdadera, lo cual es muy importante en esta etapa ya postrera de mi vida. Si, mi ya larga existencia, ha estado presidida por muy contrastados vaivenes, de la más variada naturaleza. Y es duro decirlo pero, en estos últimos años, los negocios se me han hundido, de la forma más dolorosa. Son tiempos difíciles, qué duda cabe, pero la suerte no ha querido ser mi compañera en los proyectos que, con más voluntad que acierto, he tratado de emprender. Es triste reconocerlo y manifestarlo, pero debemos ser valientes ante la realidad. Estoy patéticamente arruinado”.

Tras pronunciar estas reveladoras palabras, Cecilio se vio presa de la emoción. Lágrimas en los ojos y voz temblorosa, situación que Loreto trató de mejorar trayéndole con rapidez un vaso con agua, en el que la chica había añadido unas gotitas de anís seco.

“Si, entrañable familia ¡No tengo un maldito peso en el bolsillo! Todo mi patrimonio está en esa maletón, en el que no hay nada de valor. Salvo una valiosa foto de la que fue mi gran amor. La dulce y añorada Gabriela, bellísima mujer a la que no he podido olvidar. Y eso que después, por los avatares del carácter y las circunstancias, he tenido otras tres compañeras. Pero ahora estoy sólo y sin plata en la cartera. Incluso el viaje ….. ¡Me lo ha tenido que pagar una asociación benéfica asistencial, vinculada a una parroquia, donde recibo un plato de comida al día! Y, por la noche, voy a los dormitorios sociales, aunque mi ultima ex aceptó guardarme mis pobres pertenencias, ante de echarme del pisito que compartíamos. Esta es la cruda realidad de mi situación. No tengo otras ayudas asistenciales porque, en su momento, debido a mi mala cabeza no coticé para estos años de la vejez. En modo alguno quiero ser una carga para vosotros, aunque vuestra admirable modestia y generosidad es ejemplar. Estaré aquí los días que me permitáis. Después, volveré a mi corral mexicano. Os pediré un último esfuerzo ….. para el billete de avión. Pero sé que obtendré una linda respuesta, de vuestro noble y bendito corazón”. 

Aquella noche Plácido tuvo que ayudarse para descansar, tomando un fuerte tranquilizante. No podía olvidar la dura mirada de Úrsula cuando ya en el cuarto le dijo esas palabras hirientes: “Ya veo tus “brillantes soluciones” para resolver los problemas de nuestra familia. Una vez más te has lucido. Es lo que siempre podemos esperar de tu imaginación. Siempre acabamos en lo mismo. Y a ver como le das una salida a esta situación, en la que nos has situado. Yo no estoy dispuesta a soportar a tu primo del alma”. Mientras tanto, Loreto y Juande hablaban, con responsabilidad, desde sus camas. “Menudo número. Seguimos igual, pero para peor. Sin embargo a este pobre hombre habrá que ayudarle. Es una situación de conciencia y solidaridad”. En un tercer dormitorio, el primo Cecilio descansaba relajadamente, bien arropado y alimentado, tras las contrastadas emociones del día. -


José L. Casado Toro (viernes, 27 Noviembre 2015)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

jueves, 19 de noviembre de 2015

LA CURIOSA LÓGICA DE LOS COMPORTAMIENTOS EXTRAÑOS.

En el día a día, solemos encontrarnos con actitudes y comportamientos alejados de la normalidad. Son imágenes que provocan, en mayor o menos medida, nuestra extrañeza y asombro. Esos gestos atípicos, al margen de lo que es previsible o incluso aconsejable, están protagonizados por personas que viven en nuestro entorno, cruzándose sus respuestas con nuestros esquemas previos de lo conveniente o lo razonable. Sí, es cierto, también nosotros mismos podemos despertar la atención de los demás, cuando esa línea de ruta que nos proponemos se aleja de manera notable de aquello que socialmente resulta acertado o asumible. Me refiero tanto al plano de lo cívico como al de esos valores que deben presidir nuestro caminar por la existencia. Sin embargo, esas puntuales “contracorrientes escénicas” pueden estar justificadas o poseer el necesario sentido para el autor que, con mejor o más escasa suerte o fortuna, las protagoniza. Siempre es positivo conocer el por qué y la argumentación procedente, antes de emitir un veredicto u opinión descalificadora, hacia aquello que ha motivado lo inesperado de nuestra sorpresa.

