viernes, 25 de noviembre de 2011

CYRIL Y SU BICICLETA.

Sí, me refiero a esos otros niños de la calle, aquéllos que sufren con dureza la orfandad del amor. Sentimos su necesidad, ahí cerca de nuestro protagonismo. Y, también, más allá de nuestra vecindad. La imágenes, las letras, la propia percepción de las miradas, nos ofrecen, con el crudo realismo de su verdad, la dificultad existencial en que se apoyan. Sus reacciones, sus respuestas, su violencia crispada, ha de explicarse, necesariamente, por esa crudeza afectiva que los adultos hemos proporcionado a sus vidas. De ahí que sea de sumo interés el visionado de esta película, para alimentar y sustentar valores en nuestra conciencia. También, para racionalizar éticamente el equilibrio de nuestra reflexión. Y aún es posible que tengas la opción de verla en pantalla, al margen de los vaivenes caprichosos de la cartelera. Creo que sería una acertada decisión, por el crecimiento personal que proporciona para el conocimiento del entorno social, más o menos inmediato.

El mundo y su realismo, a través del espejo que ofrece la infancia. EL NIÑO DE LA BICICLETA. última película de los hermanos Dardenne, Jean Pierre (1951) y Luc (1954) ha sido estrenada en nuestros cines, hace unas semanas. Es de nacionalidad belga, siendo la fecha de su realización el actual año en curso. Recientemente le ha sido concedido el Gran Premio del Jurado, en el pasado Festival de Cannes. Pero ¿cuál es su trama argumental? Vemos a Cyril (Tomas Doret) un delgado y nervioso chico rubio de once años, en las puertas de la adolescencia, al que su padre (una persona inmadura y egoísta, en estos tiempos de crisis globalizada para la insolidaridad) ha dejado en un centro de acogida. La madre del crío no aparece en toda la narrativa. Sólo el padre, que trabaja de cocinero en un restaurante de comida rápida, explica, en algún momento, que quiere reorganizar su vida, al margen de la presencia, incómoda, para su irresponsable necesidad, de ese hijo gestado en una compañera, durante los alocados años vividos en la juventud. Cyril se escapa, en varias ocasiones, del control de sus cuidadores, ya que ansía encontrar y volver a convivir junto a su padre. Para ello utiliza su bicicleta, vehículo que va a nuclear toda la trama fílmica, tanto en lo físico como en lo simbólico, durante los 87 minutos del metraje.

Pronto aparece en la historia, que nos es narrada, la frágil y esbelta figura de Samantha (Cecile De France, 1975) una bella y cariñosa joven, que trabaja en una peluquería de su propiedad. El azar provoca que, en una de las repetidas crisis en el carácter que estallan en el niño, conozca a Cyril, despertándose en ella la nobleza solidaria de ayudar a una persona que sufre. Observa y siente la carencia de una madre para ese niño y la egoísta actitud de un padre que repudia a su hijo, al que no quiere. Se compromete con la dirección del centro de acogida a recibir en su domicilio al niño, durante los fines de semana, a fin de ir proporcionándole ese afecto tan carencialmente ausente en los sentimientos del pequeño. Necesita darle cariño y estabilidad. Necesita, al tiempo, encontrar ese apoyo maternal que aún no ha tenido en su limpia y noble existencia.