Aquella mañana, del otoño inicial, la terraza del bar/cafetería, especialmente durante las primeras horas de actividad, mantenía una intensa ocupación en las numerosas mesas dispuestas a lo largo de la acera. Es el momento del desayuno, por lo que desde las numerosas oficinas que pueblan el entorno acude una variada clientela a fin de consumir esas tostadas con jamón y aceite que tan bien preparan en la cocina del establecimiento. Son personas de todas las edades que hacen uso de esa media hora del desayuno, preferentemente en grupos de cuatro o cinco compañeros, para reponer fuerzas en lo que habrá de ser una larga mañana de trabajo y gestión, normalmente hasta las dos y media o tres de la tarde. 

A partir de las 10:30 o las once, el ambiente en el establecimiento se torna más sosegado y es, sobre todo a partir de las 12:30 o 13 horas, cuando suelen aparecen los mismos u otros clientes, predominando jefes o directivos de empresas, para gozar de ese aperitivo de cerveza con tapa, en la media mañana, que mantiene el cuerpo hasta la hora, generalmente tardía, de la comida. También se sirven almuerzos, porque son muchos los trabajadores que hacen la jornada continua y carecen de tiempo suficiente para desplazarse a sus domicilios. Tienen que volver a su puesto laboral a partir de las tres de la tarde, a fin de continuar con sus trabajos hasta la hora del cierre de las abundantes oficinas que pueblan esta zona más bien céntrica de la ciudad.

Giselle, una joven universitaria que cumple horario en el turno de mañana, se ocupaba de limpiar y preparar bien la cubertería, dado que a esa hora del mediodía no había apenas público sentado en las mesas del exterior. Charlaba animada con su compañera Sofía, explicándole que ya tenía ahorrada más de la mitad del coste de ese segundo plazo de matrícula para la facultad de Económicas, a donde habrá de acudir en horario de tarde. El salario del personal de esta cafetería alcanza sólo el sueldo base establecido en convenio, pero el complemento de las propinas, que todos reparten a partes iguales, permite ir tirando con estrecheces, de manera especial a los trabajadores que soportan una carga familiar a la que mantener.

En esa ocupación se afanaba la chica, cuando observa desde la barra del establecimiento que un hombre, en apariencia física de edad avanzada, ocupa una de las mesas. Abre el periódico que trae bajo el brazo y espera, sin prisas, ser atendido por alguna de las camareras. La joven, deja sus quehaceres tras la barra y con diligencia se acerca a este señor que lee pacientemente su diario. Recibe la petición del cliente con un gesto de cierta extrañeza, pues éste  ordena dos copas de vino (una, de tinto Rioja) y un par de tapas de queso. Como sólo ve a una persona frente a ella, supone que pronto se incorporará algún compañero o compañera, que habrá de compartir el aperitivo solicitado.

Prepara con esmero el pedido que a los pocos minutos tiene el señor del periódico encima de su mesa. Giselle vuelve a sus quehaceres, tras la barra del bar, sin darle más importancia a la petición de ese cliente. Por experiencia conoce que a esa hora intermedia de la mañana, son muchas las personas jubiladas que ocupan su asiento en la terraza y no se mueven del mismo hasta esa hora conveniente para volver a casa a disfrutar del almuerzo diario. Algunos permanecen allí incluso algunas horas, ante una taza que ha quedado vacía a los pocos minutos. Otros lo hacen dialogando con esos dos o tres amigos que se citan cada día para hablar de los mismos temas, comentados y repetidos hasta la saciedad en la evolución de los días. De todas formas, aunque pasen los minutos y las horas, el criterio respetuoso de los propietarios del establecimiento es no molestar a los consumidores, aunque ya no consuman y sólo descansen cómodamente en sus asientos. También es verdad que una terraza repleta de sillas y mesas vacías no es una buena imagen para la publicidad y atractivo del establecimiento.

Han ido pasando los minutos y la camarera sale de nuevo al exterior, por si hay alguna nueva petición a la que prestar atención. Echa una visual sobre todas las mesas y repara que este señor continúa sólo. El nivel de su copa de vino ha bajado notablemente, mientras que la de tinto permanece sin consumir. Lo mismo ocurre con las tapas. Uno de los platillos no ha sido tocado mientras que en el situado junto a la copa de fino moriles ya no queda nada del trocito de pan ni del triángulo de queso. El hombre ha dejado de leer su diario y ahora permanece, lógicamente silencioso, observando el trasiego de las personas por esa plaza que se va animando de público a medida que avanza la mañana. La curiosidad en Giselle supera cualquier pertinencia, por lo que se acerca a Cosme, nombre que éste le confiará en el transcurso del diálogo que mantienen.

“Sr. parece que la persona que le iba a acompañar no se ha presentado. Estas cosas ocurren a veces. Lo que me pregunto es acerca del porqué ha pedido su consumición sin estar él o ella presente…… yo le habría servido de inmediato, en cuanto esta persona ocupara su asiento”.

El interlocutor de la camarera es una persona que debe haber superado las sietes décadas en su vida. Algo encorvado en su columna vertebral, mantiene un buen aspecto por su delgadez manifiesta. Escaso cabello en su oronda cabeza, ojos extremadamente cansados y, aunque trata de disimularla, es perceptible un rítmico temblor en sus manos, un tanto agrietadas. Aunque ofrece un cuerpo cuidado en su aseo, destaca la modestia de las ropas que cubren su cuerpo. Ante el comentario de la chica, Cosme baja con humildad su mirada y explica a su interlocutora la realidad de su situación.

“Verá, Srta. este mi comportamiento le puede resultar un tanto chocante. Pero hay que conocer la historia que está detrás del mismo. Mi nombre es Cosme. Yo tenía un amigo, Mauricio, de esos que conoces desde toda la vida, que nos veíamos al menos dos veces en semana para charlar de nuestras cosas. Prácticamente éramos como hermanos, ya que entre nosotros no había lugar para los secretos o la falta de confianza. Paseábamos, hablábamos, discutíamos, por supuesto pero, sobre todo, manteníamos esa costumbre de tomar el aperitivo los días en que nos veíamos. Hace un par de semanas, él viajó a ese lugar lejano del que nada conocemos. Es …. terrible. Su ausencia la sobrellevo muy mal. Me rebelo ante esta ausencia que ha hecho más dura la soledad de mi vida. Por eso hoy he querido pensar que él estaba una vez más junto a mi. De ahí la petición que le hice al llegar. Esa copa de Rioja y su tapita de queso es lo que más le agradaba. Siempre pedía lo mismo…..¡Lo echo tanto de menos!”

Una honda tristeza, abierta a la emoción, ofrecía el rostro de este hombre, cuya sencillez y carencias revelaban claramente su personalidad actual. Giselle quedó profundamente conmovida ante la confesión de este cliente mayor que sufría con dolor la insoportable soledad de su vejez. Brevemente explicó la situación al encargado del establecimiento. Tras un intercambio de impresiones, volvió a la mesa ocupada por Cosme con una indisimulable sonrisa en su boca.

“Cosme, he de confesarle que me ha conmovido intensamente la bella historia que ha compartido conmigo. Acabo de hablar con mi jefe. Pensamos que su amigo, desde allá arriba no querría verle entristecido. Esa copa de Rioja la va a tomar Vd. en honor a su amigo y camarada de paseos. Lo mismo le digo con respeto a la tapa de queso. Y le traigo la cuenta. Hoy, va a ser muy barata para Vd. que ha demostrado tener una gran bondad y creer en la amistad. Sólo le vamos a cobrar el precio simbólico de 1 euro. El resto del valor de ambas consumiciones corre a cuenta del establecimiento”.

Después de pagar su euro y dar repetidas veces las gracias, el anciano permaneció aún casi media hora sentado en esa esquina de la terraza, en donde el sol del otoño se hacía agradecer por su templanza. Era ya más de la una de la tarde, y el resto de las mesas y la misma barra de la cafetería/bar se habían llenado de jóvenes universitarios y de ejecutivos y profesionales, amantes de saborear ese aperitivo que tonifica, previo al almuerzo. Mientras, un hombre mayor, tras dejar libre su mesa, se alejaba de esa zona bulliciosa y alegre, donde personas mucho más jóvenes compartían las palabras, las copas de bebida y esas tapas que alimentaban nada más olerlas.