Cyril se muestra tercamente agresivo, violento, rezumando en su carácter odio y rencor, ante un mundo que le ha tratado con tan inmisericorde crueldad. Tras localizar por fin a su padre, éste le rechaza una vez más. Las frías e inhumanas palabras que cruza con su hijo, proporcionan al chico fundamentos corrosivos para responder con desconfianza y desprecio a las personas de su entorno. En compensación, Samantha le ofrece su hogar, el afecto de una madre ausente, el equilibrio que nunca ha tenido en sus escasos años de vida. Pero el crio reacciona, en distintas oportunidades, con la violencia enquistada del dolor por unos padres irresponsables que le han hurtado el calor de una familia. Que le han impedido disfrutar del imprescindible equilibrio y estabilidad para su desgraciada infancia. Conoce a un joven delincuente, el cual también ha pasado por ese centro de acogida. Y esta peligrosa amistad le induce a cometer su primer delito, con violencia, que le coloca ante la sentencia impartida por una Juez de menores. El apoyo responsable de Samantha será fundamental para la comprensión y perdón en el comerciante agredido y la benevolencia de la jueza. Cuando la historia parece que va a finalizar con la tristeza del fracaso, se producen unos hechos que hacen reaccionar a Cyril, comprendiendo que no debe despreciar la oportunidad en el cariño que le ofrece una madre. Esa madre cuya ausencia, en su infancia, tanto daño le ha producido para su inestable y visceral comportamiento social. Luz, frente a la desesperanza, en un ser que ansiosamente la necesita.

APUNTES INTERESANTES PARA COMENTAR.

a) LA BICICLETA. Un mecanismo liberador.

Para Cyril es una eficaz compañera, en su afán por superar una situación que se le hace injusta e insoportable. Le permite abandonar o huir de una institución considerada como opresiva. Ese centro de acogida que él percibe como una cárcel, “prisión” que le aleja de la raíz afectiva que todavía él confía tener en su padre. Bicicleta liberadora, como un útil instrumento en esa búsqueda, innegociable, de un padre que puede devolverle a una situación de estabilidad familiar. Cuando le es robada, la lucha por su recuperación le pone en contacto con un grupo pandillero que ensombrece tristemente su futuro en la delincuencia. Finalmente, supone otro vínculo, mucho más positivo y esperanzador, paseando junto a la persona, providencial, que va a proporcionarle el calor de un hogar que anhela imprescindible para su joven vida.

b) CYRIL. Una infancia maltratada.

Impresiona su rebeldía, su carácter arisco, violento, explosivo en la agresividad. A pesar de la injusta y cruel dureza que la irresponsabilidad paternal le ha deparado, su comportamiento, en muchas fases de la película, se hace algo insoportable. Sin embargo, pronto compensamos la percepción de este rechazo, entendiendo el dolor y desesperación de un crío al que se le han arrebatado los pilares estables de una familia. La relación que mantiene con Samantha es, al tiempo, de salvación y desconfianza. De necesidad y rechazo. Llegar a herir a una persona, que tanto bien le está haciendo, ejerciendo de madre y amiga, solo puede comprenderse por el amargor, en la desesperación, que le ha provocado su padre. Un progenitor que ha repudia innoblemente la existencia que ha creado. En un desesperado intento para despertar los sentimientos de aquél, le ofrece el dinero que ha conseguido, tras el robo que protagoniza inducido por ese amigo mayor, delincuente en el mundo de la droga. El simbolismo de la camiseta roja, que siempre utiliza para vestirse, puede dar lugar a diversas interpretaciones según la imaginación o percepción de cada espectador.

c) SAMANTHA. El hada madrina.

Indudablemente, representa el papel de ángel bueno, en una descarnada historia sobre la infancia. La delgadez de su esbelta figura, con un perfil que nos recuerda al de aquellas diosas de la antigua mitología, la serena nobleza que irradia, la admirable paciencia que genera, el inmenso cariño, que esta peluquera ejerce sobre un niño desvalido en el abandono familiar, resulta ejemplarmente encomiable. Necesita ayudar a un ser maltratado por la vida, incluso sacrificando proyectos relacionales para su futuro. Ayudando a Cyril, se ayuda a sí misma. Se siente elegida por el destino para ejercer de madre adoptiva ante un niño que le necesita. Acepta la inseguridad, la agresividad, la violencia de ese crío, en la confianza de que más pronto o tarde logrará su aceptación y el cariño. Dándole la templanza de un verdadero hogar, aceptando el perdón, ante su inestable y violento comportamiento, alcanza esa realización y maduración personal que perseguía desde hacía tiempo, probablemente sin tener conciencia exacta de ello. Impresiona su seguridad y serenidad interpretativa.

d) EL PADRE. La irresponsabilidad personal.