Tras doblar la esquina de la calle, extrajo una pequeña libreta que llevaba en el bolsillo de su raída chaqueta. A pesar del temblor en sus manos, anotó perfectamente el nombre del bar donde había pasado gran parte de la mañana. Debía de tener cuidado en no equivocarse. La ciudad es muy grande y el número de establecimientos para el tapeo también es numeroso. Pero repetir en el mismo bar la historia de su amigo Mauricio, sería un grave error que debía, a toda luces, evitar. Hoy también ha logrado, con la convicción de su historia, tomar un excelente aperitivo al precio de un euro. No siempre tiene tanta suerte. Pero, casi siempre, sabe sacar algún rédito a una historia que conmueve.-

José L. Casado Toro (viernes, 20 Noviembre 2015)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

viernes, 13 de noviembre de 2015

UN ANTIGUO COMPAÑERO, EN LAS LISTAS ELECTORALES.

 
Me había levantado muy temprano, cuando aún apenas clareaba. Probablemente algo no me sentó bien en la cena, por lo que decidí que bueno sería iniciar el nuevo día haciendo un poco de trekking por las calles, aún adormecidas, de nuestra ciudad. Sin embargo, antes iniciar este saludable ejercicio, eché una ojeada, hábito que practico todas las mañanas, a la información más destacada de la prensa digital. La mayoría de las informaciones en pantalla eran más de lo mismo, aunque despertó mi atención un titular que aludía a la relación de candidatos para las próximas elecciones municipales, correspondientes a uno de los dos principales partidos políticos de mi país. Atando los cordones de mis zapatillas, entré en la noticia, interesándome por los nombres integrantes de esa lista para los inmediatos comicios. Me preguntaba cuántos de esa veintena larga de candidatos a concejales, concurrentes a las que prometían ser unas reñidas elecciones. me serían conocidos.

Repasé mecánicamente la serie de nombres. Aparte de los políticos que ocupaban los dos primeros puestos en el listado, personas muy conocidas en el ámbito provincial, por salir un día sí y el otro también en los titulares de prensa, el resto de nombres que continuaban iban siendo para mí absolutamente desconocidos. Sin embargo, al llegar al puesto número diez, me detuve para bucear en la memoria a esa persona cuyo nombre sí me decía algo. Después de darle vueltas en la cabeza, durante unos segundos, la memoria me hizo reconocer a quien ocupaba ese puesto, con bastantes posibilidades de salir elegido tras el recuento de los votos.

Esta persona era Carlos Campal Nogueroles. Se trataba de un antiguo compañero de estudios, del que nada sabía desde hacía muchos años. Habíamos estado juntos en la misma clase, durante la etapa de la Educación Secundaria. Cuando llegamos a la fase universitaria, él se decantó por los estudios de derecho, mientras yo opté por el magisterio. Nuestra relación amistosa, aún con vaivenes, se mantuvo durante algún tiempo, e incluso estuve presente, como invitado, en esa su precipitada boda que se vio obligado a protagonizar. Él tenía entonces alrededor de 22 años. Por cierto, recordaba a su novia Virginia, que estaba deslumbrante por su belleza, look y simpatía, en esa brillante fiesta que, tras el paso por el juzgado, se celebró por todo lo alto en un recinto muy cotizado en la zona de los Montes de Málaga. El padre de la joven era un empresario con dinero, por sus bien llevados negocios de ultramarinos.

Mientras caminaba a paso ligero por las calles casi desiertas, en un domingo de otoño, iba pensando en algunas de las aventuras que compartí con el hoy candidato a un puesto en el Ayuntamiento local. En nuestra panda, era llamado entre bromas “campito de chocolate” haciendo juego con las palabras de sus apellidos. Su imagen era la de un cabecilla loca, pero muy hábil para meterse en todos los líos, negocios y entuertos que le pudiesen reportar beneficios y, sobre todo, distracción. La verdad es que, con el poco tiempo que dedicaba a los libros, nunca supe explicarme a ciencia cierta cómo iba sacando los cursos, no de manera brillante aunque sí desahogada.

En la vuelta a casa, camino de una buena ducha, fui pensando que sería interesante tratar de contactar con él. Tal vez, el candidato Campal, podría acordarse de su compañero de clase. Podríamos revivir en el pensamiento algunas de esas simpáticas aventuras que protagonizábamos, especialmente durante los fines de semana. Pero ¿cómo me recibiría?  A mí eso de hablar con un político me hacía ilusión. Sobre todo pensando que ahora, con la imagen social muy deteriorada que han ido creándose, podría comentarle y preguntarle por muchas cosas que los ciudadanos siempre tenemos en mente tratando, en definitiva, de entender a estas personas que se dedican a gestionar nuestros intereses colectivos. Tendría confianza para trasladarle esas inquietudes y preguntas sin respuesta que casi todo contribuyente  tiene entre sus preocupaciones y motivaciones.

Durante la semana siguiente llamé en varias ocasiones a la sede de la agrupación política, tratando de ponerme en contacto con esta persona. Pero casi siempre (me indicaban) se encontraba ocupado. Dado el escaso éxito de estos intentos telefónicos, dejé el número de mi móvil al gestor que atendía la centralita, confiando que le pasaran el aviso y él mostrara interés en ponerse en contacto conmigo. Ya en el miércoles, mientras estaba realizando unas compras en el Mercadona del barrio, escuché una llamada en el móvil. Para mi alegría y sorpresa, al otro lado de la línea tenía a Carlos, con el que intercambié unos saludos, un tanto fríos.

Mi primera impresión fue que con la habilidad propia de nes yaunque sabpra en el Mercadona del barrio, e casi todo ciudadano tiene entre sus preocupaciones yél no me recordaba con nitidez, aunque sabía disimularlo con la habilidad propia de un profesional en relaciones públicas. Al fin me comentó que, el martes de la siguiente semana, tenía un hueco disponible, entre las cinco y las siete de la tarde. Sugería que nos viéramos y compartiéramos un ratito de conversación, en alguna cafetería próxima a la Catedral. Mi antiguo “compa” se había ido a vivir al centro antiguo de la ciudad, en realidad no muy lejos de la que había sido la casa familiar de sus padres que, en alguna ocasión, yo incluso había visitado. Al finalizar este primer y breve reencuentro telefónico, seguía manteniendo la impresión de que Carlos no tenía aún nitidez en su memoria para recordar nuestros vínculos estudiantiles. Y es que habían transcurrido más de dos décadas desde aquellos últimos contactos en nuestra juventud universitaria.

Aunque yo estaba en la puerta de la cafetería con esa acostumbrada puntualidad que me caracteriza, tuve que soportar una espera que se alargó sobre unos veinte minutos. Al fin, le vi aparecer. Entonces, ya sí me reconoció, sin ningún tipo de problemas, estrechándome efusivamente la mano aunque pronto sacó el manual de un viejo zorro de la política y me dio dos fuerte abrazos. Lógicamente, él y yo habíamos cambiado en la imagen física, aunque manteníamos esos rasgos inconfundibles que respondían inequívocamente a nuestra identidad. Me impresionó ver su cuidaba cabellera negra, admirablemente preparada en la peluquería cuando, desde su adolescencia, iba camino de la alopecia, al igual que su padre. Pronto me aclaró que se había gastado una “buena pasta” en hacerse un implante capilar general. Por otra parte, había acumulado kilos de peso en su cuerpo. Tanto en él como en mí, el diámetro de nuestra cintura delataba un cierto abandono por las apetencias suculentas de la cocina, a pesar de que ambos presumíamos de horas de nado y bicicleta, cuando las obligaciones profesionales hacía posible esa muy saludable quema de calorías.

Ya sentados en una de las mesas ubicadas en la terraza exterior al recinto, le pregunté por Virginia.
“Qué buena memoria tienes, compañero! Lo nuestro ….. duró sólo unos cuantos años. Recordarás que fue una boda precipitada por el embarazo, Este mi primer hijo tiene en la actualidad diecinueve años y ocupa su tiempo en un conjunto de rock, por los madriles capitalinos. Ha salido un poco cabeza loca, como su padre. Lo mío con Virginia se fue enfriando con cierta rapidez. Sé que te vas a reír, pero ya voy por la cuarta unión. De unas y otras, soy padre de otros tres hijos más, todas mujeres. Mi vida sigue siendo muy distraída, con toda esta concurrida descendencia.

Al fin pude terminar derecho, lo que me abrió puertas en una entidad bancaria, donde aún trabajo, aunque en la actualidad estoy liberado, por mis cargos sindicales. Y desde aquí, por la vía de la acción reivindicativa, es como me fui acercando al mundo de la política, en el que he hecho casi de todo, hasta lograr que se me incluya en las listas para las próximas elecciones locales. Pero te aseguro que no ha sido un camino de rosas…. ¡si te contara! Las cosas que he tenido que hacer para poder ir en ese puesto décimo, en el que tengo buenas posibilidades de salir elegido!