Su presencia en pantalla es escasa aunque intensa. Es muy duro ver a un padre que rechaza una y otra vez a su único hijo, de once años de edad. Época de crisis, tiempos de superficialidad, imagen de una persona carente de valores y que sólo atiende al ego de sus intereses. Probablemente tuvo a este hijo en una relación no consolidada, descendencia no deseada y sin que le sirva de paliativo o justificación una situación de agobio económico. Evidentemente, tiene trabajo y estabilidad laboral. En el crudo diálogo que mantiene con Cyril, no aparece el nombre de la madre del niño. Sólo le dice a Samantha, cuando ésta le exige una respuesta ante las demandas de su hijo, que desea rehacer su vida. En ella no cabe la presencia de esa vida que, en otro momento, colaboró en crear.

Estamos ante una película, alejada de los moldes industriales, y de dotación económica, que impone Hollywood a sus films. Pero creo, sinceramente, que muchas personas se van a sentir enriquecidas, en sus valores, tras el visionado. Desde luego, no será una cinta que pase a la historia de las grandes superproducciones. Pero que, sin embargo, nos hace reflexionar y creer en lo posible. La deriva existencial de un niño, en puertas de la adolescencia, puede ser salvada y reconducida por la generosidad del amor, del sacrificio, de la voluntad. A muchos espectadores, como aludía en líneas previas, les puede agobiar, en incomodar, el comportamiento de ese crío de once años. Pero, en cualquier momento y lugar, siempre hay un hada buena, una persona solidaria, que sabrá restañar carencias, con la magia y el cariño del amor. Educadores, padres y madres, tú y aquél, todos, ganaremos con la toma de conciencia de que los comportamientos ajenos vienen condicionados por actitudes, respuestas y circunstancias, profundamente desafortunadas. Cyril sólo desea recuperar una familia. Familia que el destino, innoblemente, le ha hurtado. Al final, acepta su destino, hallándola en el corazón y la luz irradiada por Samantha, su nueva y cariñosa madre.

José L. Casado Toro (viernes 25 noviembre 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/

viernes, 18 de noviembre de 2011

UN ACTOR, PARA DOS MONÓLOGOS SOBRE LA VIDA.

Suelo priorizar la asistencia a una sala cinematográfica, entre otros incentivos, para la distracción y el ocio durante los fines de semana. Casi siempre existe en la cartelera algún título que viene precedido por esa crítica que avala la asistencia del espectador. Sin embargo, aquel sábado en Febrero, aún con frío para abrigarse, compré la entrada de una obra escénica que representaban en un teatro administrado por el gobierno regional de la Junta. La tarde nos había dejado un intenso chubasco, que generó humedad y ambiente gélido en la noche, a esa incómoda hora de las nueve. No me parece el horario más inteligente para iniciar la representación. Te obliga a cenar en el tiempo de la merienda o ya cercanas las solemnes campanadas con las que comienza un nuevo día. Poco más de un cincuenta por ciento, fueron las butacas del aforo ocupadas por un público mayoritariamente joven. Probablemente, estudiantes universitarios. El vestuario que predominaba entre los ilusionados espectadores era muy diferente al de aquellos que gustan asistir a ese otro gran teatro municipal, de preclaro renombre literario, al menos en el selecto patio de butacas.

¿Y cuál era la pieza teatral que iba a ser objeto de representación? Se trataba de una modalidad escénica complicada pero interesante: el monólogo. Ese único personaje, en la habitación escenificada de un hotel, nos iba a introducir en una bella historia de amor, superados los cincuenta, cuando el protagonista había conocido, físicamente, a esa otra persona con la que mantenía una relación on line, desde los dos últimos meses. Lucas (nuestro personaje) y Claudio (así se llamaba el compañero hallado en las redes infinitas de Internet) residían en dos ciudades alejadas por unos 300 kilómetros. Durante la tarde habían tenido su primer encuentro personal, para el descubrimiento recíproco y, tras una cena dibujada con agrados, gestos y nervios, decidieron volver a reunirse para la mañana siguiente. La trama argumental comienza cuando Lucas, sentado a los pies de la cama, reflexiona acerca de lo que puede suponer, para ambas vidas, una relación que avanza hacia la consolidación. Nos habla de su vida, narrando aquel ya lejano matrimonio con Laura, sin sentido desde hacía casi una década. Se lamenta de la ausencia de hijos en su vida y de la renovación que Claudio puede realizar en una trayectoria personal, gris y desmotivada, como la que ha atravesado y sufrido en esos últimos diez años de realidades y necesidades al tiempo. Las bien pronunciadas palabras que el veterano actor nos transmite, generan una profunda atención entre un auditorio que se siente partícipe de las confidencias personales que comparte el único personaje. Nos sentimos trasladados, convidados, con ese respeto incondicional que merece la sinceridad interpretativa, a las vivencias, reflexiones y confidencias de una persona que afronta su gran oportunidad renovadora, para la recuperación del sentir.

En esa impersonal habitación, de un provinciano hotel, observamos el mobiliario. Digno, aparentemente elegante, pero escaso por el limitado espacio disponible. Una luz difusa y algo anaranjada ilumina la desangelada estancia, donde un antiguo televisor, de aquellos analógicos, presenta sus imágenes mudas en el sonido. Lucas ha bajado totalmente el volumen, porque desea pensar y hablar en voz alta. No se ha quitado aún la ropa de calle, lo que nos permite comprobar el esmero que ha utilizado para su atuendo, en ese su primer día para el cambio en su vida. Chaqueta azul marino, pantalones vaqueros de marca y zapatos de piel de nobuk, marrón oscuro. Eligió una camisa de tonalidad rosa pálido, para usar sin corbata. Ha querido ofrecerle a Claudio una imagen que potencie una juventud ya alejada, por la evidencia del calendario y el discurrir de los días. Su compañero de relación parece ser algo más joven, a tenor de una frase en la que alude a la necesidad de compartir y disfrutar la vitalidad juvenil que aquél representa. Esa noche, y otras muchas noches, se viene enfrentando ante una realidad, verdaderamente insospechada, para su atracción sentimental en lo personal. A pesar de algunas fotos intercambiadas en los correos, el impacto visual con su compañero ha sido esclarecedor. Hay detalles que una imagen digitalizada difícilmente puede alcanzar sobre la estricta realidad. Para él, esta presencia ha mejorado el discurso previo de la imaginación, lo que le hace aflorar una sonrisa plena de satisfacción. Han sido unas horas, intensas pero ilusionadas, regadas por los nervios del primer encuentro, con un compañero que puede ser decisivo en la deriva que marca el rumbo de su existencia.

De manera inesperada, y para sorpresa de los espectadores, ocurre uno de los hechos más insólitos vividos en una sala teatral. Llevaba casi una hora la representación cuando el actor protagonista, por alguna razón o motivo que desconocemos, sufre un lapsus de concentración y memoria. Se queda, totalmente huérfano del discurso narrativo, durante unos interminables y tensos minutos. Su rostro refleja el desconcierto, preocupación y ansiedad, ante ese escaparate de miradas que pronto cruzan comentarios y murmullos entre los asientos. ¿Qué le ocurre? ¿Qué le está pasando? ¿Se encontrará mal? El segundero de los relojes camina con una lentitud cruel y desesperante ante la sorpresa general. Tras unos cuatro o cinco minutos de crispado silencio, nuestro actor reacciona. Se levanta de la esquina de la cama donde, en ese instante, recitaba su monólogo, dirigiéndose a nosotros con la cabeza algo baja pero con voz firme y controlada en la modulación.

“Respetados, queridos espectadores. Les quiero solicitar su comprensión y perdón, por esta situación que están viviendo en el escenario de un teatro. Deseo explicarles una circunstancia personal que me afecta. Hace una semana me prescribieron una medicación, para tratar un problema en mi salud. Me aseguraron que no iba a provocarme efectos negativos para mi profesión como actor. Parece que no ha sido así. Ayer tuve un pequeño aviso, por cuya brevedad no le concedí la menor importancia. Por el contrario, hoy, he perdido la concentración y la línea argumental de mi exposición. Les aseguro que, en determinados momentos, he visto con un cierto pánico, como mi memoria se quedaba en la orfandad absoluta de contenidos. Ha sido una sensación verdaderamente incómoda y desagradable, no sólo por el hecho de sufrir una amnesia cruel para mi discurso sino, y sobre todo, porque Vds. han pagado una entrada para asistir a la representación que ha quedado interrumpida. En este preciso instante, no estoy seguro de lo que están manifestando Lucas o Claudio, en el contenido de la obra. Sin embargo, reiterándoles mis profundas disculpas voy a completar, si Vds. me lo permiten, esos veinte minutos, o los que sean necesarios, de la representación. Les hablaré no de esos dos personajes que luchan por una oportunidad sentimental en sus vidas. Voy a contarles, con la seguridad y franqueza de la experiencia, acerca de toda una trayectoria que he recorrido en mi profesión por las tablas, ficticias y reales, de muchos teatros de la geografía española y extranjera. Voy a continuar el monólogo, en el que su único protagonista va a ser aquél quien les habla. Si el respetable público lo autoriza, continúa la representación. Les estaré hablando, con la fuerza de la sinceridad, todo el tiempo que Vds. deseen. Perdónenme, una vez más. Mil gracias”.

El público asistente, puesto en pie, responde con una cerrada ovación al veterano y prestigioso actor. Era la mejor forma de mostrar su comprensión, afecto y apoyo, a una persona que nos había regalado, hasta ese instante, un esforzado y cuidado trabajo representativo, avalado por una brillante trayectoria en las tablas de los escenarios, y en la gran pantalla, por espacio de varias décadas. Volvimos a sentarnos en las cómodas butacas de la gradería escénica. Nuestro artista también lo hizo, utilizando una de las modestas sillas que conformaban el decorado de una habitación en el hotel. Frente a su público, comenzó a narrarnos imágenes, facetas y elementos de toda su vida de actor. Con un hablar pausado, sereno y agradable, nos fue relatando y explicando el apasionado y difícil oficio de dar vida a personajes trazados, con artesana maestría, en la imaginación de sus hábiles autores. Anécdotas, experiencias, logros y dificultades, estuvieron en la base de otro monólogo. Probablemente más interesante, por lo humano y real, que el primero, atendido por un público entregado a la sinceridad del protagonista. Incluso hubo oportunidad para que varios espectadores plantearan algunas preguntas que, con sencillez y agrado, fueron atendidas por el maestro en la escena.

Salimos ya muy tarde del teatro. Las manecillas del reloj marcaban las once y veinticinco minutos. Casi dos horas y media, de minutaje continuado, para un único actor en la sin par experiencia. En realidad se nos brindaron dos monólogos, bien construidos en su veracidad, cuando el precio de la entrada sólo garantizaba uno de ellos. Por cierto, antes de despedirse, el actor aún tuvo el gesto de escenificar los minutos finales de la obra anunciada, a fin de que los espectadores conociésemos el desenlace de la relación entre Lucas y Claudio. El primero recibe una llamada telefónica. Tras atenderla, visiblemente emocionado, pronuncia unas palabras entrecortadas: “gracias amigo, gracias……. amor”. La verdad de muchas vidas, lejanas y próximas, tal y como son en la sinceridad. Un grandioso telón, de fieltro y terciopelo rojo, nos aleja pausadamente al solitario personaje, que observa pensativo sus recuerdos caminando, sin dirección, por la pequeña habitación de su hotel.-

José L. Casado Toro (viernes 18 noviembre 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/


viernes, 11 de noviembre de 2011

SANTOS ANÓNIMOS, DE AQUÍ CERCA.

De pequeño, recuerdo aquellas enternecedoras y ejemplares historias de santos que, con suma destreza expositiva, nos eran narradas por maestros y catequistas, allá en los toscos pupitres de las escuelas o en los bancos, no menos austeros, de los templos. Las escuchábamos boquiabiertos, en nuestros pocos años, con atención, admiración y entusiasmo, ilusionados vanamente de que esa escenografía, cromáticamente edulcorada, nunca finalizase. En general, eran vidas muy honestas y dolorosas en lo terrenal, sufrimiento, e incluso sacrificio en lo personal, que se veía ampliamente compensado con la alegría espiritual del goce celestial junto al Creador. Había momentos en que más de uno, y más de tres, anhelábamos alcanzar la mímesis de ese comportamiento, difícil y heroico, que sólo aquéllos señalados por su fe podían llegar a disfrutar. Y no han sido escasos los que, con su bondadoso proceder, han conseguido formar parte de un listado presidido por los halos cromados de santidad. La nómina sacral es amplísima y heterogénea, en cuanto a nomenclaturas, méritos y heroicidades para la memoria. Tan elevado es su número que ni las enciclopedias mágicas y “divinizadas”, por su imprescindible utilidad, del Google o la Wikipedia son capaces de cuantificar una cifra puntual o aproximada de los mismos. Nombres y méritos que no coinciden en las densas relaciones de santidades, agrupados en diversas categorías, escalas que también las hay en tan preclara sociedad. Para simplificar este complicado dilema aritmético hoy, primero de noviembre, mes otoñal por excelencia, la cultura cristiana-occidental celebra su gran día, su gran fiesta para el homenaje.

Estos admirables personajes, cuyos nombres nos son recordados desde las hojas de los almanaques, los vemos situados gozosamente en las graderías sublimes de la fe y las creencias. Allá en todo lo alto, cuando miramos a la atmósfera celeste que cubre nuestro Planeta. ¿Se hallan tan lejos de la realidad cotidiana que, alrededor, nos contempla? ¿O, por el contrario, están conviviendo muy cerca de nuestros entornos y espacios terrenales? Sea como sea, hoy, primer día de noviembre, quiero referirme a otros santos, aún no habilitados o reconocidos por los tribunales administrativos que, con rígido celo, controla la sociedad vaticana. No forman parte en la nómina sacral de los elegidos por la Providencia. Pero la estela próxima de sus vivencias merecerían, sin duda, el reconocimiento social, al margen de escalas y calificaciones pontificias. Entremos pues, con respetuosa humildad, a lo admirable de sus recorridos existenciales.

Desde siempre los he considerado como ejemplares héroes anónimos. En sus biografías no aparecen anotadas grandes gestas para la admiración popular. Los anales de la memoria no recogerán sus nombres, sus apellidos, sus hechos y acciones en la cotidianidad de los días. Y es lamentable que estas anotaciones de sus vivencias pasen desapercibidas en los libros que recuerdan la Historia. Lamentable, porque su proceder si merecería más atención, más homenaje y, por supuesto, mayor valoración para publicitar su nomenclaturas. Pero su anonimato, eclipsado por la parafernalia idolátrica popular, posee una gran fuerza, no menor dinamismo y un aire saludable de esperanza y admiración. Deseo referirme expresamente a esos trabajadores, integrados en las diferentes actividades y servicios, que aman y quieren la profesión que desempeñan. Día a día, resplandece (para los corazones e inteligencias sensibles) su afán por algo tan simple, pero tan difícil hoy día, como el hacer bien, en los parámetros de lo posible, la actividad que desempeñan en la sociedad. En la multiplicidad de los servicios, en la transformación industrial, en el mimo y cuidado de la tierra y de los animales que de ella dependen, los vemos contentos y orgullosos de poder proclamar con sus gestos, con sus palabras y sentimientos, la eficacia y mejor atención para su trabajo. Cuando tienes la oportunidad de cruzarte con ellos, en tus necesidades y avatares de los días, valoras y agradeces su dedicación y honestidad por cumplir fielmente con los cometidos que tienen asignados. Largos horarios, incómodas dificultades laborales, tensiones y nervios sincronizados con los problemas que sobrevienen por doquier, etc, nada de eso impide su esfuerzo, amabilidad, preparación y eficacia para que te sientas satisfecho ante los resultados de su labor. Y así, hora tras hora, año tras año, ritualizando algo tan complicado de hallar actualmente en nuestro entorno, como es la entrega, generosa y responsable al tiempo, por un trabajo bien realizado ¡Cómo contrasta su estela con aquellos otros que ni les gusta, ni procuran, ni se esfuerzan o sacrifican por hacer bien la profesión que, más o menos libremente, han decidido o decidieron ejercer. Nuestros “santos” en la proximidad trabajan con esa sencilla humildad, repleta de grandeza, con esa eficacia solidaria adornada de un arco iris que, con frecuencia, resplandece después de un día de lluvia. Son hombres y mujeres, como tú, como ése, como aquél. Te sientes feliz con su trato y con la responsabilidad de que revisten su esfuerzo y diligencia profesional. Estos héroes, con el rostro definido para ti y para mí, merecen ocupar los estantes y archivos de esa memoria que, con inteligencia, sabe mirar desde la privacidad o lo social. Santos, muy próximos, pero marginalmente no reconocidos en el santoral. Son personas que se sienten humildemente felices con el trabajo que desempeñan para el servicio y necesidades de los demás. Así de simple e importante.

Hay otros muchos santos en la inmediatez de nuestras vidas. Pienso, durante este emblemático día, en todos aquellos, jóvenes o mayores, que sufren, con resignación y esperanza, el cruel dolor de la enfermedad. Cuando la estructura armónica de lo corporal deja de funcionar, hay un ánimo, un espíritu, un alma que sufre la impotencia de la realidad. Y esa rebeldía, humana en la lógica, se va transformando, se va asumiendo o aceptando con la serenidad de la naturaleza. Esa naturaleza que nos enseña la evidencia de que los seres nacen, crecen y cumplen, finalmente, su ciclo vital. Las personas que adoptan esta noble actitud, ante el crudo ejemplo de la realidad en lo natural, merecen también, cómo no, las insignias solidarias de la santidad. No aparecen citados en los calendarios honoríficos del tiempo pero, su dolor, también su ejemplo, supone un justificado aval ejemplarizante de la santidad que merecen detentar, por su trayectoria y recorrido en lo humano. ¿Por qué la crueldad del dolor? ¿Por qué la sinrazón de la enfermedad? Unos poseen el apoyo, el sosiego trascendente, de la fe religiosa. A la mayoría, desde las aulas universales de la ciencia, les llega otro sosiego en la respuesta: es la naturaleza. Es su ley. Pues bien, esos otros santos, que sufren el dolor, deben tener acomodo en estas páginas de homenaje para su anonimato.

Hoy, 1º de noviembre, pero también durante todos los días del almanaque, recuerdo, con respeto, admiración y simpatía, a todos aquellos que nos hacen sonreír, por los senderos, desigualmente previsibles, de la vida. ¡Es tan hermoso despertar una sonrisa en el rostro de los demás! También hay que mencionar a todos aquellos que nos hacen creer en la bondad. Esa imprescindible palabra no es sólo un sustantivo. Supone una admirable actitud que nos hace amar ese trocito de vida en la que somos modestos, pero grandes, protagonistas. En definitiva, nos estamos refiriendo a santos de aquí y de ahora. Con su grandiosa sencillez y el mimetismo áureo del ejemplo, nos hacen creer, en la transparencia cristalina del mar junto a la fuerza poderosa de la montaña. En el cielo y la tierra, en la luz y en el atardecer. “Santidades” que nos animan a sustentar la confianza solidaria en lo humano. Y también, lógica y primariamente, en nosotros mismos.

José L. Casado Toro (viernes 11 noviembre 2011)

Profesor

http://www.jlcasadot.blogspot.com/