Mira, compa, el mundo de la política funciona de esta manera. Tienes que plegarte a la voluntad de los jefes, aunque en muchas cosas no estés de acuerdo. Aceptar que hoy tienes que defender un planteamiento y mañana todo lo contrario. Y, en ambos casos, simulando la misma convicción argumental. Si quieres que te sea muy duro y sincero, los conceptos de verdad y mentira rompen sus fronteras, cuando de lo que se trata es de priorizar los intereses del partido, sobre todo lo demás. Y esto lo hacen los de un lado y también los del contrario. Casi todo vale en este viciado mercado, por no perder o ganar un voto. Es el poder y sus suculentas consecuencias,  amigo mío”.

Era curiosa la actitud del candidato Carlos. Trataba de protagonizar toda la conversación. Aquello más que un diálogo era un mecanicista monólogo de alguien que rebosaba autoestima y palabras vacías. Hablaba y hablaba, recitando esas medias verdades y manipuladas argumentaciones en las que, a buen seguro, ni él mismo creía. Me di cuenta de que en los momentos de mayor euforia, con sus aparentes firmes teorizaciones, desplazaba su mirada lejos de mis ojos. Como si estuviera dirigiéndose a ese auditorio anónimo que dócilmente asiente y aplaude a cualquier cosa que le venden, con acriticismo, fanatismo y borreguil complacencia.

En lo que me dejó, traté de comentarle algunas opiniones o sugerencias acerca del estado de la ciudad. Comenté esa puntual limpieza viaria, que sólo vemos en las calles del centro antiguo. Esa adecuación del pavimento en  las calles, que sólo se ejerce en esos mismos lugares. Esa toma espacial de las aceras, por parte de bares y restaurantes. Esa absoluta carencia de servicios públicos WC. que tan desagradables consecuencias provoca. Esa impunidad en los aparcamientos de vehículos, que tanto ralentiza el tráfico. Esos jardines degradados, por falta de atención, vigilancia y cuidados. El mundo de las corruptelas y lo pelotazos urbanísticos, la discordancia entre los impuestos que pagamos y los servicios que recibimos……

Me miraba y sonreía ante estas consideraciones que yo me esforzaba en trasladarle. Eso sí, sin demasiada acritud. Movía su cabeza con un gesto de asentimiento repitiendo, una y otra vez, como una ritual y vacía letanía, dos palabras pronunciadas sin gran convicción: “te entiendo  ……… te entiendo ………. te entiendo ………..”

Las dos tazas de té hacía ya minutos que se habían quedado vacías. Carlos comenzó a mirar su reloj (pieza espectacular de una prestigiosa marca suiza, cuya adquisición exige cifras elevadas). Comprendí que nuestro tiempo para el diálogo estaba llegando a su fin. Pero antes de la despedida, me pidió, de la manera más directa, que colaborase con el partido. Habían preparado unos títulos o diplomas de simpatizantes, que ellos expedían con tu nombre e incluso foto, a cambio de sesenta euros cada uno. Me facilitó su tarjeta personal y otra de la sede del partido, con los teléfonos correspondientes. Unos abrazos y promesas de nuevos encuentros sellaron aquella hora y media larga en la que me reencontré con un amigo de la juventud estudiantil, tras muchos años de desconocimiento recíproco.

Me sentía un tanto aturdido por haber soportado toda esa acelerada verborrea, bien preparada por la destreza del oficio político. Me apetecía recuperar esos niveles de sosiego que alimentan el equilibrio de nuestro espíritu. Ya era tarde para desplazarme al Jardín Botánico, por lo que tomé un autobús municipal y me dirigí a una de las numerosas zonas playeras con que la ciudad goza. Allí estuve caminando, sobre la mullida arena y escuchando el fragor de las olas, por espacio de muchos minutos. Este paseo me hizo mucho bien, tras la viciada experiencia que había tenido horas antes. La humedad y frescor de la noche hizo aconsejable la necesaria y grata vuelta al hogar.-

José L. Casado Toro (viernes, 13 Noviembre 2015)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga